El presente poema, en fotografía de su manuscrito |
Relectura de libros, prosa y poesía nuevas
Foto: Fernando Alda |
Foto: Fernando Alda |
Los lectores de José Jiménez Lozano seguimos de suerte, pues la Fundación Jorge Guillén ha publicado el tomo correspondiente a su poesía, dentro de las Obras Completas del abulense de Langa, que hacen el V volumen de las mismas. Como siempre, todo un lujo para afrontar, en esta ocasión, los meses de verano, largos y luminosos, con estos poemas que vienen a ser como los acianos, azules e intensos, que crecen en las cunetas de los caminos, de los de Castilla, por ejemplo, tal vez entre Alcazarén y Ávila, que Don José nos fue entregando como retales de belleza, de profunda belleza, de sutil o descarnada belleza, para que el alma, los adentros, que decía él, se conmueva, salga de su postración terrenal y trascienda hacia lo Alto, hacia el Todo, desde la Nada, desde la estancia carmelitana, por ejemplo, en San José de Ávila, y vuele en libertad.
El primero de los poemas de “Tantas devastaciones”, y que lleva por título “Eclesiastés”, parece un epitafio, tal vez el del propio autor, y que cuando uno se asoma a su profundidad, no nos deja indiferente, y es el preludio de lo que vendrá después, en su poética, en su escritura, en su obra:
“¡Oh! ¿Y yo no estaré ya
para cuando florezcan?
La tierra que me cubra,
¿no dará rosas?
¿Sólo hay olvido, ni niebla de memoria
bajo las hierbas rústicas?
¿En qué blasón antiguo
habéis visto ennoblecido el heno?
Hoy, está en su verdor
y mañana lo arrojarán al horno.
Pero sabed que fui,
que viví y he existido.
Ni mi nombre os importe:
podéis pisar el césped,
recostaros”
Así son sus poemas, reducidos a la mínima expresión, sin postizos, con un lenguaje desnudo, sin tramoyas, en la esencia más pura de lo poético, la verdad en cueros, el asombro por lo sencillo, como las pinceladas que esbozaba en sus diarios, siempre buscando lo Eterno, lo más fiel, y que ahora se convierte en una llamarada de otoño, siempre otoño, al plasmarse en los versos.
En sus poemas, todas sus obsesiones y desasosiegos, la vida misma, el
pensamiento, el corazón en ascuas, como le ocurre a “La Magdalena de Terff”
“La lamparilla, el libro,
la mano en la mejilla, pesarosa;
la redondez de la rodilla tan rotunda,
tan leve la del vientre, y la otra mano
sobre la calavera en su regazo.
¿Acuna
tal vacío, tanta muerte? ¿Espera
que de ahí brote vida?
Ungió al Amor con sus perfumes
y lo enlazó en su cabellera;
cuando murió, le buscó entre las rosas y las lilas
y no pudo tocarle. ¿Acaso
duda ahora? ¿Golpea
por eso sus espaldas,
por si todo fue un sueño solamente?
Vuelve tu rostro, y dime,
Magdalena”
Y todos, quizá, esperamos, como ella, una respuesta, un momento, un rescoldo con el que encender la fe y la belleza, pues no otra cosa son estos poemas que nos dejó Jiménez Lozano, como preguntas entre la niebla, como pasos perdidos que el lector ha de ir buscando en el laberinto, entre sueños, con la esperanza de hallar la salida.
Vuelve uno a releer estos versos, como los diarios, los ensayos, los relatos, las novelas, y vuelve el lector a reencontrarse con el paisaje espiritual del escritor, desde los místicos abulenses, Teresa y Juan, en sus estancias, hasta Moshé de León, o Spínoza en su mechinal, o Kierkegaard o el Evangelio, o los pájaros, como el “Petirrojo”, en su abandono y soledad del Viernes Santo, como Cristo
“Cantó en el seto, al alba,
y vio la luz de abril
tras los visillos,
mas a la nona hora
-era Viernes Santo-
murió el pequeño petirrojo.
¿Por qué fue abandonado?
Así nos inquietan estos poemas, o dardos, tal vez, así nos iluminan y esclarecen, así nos interrogan o, simplemente, nos encienden los ojos, como se enciende la poesía, como les ardía el corazón a los discípulos de Emaús cuando el Maestro caminaba con ellos.
Son poemas los de Jiménez Lozano para llevar en la mochila, para tener en la mesilla de noche, para abrir el libro con todos sus poemarios, al azar, y dejar que fluyan, que incendien, que sean como un salmo, en medio de la vanidad de vanidades que es el mundo, que sean como un relámpago, como el trazo firme del pintor que trata de
representar lo hondo del alma, una mirada entre la lluvia, la melancolía de un jarrón desportillado con las últimas flores de la primavera, como escritura que se va diluyendo en el agua tras los restos de la batalla. Son poemas para no olvidar el barro del que estamos hechos, la urdimbre que nos sostiene, la llama sagrada que nos mantiene alerta.
Son poemas para tener certezas, para saber el terreno que pisamos, como en el titulado “El peso del mundo”, uno de los últimos que escribiese Don José, mirando, acaso, la inmensidad de Castilla:
“”Ruido y furia el mundo”,
o también “un cuento
contado por un idiota”, dice Shakespeare.
“Humo o neblina” , y “vapor de agua”,
aseguraron Job y Qohélet,
y otros dicen “sombra”, “señal hecha en el agua
por un ave marina o un barco”,
“teatro” y “sueño” o “un suspiro”.
No hay que hacer caso, advierte:
una sonrisa recibida
llena una vida de hombre,
y, digan lo que digan los más listos de la clase,
pesa lo suyo, y mucho más que el mundo”
Y con esto basta, pues dicho está todo. Sea el lector el que descubra el peso de estos poemas, el peso de una sonrisa, el peso de estar acompañado, el peso de un abrazo o de una mirada, el peso del pétalo de una rosa que en junio se desangra y luego las estrellas en la Noche de San Juan, junto a las hogueras, en el Pretorio que es la vida, en cuyo atardecer nos examinarán del amor.
Fernando Alda
Foto: Fernando Alda |
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El ángel que nos mira. La mirada de Dios. Saber que pese a todo el devenir histórico, a los fulgurantes acontecimientos de cada día, permanece entre nosotros la Palabra de Dios, su forma de vernos, la mirada con la que nos mira, y que no ha de traernos cuenta el paso del tiempo, la sucesión de los días, o el reflejo de las edades, pues estamos llamados a lo Eterno. Y es consuelo saberlo así, como cuando hallas una fuente en medio de la ascensión a la montaña, entre peñascos, y su agua tan fría y transparente te devuelve memorias y es descanso, solaz, como la paz que Cristo nos entrega.
Foto: Fernando Alda |