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jueves, 27 de febrero de 2020

Nínive


          En la desmemoria de los senderos voy camino hacia Nínive, que era una ciudad inmensa, pues hacían falta 3 días para recorrerla, como Jonás, hijo de Amitai, al que el Señor envió allí para anunciar a sus moradores que la ciudad sería arrasada a los 40 días. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron su ayuno y se vistieron de rudo sayal. En su viaje Jonás fue tragado por una ballena, pues no quería ir al que sería su destino, y luego tuvo sus enfados por una planta de ricino que debía darle sombra para aliviar los rigores del calor, una planta que creció milagrosamente y luego, del mismo modo, se secó, pues un gusano había entrado en ella. Jonás le reprochaba al Señor que no hubiese arrasado Nínive como había predicho, y que el ricino se hubiese secado al sol, tan fuerte, de la noche a la mañana, y prefería morir a vivir, pues tal era su disgusto, sin entender que Dios hubiese tenido misericordia con los de Nínive y no con la planta.

    En estos caprichos y veleidades estamos todos, pues no entendemos los designios de lo Alto, confundidos por las bagatelas del mundo, un poco tarambanas y calaveras como somos, siempre atentos al reguero de hormigas que juegan bajo nuestros pies. José Jiménez Lozano dice en uno de sus escritos que el señor Jonás era un profeta pequeño, y así debió ser, a juzgar por la poca extensión de su profecía, que apenas ocupa espacio en el gran mar de libros que es la Biblia, pero su historia siempre me ha parecido fascinante. Y así inicio hoy esta entrada, o este post, como dirían los entendidos en las nuevas tecnologías que tanto nos seducen y atormentan a la vez, camino hacia Nínive, como Jonás, aunque no se bien hacia qué Nínive, pues el Señor me va revelando poco a poco el plan de viaje. Se que en el vientre de un gran pez no llegaré, aunque ya me hubiera gustado.

     Jonás, tras su profecía, se sentó a ver cómo el Señor arrasaba Nínive, y nosotros nos sentamos a la puerta de nuestra casa para ver cómo pasan los cadáveres de nuestros enemigos por delante de nosotros, para tener esa satisfacción tan intensa que otorga la venganza indiscriminada, que parece que nos libera, pero no es así, pues nos aprieta más los grilletes. Menos mal que el fuego divino no está en nuestras manos, pues habríamos extinguido toda vida sobre la Tierra. Tampoco hemos entendido nada, como creo que le ocurrió al hijo de Amitai, pues queremos que nuestros planes se cumplan, sin saber que Dios ha soñado otra cosa para nosotros. Y en ese conflicto estamos, pues creemos que sólo si se hace nuestra voluntad, en lugar de la del Señor, seremos libres, cuando en verdad es al revés, pues nuestro Creador nos libera de la muerte y del pecado, que son las cadenas que nos sujetan a la gran argolla que es el mundo. Pero, claro, tenemos cabezas de apóstol, de piedra, digo, como las de los que están esculpidos en los pórticos de las iglesias románicas y góticas, y en el Pretorio que es la vida, a la luz incierta de las hogueras, en la madrugada del viernes, negamos a Cristo no tres veces, sino muchas más, antes de que la piqueta de los gallos cave buscando la aurora, como escribiera Lorca en su Romance de la Pena Negra "cuando por el monte oscuro/ baja Soledad Montoya", que también parece estar de viaje, como lo estamos todos en este retablillo del existir en el que representamos papeles que en ocasiones no nos corresponden y eso nos desasosiega.

    El viento anuncia su presencia fuera, como si también quisiera venir a esta gran ciudad de más de 120.000 habitantes, que en aquellos siglos debían ser muchos, para asombro de todos, y que pudo haber sido destruida entones, como lo fue Cartago después, o Jerusalén, permanentemente conquistada. Ávila hoy también podría ser Nínive, con sus murallas, aunque se tarda menos en recorrerla, y desde alguna de las alturas cercanas me siento, como Jonás, no a esperar su destrucción, sino a contemplar su belleza, y en estos trabajos recuerdo, no se aún bien por qué, acaso por las malas bazas que juega la memoria en ocasiones,  unos versos de Dylan Thomas, que dicen así:

     "Y la muerte no tendrá señorío.
Desnudos los muertos se habrán confundido
con el hombre del viento y la luna poniente"

    y con ellos evoco también la desnudez de los vivos, la ceniza que somos, cómo retornamos al polvo, al origen de la arcilla frágil de la que estamos hechos, en este comienzo de Cuaresma, en esta travesía del desierto, camino hacia algún Nínive que no sospechamos, por ahora, pero al que tendremos que ir de forma inevitable, como vamos a la muerte. Al menos, tenemos el consuelo de que Cristo nos liberó de ese yugo, y nos espera, con los brazos abiertos de par en par, en el Domingo de Pascua, y en todos los domingos, una vez que hemos cruzado a salvo el Mar Rojo y que el ángel exterminador no se ha llevado por delante nuestras ilusiones y esperanzas primeras.

     En estos pensamientos entretengo el bullir de mi cabeza, que parece despistada, como dormida o en sombra, pasto de alguna peligrosa pócima, pero que no ha perdido el brillo fulgente de la Estrella Polar, pues conoce bien el camino que lleva a la verdad y a la vida, y no se deja impresionar por tantas alaracas como le salen al paso en esta derrota y desvarío de los días, prestos como están a confundir el rumbo que llevamos, tan incierto muchas veces, tan desnortado y pobre, en el que la única salida posible es negarse a uno mismo.

     Alta la luz, el paisaje abierto, en los oteros el hombre del viento y la luna poniente, tal vez nosotros, en espera, buscando siempre contemplar los tejados de Nínive, las murallas de esta Ávila que ahora me envuelve y acoge arrullándome con la nana dulce de una madre que contempla a su hijo dormir en sus brazos, como nos mira Dios. No hay mirada más hermosa, más serena.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay.com)
 


martes, 25 de febrero de 2020

Ahora que las mimosas...



         Ahora que  las mimosas han florecido en el Tiétar, se que al sur de Gredos encontraré la calma, tras todas las tormentas, despejada la niebla de la melancolía, aunque habrá lluvia en estos ojos albos con los que me asomo al mundo de nuevo, prendida la alegría en los labios, que cantan, como los pájaros, por la sangre, que renace, en el hueco de mis manos, que buscan el agua, como los besos la aurora, el dulce soñar pastoril de estas montañas.

        Aún existen ínsulas en las que el tiempo se ha detenido, en las que no está la urgencia terrible de la muerte, lugares en los que habitar y mirarse por dentro, de arriba a abajo, sin caleidoscopios, apartando entretelas y forros, sin máscaras venecianas, lugares para ser, no para tener, para alzarse tras las caídas, y vivir de nuevo, como recobrando la respiración que perdimos en los asaltos, en las trincheras del mundo y sus zozobras.

         En la escritura recobro hoy un pulso muy antiguo, como de añoranzas, de milenios, de velas encendidas, de tinajas en las que guardar el vino, de hornos en los que hacer crecer el pan. Es un pulso de hogueras en la noche, que huele a romero, a tomillo, a espliego, a campo abierto, a cielos altos, a cimas rocosas en las que el alma se esponja y aroma cuanto la circunda. Y escribo, al igual que cantan los pájaros, para dejar los trinos en la plenitud de la mañana, trinos hilvanados con el viento que busca el amor de las veletas, que halla el consuelo en los recodos de los caminos, allí donde duerme y es un sueño.

        Si así fuera siempre... en este retiro, bajo el manto de las cumbres, en el rodar de la piedra en las gargantas, en la mineral permanencia del aliento que nos sostiene y eleva... Una oración, como la flor abierta de las jaras, como el amarillo luminoso de los piornos montaraces que visten de galanura las faldas núbiles de las montañas... Una oración, eterno canto, que asciende hacia Dios con el lamento del hijo pródigo que regresa buscando la misericordia, el abrazo, la redención.

       Y volveré a escuchar, en lo más hondo de la noche, las campanas del reloj de la Iglesia Parroquial de Arenas de San Pedro, Nuestra Señora de la Asunción, bordando un silencio único, en la perfección de lo que ha sido creado, despertando memorias y remembranzas, rescoldos viejos, amaneceres nuevos, la plenitud de saberse vivo en medio de todo cuanto nos rodea. Allí el Santo hecho de raíces, que no duerme, que no descansa, mientras sigue mirando estas soledades gredenses, los bosques misteriosos y perpetuos, los veneros, el caer del agua de sueño en sueño. Y la Triste Condesa, que en un melancólico lamento, nos deja en los ojos lágrimas muy profundas que hablan de muerte, de abandono, de deseos.

      Sí, ya han florecido las mimosas, y sus jirones pintan el verde de luz, como si hubiese llovido el oro  más antiguo y perfecto. Son árboles que se encienden con un esplendor de joyas, con el venerable amor de lo que creemos y somos, árboles que van desvelando su secreto entre el olor intenso de la resina en los pinares, como un bálsamo, ofrenda para existir, ensalmo y lucha. Ay, las mimosas...

Fernando Alda Sánchez

       

     (Foto: Pixabay.com)

domingo, 23 de febrero de 2020

El puchero de la nostalgia


          El mundo como un león rugiente que amenaza con devorarnos, como las fauces de la noche, que se abren amenazantes sobre las tinieblas, un Goliat que fuese a aplastarnos, un Leviatán, el caballo de Atila hollando la hierba que no volverá a crecer jamás. Y así los días, las horas que se desgranan como las cuentas de un collar roto, acompañados por los amigos espirituales que nos hablan entresueños, como hiciera Dios con José, para seguir lúcidamente despiertos frente a los nuevos bárbaros.

          Cristo me busca, incansable, todos los días, en ésta y en todas las encrucijadas que me van saliendo al encuentro en lo que es la vida. No estoy solo. Caminos largos, viajes lentos, polvo en las sandalias y en la memoria, una luz que viste de oros nuevos la altura de la mañana. Ancha es Castilla, dicen, y así me lo parece en este despertar de domingo en el que el campo duerme aún esperando el fulgor de la primavera. En la redondez de las colinas, tal senos de mujer, de matrona antigua, de luz no usada, arde el tiempo y deja ascuas de silencio, intensos carbones prendidos que respiran las distancias, el crecer del alma que está buscando a su Amado en estos páramos de viento y de nada.

          Pasear siempre, encender los recuerdos, avivarlos como la antigua chimenea del hogar en el que seguimos siendo, en el que humea el puchero de la nostalgia, la esencia de ser al escuchar viejas historias que se descuelgan de labios viejos, lo eterno, la voz de los antepasados que claman, quizá desnudos, desamparados, pues ya nadie los recuerda. Los hemos dejado solos en la muerte, en el olvido, empeñados en esta carrera absurda por tener lo más nuevo siempre, lo último de lo último.

          Hic iacet pulvis, cinis et nihil, como en la cripta romana de los capuchinos, pues hemos quemado a los ancestros en piras mortuorias, en cinerarios hornos,  en inútiles hogueras de soberbia y orgullo. Bien lo sabía el cardenal Portocarrero, pues así también su epitafio. La cultura antigua ha muerto. Homero es un cadáver. Virgilio aún llora entre las tumbas malditas del Mediterráneo, donde perecen los hombres sin esperanza ni caridad. En nuestras playas se pudren al sol los cadáveres de cuanto fuimos. Y aún nos creemos dioses...

        En estas tristezas aún encuentro la alegría suficiente en el Evangelio, camino de Emaús, con el corazón ardiendo. Solo Dios basta, pese a que tengo el alma turbada por estos abandonos, por estas melancolías que se arrastran por el barro durmiente, como sombras, pues quizá hemos olvidado lo que nos hizo hombres, la conciencia de la muerte, nuestra trascendencia, el Espíritu de Dios, ese salto en el vacío que es la Fe, sin red, sin asideros, a cuerpo limpio, que decimos, sin darnos cuenta que nos siegan la hierba bajo los pies aquellos que nos venden paraísos en la tierra, paraísos apolillados y hueros, tan frágiles que una pequeña brisa los tumba. Los hombres huecos de la tierra baldía...

      Menos mal que el esplendor de la vida me nace aún en la palabra, desde el fondo de la boca, desde el pecho más profundo, desde el nervio del corazón, desde el tuétano del alma. Y sigo mirando, caminando, buscando siempre, pues en esa búsqueda, más allá de mis límites, de mi debilidad, soy hombre, Hijo de Dios, y sueño con eternidades, con un resplandor de arcángeles.

     Y confieso que no ha de morir el día sin el recuerdo de quienes me precedieron, sin la memoria de quienes fueron antes que yo y por los que existo y hoy sueño en estas soledades de Castilla, en estos pagos altísimos, transparentes, de esta Ávila que es la agustiniana Ciudad de Dios, Jerusalén, la puerta del Cielo. Hay estancias, como decía Teresa, en este Castillo Interior que es el alma y que ya no cuidamos, abandonados como estamos a la veneración de la materia. No solo de pan vive el hombre... recuerdo, y la estatura del aire me acompaña en este ascenso, en esta liberación. Unas flores ya mordidas por la fiereza del tiempo aún lucen en un tiesto, quizá orquídeas. Solo soy un hombre y por ello enciendo una pequeña candela entre las manos, para calentar tanto silencio, tanta soledad, tanta desmemoria... mas aún mi corazón late, entre la ceniza, como soñara Quevedo, y alumbrará una aurora de esperanza y de emoción. Cristo ha resucitado.


Fernando Alda Sánchez

(Foto Pixabay)


   

viernes, 21 de febrero de 2020

Como un cañaveral

Como un cañaveral

ardiendo está mi alma
al saber de tu amor, Cristo,
llamaradas de estrellas al nacer,
una noche de silencio y de oración
eterna, solo Tú, Amado,
desvelando el camino y la Verdad.
Así siempre, en lo profundo
del corazón, pues amanece
al recordar la sal,
el humilde grano de mostaza,
los pozos en los que se esconde
la nieve, la vida, es el alba
perpetua de la Resurrección,
no el mundo, sino otro Reino,
la esencia que desde lo hondo
resuena y aflora en un manantial
de luz que como el sol abate las tinieblas
y alumbra el fulgor
del día y de la esperanza.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 20 de febrero de 2020

La mirada en ascuas


          Tengo la mirada en ascuas con esta luz poniente que arde sin arder, como la zarza que viera Moisés en el Sinaí, y tengo el alma como un cañaveral en llamas, quizá esperando ver la silueta de Dios alzarse sobre las colinas, allí donde nace el agua y la vida es siempre retorno. Como diría Fernando Pessoa, y se que habla desde el pasado, en estos tiempos postmodernos, en los que todo es líquido y adaptable a cualquier situación, pues la verdad no parece tener predicamento alguno por falta de certezas, resulta difícil coexistir con otros que muestren al menos un mínimo grado de lucidez a la hora de enfrentarse a la extinción, y por tanto hay que ir llenando el paisaje espiritual  con amigos inventados que nos van acompañando en el camino.

         Y hay ocasiones en las que esos amigos imaginarios no son mala compañía, aunque también es verdad que uno en la vida ha ido haciendo amigos de carne y hueso, que están siempre, como lo está Cristo, de forma incondicional, sin fallar nunca, por mucho que algunos se empeñen en hablar mal de ellos y en criticar cómo piensan o actúan. Otros de esos amigos los hemos ido sacando de los libros, de aquellos que los escribieron, y están muy cerca también de nuestros adentros, de esas partes que hay en nuestro interior y que tan bien describe José Jiménez Lozano.

        Cada quien selecciona a sus amigos, para estar acompañado cuando vamos sin abrigo por medio de los campos, a la intemperie, esperando encontrar en ellos el consuelo que la vida no nos da siempre, pues tiene sus malos tragos, sus desengaños y desolaciones que, como en los duelos, no podemos pasar solos, pues necesitamos un hombro en el que apoyar la cabeza o una mano que nos sostenga la frente. Así estamos hechos, de lágrimas, aunque también de risas, de gozos y alabanzas, de pura alegría. De este modo compartimos acritudes y quebrantos, junto a celebraciones y festejos, pues no otra es la esencia con la que el Creador nos imprimió el espíritu, su Espíritu, y forma parte de nuestra libertad.

       Entre las ascuas remecidas de la mirada vienen hoy a visitarme muchos de esos amigos que en estos 57 años he ido atesorando, los de carne y hueso, como suele decirse, pues son corpóreos y no fantasmas, y esos otros que perviven en la imaginación y el suponer, pero que también me hablan y aconsejan, cuando las circunstancias que le acompañan a uno vienen mal dadas o se retuercen con el dolor. Y es hermoso hallar consuelo en ellos, como cuando lees un poema de Juan de la Cruz o miras un cuadro de Vermeer, como me ocurre ahora, entre neblinas, que me acuerdo de la vista de Delf, y también me viene a la memoria Salamanca, cuando entras a la ciudad desde el camino de Ávila, con el Tormes delante y se reflejan en él las torres de esta ciudad dorada, tan vecina y cercana a la mía que son hermanas.

      En estos desvelos termino mezclando ciudades y amigos, como en los sueños imposibles que acaban en pesadillas, tal es el grado de ensoñación que se ha apoderado de mi en estos días en los que el invierno, pues va mediado febrero, ya quiere marcharse y dejarnos con la primavera y su despertar de almas y trinos, de flores y espacios, como para que podamos recobrar las amistades perdidas en el hielo y la cellisca, en los meandros de la voluntad, que en ocasiones viene sin latido. Pero no es malo mezclar, en este caso, estos avatares con otros que nada tienen que ver, ni con personas o imaginaciones, pues todo forma parte del milagro diario que es vivir sin ataduras, plenamente consciente de los enemigos a los que te enfrentas, que no tienen nada de imaginarios.

     Acaso somos todos un poco como Alonso Quijano, que entreveía realidades y ensoñaciones, y en su cabalgar, junto a su amigo Sancho, iba librando batallas y desfaciendo entuertos con gigantes y endriagos, por más que en ocasiones fueran molinos de viento o simples fantasías que su corazón fabricaba en el existir de su conciencia. Y por qué no así, si los juncos que nos sostienen en ocasiones se ven obligados a doblarse, aunque nunca a partirse, y los deseos vienen entremezclados, también, como les pasa a las cerezas después de ser cortadas. La belleza es así, diversa y complicada, como le ocurre a la fealdad, y a mi me gustaría, pues no otro es mi empeño, poder ver todo con los ojos de Dios, que mira por dentro, y nos ama infinitamente, sin condiciones, hasta el extremo.

      Pese a todo, la luz no se extingue en estos carbones que se hunden tras los oteros de esta Castilla que me acoge como una madre, pues regresará con el alba, con el mismo fuego, y en los ojos seguirá ardiendo la llama inextinguible de nuestro ser, que viene de lo Eterno. Dulces los presentimientos que comienzan a habitar los sentidos, como si acabase de bajar del Monte Tabor y no quisiera ir a parte alguna ya. La memoria y los amigos no engañan. Todo está en orden, como si se hubiera cumplido.

Fernando Alda Sánchez



   

martes, 18 de febrero de 2020

Devorados por la prisa



          La prisa nos muerde los talones, vivimos con nuestro enemigo, quizá acostumbrados a sus violencias. Ya no somos capaces de pararnos a mirar, un momento, tan solo un momento, no digo ya un ocaso espectacular, ni un amanecer impresionante, pues ni siquiera somos capaces de admirar un cielo transparente, como el que se ha pintado hoy en Ávila, en este febrero de presagios e ilusiones, con un azul purísimo, que no existe en paleta alguna de pintor, un cielo tan abierto y hermoso que dan ganas de prenderlo para siempre en la mirada. La prisa nos lleva a la muerte. Quizá nos falte una hora para morirnos...

         Ya estás, Fernando, otra vez, con tus melancolías, con esas tristezas que te brotan de nadie sabe dónde, de lo más hondo del alma, de los tuétanos del silencio, de las médulas de vivir, de saberte frágil, de tierra y agua, ante la inmensidad del universo y de la historia. Pero resulta inevitable levantarse así, alzar las persianas del día, ponerse las zapatillas de estar en casa para asomarse a la ventana que da al patio interior del mundo, pues no otra es la visión que tenemos, aunque en ocasiones creamos estar deslumbrados por paisajes sorprendentes, por horizontes lejanos, por singladuras que vamos detallando en un cuaderno de bitácora de arena, de sol conciso, de salitre y viento, en el que arden las lágrimas que nunca lloramos pues no tuvimos ocasión de hacerlo.

       Decíamos ayer, y vuelve Fray Luis, tras su cautiverio, y quisiera haber sido yo el traductor de esos versos tan hermosos y tan directos del "Cantar de los Cantares", pues voy como la cierva buscando los manantiales, el Amor, la certeza de amar, la nieve que es fuego en el alma, el frío más abrasador, la sangre más cálida, la lluvia más triste que lava heridas viejas, unos labios temblorosos, la voz quebrada de las auroras rotas del invierno, la sal y la luz, el grano de mostaza, en esta Tiberíades que se asoma al Mar de Galilea en el que está espejeando el Monte Tabor de todos los encuentros. Bien sabe Pedro lo que digo, y allí tres tiendas, para alcanzar el blancor más intenso, el rostro de Dios.

     Sí, decíamos ayer, pues hoy parece imposible decir nada, tal es el ruido del mundo, la barbarie de la vida, el rugido de la prisa,que nos ahoga irremisiblemente. Días aquellos, que ahora nacen en la memoria con la lentitud de la noche, en los que el tiempo era gratis, de balde, en los que el tiempo no era oro para producir, para tener, en los que el tiempo era una joya preciada que agradecíamos a los cielos pues era para ser, para soñar, para sentir.

      El tiempo es de balde y quiera gastarlo admirando los rayos del sol que encienden la vida, el origen de la nieve, la sombra de los árboles, pues todo, incluso el tiempo, es un regalo, como la vida, como la fe, como la palabra y la respiración. Tenemos tanta prisa, estamos tan devorados por la prisa, que ya no somos capaces de agradecer nada, ni el tiempo, un día más de vida, unas horas de gozo, empeñados siempre en vivir un fin de semana que se nos escapa como el aire en un globo pinchado, afanados siempre en esta colmena en la que no se puede ser zángano, condenados al trabajo perpetuo, a la intemperie del dolor, en el descampado de la tristeza que nos lleva a multiplicar siempre, cuando es tan bello sumar, poco a poco, como la gota que termina horadando la piedra, tras milenios de constancia, sin haber sentido necesidad de correr, de avanzar a toda costa. Pobres hormigas, a las que ya ni las cigarras cantan.

      Fernando, que vuelves a tus laberintos, a los desasosiegos de tu homónino portugués, y bien podría ser él el que firmase hoy esta entrada en el blog, en su Lisboa de fados y lluvia, de tempestades atlánticas, allí donde el Tajo se vuelve mar y la nostalgia embriaga las colinas y los bosques. ¿Sabes? La literatura me pierde. No puedo vivir sin poesía, sin el melancólico rodar del agua entre las peñas del río, pues no se ser sin los colores que visten, como Cristo nos dice, los lirios del campo, la eternidad toda que siento arder como un dardo de fuego, como sintiera Teresa, en La Encarnación de Ávila, que traspasa el corazón, y es el Amado. Fernandos poetas, aunque San Juan de la Cruz me abraza.

     Perdone el lector estos desahogos trasnochados, como dirían los gurús que ahora pululan por los nuevos infiernos de lo postmoderno, pero el alma, que es la que nos diferencia del resto de la Creación, tiene que aflorar, subir, alzarse, izarse como una bandera tras el combate. ¿Cuál es la libertad hoy? ¿Dónde está? ¿En la producción o en los campos serenos que nos esperan? ¿Está en la suciedad de las ciudades tristes sin rostro o en los caminos y senderos que llevan a todas partes? El tener nos conduce a un empeño estéril por fabricar, por consumir, un empeño que nos lleva a desgarrar, cuando no a destruir, nuestra raíz más sagrada, a negar nuestro origen y procedencia, a querer vivir sin Dios, en un ateísmo de tinieblas y de desesperanza. Ay, elogio de aldea quisiera, en lugar de alabanza de Corte...

     Vuelve el mar a estos adentros de Castilla, que fueron su dominio, cuando la Tierra era un globo informe y deshabitado, y nosotros ni siquiera éramos un sueño, un desvelarse del Creador, cuando no llegábamos a la mesa de los astros y los planetas. Vuelve el mar, si, como territorio y fuerza, como espíritu de aventura, como lugar para volver y despertar. Acaso este mar mesetario, de trigos y soles, tan lejano y tan despierto, este mar de soledades, de interiores, de adentros, de soles altísimos y cielos desbordados, en los que la mirada y la nostalgia se pierden para regresar siempre al misterio de existir.

      "¡Qué descansada vida
       la del que huye del mundanal ruido,
       y sigue la escondida
       senda, por donde han ido
       los pocos sabios que en el mundo han sido".

       Y así, en este Extramuros, en este Madrigal de las Altas Torres, donde Castilla se ensancha en sus costuras, estos versos que me llevan a ese sendero inevitable en el que se detienen todos los relojes, en el que la tiranía del tiempo ha abdicado, en el que la libertad es el aire que respiro trece veces por minuto, que decía Gabriel Celaya, cuando nos hablaba de que la poesía es un arma cargada de futuro, en este lugar descanso, en este lugar me abandono, quizá junto a un río, entre alisos y alamedas, es probable que el Duero, o este Adaja más niño, que ciñe la ciudad que ahora habito, insomne, para soñar con el mar, como los ríos de Jorge Manrique, arterias del mundo que buscan el corazón de los océanos.

    En estas quietudes que ahora describo, que ahora siento, la prisa no reina, el agobio es recuerdo inútil, ningún reloj ejerce de guadaña para llevarnos al matadero de la muerte. La "escondida senda", sí, por la que han ido "los pocos sabios que en el mundo han sido". Y volvemos a decir ayer, como si el tiempo no hubiese existido, o fuese gratis, en lugar de metal precioso. Y en estas alturas de Ávila, desde las que se alcanza el dedo de Dios, como el que pintase Miguel Ángel en la Sixtina Capilla, cuánto tormento, cuánto éxtasis, hoy me se hombre, hijo de Dios, y en El me abandono.

     El día avanza tomando posiciones para ganar la tarde, vencido el mediodía. El Ángelus aún resuena, como lo hacía en las épocas pasadas. Ahora se oyen máquinas, estridencias mecánicas, zumbidos de ordenador, la ausencia virtual, el anónimo persistir de la extinción. Al menos, hay aves en el cielo y todo parece rotundo. Eso nos deja existir. Es nuestra huella.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)


   












lunes, 17 de febrero de 2020

Recuerde el alma dormida




          Hoy ha amanecido con una luz turbia, como de nieblas sin terminar de hacer, como de aguas revueltas, de heridas sin cerrar, de espejos carcomidos que solo reflejan quimeras, y uno no acierta a entender bien lo que ocurre, por qué caminos discurrirá el día o qué mapas será necesario utilizar para llegar a cubierto. El mundo ruge, como un león hambriento, y amenaza con devorarnos, mientras permanecemos impasibles ante la extinción.

          La memoria no refresca los recuerdos, parece adormecida, y tratas de buscar alguna lectura que dejase un surco, un esbozo, un rescoldo, para aferrarte a ella. El tiempo parece perdido y entre el tormento y el éxtasis vas dejando jirones de sueños, retazos del alma, desgarros en el corazón, que hoy no quiere avanzar, como amedrentado y lloroso, perdido entre brumas o neblinas, inerte y solo, a merced de los vientos de poniente.

          "Recuerde el alma dormida,
            avive el seso y despierte
            contemplando
            cómo se pasa la vida,
            cómo se viene la muerte
            tan callando".

            Los versos con los que Jorge Manrique inicia las "Coplas a la muerte de su padre" son los únicos que el viento de la voluntad parece querer hoy arrancar de lo más profundo de las entrañas que nos avivan y sostienen. Bien pudieran ser estos versos no solo los que el poeta dedicó a su padre muerto, sino que son los versos que pudieran haber sido escritos para nosotros, pues ahí estamos, camino a la muerte, contemplando cómo arde el mundo, cómo se pasa la vida como flor de hierba que amanece y será segada en las horas siguientes, postrero homenaje a todo cuanto fuimos.

            ¿Recordará nuestra alma que está dormida y que conviene despertar, avivando el seso? ¿O seguiremos anestesiados, tan anestesiados, tan torpes y necios? Las preguntas hoy parecen el sendero que trataré de recorrer, como si no lo hubiese andado nunca, y todo esté por descubrir, para mi asombro.

             Y como caminante hacia Emáus, con el corazón ardiendo, digo con Manrique que

          "Dejo las invocaciones
            de los famosos poetas
            y oradores;
            no curo de sus ficciones,
            que traen yerbas secretas
            sus sabores.
            A Aquel solo me encomiendo,
            Aquel solo invoco yo
            de verdad,
            que en este mundo viviendo,
            el mundo no conoció su
            deidad".

            Así, abandonados los venenos, las plantas secretas, los estragos de la fama y del placer, vuelvo el rostro hacia Cristo, que me amó hasta el extremo, para no perder el rumbo en este caminar por el valle de las sombras, por la cañada oscura de la muerte, como dice el salmista, buscando la esperanza. Tengo encendida una velita, una pequeña candela, un candil, una breve tea, un cabo de cuerda, para decir que aquí estoy, esperando, en medio de la inmensidad de las tinieblas. Dios, que todo lo ve, sabrá encontrarme cuando le invoco.

          Mas no quiero perderme hoy en estos dédalos de tristeza, en estos laberintos de melancolía, en esta maraña de sentimientos que terminarán de pudrirse al sol de la inconstancia. Es preciso caminar, seguir avanzando, aunque sea a ninguna parte, simplemente por el hecho de sentir el movimiento, el aire libre y despejado sobre las sienes, en la cara que ocultamos tras tantas máscaras como se superponen en nuestro vivir.

         Hace ya muchos años que recorro los cauces de los ríos buscando el mar, la Casa del Padre a la que volver. Ciudades y encrucijadas, caminos, gentes, un peregrinar de pájaros solitarios que en altura viven, como escribía Jacinto Herrero en uno de sus poemas más hermosos, nunca en bandada, sino libre, como el alma, el bien más preciado que a los hombres dieron los cielos...

         "Este mundo es el camino
           para el otro,  que es morada
           sin pesar"

y camino junto al poeta, sabedor de que aunque la vida es corta, los trabajos son muchos, y los afanes vienen crecidos, en ocasiones irrealizables, por lo que habrá que tener teresiana paciencia, que es la que todo lo alcanza. Despierta el alma y conoce, sabe de lo Alto, y aunque en bajezas y miserias entretenemos los días, el mar nos espera, muy adentro, sin miedo.

         Quisiera encender otras nostalgias, pero el pedernal no arranca y la yesca parece mojada, así que el fuego viene hoy mustio, de poca cosa, de encogido, de nonada,  y tendré que confiar en la Providencia para prender una hoguera de náufrago en esta ínsula en la que todo parece perdido, sin estarlo, y en la que la realidad es extraña, como nunca soñada o entendida, y el viento y la luz se confunden en una mezcla de nubes sin sombra, de llantos sin rostro, de aparecidos irredentos.

       En el jardín se convocan trinos y poemas, las primeras flores de los almendros, adelantados, como siempre, a las heladas que luego serán la tumba de tanta belleza, mientras el lilo quiere brotar, quizá correr en su ansia por nacer de nuevo. Un verso de Antonio Colinas, de su "Sepulcro en Tarquinia", resuena en la transparencia del aire y rueda hasta mis labios, la voz nunca nublada

         "se abrieron las cancelas de la noche,
           salieron los caballos a la noche,
           campo de hielos, de astros, de violines,
           la noche sumergió pechos y rosas,
           noche de madurez envuelta en nieve"

y en el recitar del poema encuentro acomodo, como si no estuviese nunca cansado, siempre ágil la remembranza y el núbil despertar de lo que fue la mañana.

        Recuerdo, luego existo, y la nieve no será sepultura alguna, sino comienzo, un alumbrar de estrellas y de deseos.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

     
         

         



           

sábado, 15 de febrero de 2020

El "cosero"



          Habla nuestro Premio Cervantes José Jiménez Lozano del "cosero", como una caja o recipiente en el que se guardan cosas, desde un cristal de color, ladrillo molido, una ramita seca de manzano, un lazo, un poema que nos escribieron en la adolescencia, unos cromos desleídos, una carta, quizá una vieja fotografía de nuestra infancia.También, por qué no, una baraja, y otros muchos objetos. Hoy la memoria, que es un "cosero" magnífico, está encendida, como revuelta, y desentierra de entre las arenas del tiempo recuerdos y esplendores, remembranzas de lo que fue o pudo ser, que en ocasiones se confunden.

          Todos hemos tenido, en alguna ocasión, pero sobre todo en los años de niñez, un "cosero", que es una palabra que no figura en los diccionarios, pues la que tiene oficialidad, y, por tanto, existe, es "cosario", que es la persona que lleva cosas de un pueblo a otro. Claro, que "cosero" también podría muy bien aplicarse a esa definición y ser, al mismo tiempo, persona y lugar, es decir, transportador de cosas o lugar para guardarlas.

        Probablemente no hay en español una palabra con más uso que la de cosa, pues, cuando hablamos, no tanto cuando escribimos, la utilizamos para todo. Personalmente me quedo con el uso que a "cosero" le da mi paisano de Ávila (Langa, 1930), pues desprende un aura de poesía, un aire de melancolía, de memoria, de evocación. Un "cosero" puede ser también un almario, palabra que sí figura en los diccionarios, y que viene a ser no solo el lugar en el que reside el alma, sino también un armario, acepción con la que coincide, en el que se guardan almas. Reconozco que la palabra almario siempre me ha resultado muy misteriosa, desde que tenía uso de razón, quizá allá por los siete años, cuando se suponía que ya uno podía tomar conciencia de lo que estaba bien y de lo que estaba mal, pese a que en ocasiones la delgada línea roja que los separa sea sinuosa, en lugar de recta, y tenga muchos vericuetos y escondrijos, como las celadas que la muerte nos va poniendo en el camino.

     Pues bien, entre "coseros" y almarios nos va la vida, aunque ambos vocablos no nos parezcan muy importantes, pues no están escritos en los tratados de filosofía, ni aparecen en placas de mármol, ni siquiera mucho en la letra impresa. Ambos son lugares para guardar cosas y almas, y no es que piense que las almas son cosas, ni mucho menos, pues considero que el alma está en el lugar más elevado y sagrado del hombre. Pero entre las cosas que guardamos en el "cosero" hay mucho de nosotros mismos, como lo que vamos guardando en el alma. Ambos lugares se refieren, por tanto, a recuerdos y sentimientos especiales que nos son gratos. ¿O acaso en el alma, en el almario, no guardamos también la luz incierta de los días de tristeza, el sonido de la lluvia sobre los tejados, la raíz de la risa o un beso que nos ha dado nuestra persona amada?

      Creemos que somos en tiempo presente, y soñamos con el futuro, pero en realidad somos gracias al pasado, que es el que nos ha ido ahormando, gracias a lo que guardamos en el "cosero" del alma, en el almario, que es como una caja metálica, con bellos dibujos, de esas que se hacían antes con tanto mimo y que ahora guardamos como piezas "vintage" y que adornan nuestras casas como algo remoto, una caja en la que atesorar lo que ha sido verdaderamente importante en nuestra vida. Acaso la caja de cartón en la que se ha transportado un mueble y con la que de niños hemos jugado hasta la saciedad: que si un fuerte, que si un automóvil, quizá una cabaña o una nave espacial... siempre lugares mágicos en los que construir el juego dejando que nos crecieran alas con la imaginación. Y eso nos pone de manifiesto que un "cosero" puede tener muchas formas, puede ser un caja, como digo, pero también puede ser una cajonera o un archivador, puede que una ciudad, o una calle, según nos cuadre.

      Sin el pasado no podemos vivir, no somos nada, nuestro nombre sería nadie. Del pasado nace la fuerza suficiente para afrontar el presente, con todos sus estragos y devastaciones, y brota la materia de la que están hechos nuestros sueños, por más que los mismos pertenezcan al futuro. Los sueños también los guardamos en almarios o en "coseros", que son dos palabras preciosas y que definen a la perfección lo que son, espacios para guardar la vida, y, tal vez, también lo que somos, un resplandor, un fogonazo, un destello en medio de las tinieblas.

     El pasado, que es recuerdo, solo podemos verlo con melancolía, y no es eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, de nuestro Jorge Manrique, pues podrá considerarse de muchas maneras, según nos ha ido en la feria. Lo cierto es que la melancolía nos abre las puertas de la memoria como cuando removemos un fuego que parece extinguido para avivar su alma, su esencia, y que las llamas prendan en los leños nuevos que acabamos de echar. En esas estamos, en avivar memorias o desmemorias, en avivar los fuegos que fueron y que aún arden en nuestro interior, para seguir siendo.

     En estos pequeños asuntos entretengo hoy las horas, como rebuscando en el "cosero" que tengo más a mano, pues tal vez conserve varios, aunque desconozco cuál sea su número, y entresaco, mezcladas unas con otras, muchas "cosas", que van tejiendo historias y narraciones con el fino hilo con el que Penélope tejía y destejía la ausencia de Ulises, que somos todos, siempre en viaje, siempre buscando.

     Ya es mediodía en el jardín. La luz se desborda y contemplo, con una serenidad asombrosa, cómo los árboles se asoman de nuevo a la vida con las primeras yemas que anuncian una primavera gozosa. Las sombras de la noche quedan muy lejos en el itinerario de esta jornada. Todo parece posible.

Fernando Alda Sánchez

    (Foto: Pixabay.com)







   


viernes, 14 de febrero de 2020

La hoguera de lo nuevo





          Decíamos ayer en este blog, recordando a Fray Luis de León,  que en estos tiempos recios que vivimos, en este mundo hiperacelerado, donde lo nuevo se perpetúa de forma constante frente a lo que se queda viejo en cuestión de minutos, un mundo en el que parece que no hay asideros para dar la vuelta a las esquinas espirituales que aún arden en nuestro corazón, es necesario releer a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. Voy más allá, por supuesto, es necesario releer, o leer, si no se ha hecho antes, a los clásicos, a Cervantes, a Baltasar Gracián, por ejemplo, e ir mucho más allá, leer a Virgilio, y a Homero, acaso a Píndaro, por supuesto a San Agustín. Y si uno cree en Cristo Resucitado, los Evangelios.

          Y digo que es necesario releer para librarnos de la dictadura de la novedad repetitiva, que nos tiene exhaustos, boqueando como peces fuera del agua, sin encontrar el oxígeno nutricio que nos permita vivir sin tener que estar mirando continuamente el reloj, sin tener que estar sabiendo cuál es la última novedad, o lo que parece la última novedad, que no llega a serlo, permanentemente alimentados de un futuro que nunca es presente, pues lo abrasamos en la hoguera que consume nuestras esperanzas, nuestros anhelos. Es la hoguera perpetua de lo nuevo. Nihil novum  sub sole... así desde la noche de los tiempos, pues quizá seguimos viviendo en la caverna platónica de la que pese a nuestros esfuerzos científicos y tecnológicos no hemos sido capaces de salir, pues tal es nuestra condición y el barro del que estamos hechos. Nos falta verdadero conocimiento.

          Prefiero un poema de Catulo o de Garcilaso, también de Lorca o de Pessoa, a cualquier bagatela con la que tratan de conformarnos una realidad líquida, que puede adaptarse a todo, que vale para todo, para un roto y para un descosido, como decíamos antes. Se que parezco antiguo, un apocalíptico, como se decía hace tan solo unas pocas décadas, en vez de un integrado, pero te confieso, amadísimo lector, que no soy ni lo uno ni lo otro. Soy, simplemente, la caña pensante de Pascal, un ser que piensa, que ama y sufre, y que quiere elevarse a lo Alto, trascender más allá de la muerte, contemplar algún día, cuando llegue mi hora, cuando tenga que recorrer el sendero de las sombras, el rostro de Dios.

           Regreso a las relecturas, a buscar esos libros que guardamos en la biblioteca de casa, en cualquier biblioteca, para, con el asombro de un niño, volver a descubrir su belleza, al igual que contemplamos los cielos claros, que se entreabren tras una mañana de espesa niebla, y acariciamos la luz, la luminosidad ardiente del perfil del mundo, y nos parece que pese a que siempre ha estado ahí, ahora nos pertenece más que nunca.

         Sí, leer lo que está perdido, lo que se considera viejo, para no arder nosotros en esta hoguera de las vanidades que nos está ahumando y confundiendo, para volver a levantarnos del tropiezo del todo fluye y permanecer en el ser de Parménides, aunque la vida se nos escape como el agua entre los dedos de la mano... Esa es nuestra paradoja, pero también nuestra fortaleza, que reside en la fragilidad que nos constituye, pues esa debilidad es la que nos hace plantearnos preguntas, cuestionarnos eso que parece viejo, pero que en realidad es eterno, del quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy... es decir, todo aquello que nos hace pensar y sentir.

       "B.- Metafísico estáis.
         R.- Es que no como."

          Así dialogaban en el soneto cervantino del Quijote los dos caballos más famosos de la literatura en español, Babieca y Rocinante, y acaso sea eso, que hoy no he comido, y estoy metafísico, en la conciencia de que no solo de pan vive el hombre y de que no podemos ser siempre estómagos agradecidos de un sistema que nos pervierte y destruye, a fuerza de adaptarse a todo, de licuarse, de tener más caras que Jano y, por tanto, no nos ofrece certezas para nuestros desasosiegos de siempre. Y puesto que metafísico o cervantino estoy esta mañana de febrero, en la que ya se presiente una primavera que habrá de venir con todo su esplendor y fanfarria, recuerdo hoy otro coloquio, esta vez de los perros, Cipión y Berganza, novela ejemplar donde las haya, que encierra no pocas reflexiones de provecho.

     Perdido ya como estoy en este día en estos vericuetos del genial Don Miguel, que viera la gloria y la luz de Lepanto, termino con este párrafo del mismo:

      "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".

    Pensemos, entonces, si estamos de acuerdo con Cervantes, cuáles son nuestros cautiverios, nuestras jaulas de oro, los parásitos en los que tenemos puesta la esperanza y que nos llenan de cadenas, cual adicciones, creyendo que somos más libres cuanto más las usamos. Me vienen a la memoria, que hoy está muy encendida, rosiente (hermosa palabra), que dirían en La Rioja, esos cuadros terribles del Barroco en los que los esqueletos nos amenazan con sus guadañas o una calavera está sobre un libro... Pero no quiero caer en esos tenebrismos, pues busco la luz como el sepultado en vida busca el aire o el roce de las flores en la piel. No es momento, tras tanto apuro como nos embarga.

    Y así el silencio, que tanto bien hace al alma y al entendimiento en medio del fragor del mundo, que está dispuesto a devorarnos.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)


   




jueves, 13 de febrero de 2020

"Castillo Interior" o "Las Moradas"

       "Estando hoy suplicando a Nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni como comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo todo de diamante o muy claro cristal, a donde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas". Así comienza el capítulo primero de las moradas primeras de "Castillo interior", o "Las Moradas", de Santa Teresa de Jesús (Ávila, 1515 - Alba de Tormes, 1582).

      Cumplo hoy una deuda que tenía con mi paisana, Santa Teresa, de traer alguno de sus libros a este blog en el que amparado en la conciencia de ser un ávido lector he retomado, aunque quizá con pereza y a distancia, la reseña y relectura de libros, de muchos libros que han ido quedando en la memoria, nunca en el olvido, y que han ido conformando el paisaje espiritual que tengo presente cada día cuando abro los ojos al mundo, y aún en sueños, y que considero forman la urdimbre sobre la que he ido edificando mi vida.

    No entraré en disquisiciones. El "Castillo interior" es no sólo una magnífica pieza literaria del español del siglo XVI, sino que es también una obra cumbre de la mística, de la espiritualidad, de la oración, del encuentro del alma con Dios. Y con eso está dicho todo. Hoy únicamente quiero evocar algunas cuestiones que esta mujer inquieta, andariega, de una inteligencia emocional portentosa, de una altura humana y espiritual de proporciones gigantescas, nos ha dejado para universal conocimiento, abriendo caminos insospechados que hemos de ser valientes para tratar de recorrerlos de su mano.

     El lector encontrará aquí enseñanza, pero también alturas en las que habitar, si antes se ha dejado seducir por la pluma de Teresa en los libros de su Vida o en las Fundaciones que, por supuesto, recomiendo leer primero antes que éste.

     Como abulense no puedo evitar mirar las murallas que circundan la ciudad y pensar, como otros muchos así lo han manifestado, si La Santa, pues en Ávila la llamamos así, con la vecindad de quien la conoce de hablar con ella todos los días, pudo haberse inspirado en este gran castillo de Castilla, en esta Jerusalén Castellana, para escribir estas "Moradas" que son como un bálsamo para las tormentas del alma. Y quizá fuese así, o ella se fijase, tal vez, en los cielos profundos de la que es la capital de provincia más alta de España, con sus 1.131 metros sobre el nivel del mar, pues estamos en una atalaya que, como ocurre en las montañas, tenemos más cerca el rostro de Dios. Estos cielos de un azul purísimo, cuando los alumbra el sol, sea invierno o verano, son regiones transparentes que se dejan habitar por espíritus puros.

   En el mundo agitado, amontonado, en el que vivimos, es bueno leer, o releer, a Santa Teresa, y a San Juan de la Cruz, para olvidarnos de cuitas, de agobios, de problemas sin solución que tantos desasosiegos nos provocan, dejándonos las entrañas, los "adentros", a la intemperie, que diría José Jiménez Lozano, otro abulense, de Langa, que tan bien entendió la aventura espiritual de Teresa y de Juan, empeñados en encontrar el Todo en la Nada, el Todo en estos paisajes desolados de Ávila, encinas y granito, y en estos cielos que parecen abrirse y nos dejan avanzar hacia lo Alto simplemente con la mirada.

    Si leemos a Santa Teresa encontraremos, acaso, esa ínsula secreta que, como Ulises con su Ítaca, buscamos con denuedo y no siempre con fortuna en los resultados. No diré más, dejo al lector sabio instalado en esas estancias de las que nos habla Teresa, y descubra él mismo, por su propio pie y con sus ojos, las bellezas que encierran.

Fernando Alda Sánchez

Como siempre, una portada. Esta vez la correspondiente a la edición de EDAF, a cargo de Guillermo Suazu, con motivo del V Centenario del Nacimiento de Santa Teresa, en 2015.



martes, 11 de febrero de 2020

Estar acompañados



         El aliento de la niebla amanece hoy muy espeso, dejando adivinar apenas las altas torres de una ciudad sin nombre, abierta en la llanura, en una encrucijada de caminos que no llevan a parte alguna. Sientes en los tuétanos remecidos una soledad fría y bella como la muerte misma, y quisieras encontrar abrigo en este descampado al que no pones horizontes y en el que no sopla el viento para decirte que dirección seguir en una rosa de los vientos de escarcha violenta y triste.

         Con los bárbaros aullando fuera, a los pies de una muralla derruida, que será conquistada, acaso solamente puedes encontrar refugio, como Agustín de Hipona, en los plúteos de la biblioteca y, por suerte, tienes algunos libros para colocar en los mismos y todo parece volver a su sitio, como si la vida fuese encajando sus desastres. Algunos pueden ser ejemplares salvados de la hoguera en la que ardieron otros muchos propiedad de Alonso Quijano, y los acaricias no como tesoros, sino como  a ínsulas que son de vida, de vida latiente y hermosa, espigas doradas que entregas al granero de la memoria.

        Es estar acompañado, como dice José Jiménez Lozano, desde su Alcazarén en el que vive, por una piedrecilla, por una cuerda con la que vino atado un paquete de libros, es estar acompañado en las melancolías y en los desasosiegos por los sueños que en ocasiones se nos escapan por la urdimbre que nos sostiene, por entre las fibras del cañamazo que nos mantiene erguidos ante la adversidad. Y necesitamos estar acompañados, encender una velita, la estrellita de la que hablaba Teresa en su San José de Ávila, por la luz titilante de un candil que a duras penas se mantiene en la inmensidad del negror de las tinieblas. Somos hombres, tan frágiles y solos, tan abandonados, que únicamente en Cristo podemos encontrar consuelo en nuestras desdichas e incertidumbres.

     Y así he hecho, he subido a la biblioteca como quien sube al Monte Tabor, esperando que el rostro le resplandezca en el encuentro con lo Eterno, y he colocado unos libros, he abierto sus páginas, he leído a salto de mata, aquí y allá, tal vez una lágrima ha rodado por dentro, y una oración ha quedado prendida en la mañana, cual testigo de tanto silencio.

     Desde los oteros hoy la niebla se va desmoronando como los tapiales de adobe a los que la lluvia besa con furia terrible. Hay jirones de almas, banderas rotas, palabras heridas. La luz se abre camino despacio, con la lentitud de los amaneceres invernales, y descubres el mundo, tal vez más nuevo ahora, más nítido y preciso, y lo habitas. Es tuyo.

Fernando Alda Sánchez


    (Foto: Pixabay)

lunes, 10 de febrero de 2020

Se nos ha olvidado vivir


          La fría mano de la luna de nieve que en estos días luce en medio de la noche, sobre una ciudad llena de torres de sombra, parece buscar la raíz misma del dolor, del sufrimiento de la existencia en esta sociedad del descarte que estamos construyendo y en la que todos los días hay víctimas caídas en el fiero combate por sobrevivir.

         Vivimos en una sociedad en la que todo tiene que ser permanentemente nuevo, en la que lo que ha ocurrido hace diez minutos ya en viejo a los diez minutos siguientes, sin siquiera darle una oportunidad no ya al pasado, sino al mismo presente, pues nos vemos obligados a vivir siempre en futuro, mirando al futuro como una deidad que acaba por devorarnos, pendientes de una renovación absurda para no parecer obsoletos.

         Y así nos va. Has cumplido más de cincuenta y ya estás condenado a desaparecer. Ya eres viejo para un mundo laboral en el que la voracidad de los beneficios, en lugar de la dignidad de la persona, está por encima de cualquier premisa. Si con esa edad has perdido el trabajo, probablemente has perdido también lo mejor de tu vida, pues te espera un calvario hasta que algún día puedas alcanzar una jubilación miserable.

       Es solo un ejemplo, brutal, desde luego, pero un ejemplo entre otros muchos, pues ese monstruo postmoderno que alimentamos ciegamente a base de las mentiras que nos cuentan a través de la publicidad, de mundos idílicos en los que la felicidad se alcanza comprándose un coche o realizando un crucero por cualquier archipiélago de moda, termina por imponernos sus reglas: entiéndase, eres joven, tienes derechos; eres viejo, estás condenado al desempleo, a la eutanasia, a la marginación, a la exclusión y, poco a poco, a la soledad. Eso sí, luego, cuando vemos algunas noticias, que olvidamos pronto, algo se nos mueve en las entrañas, pero estamos tan anestesiados, tan adormecidos, tan idiotizados, que seguimos, como un hamster, dando vueltas y más vueltas en la rueda de la producción.

      Se nos ha olvidado vivir, atentos siempre a tener, a poseer, a codiciar, en lugar de ser, de creer, de compartir, pendientes de tratar de habitar un fin de semana que desearíamos fuera perpetuo en el que empujar un carrito de supermercado en el centro comercial para llenarlo de cosas que no necesitamos y que nos hacen vivir de forma permanente en una angustia vital que nada de este mundo puede llenar.

      Hoy me he levantado más pesimista que de costumbre, más triste, quizá más lúcido, pues compruebo que somos nosotros los que alimentamos un sistema que nos destruye, que nos tiraniza, que nos inhabilita, que nos vacía por dentro, convirtiéndonos en hombres de paja, en los hombres de cabezas huecas, en nuestros propios verdugos, pues corremos con las orejeras puestas una loca carrera de extinción.

     Ni siquiera puedo edulcorar cuanto digo con algo de literatura, con hermosas palabras, con  bellas imágenes, pues no hay metáforas para cubrir un cadáver que hiede, ni siquiera la cal viva haría su efecto. Acaso es que ya es demasiado tarde y no tenemos remedio. Confieso que a mí me queda Dios, al que rezo todos los días, para saber, como Jonás, a qué Nínive es al que tengo  que ir. Y me queda el abrazo de Cristo, que es amigo, y al que miro en la Cruz convertido en un despojo, después de tanto sufrimiento, y se que resucitará y que por tanto hay esperanza. Y me queda mi mujer y mis hijos, que tanto me aman y a los que tanto amo, y con lo que comparto la Vida, así, con mayúsculas, pues no de otra forma podremos vivirla.

     El mundo sigue girando vertiginoso, algún día nosotros nos habremos ido y todo seguirá igual, pues nuestro empeño no es otro que el de no querer vivir, aferrados como estamos a tanto ídolillo de barro como nos sale al paso. Pero por hoy basta, ya he dicho suficiente, no te canso más, querido lector, que bastante tienes con tus desvelos y desasosiegos. Discúlpame estas tristezas, pero tengo que decirlas pues me arden en la boca. Se que serás indulgente conmigo. Te deseo con fervor que encuentres luz en tu camino, asideros para resistir estos embates tan terribles, para no ocultarlos, sino para hacerlos frente. Prometo estar a tu lado en esta travesía en la que no nos podemos permitir el lujo de dejar atrás a nadie, y menos si está solo, enfermo o herido. No le hagamos el juego al sistema que nos devora. Resistamos. Nos va la Vida en ello.

Fernando Alda Sánchez


 (Foto, Pixabay)





       

viernes, 7 de febrero de 2020

Pura vanidad


            Hay días en que ni el faro del fin del mundo es suficiente guía para doblar el Cabo de Hornos de la tristeza, del pasado que se empeña en que lo revises milímetro a milímetro, haciéndolo pasar por el cedazo de lo que nunca será o de lo que nunca fue. En esa revisión permanente hay mucho dolor y tal vez sientes tus alas cansadas, como un pájaro que ha caído agotado por el esfuerzo y por el viento excesivo en la travesía. En verdad hay momentos así, en los que te tragas las lágrimas, que saben a cienos muy profundos y muy oscuros, que vienen de abismos que creías cegados y que sin embargo afloran y te dejan en la boca del alma el sabor acre de la desolación.

            Pese a todo, respiras, nadador de largas distancias como eres, y en la luz del día, que hoy está luminoso, como encendido, con esa luz tan transparente que solo los cielos altos de Ávila pueden darte a cambio de nada, si acaso de un simple y solitario paseo por el adarve de la mañana, encuentras las certezas que necesitas, pues sabes que en estas moradas del Castillo Interior teresiano habita Dios, que está contigo, acompañándote en este Getsemaní cotidiano en el que se desangran los sueños. Amor hasta el extremo.

         En el paño de la Verónica está el rostro de Cristo, también el tuyo, el de todos, pintado con los  colores de la devastación, con el almagre de todas las caídas hacia todos los calvarios, con el amargor de todas las heridas. Y así la vida, que despierta inevitable. Y salgo hoy a los caminos a buscar esas cruces de piedra cubiertas de musgo y de abandono, cubiertas de almas, a encontrarme con los cruceros, con los viacrucis, con las encrucijadas, como candelas  para orientarse en este oficio de tinieblas que en ocasiones es el vivir. Siempre, al fondo, los ojos de Cristo, que te miran como nadie te ha mirado jamás, desde la noche, para vadear los torrentes y la acritud del mundo, que sigue con sus tumultos y sus ensoñaciones. Guiñoles somos en un retablillo de apariencias, pura vanidad, proclama Qohelet. Vivimos en una colmena de deseos desaforados.

      ¿Cómo resistir, entonces, estos embates, este oleaje crecido en su desmesura, si somos arcilla frágil, hierba que crece en la mañana y segarán por la tarde? ¿A dónde la mirada, Señor, si voy perdido, en descampado, sin abrigo? Arden las preguntas en la memoria de la edad, mientras se devanan los años para ser hoguera, cinerario recuerdo, campana hueca, resonancia lejana de hombres de paja que entrechocan sus cabezas, tierra estéril.

     Si alzarme pudiera en la llanura, en estas soledades castellanas, y no dejar de ver, sino sentir siempre, y librarme, una vez más, de la trampa del cazador gracias a la misericordia divina, y llegar a cubierto, a algún alcázar, o roca fuerte o peña fiel, acaso a los muros de Ávila, de esta Constantinopla que parece inexpugnable, ombligo del mundo. Es recuerdo del escribidor que vive en Alcazarén, más memoria. Desasimiento.

     Nuevos senderos que se parecen a otros ya transitados reclaman tus pasos indecisos, ese vagar irredento que aún mantienes, capitán errante en todos los mares del olvido, como un buque sin bandera ni gobierno. Entonces, los versos, el maduro fruto de la poesía, la escritura que te salva de volverte loco, el poema como oración con lo Eterno, como esa fuente que bien sabía Juan de la Cruz de dónde mana y corre, que fluye entre el ventalle de cedros, hacia la llama de amor viva que nos sostiene y alimenta.

      Y así las horas, para huir de la muerte. Para no caer de nuevo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay)

     


       

         

miércoles, 5 de febrero de 2020

Oración

¡Crucifícale, crucifícale!

gritaban en aquella Jerusalén
de sangre, y te seguimos crucificando,
cada día, en el Gólgota del egoísmo,
en la cruz cuyo madero
no deseamos, con clavos
de odio y coronas de espinas de soberbia,
con la misma indiferencia que siempre
nos hace mirar hacia otra parte
si hay un corazón que sufre,
un corazón desolado,
que en el abandono ha encendido
el fuego de su más triste hogar:
perdónanos, Señor,
pues ahora sí sabemos lo que hacemos.

Fernando Alda Sánchez

"Desde mis poemas"

       "Desde mis poemas", Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 - Madrid, 1999), es una recopilación de los primeros cuatro libros de este poeta, una edición realizada para Cátedra por el propio autor y que hoy me ha venido a la memoria con fuerza, especialmente los primeros versos de "Don de la ebriedad", el poemario con el que Claudio Rodríguez obtuvo en 1953 el Premio Adonais.

     Esos versos dicen así:

   
"Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras".

      Era una nueva poesía en la España de posguerra, incluso dentro de la denominada Generación del 50, a la que Rodríguez pertenece. Él es ya un poeta, junto a otros, como Carlos Barral, Francisco Brines o José Ángel Valente, todos ellos de especial mérito poético, que solo tangencialmente adopta la norma establecida de la poesía social imperante en aquella década. Este grupo proclama un tipo de poesía en la que no hay testimonio, sino una vía de conocimiento.

     Claudio Rodríguez confiesa en la introducción a "Desde mis poemas" que la recopilación de los mismos ha sido un "encargo embarazoso y, desde luego, inútil. Porque lo que me ha sorprendido al releer mis versos es la carencia de familiaridad hacia ellos. (...) El grado de acercamiento hacia mi obra, en mi caso, es lejano".

     Y luego nos dice que "si la poesía, entre otras cosas, es una bùsqueda, o una participación entre la realidad y la experiencia poética de ella a través del lenguaje, claro está que cada poema es como una especie de acoso para lograr (meta imposible) dichos fines", por lo que con el paso del tiempo "el autor no pude darnos sino unas orientaciones volanderas a cerca de sus palabras. Lo cual no es renegar, borrar, hacer o rehacer, sino aceptar la fluencia de la vida".

    Eso es lo que encontramos en la poesía de Claudio Rodríguez, la vida, con unos versos desligados de influencias, aunque en su juventud leyese a los místicos españoles y a los románticos ingleses. De ese apego a la vida nacieron sus primeros poemas, como el propio autor reconoce, pues quiere aclarar que "mis primeros poemas brotaron del contacto directo, vivido, recorrido, con la realidad de mi tierra, con la geografía y con el pulso de la gente castellana, zamorana".

   En sus poemas se da la tensión "entre la objetividad y la subjetividad", como él mismo afirma, dentro de la consideración de "la fugacidad, por decirlo así, de las relaciones vitales". Son, en definitiva, "la alianza y la condena. La imaginación y la duración compartidas, cara a cara: la sencillez en torno a la complejidad de la vida. O el intento de acompañamiento, de asimiento, a pesar de la impotencia".

   Y así en "Herida en cuatro tiempos", de "El vuelo de la celebración":

"Conozco el algodón y el hilo de esta almohada
herida por mis sueños,
sollozada y desierta,
donde crecí durante quince años.
En esta alhmohada desde la que mis ojos
vieron el cielo
y la pureza de la amanecida
y el resplandor nocturno
cuando el sudor, ladrón muy huérfano, y el fruto transparente
de mi inocencia, y la germinación del cuerpo
eran ya casi bienaventuranza".

     Entre las transparencias iniciales y la corporeidad final se mueve la poética de Claudio Rodríguez, una de las voces más originales y potentes de la poesía española contemporánea. Hoy, que he vuelto a retomar la relectura de libros, estas breves reseñas que en el blog había abandonado desde hace unos meses, y que ahora retomo, con la promesa de no dejarlas por más tiempo, reivindico esta voz del poeta zamorano casi olvidada, pero cuya belleza se mantiene intacta, sin mácula, a través del tiempo, como todo aquello que tiene vocación de eternidad.

Fernando Alda Sánchez

Os dejo, como siempre, una portada. En esta ocasión de la edición de Cátedra del año 1983, Madrid, que es la que guardo en mi biblioteca.







martes, 4 de febrero de 2020

Alcanzas cima



           En las colinas habita la voz de la luz, todos los ocasos, los amaneceres inciertos, el resplandor que anuncia la vida en ese instante primero en el que se incendia la mirada, el no retorno de las palabras, el sutil momento en el que prende la llama sagrada y todo es posible. En las colinas habita "la voz a ti debida", de Pedro Salinas, mientras en la memoria contemplas el Vesubio en llamas sepultando Pompeya. Una ínsula asoma entre la niebla, la tierra toda, un despertar.

          No hay un verso de Virgilio para esta ocasión, en la que el día muestra sus heridas, cosidas con alambre de espino, en la que los árboles están a punto de florecer en este loco febrero que quiere, y no puede, desterrar el invierno a los polos terrestres. Tampoco Catulo, desde Verona, te ha dejado un poema en el  alféizar de la ventana. Ya han regresado los pájaros al jardín de casa y tal vez en el Tiétar, ahora lejano y somnoliento, a la sombra de Gredos, están comenzando a abrirse las primeras mimosas con su amarillo intenso. En la calle, apenas sombras, un silencio de soledades viste la corona de la mañana, que pasa lenta, como en cortejo fúnebre, buscando el habla, que yace en pedazos sobre el asfalto.

     Las cigüeñas ya han regresado a sus nidos de siempre, en las altas torres de esta Ávila que hoy es nueva, como recién estrenada en medio del paisaje, y el dibujo de sus alas prende rosas blancas y negras en el azul purísimo que pinta el cielo y lo acerca al corazón del hombre.

      Bóreas parece muerto, pero aún le quedan en  sus pulmones violentos estertores, carbones de nieve y cellisca, la madre del hielo, y seguirá petrificando alientos y miradas en estas alturas en las que el mar solo es memoria, un recuerdo vago de oleajes y algas, un horizonte de sol y sirenas. Habrá de alzarse aún el frío con su guadaña brillante y la hierba, que ahora promete y es esperanza de otros reinos, perecerá y será cadavérica ceniza.

        No obstante, no hay tristezas. El sol alumbra, va teniendo fuerza, recobra espacios, y en la voluntad, aunque con alfileres, asoman deseos, un requiebro, un suspiro, un manantial dulce de aromáticas plantas, espliego, tal vez romero, hierba luisa, siempre tomillo, un toque de aulaga, que alegran el desgranarse de los sueños, y dan profundidad a las horas que se lleva el caudal de la vida. Y así la jornada, entre delicadas presencias que son morada y anuncio, abrazo, el hogar de todo cuanto has sido y sigues habitando.

      Pasas lista y no hay ausencias. La cruenta batalla del existir no se ha cobrado demasiadas bajas. Aún es posible presentar cara, hay algo con qué luchar; las aguas del olvido y de la Estigia quedan lejos, no son orilla cierta en esta tempestad de desmemorias. Desde el vino y la lumbre, bajo techo, seguirás aguardando el esplendor de las estrellas, el fulgor de la noche, los labios cálidos de la poesía y sus desmesuras.

     Sigue el tiempo. Alcanzas cima.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)

domingo, 2 de febrero de 2020

Luminarias y remembranzas



          Los libros, como la vida, también nos van dejando surcos o arrugas en el alma, acaso en los ojos, en la mirada. Son cicatrices que conforman un mapa que no es solo de tinta, sino que tiene ríos y hondonadas que se van llenando con todo aquello que hemos leído y que es parte de nosotros mismos, pues habita en las entretelas del espíritu, en lo más fundamental de la memoria, como ascuas de recuerdos que no se apagan nunca.

           Es el rostro de los Cien Años de Soledad, o la búsqueda del Tiempo Perdido, tal vez los Himnos a la Noche o el Ciprés de Silos, que aún sigue siendo un "enhiesto surtidor de sombra y sueño" y dibuja con su lanza, en medio del claustro románico, todos nuestros sueños, que apuntan a lo Alto. Es nuestra faz, que también queda impresa en los libros, pues lectores somos y a ellos nos asomamos siempre con inusitado asombro. El que siente esa pasión en su corazón entiende cuanto digo, pues bien sabe lo que uno siente al tener en las manos un libro nuevo, o al volver a releer uno del que guarda sensaciones y que espejea como un guijarro plateado en el fondo de una charca llena de agua de montaña. Siempre hay transparencias.

        El arado de la lectura nos devuelve países, ciudades, personas, ensalmos, un cántico hermoso que enciende en el alma hogueras y antorchas para iluminar nuestros pasos en los momentos y en las cañadas más oscuras, cuando todo parece perdido, y buscamos los ojos de Cristo en las tinieblas de la noche para tener compañía y consuelo. Y así se abre la tierra,  bajo la acción de la palabra escrita, que el autor nos brinda y nosotros recibimos como si impregnase una tablilla de cera, para ir descubriendo misterios y abismos, el palpitar levísimo de la sangre que nos deja su pintura de almagre sobre la roca del tiempo.

        ¿Cómo no seguir leyendo, cómo dejar de leer, como no buscar las raíces de los libros, sus ramas, la sombra maravillosa de sus hojas? Leer es uno de esos grandes regalos que recibimos en nuestra existencia, un regalo esencial, como el aire o las lágrimas, pues nos ayuda a vivir, a seguir viviendo. Después de Auschwitz solo es posible orar y escribir poesía, para mantener la lucidez y no hundirnos en la vesania. Seguimos siendo seres humanos, frágiles como siempre, pero conscientes de que hay cosas que no deben volver a repetirse nunca más. El totalitarismo, del signo que sea, sigue amenazando como Escila y Caribdis en el Estrecho de Mesina, en itálicas tierras, para devorarnos si escuchamos sus cantos de sirena.

       Leer, leer siempre, para seguir nombrando lugares habitados en nuestro planisferio, en el mapamundi de nuestro existir, en la tierra inmensa y los océanos, peregrinos como somos entre libros, romeros en la Roma de las Letras, capital del mundo, ciudad eterna de la imaginación y seguir trenzando narraciones para que la vida no se nos escape entre los dedos, como el agua del olvido.

        Que el viento siga su viaje y desmelene las veletas. El fuego de lo escrito no se apaga.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)