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martes, 27 de febrero de 2024

La sombra de la altura

 

Foto: Fernando Alda 



Lo que abarca el vuelo
de un vencejo,
el puñado de arena que cabe en la mano,
o el recorrido de una hoja
que cae de la morera del patio
en otoño,
como el respirar que alienta
cada amanecer,
así la sombra que no puede 
alargarse más allá de la altura:
esos pasos tan cortos que damos
cuando aprendemos a caminar,
siendo niños,
y que nunca nos abandonan.

Fernando Alda 

lunes, 26 de febrero de 2024

Calandrias

 

Foto: Fernando Alda


En la ternura de las manos
qué sanan la herida,
en los ojos cansados por el sueño,
allí la poesía,
la aurora del lenguaje o la voz
que debes al olvido.
Solo un despertar de calandrias
enamoradas junto
al esplendor de las azucenas.


Fernando Alda 

Altura

 

Fernando Alda



Solo quiero la alegría 
de unas amapolas al borde del camino,
la sombra de una higuera,
el rumor del agua
al nacer en una fuente
de una plaza solitaria,
y la altura de lo que no sabes
para ir a ese lugar que desconoces.

Fernando Alda 

viernes, 23 de febrero de 2024

Últimas tardes

 


Foto: Fernando Alda 


Son las últimas tardes

de frío, del corazón 
a la intemperie, de la arena
qué se escapa entre los dedos
o el niño que llevas dentro,
tembloroso y tímido,
qué no se atreve a marcharse.

Fernando Alda




En la sombra

Foto: Fernando Alda 



En la sombra está escrita una verdad

y en el musgo la altura
de los sueños. Van mis pensamientos
al aire,
desmelenados,
como pajarillos, buscando comida
en una mañana helada.
Me tiemblan las manos
de tanta soledad, de tanto
como se perdió tras la batalla.

Fernando Alda

lunes, 12 de febrero de 2024

La mirada inactual, 10 / Antes del desastre...

 



           Al amparo del fueguecillo prendido en la chimenea, que consuela estos rigores de febrero, mientras la lluvia danza con el viento, de forma interminable, y las veletas no marcan rumbo alguno, la melancolía es el único refugio posible, pues los mirlos que cantaban en estos días en el jardín parecen haberse escondido, acaso asustados por el temporal y la refriega.


          Y me acuerdo de Fray Luis en su celda en la Casa de la Inquisición en Valladolid, y de las melancolías y desasosiegos que padeciese en su proceso, las mismas que en ocasiones siente el alma cuando el mundo ruge como un león hambriento presto a devorar sus entretelas, y tengo yo también prisiones, aunque de otro modo, en las que la memoria resulta inútil para abandonarlas, y solo el fuego, que ahora calienta de forma tenue la estancia, parece la única salida en medio de tanto desconsuelo.

           Es esperanza ese fuego, que parece tan pequeño y triste, y sus llamas traen alguna cordura en medio del helor de la soledad, y creo entonces volver a soñar, a sentir que el corazón recobra el pulso en medio del marasmo del tiempo, y me regresan el habla y la poesía, y se enciende la velita que dejé olvidada en el alféizar de la ventana con la helada, y Dios no ha muerto, sino que me sonríe y conforta, y ya puedo esperar el paso de la noche, aunque largo, como  fuera el paso del Mar Rojo, pues habrá un alba y nuevas flores, unas azucenas, unos acianos, glicinas tal vez, en un jardín y todo comenzará como en el principio.

          Tal es, en ocasiones, la angustia de vivir, de ser, aunque ya va vencida la muerte por Cristo y amanece y la luz ilumina los caminos, que llevan a Nínive, que me parecen dédalos de cuando todo estaba oscuro o no tenía nombre.

           La lluvia se va llevando los restos de la batalla, yelmos antiguos, penachos de sangre, espadas rotas, banderas en jirones, adargas quebradas, lorigas herrumbrosas, un quejido continuo, como de insectos, las lanzas que fueron no en la rendición de Breda, sino las que prendieron la última luz del ocaso antes del desastre.

            Y esa lluvia será el mar, y luego estas nubes que hoy ocultan el sol, y puede que mañana recibas alguna carta, que fue remitida hace mucho tiempo, y quedó prendida en los laberintos del minotauro, en los entresijos de algún reloj, tempus fugit, y ahora llega como un ensalmo o augurio, mas ya inútil del todo, correspondencia muerta, pues las noticias que ofrece ya parecen o son pavesas o puro polvo abandonado, con la indolencia de un gesto indiferente, en cualquier lugar, al borde del camino, sin nadie que pueda redimir lo que el papel ahora cuenta y ya es desmemoria.


Fernando Alda



       

martes, 6 de febrero de 2024

La mirada inactual, 9 / Élitros y quelíceros

 


          Ahora que es invierno, y la corza del corazón duerme esperando el beso de la primavera, o el Amado, o el viento sur que cicatrice las heridas del hielo, sigo mirando, desconozco si con asombro, el paso del tiempo, de las estaciones y edades, de ésta presente y de las que se fueron por los caminos, como la devastación de mis sienes, encendidas por la nieve.

          Y se que es el momento de aventar recuerdos, para que algunos salgan de las desmemorias del vivir y sean representados en los adentros del alma, en las moradas más claras y luminosas, como si fuesen carbones del sol poniente. Así, entonces, lo que es el hoy, que se abre y nos deleita, aunque ahora aún no en el jardín, más bien en la biblioteca, como lo quería Marco Tulio Cicerón para ser un hombre afortunado. Tengo la suerte de tener ambos, una biblioteca y un jardín, en los que recibo visitas y voy tejiendo las horas que se deshilachan desde la esfera del reloj, para tejer cenizas y flores ajadas, cuyos pétalos se van con el viento a las veletas, para jugar con ellas.

          Pero no siempre es así, pues el mundo y sus pompas, que parecen zumbidos de insectos, un entrechocar de élitros o de quelíceros, trata de ahogar estas melancolías, para que no sean, para que no iluminen, con sus pupilas ardientes o enfebrecidas, las oscuridades y dédalos que nos cercan.

      Estas tinieblas, que tan impenetrables nos parecen, son las que rasga Cristo al rayar el alba del tercer día, cuando regresa de entre los muertos, y todo es nuevo, como recién estrenado o sacado del horno. Hoy se que me mira desde la soledad de los sagrarios, desde la penumbra de alguna ermitilla elevada sobre un otero en esta Castilla mía, tan sola también, y me pierdo por los caminos que se me aparecen como una bendición, una ofrenda, y sigo mirando, en esta ocasión en las cunetas, en las que aún no crecen los acianos, que nos regalan su azul tan intenso y tan puro, y todo me resulta abandono, como la soledad del agua estancada en los labajos, que espera alguna avecilla que redima su silencio.

          Es solo el paisaje ahora, aunque me gustaría poder mirar detrás de él, en sus entretelas e hilvanes, en sus bambalinas, en sus adentros o su patio de atrás, para poder alargar la vista más allá de lo que permite el horizonte, y mirar lejos, hasta allí donde habita la madre del viento, el sol que no se apaga, las nubes atlánticas, que vienen de tan lejos a fecundar los campos, abiertos para retar o cabalgar sobre el destino y la muerte.


Fernando Alda