Buscar este blog

viernes, 31 de julio de 2020

Epístola a Ofelia


Hola a todos los lectores de mi padre. Hoy me ha vuelto a ceder un pequeño espacio en su blog para compartir con vosotros otra de mis creaciones literarias. En esta ocasión, mi inspiración ha sido el cuadro de "Ofelia", de John Everett Millais, obra que descubrí durante mis clases de Historia del Arte en el instituto, y que se ha convertido en uno de mis favoritos. También me ilusionaba la idea de escribir sobre uno de mis personajes preferidos de la literatura clásica, pues creo que su personalidad y sus acciones pueden resultar más interesantes que para dejarlos pasar en una simple representación  teatral. Muchas gracias y espero que disfrutéis leyéndolo tanto como yo dándole forma.


Entre juncos y nenúfares navegas por el río, Ofelia. ¡Oh, joven y bella dama!¿Dónde quedaron tus ilusiones, dónde emergieron tus tristezas? Ataviada en tus dorados vestidos y arropada por el velo de la muerte, embriagada de exánimes suspiros que se extinguen en tu miseria. Tus inertes oídos no escuchan los lamentos de las dríades, ni el aullar de los fantasmas que en su día te persiguieron, los desgarros de mis palabras al ver ahogada tu vida en lágrimas de demencia.

Tu rostro, tan perfecto, tan firme, y a la vez tan pálido y pulido, como el de una tumba de mármol níveo iluminada por el tenue destello lunar. De tus manos, dotadas de finura y elegancia, brotan las flores que recogías para adornar tu preciosa cabeza, alimentadas con tu más pura esencia, siendo recuerdo de tus días de gozo, plenitud, grandeza y esplendor. Tus cabellos, preciosos bucles cobrizos que ondean con la impetuosidad de las aguas, se funden con las raíces de los árboles que te arrullan desde la orilla.

¡Oh, dulce Ofelia! Ya no hay brillo en tus ojos, se lo ha llevado la niebla con el efímero soplo de la tarde. Se fue tu encanto estival, tu gracia joven y cándida, asfixiado se halla tu entusiasmo en las gélidas garras de la desgracia. Enferma de locura pasaste tus últimos días, ignorada en tu más afligida soledad. Nunca más tu laúd entonará melodía ni tu voz deleitará a nobles y reyes de lejanos reinos. No vestirás más con sedas ni danzarás en grandiosos salones, no beberás costosos vinos en copas de plata ni probarás exóticos manjares servidos en ostentosas bandejas. Nunca más reirás con ese gorjeo de ruiseñor que acompasaba los más felices momentos de tus días. Todo eso quedó atrás, arrastrado por la corriente, con este río por el que viajas como sepultura eterna.

Te observo, frágil y mortal criatura, y conviertes ante mis ojos en duda toda entrega, toda confianza forjada. Pues, ¿quién va a creer en el amor humano cuando éste mismo ha terminado con tus sueños de la forma más perversa? El corazón de los hombres se corrompe por el poder y la venganza, envenena tu alma de mujer, marchita las flores de tus manos y palidece tus facciones. Todos batallan por una corona sangrienta, por un poder malicioso que extiende crueldad entre los habitantes de estas tierras. Este mundo y sus gentes te apresaron en corsés e invisibles cadenas, sin poder disfrutar de la maravillosa sensación de libertad. Te apartaron de tu padre, trastornaron a tu amado, y tu pobre corazón no fue capaz de soportar tal despiadado dolor.

¿Quién te recordará, Ofelia? ¿Quién guardará de ti la verdadera imagen de tu ser? Olvidada por los hombres, mas presente en los escenarios, viva en el corazón del dramaturgo, latente en mis humildes palabras, haciendo honor a tu nombre y compadeciéndose de tu devastada existencia. Vivirás eternamente retratada en pinturas e idealizada en poemas. Con un verso de Byron, lloro tu trágica ruina: “¡Y tú has muerto, siendo tan joven y hermosa!”.

Ni una lágrima revivirá tus pupilas. Mi llanto no servirá para traerte de vuelta. Por eso me despido de ti, mientras te veo desaparecer entre las aguas, de aquella muchacha que llegaste a ser en vida, mi querida Ofelia.




Elvira Alda Peñafiel

miércoles, 29 de julio de 2020

Horacio en el jardín



         La quietud que hay cuando escribo esto en el jardín de casa resulta asombrosa. Cuatro parejas de carboneros garrapinos se han avecindado, desde hace ya días, en el lugar. Su belleza resulta extraña, son como una pincelada que hubiese brotado de las manos de un pintor y se hubiese quedado prendida en el lienzo de la mañana. También revolotean ahora una pareja de palomas y un mirlo solitario, que parece no tener amistad con el resto. Las palomas resultan descaradas, no se asustan. En ocasiones, y aunque pueda parecer mentira, veo campear águilas imperiales, pues tienen sus nidos en los encinares próximos a esta Ávila mía que es ciudad, pero que está rodeada de bosques. Y otras veces veo águilas de menor tamaño, que buscan su presa, quizá alguno de estos diminutos pajarillos que vienen a verme; y si a eso añado el silencio reinante, la transparencia de la luz y del aire, me brota en las entretelas del alma una sensación horaciana, como de vivir en una aldea, aunque no sea así. Horacio está en el jardín y puedo conversar con él.

         Los rigores de estos últimos días de julio le llevan a uno a salir a escribir afuera. A la sombra, evocando el frescor del agua, que en Castilla hay que buscarla allí donde se muestra el verdor de unos chopos o unos fresnos, quizá alisos, que indican una corriente de agua. Y en la mesa de trabajo está, además del ordenador portátil, sin cable alguno, un plumier con diversos útiles de escritura, un par de cuadernos, las estilográficas que utilizo a diario, y un ejemplar, en una magnífica edición relizada por Galaxia Gutenberg, de "Los demonios", con Dostoyevski, un libro que tenía ganas de leer desde hace mucho tiempo y que ahora se ofrece como un gozoso acto de lectura.

         Quizá todos estos detalles no resulten interesantes para el lector, o tal vez sí, confieso que lo desconozco, pero quiero dejar constancia de ellos pues me parecen como brotes verdes en el árido mundo tecnológico en el que vivimos, siempre a distancia de todo, incluso de los otros, y en el que la prisa nos impide ver la belleza que se muestra ante nosotros, nos impide ver el silencio, reconocer el vuelo de una avecilla, cómo el sol dora las hojas de un madroño o cómo las rosas se siguen ofreciendo en el estío, regalándonos su hermosura y su presencia.

        Dostoyevski nos interroga desde su novela a los lectores de hoy de forma cruda, pues nos habla de un mundo cambiante, en el que todo se vuelve líquido, como la modernidad que ahora vivimos, según nos cuenta Zygmut Bauman, en el que todo se viene abajo y surgen extrañas fuerzas nihilistas que nos llevan, cogidos del cuello, al matadero de la destrucción y de la nonada. Y no hay nada más peligroso que perder las creencias, pues ello nos hace olvidar el carácter sagrado que nos convierte en seres humanos y nos arroja al Leteo en el que solo somos mercancías.

         He insistido muchas veces en que necesitamos regresar al silencio, como San José, que es el santo del mismo, y a guardar las cosas en el corazón, como María, en lugar de estar parloteando a todas horas en una cháchara inútil, rodeados de un ruido infernal que no permite que broten nuestros sentimientos verdaderos, nuestras necesidades necesarias, aferrados a la adicción a todo lo que el consumo nos presenta. Tal vez, entonces, descubriríamos que nuestra vida tiene sentido, que el río que fluye en nosotros nos lleva a desembocaduras más preciadas y agradables, que la muerte solo es una compañera de camino, nunca el final, y que el dolor que se nos ofrece por doquier es cierto que no lo comprendemos, pero acaso sirva para acrisolar el metal de nuestra resiliencia, que nos ayuda a no caer en el limbo de la cosificación.

       Madre mía, filosófico estoy en esta mañana en la que la vida parece ir despertando poco a poco. Quizá como en el coloquio de los caballos cervantinos tendría que decir eso de "es que no como", y por ello me vuelvo metáfisico (y no puedo dejar de recordar ahora la cita latina que dice "primum vivere deinde philosophari", que viene a decir que primero hay que comer y luego teorizar), pese a que no es verdad, pues, puede ser que lo que nos esté ocurriendo es que a fuerza de adaptarnos a todo, a cualquier envase o situación, de tan líquidos como somos nosotros también, se nos ha olvidado lo que Cristo nos dejó dicho en el Evangelio de que "no solo de pan vive el hombre", pues hasta de Dios nos hemos olvidado y, claro, como decía Chesterton, creemos en cualquier elemento insustancial. También nos lo recuerda Dostoyevski, esta vez en "Los hermanos Karamazov", pues si no se cree en Dios, todo vale.

     Creo que estas cuestiones no necesitan de una mayor explicación.  Por mi parte, el resto de la mañana la dedicaré a seguir con la charleta que inicié hace un rato con Horario, harto interesante, a  escribir algún poema, a la lectura, a recordar algún verso de Virgilio, quizá Fernando Pessoa, o de Antonio Machado, en estas soledades urbanas de Castilla, en la que hoy los rigores estivales vendrán en forma de una oleada de calor, como si el sol estuviese decidido a vengarse de todos nosotros. Pensaré en el agua y en los pájaros que me acompañan, me sentiré como el mirlo solitario, como el pájaro que vuela libre y no en bandada, como ocurre en el célebre poema del que fue mi amigo Jacinto Herrero Esteban, y miraré, desde la sombra, un pequeño retazo de calle, entre el seto que rodea la casa, para ver pasar, de vez en cuando, alguna persona que se atreve a salir a caminar pese a las espantosas temperaturas que se anuncian para la jornada.

     La luz crece y me envuelve y me parece que es más fácil escribir, ir tejiendo versos, como hacía Penélope cuando esperaba la vuelta de Ulises, acaso yo esperando el regreso de Dios y de la poesía al mundo, el regreso no de los hombres huecos con las cabezas de paja, de los que hablaba T.S. Elliot, sino los hombres habitados por dentro, los hombres habitados por el espíritu de su Creador, gozosos de todo cuanto les rodea.

Fernando Alda Sánchez

martes, 21 de julio de 2020

Entre mapas


          Ahora que se utilizan medios digitales para conocer el itinerario de un viaje que vamos a realizar he tenido la suerte de encontrar, arrumbada entre las estanterías de la biblioteca, una vieja guía de carreteras, editada por una conocida empresa del petróleo española, en cuyos planos he ido descubriendo anotaciones a bolígrafo de lugares visitados, de tiempos, de distancias, como un dédalo de niebla en el que habitasen tantos y tantos recuerdos que la memoria, sin trabajo alguno, va haciendo aflorar como si de agua subterránea se tratase.

         Recuerdo que de niño me gustaba descubrir los lugares en los que las viejas acometidas de plomo se habían roto y el manar del agua dejaba como un pequeño surtidor rodeado de arenilla, acaso un volcán en miniatura, y te quedabas un rato allí, absorto, mirando el agua escaparse de la cárcel por la que circulaba, hasta que llegaban los fontaneros del Ayuntamiento y con la magia de un soplete de gasolina, que dejaba su olor acre y misterioso, y a mi me parecía como si el mismo Vulcano hubiese dejado su fragua para venir a reparar el desperfecto, quedaba restañada la cañería rota.

       Algo parecido me ocurría también en la infancia, la de un chico de barrio de una ciudad de provincias, cuando tras una fuerte tormenta el agua discurría por algunos viejos regatos que había, en superficie, en las calles de tierra, sin pavimentar, y los amigos salíamos a construir presas, con piedras que encontrábamos y con arena, ramas y hojas, y esos embalses, que eran como los de escollera, nos servían para imaginar que tal vez algún día llegaríamos a ser ingenieros o algo parecido, mientras el agua turbia se remansaba y con nuestras manos construíamos el mundo.

      Todo eso ahora es poco menos que imposible, en nuestra vida electrónica y asfaltada, y, acaso, son costumbres o imaginaciones que se han perdido, como hemos ido perdiendo el contacto con los mapas, con las brújulas, sustituidas por el GPS, con las cosas y con las personas, con los otros, que tanto miedo nos producen en ocasiones, pues quizá vamos perdiendo habilidades sociales, por mucho que ganemos otras que pertenecen al mundo de los ceros y unos con los que cada vez más se va conformando nuestra realidad.

     Les aseguro que no hay nada como el consultar un mapa en papel e ir descubriendo nombres que se van enlazando en un camino lento pero seguro, como decíamos también cuando éramos pequeños y había alguno que despuntaba más que los otros en eso de ganar las alocadas carreras que echábamos en los largos días del verano, que tanto duraban bajo la claridad del sol y de las que regresábamos a casa cuando tu madre te llamaba desde la ventana para cenar. Proustianamente recuerdo ahora un mapa de Italia con el que un amigo y yo nos fuimos a la aventura para llegar a la ciudad a la que conducen todos los caminos, en un destartalado Seat 133 que aguantó como un jabato los 6.000 kilómetros que le hicimos sin pestañear siquiera, salvo los consabidos calentones del agua de refrigeración del motor, que ponía a cocer los garbanzos en cuanto subías con el coche una pendiente un poco prolongada.

    Pero en fin,  si alguien espera que me ponga apocalíptico con todo esto que cuento, no es esa mi intención, aunque la melancolía me corroe las entrañas como si de algún fuerte ácido se tratase, sin poder evitar que la nostalgia se apodere de ciertas partes del corazón, incluso de la materia gris del cerebro, y afloren, como el agua que decía antes cuando la veía huir de la conducción enterrada en el suelo, a tumba abierta estas memorias que, en definitiva, son las que nos sostienen, y ahora parecen el canto de un cisne que no encuentra casi a nadie a quien contarle estas memorias, por mucho que le hiervan en el alma.

    Es como lo que ocurre con el servicio militar, con las historias de la "mili", que también quedan pocos con los que enhebrar la aguja del recuerdo para reír o ponerse triste un rato con todo lo que pasamos marcando el caqui en los cuarteles. Si lo sacas en las reuniones familiares, salvo algún cuñado de tu edad o tu suegro, todos te dicen que eres un pesado y que lo dejes, aunque yo les digo que todavía, alguna vez, tengo sueños con ello, como cuando regresa la pesadilla de que tienes que volver a hacer el servicio y un sudor frío te recorre la espalda como una maldición. Será por eso que dicen de que los españoles vamos llorando a los cuarteles y cantando a la guerra... Será.

    Hoy los cielos no parecen limpios y amenazan tormenta. Por desgracia, si llueve y truena al final, en el transcurso de la tarde, que también se avecina larga, no podré salir a la calle a hacer una presa en algún reguero, y tendré que dejar salir al prado a la imaginación, que hay días que está trabada con la maniota digital que nos oprime y nos hace ver la realidad como desde lejos, sin estar de cuerpo presente, en una distancia de gigas y megas en los que se va almacenando nuestra vida, en algún remoto lugar que no controlamos, como si los recuerdos no nos perteneciesen ya, y fuesen de otros o de alguien que no sabemos, pues tal vez lo que vemos es un encantamiento, y lo que recordamos más aún, de esos que al bueno de Don Quijote le asaltaban en las soledades de La Mancha para solaz nuestro.

   Es la edad la que nos engaña, el tiempo, que es nuestro mayor enemigo, más que la muerte aún, pues él nos conduce traicioneramente, con sus celadas y añagazas, hacia el pozo de las tinieblas, en ese sendero que es el último y que tanto miedo nos da recorrer. Por eso hoy no miraré el reloj, como hacemos en ocasiones con tanta insistencia, para no caer en la tentación de comprobar lo deprisa que pasa el tiempo y no me deje antes del momento preciso en brazos de la dama de nieve que regresa todos los inviernos como para querer aguarnos la fiesta a los hombres, tan entretenidos como estamos en pasar de puntillas por el mundo tocando un laúd y bailando y comiendo en banquetes y festines, en ese eterno carpe diem en el que vivimos.

   Un par de mirlos han dejado sus trinos mientras se avecindaban en el seto del jardín, quizá buscando también el acomodo necesario para encontrar la sombra que nos libre de estos rigores de julio, que en este año bisiesto que tantas desgracias nos está dejando en el alféizar de la ventana, como si de unos Reyes Magos siniestros se tratase, parecen más desatados que nunca. Bueno, es que estamos en esa época del verano que en los calendarios se marca entre la Virgen del Carmen y el día de Santiago, que dicen es la época de más calor de todo el año, al menos en esta Castilla mía en la que ahora estamos en los meses de infierno. Hay quien prolonga este periodo hasta la Virgen de agosto, hasta la Asunción, y puede que esté en lo cierto.

    Miro la luz y encuentro consuelo en ella, como para ir terminando este escrito que comenzó con un viejo mapa de carreteras. No perdamos la costumbre de asomarnos de vez en cuanto a alguno de ellos, incluso a esos otros más grandes en los que están pintados, además, los caminos que nos llevan a muchos lugares, algunos de ellos imaginarios, para que no perdamos nuestras esencias entre los cables de fibra y las redes wifi, pues, volviendo de nuevo al Quijote, en ellas no encontraremos aventuras ni ventas como la de Puerto Lápice, que siempre ha sido un nombre que para mí está lleno de nostalgias y de ausencias.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 13 de julio de 2020

De los sueños


         Uno de los rosales del jardín ha vuelto a florecer, entregándonos unas rosas de verano muy hermosas, plenas de color y aroma, y lo cierto es que casi parece un milagro, cuando en estos extraños días que seguimos viviendo, escondidos tras una mascarilla y con el miedo aún a flor de piel, nada parece igual. El día nos regala una luminosidad sorprendente, como solo se puede conocer en estas alturas de Ávila, tan lejos del mar, pero tan cerca de los cielos.

          Miro el mundo con el mismo asombro de siempre, pero nada parece querer manifestarse como en realidad es, por más que estemos empeñados en pensar que todo sigue igual. Incluso los libros te hablan de otra forma, diciéndote que todo tiene fecha de caducidad, incluida la luz de la mañana, que irá tornándose en cenizas y rescoldos hasta desaparecer en brazos de la noche, pues hasta eso se nos había olvidado.

         No obstante, hoy no vengo al blog con las melancolías de siempre, aunque eso sea lo que me pide el corazón, pues en este caso la que manda es la cabeza, que tiene sus razones para no dejarse avasallar, acaso por aquello de mandar sobre los sentimientos, que afloran confusos, para no variar, y se ofrecen como una promesa que se irá quedando en los caminos.

        Hasta este mundo cerrado del jardín no llega el rugido del mundo, que parece un león, queriendo devorarnos, acechándonos desde las esquinas con sus celadas y su mirada torva, pero, pese a todo, no es amparo suficiente estar tras los setos de leylandi, pasando lo mejor posible los rigores del verano, que son muy recios en esta ocasión. Al menos, es posible soñar, y al hacerlo nos redimimos un tanto, pues también estamos hechos de sueños. Sería hermoso poder guardarlos, los que nos resultan buenos, en algún lugar, como los recuerdos en el "rescoldero", para volverlos a soñar siempre que nos apeteciese, aunque por el momento no se me ocurre palabra alguna para denominar ese lugar en el que ir dejando estos sueños en cuestión.

     Ya lo dijo Francisco de Goya y Lucientes, que el sueño de la razón produce monstruos, y no estaba desacertado el genial pintor de Fuendetodos, pues la Historia está llena de esos sueños que más bien son pesadillas ideológicas que tanta sangre han derramado entre nosotros. Por tanto, considero más acertado soñar con los sentimientos, es decir, soñar con el corazón, para que los monstruos de la razón no se apoderen de nuestra vida y la acaben convirtiendo en un infierno. Aunque acaso hoy más que en sueños, uno vive en una ensoñación permanente, entre el corazón y la cabeza, como en una duermevela de la que no se consigue despertar, pero que no resulta amenazante, por lo que se está bien en ella, acaso abrazando la realidad y lo irreal, en una especie de ataraxia en la que seguimos respirando pero sin deseo alguno. Acaso como los místicos, cuando alcanzan la unión con Dios, y todo es serenidad, como si el tiempo no reinase y no existe el temor.

     En fin, le dejo al lector que elija como quiere soñar ahora, más tarde o esta noche, a qué reinos quiere abandonarse o en qué transparentes regiones habitará su imaginación. Sin duda, mañana será otro día, por aquello de la caducidad, una jornada que tendrá también la suya. Miro las rosas del jardín, el rosal que ha revivido de forma tan hermosa, y pienso que he de tomarlas ahora y ponerlas en algún búcaro, sobre una mesa, pues mañana tal vez sea tarde...



martes, 7 de julio de 2020

En el laberinto



           En el estío parece arder todo, hasta la sombra. Se remecen las ascuas que guardamos en los adentros, y carbones muy antiguos, que estarían apagados, vuelven a prenderse y a dejar su ígneo rastro en las entretelas que nos conforman y nos abrigan cuando estamos a la intemperie. Hoy no hay nubes en el cielo y la luz es azul, como la muerte. En los ojos habita la claridad del día, que mantiene una transparencia de cristal, como de plata fúlgida que fuese ocupando espacios y fronteras. En campo abierto está la nada, que persiste en su empeño por derribar las costuras de la mañana.

           En estas ensoñaciones deja uno ir pasando el tiempo, que parece un pez en una pecera. Con el agua, los recuerdos, que tardan en brotar, quizá por la ausencia de lluvia, que volverá en el otoño con sus maletas llenas de viento y de melancolía, con el deseo y la ausencia. Mientras, no queda más remedio que capear los rigores de julio, que en Ávila viene fuerte, y esperar que agosto nos deje algo de fresco por las noches que, pese a todo, serán más largas.

         Sobre la mesa de trabajo, que ahora tengo en el jardín, en el que aguardan a nacer nuevas rosas, que serán promesa y ofrenda, algún libro, unos cuadernos, las estilográficas, por supuesto, el portátil con el que escribo esto, todo un ritual que me acompaña cuando el sol está llegando a lo más alto y desde allí se desplomará vertiginoso buscando el horizonte para ir a dormir en lo oscuro, como todos.

         La tinta va dejando algunos versos anotados en la libreta de tapas rojas en la que trabajo, para amoldarlos poco a poco, para ir forjando su filo y su entereza, para que no sean hojas secas cuando el aire viene revuelto y nos enfrenta con celadas desde las esquinas. Algunos dormirán para siempre, en espera de mejor cosecha; otros será fruto de verano o tal vez queden para el otoño, para una recolección que, aunque pueda parecernos mentira, no guarda con nosotros tanta distancia. El tiempo es así de traicionero, y aunque escritores hayan ido tras los pasos de ese que decimos está perdido, como Marcel Proust, y su ejemplo puede animarnos a iniciar este desigual combate, no deja de ser un espejismo, pues el tiempo no vuelve. Regresan los recuerdos de lo que fue, pero no la acción en la que se desarrollaron. Es decir, queda su eco, que resuena torpe en las estancias en las que habitamos tan desmayados y solos como el invierno.

         Esos son los laberintos en los que nos perdemos, empeñados como estamos en sacar partido siempre a todo, incluso al pasado, y corremos el riesgo de estar siempre mirando hacia atrás, aunque en ocasiones resulte inevitable, y hasta necesario, el hacerlo, como una manera de mantener vivo y encendido nuestro "rescoldero", del que ya he hablado en otras ocasiones, para saber que el corazón está hecho de lo mejor de lo que hemos vivido y no de lo peor que nos queda por vivir. La memoria desvaría, en ocasiones, y puede llevarnos a lugares a los que no queremos ir, por eso hay que tener cautela, no vaya a ser que terminemos en abismos que, por mucho que sean propios, no suelen tener salida. Y así nos perderíamos, quizá para siempre, enterrados en las sepulturas de lo que fue, sin tener ánimos para afrontar lo que habrá de venir, que tendrá de todo, como las cajas de galletas surtidas, que tanto me recuerdan a mi infancia, sin llegar a comprender, en este momento, el por qué de ello.

         Por ahora, nada más. Seguiré esperando en la sombra, que es uno de los mejores regalos que te pueden hacer en el verano (si, además, viene acompañada de un  libro, mucho mejor), cuando el sol no tiene misericordia con nadie, ni con grandes o pequeños ni con humildes o soberbios, por eso también el sol puede ser azul, como la muerte, aunque es la vida, pues todo viene mezclado de forma intrincada, como un arcano con otro arcano, y a los hombres nos resulta, en ocasiones, muy difícil desenmarañar tanto misterio, e ir encontrado el hilo que Ariadna dejó a Teseo cuando fue a buscar al Minotauro, en Cnossos, para darle muerte. Más el día sigue y todo continúa. Estamos vivos y hay que celebrarlo.

Fernando Alda Sánchez



       

lunes, 6 de julio de 2020

El signo y el estandarte


 Llegará el arcángel de la victoria,

cuando en los cielos las constelaciones estén
desencajadas y sobrevuelen los heraldos
del horror los restos de tanta
humanidad devastada.
Será la hora del Cordero,
el momento de los oprimidos,
todos los desterrados vedrán
en muchedumbre, convocados por flamígera
espada. ¡Hay de aquel que hubiese
ocupado los tronos del poder
y de la dominación!
Serán las trompetas
que derribaron las murallas de Jericó
las que resuenen,
últimas en la batalla final,
el signo y el estandarte,
y me iré tras ellos,
con el Cristo resucitado con el que no hay
que temer nada jamás.

Fernando Alda Sánchez

jueves, 2 de julio de 2020

Escritura


Estableces la jerarquía de cuanto te ha sido

dado para que reines, dueño
y señor de lo que se manifiesta y anuncia
hasta donde alcanza la vista...
Admirable resulta tu criterio
en el instante en el que determinas
la prioridad de las esencias,
el transcurrir del tiempo
que en su huida va dejando
libres los augurios que no se cumplirán,
los caprichos de las sibilas
que confunden a los hombres.
Quisieras radiografiar con el corazón
las palabras
pronunciadas para encontrar su
alma, el espíritu que las vivifica
y alienta, para hallar veneros
en su gramática, los manantiales
de los que brota su cristalina
y temperada belleza. Mas es oficio
harto desesperante construir mundos
imaginarios o entender
cómo el lenguaje te pertenece,
en ti se asienta y encuentra
amable refugio, y participas,
gozoso, del estético
resultado de usarlo con destreza.
Es el momento de hablar o escribir,
no el de renunciar al idioma:
ensalza entonces aquello que sientes
y con tanta fuerza ahora te convoca.

Fernando Alda Sánchez