Nos entregaban a la muerte todo el día,
como las ascuas de los recuerdos
cuando van apagándose al caer de la tarde,
presentida la noche con el brillo del primer lucero
o las ausencias que habitan
el alma, sed de infinito,
y es un arcángel de sombra
el que llora mi tristeza
en las tapias del cementerio.
Morir para vivir siempre,
más allá de las estrellas y del desasosiego,
allí donde habita el Amado,
y todo es nuevo, como nueva es la muerte
cada día, contra toda esperanza
hasta donde se adivina lo que alcanzan los ojos.
Y así, en los cielos, los vencejos
escriben con letra de sangre,
en el atardecer,
mientras las amapolas encienden
los campos con la última luz,
tizones que son o lágrimas
al rojo, como está mi corazón
ahora, mientras escribo,
y es poesía la que me abraza.
Fernando Alda