VIII
Estamos lejos del cielo
en una cruel penumbra
que no nos deja distinguir
el dolor de la rabia,
perdidos en un mapa
de desasosiegos
y estériles renuncias.
Fernando Alda Sánchez
VIII
Estamos lejos del cielo
en una cruel penumbra
que no nos deja distinguir
el dolor de la rabia,
perdidos en un mapa
de desasosiegos
y estériles renuncias.
Fernando Alda Sánchez
VII
Hay silencio en la casa,
demasiado silencio,
como si todos estuviéramos
deshabitados
o los sueños nos hubiesen
abandonado.
Fernando Alda Sánchez
VI
La desolación de un libro
de poemas sin título,
la soledad de una ínsula
sin náufrago,
el mar de la devastación.
Fernando Alda Sánchez
V
Hoy me lleva una tristeza
de nubes huérfanas y de abandono,
una tristeza en la que no estoy
pero que pudiera habitar,
una tristeza de pájaros
sin alas y noches sin almohada,
de lágrimas que huyen,
de ojos mudos.
Es una tristeza ajena,
extraña al alma,
perdida en los tuétanos
del ser,
una tristeza como dejar
libros sobre una mesa
y no volverlos a abrir,
olvidados como la rama
seca de un árbol
que jamás volverá
a dar sombra.
Una tristeza...
Fernando Alda Sánchez
IV
He perdido varios poemas
junto al cuaderno en el que estaban
escritos, se fueron de mis manos
como avecillas en el cenit del estío,
cuando el aire es más transparente.
No volveré a saber de ellos,
estarán desdibujados
en la memoria de la nada.
No vale la pena lamentarse,
ni hilar llanto alguno
en recuerdo de lo que apenas
existió y ahora es polvo.
Otros versos retoñarán
del abedul seco,
de nuevo será primavera.
Fernando Alda Sánchez
II
Aves incendiadas cruzan
la luminosidad de la tarde
como tizones en una hoguera
de tristeza, lágrimas de luz
o restos del último sol que se consume
en los ojos de la noche.
Así tus recuerdos,
que vuelven a la vida,
como el que nace
de la nieve y pierde
altura al hundirse
entre la hierba.
No regresarán,
pese a todo,
el ardor, el oro
de la sangre,
la extensión de la mirada,
el dulce caminar de los días,
solo vino amargo,
tal vez ceniza,
un recordar perpetuo
de los senderos que no
te llevarán a ninguna
parte, o es silencio,
o nada, pavesas de las horas
inconclusas,
nostalgia de haber sido,
una llama fría
que lame la arteria
coronaria de tu corazón
dormido. Basta.
Fernando Alda Sánchez
El poemario está dedicado a Yolanda, Manuel, Elvira e Irene, mi mujer y mis hijos, por tanto como me han dado y me siguen dando.
Los poemas están acompañados por dos versos de Jorge Guillén, que dicen así:
"Más fuerte, más claro, más puro,
Seré quien fui".
I
Sutil es la luz de este día
de junio en el que escribo,
rodeado de tristeza
y tal vez de ruinas,
sobre lo que no fue
y no será nunca,
esa nostalgia del corazón
perdido entre los dédalos del sueño
y la sinrazón.
Rodeado de libros
veo arder el mundo,
desgarrándose la inteligencia
en un fatal combate
del que nadie saldrá ileso.
¿Dónde están la esperanza,
el valor de los días que imaginé
eternos, la templanza
en la sangre o la belleza
que incendia los ojos?
Un ruiseñor me visita
en esta buhardilla
desde la que veo el cielo
encarcelado, apenas
un retazo de azul
muy limpio, una ciudad
legendaria al fondo,
entre montañas,
tal vez Nínive o Ávila,
con murallas de fuego,
un castillo de aire
habitado por almas
y memorias.
¿Dónde están la libertad,
la firmeza del espíritu,
el fulgor de la vida?
Nada ha acabado aún,
siento un latido
que resurge de entre las sombras
del tiempo, como si el agua
de un manantial muy profundo
brotase para proclamar
el origen de una nueva existencia.
Fernando Alda Sánchez
En la poesía nace el nombre de los amaneceres, la sonrisa que evoca todo comienzo. En la espesa luz de hoy, en este septiembre lleno de presagios, se avista un otoño que está en ciernes, y en ella flotan los recuerdos del verano, la melancolía de lo que no volverá, por el momento, a repetirse bajo la luz cálida del estío.
Ávila, en el sueño, podría ser Constantinopla, como la veía el escribidor de Langa cuando era un niño, o Alejandría, como la veo yo ahora, acaso la destruida Cartago, la Ítaca a la que regresan mis deseos como delfines que anhelasen siempre el mismo mar, la plata nueva de las olas, pues me siento niño, en la inocencia que solo somos capaces de tener en la infancia, que no conoce aún las devastaciones del tiempo ni los estragos de la muerte. Acaso es que Ávila es un barco o, mejor, una biblioteca de piedra, en la que leer, como en la que fuera la mítica ciudad del Nilo cuando besa el Mediterráneo, no la de hoy, tan distinta, las huellas de los hombres y sus trajines escritas en los rollos de papiro que se amontonan en plúteos y estanterías, en pasillos sin fin ni principio, como, tal vez, o así me lo parecen, los que fueron los primeros libros.
Desde las torres de Ávila la mañana avanza muy despacio, como si el día supiera que tendrá un final, hacia el oeste, buscando el Atlántico y sus mareas prodigiosas, y no quisiera irse, para dejarnos, prendida en las copas de los árboles, que ya saben se volverán amarillas, rojas, ocres, su ofrenda en forma de racimos que las heladas de noviembre tirarán al suelo por inservibles.
Se terminaron las visitas en el jardín de casa. Los paseos hasta este lugar de Fernando Pessoa o de Horacio se habían ido espaciando en el tiempo. Se que aún quedan días para seguir saliendo a escribir al aire libre, a la intemperie, a medida que el tiempo otoñal lo vaya permitiendo, pero las conversaciones no serán posibles. Puede que alguna tarde venga por aquí Santa Teresa, el mismo San Juan de la Cruz, y tengamos amistad y encuentro en el Castillo Interior, en la noche oscura que se ilumina con llamas de amor vivas. Puede, tal vez, que se acerque Ricardo Reis, pues es de los habituales, quizá Novalis, con sus himnos a la noche, o Dylan Thomas, con sus poemas que son de una extraña belleza.
Ya se ha encendido la nostalgia en el pecho, que regresa a los desasosiegos de siempre, y una oración se eleva a los cielos, como pidiendo ayuda y misericordia, para que el Padre Eterno nos tenga en cuenta en este valle de lágrimas. Cristo nos mira desde la penumbra de las ermitillas, en los oteros de esta que es Castilla, y sabe de nosotros, del dolor y las penas que arrastramos como cadenas perpetuas, pero reconozco que me hace sonreir, todos los días, el saber que siempre está conmigo hasta el final de los tiempos.
Parece que la tristeza ha venido desde muy lejos, con el mar, hasta estas alturas de Ávila, desde las que se ve el mundo inmenso, pues no en vano somos, los abulenses, como centinelas en una atalaya,oteando siempre lo que está por venir, más allá de los puertos y de las montañas, más allá de la llanura en la que todo se abre, incluso los cielos, para parecer más lejanos, más grandes. Será otoño, y luego invierno, y en los duros meses de hielo y de nieve, recordaremos que abril siempre regresa, que estará mayo con nosotros, que habrá flores de nuevo y que el verano, en este círculo mágico en el que vivimos, nos regalará sus frutos.
Es tiempo de volver a pensar en apretar los dientes, mientras paseamos por los bosques, buscando el alzado de la luz y de la vida, sin quitar ojo al suelo, en el que irán creciendo, como joyas, los hongos, níscalos, boletus edulis, amanitas cesáreas, las setas de cardo o las senderuelas, que nos devolverán a un mundo que sólo habita los sueños, diminuto, salvífico y peligroso al mismo tiempo, en el que la vida y la muerte se confunden en mil colores y formas que resulta difícil identificar. En los bosques está nuestro origen, la llama sagrada que nos sostiene, igual que en Ávila, Constantinopla o Alejandría, ante nuestros ojos, tan cerca del cielo que lo podemos tocar.
Fernando Alda Sánchez
Nota.- La foto la ha realizado el que esto suscribe en un atardecer de Ávila, cerca de la ciudad, en el Paseo del Cementerio.