Foto: Fernando Alda |
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Al amparo del fueguecillo prendido en la chimenea, que consuela estos rigores de febrero, mientras la lluvia danza con el viento, de forma interminable, y las veletas no marcan rumbo alguno, la melancolía es el único refugio posible, pues los mirlos que cantaban en estos días en el jardín parecen haberse escondido, acaso asustados por el temporal y la refriega.
Ahora que es invierno, y la corza del corazón duerme esperando el beso de la primavera, o el Amado, o el viento sur que cicatrice las heridas del hielo, sigo mirando, desconozco si con asombro, el paso del tiempo, de las estaciones y edades, de ésta presente y de las que se fueron por los caminos, como la devastación de mis sienes, encendidas por la nieve.
Y se que es el momento de aventar recuerdos, para que algunos salgan de las desmemorias del vivir y sean representados en los adentros del alma, en las moradas más claras y luminosas, como si fuesen carbones del sol poniente. Así, entonces, lo que es el hoy, que se abre y nos deleita, aunque ahora aún no en el jardín, más bien en la biblioteca, como lo quería Marco Tulio Cicerón para ser un hombre afortunado. Tengo la suerte de tener ambos, una biblioteca y un jardín, en los que recibo visitas y voy tejiendo las horas que se deshilachan desde la esfera del reloj, para tejer cenizas y flores ajadas, cuyos pétalos se van con el viento a las veletas, para jugar con ellas.
Pero no siempre es así, pues el mundo y sus pompas, que parecen zumbidos de insectos, un entrechocar de élitros o de quelíceros, trata de ahogar estas melancolías, para que no sean, para que no iluminen, con sus pupilas ardientes o enfebrecidas, las oscuridades y dédalos que nos cercan.
Estas tinieblas, que tan impenetrables nos parecen, son las que rasga Cristo al rayar el alba del tercer día, cuando regresa de entre los muertos, y todo es nuevo, como recién estrenado o sacado del horno. Hoy se que me mira desde la soledad de los sagrarios, desde la penumbra de alguna ermitilla elevada sobre un otero en esta Castilla mía, tan sola también, y me pierdo por los caminos que se me aparecen como una bendición, una ofrenda, y sigo mirando, en esta ocasión en las cunetas, en las que aún no crecen los acianos, que nos regalan su azul tan intenso y tan puro, y todo me resulta abandono, como la soledad del agua estancada en los labajos, que espera alguna avecilla que redima su silencio.
Es solo el paisaje ahora, aunque me gustaría poder mirar detrás de él, en sus entretelas e hilvanes, en sus bambalinas, en sus adentros o su patio de atrás, para poder alargar la vista más allá de lo que permite el horizonte, y mirar lejos, hasta allí donde habita la madre del viento, el sol que no se apaga, las nubes atlánticas, que vienen de tan lejos a fecundar los campos, abiertos para retar o cabalgar sobre el destino y la muerte.
Fernando Alda
Arde un leño esta tarde de enero con la melancolía propia de la lluvia, casi con desgana, como desangrándose sin motivo aparente. En la danza del fuego, que no es la de la muerte, los recuerdos se entrelazan como espinas o cerezas, sin saber bien la razón que alcanza a tal suceso. Y la memoria se va con el viento, sin especulaciones, hacia el espejo del horizonte, sin decir adiós siquiera, o agitar un pañuelo en lo que parece, más bien, una huida.
Viene gris y oscuro el día, cargado hasta las médulas de tristeza, acaso por los rigores de este enero tan incierto como la suerte de Julio César cuando cruzó el Rubicón, y uno no acierta a seguir un hilo concreto por el que tirar para ir escribiendo algo con coherencia, entre el límite de lo que es real y de lo que resulta imaginario, como para tratar de evadir la responsabilidad, para con los lectores, que es escribir. Otro tanto sería hacerlo para uno mismo, pues cabrían los mayores desvaríos y sinrazones, pero como si se tratase de una razón de estado, el escritor siente cierta responsabilidad para no perder la Polar, que es rumbo cierto, y no crear más laberintos al lector en la rosa de los vientos en la que ambos se encuentran, pese a que todos los caminos conduzcan a Roma.
Y así, la escritura, que es una llave para desentrañar misterios y arcanos, y todos los encantamientos a los que nos somete la vida, en ocasiones en exceso, para seguir representando el papelito o papelón que tengamos reservado en el retablillo de Maese Pedro que es el mundo, con sus ensoñaciones y pompas y todas sus miserias y atrocidades.
El mundo ruge como un león que acabase de despertar y resulta difícil escapar a estas devastaciones, sobre todo a las que produce el paso del tiempo, que estropea los cuerpos, y aún el alma, las más de las veces, si no ponemos cuidado a la hora de ir queriéndola como si del mayor tesoro que tuviésemos se tratase, tan ávidos estamos de novedades y de placeres inmediatos, que no conocemos el punto de tener paciencia y esperar el momento propicio para tomar las decisiones más importantes para nosotros.
El jardín no está hoy para nadie. No espera visitas. Esa persona que aguardas desde hace tiempo no vendrá. La ceniza que se respira en el aire ciega todo, incluida la melancolía, que hoy no es instrumento suficiente como para despejar los velos en los que ha venido envuelta la mañana. Al menos, me queda la escritura, y con ella trato de ir superando las añagazas y celadas del día, como si del único clavo ardiendo que me queda se tratase. Me abraso las manos, pero no pienso desasirme, pues bajo mis pies esta el abismo, feroz e insondable, que aguarda a tragarme, como lo haría la Hoz de Tragavivos, en Cuenca, muy cerca de Cañizares, pues está esperando a los seres que por aquí rondamos, para llevarnos al inframundo, tal vez al Sheol.
Menos mal que no te prometí, lector, mi querido amigo, novedades deslumbrantes, sino solo una mirada inactual, intemporal, una mirada casi eterna, sobre el mundo y los hombres, y sobre los artificios del uno y de los otros. Créeme, no soy misoneísta, lo que ocurre es que uno ya va cansado en ese viaje de tantas singladuras y tantos naufragios y desastres, y me cuesta, muchas veces, volver a mirar con los ojos de la infancia, aunque te aseguro que no he perdido el asombro. Están por llegar muchas cosas que serán admirables, seguro, y de las que hablaré también, eso es cierto, pero siempre desde la distancia silenciosa que van poniendo en los iris los años.
Fernando Alda