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martes, 31 de marzo de 2020

Si es tu voz invulnerable...









Transparencia inconsútil la que el aire

mueve, la fragancia de las rosas
de terciopelo al abrirse, cuando en el mediodía
se cumple el presentimiento
de las horas que están por llegar.
Sueñas y afirmas,
la voluntad obedece a la creencia,
hay golpes ciegos
que derraman perfumes y sombras,
el éxtasis de saberse dueño
del tiempo, del magnetismo
de la constancia que te impulsa,
la venerable permanencia de las torres
y de las campanas,
la plenitud de estar despierto
en medio de la realidad,
centro imaginario de un planisferio
en el que buscas seguridades,
atajos con los que alcanzar
incólume el devenir
de la existencia.
Si es tu voz invulnerable,
y de las nebulosas del corazón
libas su jugo, la ocasión
de hablar un idioma al que perteneces
por el mérito de haberlo creado,
si desde el lugar en el que muriese
la tristeza proclamas que eres
el señor glorioso de los vientos
y de las encrucijadas, el forjador
de las leyendas y de los mitos,
y desde las cumbres divisas
valles, la tierra prometida,
o abrazas la altitud de los cielos
abiertos, poblados de nubes
extensas y profundas, como lechos
puros pintados de un intenso
azul, de un inmaculado
blanco, el soplo leve de las aves
que apenas rasgan la inmensidad,
el tazo efímero de su vuelo,
el cántico hondo de la suprema
bendición que permanece
en la distancia, en la derrota,
en todo aquello que te pertenece
y a lo que no renuncias.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 30 de marzo de 2020

Memoria de Pieter Brueghel el Viejo


          Nevisquea esta mañana en las ventanas, cuando marzo parece irse con sus locuras, y el día está vestido de un gris muy oscuro, marengo, tal vez, como presintiendo los lutos que vendrán, o que ya están entre nosotros. Imposible no recordar, no asomarse al pasado, no sentir nostalgias, no dejar arder el corazón en estos pensamientos que se entrelazan como las cerezas en los cestos que el tiempo nos sirve tras una cosecha malograda de insomnio y desasosiego.

          Imposible no traer ahora a la memoria el cuadro sobre tabla de Pieter Brueghel el Viejo, del siglo XVI, titulado "El triunfo de la muerte", que tan lleno está de horrores, de escenas atroces, de esqueletos y humo en un paisaje devastado que se consume en su propia hoguera. Pero no voy a recrearme en la visión desolada de lo que parece el mundo, sino que dirijo mis ojos, llenos de asombro, a la parte inferior derecha de la pintura, en la que se ve lo que es una mesa de banquete, y unas damas y caballeros que, seguramente, estaban festejando, acaso en ese carpe diem en el que también vivimos nosotros ahora, y la muerte los ha sorprendido, ladrón nocturno que escala las tapias de la esperanza y de la vida, y así son arrebatados, en medio de un canto de laúd, que seguro es tristísimo, mientras queda la mesa puesta y uno de los caballeros desenvaina su espada para enfrentarse a lo inevitable.

         Así nosotros ahora a quienes el virus y la muerte nos han sorprendido cuando estábamos en plena fiesta, disfrutando del banquete, soñando con las vacaciones y el ocio, pobres cigarras desoladas que se aferran a lo material y más inútil, en una fiesta permanente en la que no sabíamos que podría presentarse de repente este ejército que viene a arrancarnos del sueño, a colocarnos en el lugar en el que hemos estado siempre, en la fragilidad y el abandono, en el escaque más expuesto del tablero de un ajedrez en el que no somos la reina o el alfil, ni siquiera el caballo, que parece saltar por encima de todo, incluidos los obstáculos, sino simples peones enfrentados a las tinieblas, con hambre y frío, como ocurre en todas las contiendas, en las que siempre llevamos la peor parte. Aunque luego, como bien sabemos desde que tenemos conciencia, viene la Parca para igualarnos a todos, pues del mismo modo trata a "papas, emperadores y prelados", como nos recuerda Jorge Manrique, y todo se allana en las sepulturas, antes de ir al Padre, de ver el rostro de Dios.

         Seguimos en estos días viendo y conociendo una realidad fragmentada, con un relato inconexo, a través de la virtualidad de los medios de comunicación, repleta de consignas y de hashtags que quizá no sea la verdad, en la que van inoculándonos el pánico, lo que tal vez sea o no, sin que tengamos elementos suficientes para discernir, para saber lo que realmente está ocurriendo, reducida la muerte a estadísticas, el dolor a suposiciones, pues ni siquiera podemos acompañar físicamente a aquellos que lo sufren, ni siquiera podemos abrazar o llorar con los que lloran a su lado. Quizá hemos perdido eso por lo que Miguel de Cervantes decía que se puede aventurar la vida, como es la libertad. Es Matrix, una realidad paralela, un sucedáneo de la verdad. Y en este paraíso en el que creíamos estar ha venido la muerte, que también reina en la Arcadia, para decirnos lo que somos, mísero barro que debería alzarse buscando a lo Alto para encontrar las respuestas que la tecnología o la ciencia no nos brindan. Cada cual que entienda, si es que tiene oídos para oír, en esta postración, en este desconsuelo, en el que el mundo está patas arriba y no sabemos bien si seremos capaces de volver a ser lo que fuimos.

         Vamos dándonos cuenta que después de esto que vivimos, después de esta debacle, de esta locura, de este viaje, tendremos que rendir cuentas, si es que no lo estamos haciendo ya, y volver a ser de otra forma, con otras mimbres, aunque puede ocurrir que todo se nos olvide, como se nos ha venido olvidando, por costumbre, por desidia, porque no somos capaces de tragarnos ese sapo, todo aquello que nos molesta, desde que el mundo es mundo y no hay nada nuevo bajo el sol que lo alumbra. "Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos", dijo Jesucristo camino del Calvario, nos recuerda San Lucas, y tal vez tengamos que llorar por nosotros mismos, por lo que se nos avecina en esta hora incierta, en este Getsemaní en el que nos encontramos sin saber muy bien qué camino tomar, esperando, como siempre hemos hecho, a que amanezca y tengamos constancia del paisaje que nos cerca.

         Es para pensar y retener, y obrar de nuevo con otras mañas, para no estar irremisiblemente condenados, como decía Jorge Santayana, que aprendió en su infancia del espíritu eterno que reina en Ávila, a repetir nuestros errores por no conocer nuestro pasado, mientras dura la luz, ahora que los días van buscando su largueza y en el alma, pese a la congoja, despunta un alba en el que pintar el color de las flores, el perfil de la vida, la fascinación que produce un nuevo día pese a que estemos cargados de grilletes. No nos amilanemos frente a la magnitud del desastre. Ayer, que salió el sol y había una temperatura que de verdad era de primavera, en este altiplano abulense, y se podía salir al jardín de casa, a la solana, en la que uno encuentra consuelo en estos días de confinamiento, como se ha encontrado consuelo o se han fraguado las ideas en las solanas de medio mundo, gracias a las charletas que en ellas tienen lugar, contemplé, por unos instantes, los lilos, que están a punto de brotar, contemplé los rosales, que ya tienen brotes y están fabricando, entre sus espinas, las más hermosas rosas que habrán de venir, y supe que tenemos sentido, que el ser humano tiene sentido, que la vida no es en vano, que no estamos hechos para que nos arrebate la muerte en medio del festejo en el que danzamos, que la muerte nunca tiene la última palabra, que estamos hechos para resistir y para conservar la vida, nuestro paso fugaz sobre la tierra.

       Encendida está la sombra por la luz de un abril que parece estar llegando, en el que la lluvia lavará las heridas y será nuestro mejor deseo, la celebración y el triunfo. Al tiempo.

Fernando Alda Sánchez


Nota.- La foto corresponde a la reproducción que el Museo del Prado ha realizado del cuadro de Pieter Brueghel el Viejo y que puede verse en la salas de dicha pinacoteca.


     

     

sábado, 28 de marzo de 2020

Es casi escritura


A Irene



Clara la luna alberga el último

encuentro, que es como
habitar las calles
desabridas, los áticos
inacabados en los que no terminas
de escribir nunca
los poemas interminables,
los instantes en blanco,
el insomnio que acecha
tras cada metáfora,
agazapado como un atracador
a cara descubierta,
como un asesino de tormentas
que inesperadamente descubre
su presa y descarga el rayo,
un navajazo audaz
que desangra arterias
y vierte viscosas amenazas
que a ningún lugar conducen.
Hablamos, sentimos,
es casi escritura,
un verso que se escapa
noctámbulo y en ninguna parte
anida, aunque clama,
perverso, por ser,
por estar, y entre los labios
desliza nombres,
adjetivos, el existir de lo sublime,
y transforma cuanto señala,
cuanto dice y es en ese momento,
un temblor, emociones
perfiladas que avanzan
cual legión, desaparecido
el pudor de moldear la belleza.
Existo, y anuncio sentidos
nunca hallados,
un tacto etéreo e inconforme,
un mirar por ventanales
que se abren y se cierran,
y nunca vuelven a abrirse.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 27 de marzo de 2020

De azul las sombras


       De azul las sombras, la montaña, el fuego, el latido azul de la melancolía de los años que se queda prendido en los cristales de la ventana, sobre la que se recorta un jarrón con acianos, glicinas frescas en el muro en el que habita el musgo de todas las memorias. Es una calle abierta al sur de la tarde, ahora que el mundo está como desasido, desbocado en sus ausencias, cautivo de su propio asombro, y frente al espejo de la luz, tan ajado y amarillo, se pinta el  volar diáfano de los vencejos.

       Alto viene el viento, crecido, revolviendo las escorias ígneas del horno en el que se ha cocido el tiempo, como un pan terminado, que sabe a sangre, como una aurora recién encendida, que nos devuelve el triunfo y la gloria, la silente persistencia del lenguaje que estamos soñando en las alcancías en las que guardamos los recuerdos que hemos ido abandonando tras deshabitar las alcobas del alma, las zonas muertas, los sembrados en los que crecen el olvido y la cicuta.

       Hasta la tiniebla tiene sus pupilas, que son como estrellas, luceros en el filo de la lumbre en la que calentamos, tan lentamente, tan solos y entristados, el cenit del día, la mala hora, la pena que agria todo consuelo esperando el vino y la celebración del tránsito, el camino incierto, los puertos altos que hay que traspasar buscando el azul de la muerte, el postrero aliento, la corona  del momento en el que habremos de expirar y dejar únicamente un rastro de aire, una sutil brisa, el paso del céfiro que cabalga desde el oeste en el mediodía de las puertas que dejamos entreabiertas como para huir, por si acaso, de la vida y sus desastres.

       Es en el silencio en el que escuchas la voz de los antepasados, los que fueron derribados, los que ardieron pasto de las llamas, los que abrazaron la súplica y la misericordia, los que claman, los que alientan, aquellos que como raíces de una higuera siguen  buscando el agua, el pálpito del cielo, la mirada inconclusa que desde las colinas nos busca para habitar unos ojos nuevos, estrenados en la visión de lo que no se manifiesta.

     Así un poema, descolgándose de los labios, de la voz profunda que a manantial de miel sabe, el mundo inmenso, la desolación de las guitarras con las que canta un paisaje de azules árboles y de tierras rojas, en esta primavera en la que todo se estremece al paso de la lluvia tardía que recuerda a un otoño no extinguido, al más largo invierno, al sucederse de los meses en una única estación en la que va filtrándose, como por los pliegues del terreno, entre las rendijas de lo que está siendo, la nostalgia del mar y de los páramos.

     Celebra el paso, la quimera no habrá de preguntarte más por los misterios que encarnan la existencia. Habrá un verso de Horacio, un orbe oscuro y el cetro que lo gobierna, las cosechas madurando en los campos, los frutos generosos que habrán de ofrecerse en el final de todas las fiestas, el despertar de lo que somos y ahora entregamos al encantamiento y la certeza. Somos.

Fernando Alda Sánchez

     







jueves, 26 de marzo de 2020

Contra profanadores y saqueadores de tumbas

          1


Aquel que amparado en el sigilo

traspasase la frontera que protege
este sepulcro, y violase
sus secretos, reciba
eternamente el beso
de los escorpiones y de la escarcha.


           2


Este sarcófago está guardado
contra la codicia de los que trafican
con la memoria de los muertos.
La mano del Exterminador
abrazará su garganta
hasta apagar el último
latido de vida.


            3


Guárdate, saqueador
impune, de mancillar el silencio
de estos muros subterráneos;
guárdate de que el viento
habite en estas estancias:
si llegas a leerme
tus pasos no alcanzarán
nunca más la arena
ni la luminosa entrada.


            4


Profanador, aléjate de esta tumba,
solo encontrarás maldición
en el futuro, un lento
crujir de huesos que te recordará
el infierno de siglo en siglo.


            5


No habrá refugio alguno
para ti si esperas
enriquecerte con el brillante
oro y la gélida
plata que en este hipogeo
se guardan: por generaciones
seréis malditos tú y tus vástagos,
hasta que se consuman
las últimas estrellas del firmamento.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 25 de marzo de 2020

Sueños

Se mueren los sueños,

caen acribillados en las trincheras
de lo real como soldados
heroicos, pobres
soldados sin coraza
ni parapeto.
Mas renacen siempre
ágiles, más sabios
y endurecidos, del rescoldo
inmenso de pasiones
que son el alma y los adentros.

Fernando Alda Sánchez

martes, 24 de marzo de 2020

La nave de los locos


            Canto hoy por las vidas que fuimos y dejamos de ser, navegando en esta nave de los locos, en la "stultifera navis" medieval, como ajeno a la estatura del día, que se recorta incierta en el quicio de las horas, mientras se diluye la libertad entre las cuatro paredes de casa, mirando el jardín con la nostalgia que solo los enamorados pueden tener. Es la nave de los locos que pintara El Bosco, o el grabado que recoge en su libro "La nave de los necios" Sebastián Brant, a caballo ambos ente el XV y el XVI, de los siglos pasados, acaso "La balsa de Medusa", del pintor romántico francés Théodore Géricault, por lo que tiene de naufragio, en este caso real, frente a la situación de zozobra que vivimos en estos días de pánico social, en los que parece el mundo enloquecido, como ardiendo, diría Santa Teresa, y en los que se nos han trastocado los pilares que nos sostienen, sobre todo a la hora de contemplar tanto dolor y tanta muerte como se está produciendo por el covid-19.

            Puede ser, también, el "Elogio de la locura", de Erasmo de Rotterdam, que comienza afirmando que "diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero, aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa bien el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cordiales", pues acaso lo que necesitamos en estos momentos es reír un poco, de tan acongojados como nos encontramos.

         Nada es burla, sin duda, pues los males que nos aquejan ciertamente no son para jolgorios, sino todo lo contrario, aunque el ser humano, especialmente aquellos que somos meridionales, como es el caso nuestro, el español, en su infinita capacidad de adaptación a cualquiera que sea el mal que le aqueja, suele encontrar válvulas de escape para tanta tensión como se nos acumula en la raíz de los tuétanos. Y aquí traigo ahora a Viktor Frankl y su libro "El hombre en busca de sentido", una reflexión magistral para tiempos difíciles, cuando llevados al límite no encontramos esperanza alguna, como le ocurriera a él en el Campo de Exterminio de Auswichtz.

       En medio de este dolor y de esta locura, de esta nave doliente y desquiciada en la que vamos, llorando amargas lágrimas, pues el desconsuelo nos aprieta en la garganta, no es en vano el recordar el Soneto XXXVI de Garcilaso de la Vega, que dice

"Siento el dolor menguarme poco a poco
no porque ser le sienta más sencillo,
más fallece el sentir para sentillo,
después que de sentillo estoy tan loco.

Ni en sello pienso que en locura toco,
antes voy tan ufano con oíllo,
no dejaré el sello y el sufrillo,
que si dejo de sello, el seso apoco.

Todo me empece, el seso y la locura;
prívame éste de sí por ser tan mío;
mátame estotra por ser yo tan suyo.

Parecerá a la gente desvarío
preciarme de este mal, do me destruyo:
y lo tengo por única ventura".

    En estos sueños estamos, como perdidos, sin atisbar el futuro, que se asoma incierto, temiendo lo que será de nosotros, en esta nave de locura y naufragio, como los que se aferran a los maderos (ardientes) de la balsa del cuadro de Géricault, o aquellos otros desastres navales que pintaran Goya o Turner, siempre entre el fragor de las olas de un mar hostil, como es la vida, tan esquiva y traicionera como la fortuna, que en ocasiones parece cuestión de encantamiento, aquel que a Don Quijote y a otros caballeros  andantes trastocaba los planes para hacer valer la fuerza de su brazo.

     Hay morgues gigantescas en palacios de hielo, ahora en Madrid, donde está el epicentro de tanta desgracia, y no nos gusta ver la muerte exhibirse en esos ataúdes que estarán alineados esperando destino, buscando el acomodo final en crematorios o camposantos, pues son la metáfora perfecta de estos tiempos que corren, tan sin rumbo, tan perdidos y locos, entregados como estamos ahora a la contemplación del desastre. ¿Se removerá algo entre nuestras cenizas, en los rescoldos fríos del alma? ¿Encontraremos algún filo acerado que nos sangre y nos zarandee, para no seguir más dormidos, o después de unos meses todo será olvido y caeremos en una nueva abulia? Tanto esfuerzo, tanto amor, tanta entrega como ahora se despiertan no pueden ser en vano, no pueden ser devorados por el Leviatán de la indiferencia.

    Vuelvo a mirar los lilos del jardín, a punto de reventar en flores, el apocado sol que se asoma tras las nubes, la débil candela con la que se iluminan los adentros, que parecen la caverna platónica, en la que también vivimos en estos días de confinamiento, en los que solo las sombras nos entretienen en medio de vacuos resplandores de una sociedad virtual que vemos a través de las pantallas, en las que se nos filtra la verdad en un mosaico fragmentado y no siempre cierto. Sabemos de las ciudades vacías, de las calles desiertas, del prójimo asustado en sus hogares, de los ancianos que mueren solos, de los héroes que en estas jornadas luchan contra la Parca y mantienen la esperanza, del dolor que cabalga rabioso, de lo que parece es real y no es más que un icono que nos repiten constantemente, convenientemente edulcorado a través de hashtags y de consignas. El "1984" de George Orwell no está tan lejos ni pierde vigencia.

      Miremos dentro de nuestra vida, repasemos lo que hemos sido y lo que queremos ser y tal vez nos dejen, prendamos una hoguera en el alma para calentar tanto desamparo, el huérfano existir que hemos tenido lejos de lo más sagrado, del calor de Dios, de su tierno abrazo, de su consuelo. Atrevámonos a tomar las riendas de nuestro existir, seamos responsables, cambiemos aquello que nos daña y nos empequeñece más aún, fuera de los circuitos del consumo, de la vacuidad de lo que se nos ofrece y no es más que un sucedáneo de la verdad. Y pues no hay nada nuevo bajo el sol aquí abajo, en la tierra, alzo los ojos a los cielos, para izar mis brazos y mi bandera, más altos que nunca, y tocar las cimas de la eternidad. Hoy, con más razón, con más motivo, y, por ello, lo celebro.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

   

   
   

 

 

lunes, 23 de marzo de 2020

En el jardín de Bomarzo



     Parece estar uno en el Jardín de Bomarzo, el de los monstruos, el que construyera el noble italiano Pier Francesco Orsini, en el siglo XVI,  en medio de sus delirios, fruto de amargos sueños, que tan bien describiera en su magistral novela Manuel Mujica Lainez, cercado como estoy por los nuevos bárbaros, que no vienen más allá del Rin, sino de la lejana Asia, de Wuhan, de China, en forma de virus. Y así escribir en estas horas inciertas, como lo hiciera San Agustín con su "Ciudad de Dios", tras el saqueo de Roma por Alarico, rey de los visigodos en el 410 d.C. Tal vez él pensase que los libros de su biblioteca le podrían salvar de esas invasiones (así lo evoca José Jiménez Lozano), como pienso yo ahora, instalado también en la mía, que los libros, la cultura (y añado que la ciencia) pueden salvarnos de esta nueva peste  que nos mantiene recluidos, como en arresto domiciliario. Me viene a la memoria el "Vae Victis" (Ay de los vencidos) que pronunciase otro saqueador de Roma, casi 800 años antes, en el 387 a.C. el galo Breno, pues vencidos parecemos en estas soledades.

         Quizá estamos asomados, en estos días en los que la muerte cabalga desatada, como Pier Francesco Orsini, antes de su fallecimiento, ante la misma Boca del Infierno, de su jardín en Bomarzo, pensando que por allí iría al destierro eterno, y nosotros nos asomamos a un abismo que cambiará, eso es seguro, nuestro existir ya para siempre, quizá nuestra forma de enfrentarnos a la vida y al mundo, pues ahora, al menos, nos parece que ya nada será igual. Acaso como el noble italiano, contrahecho, cínico, con el corazón atormentado, que siempre me ha recordado al Ricardo III de William Shakespeare, salvando todas las distancias. El italiano, antes de morir, ve un anillo de Benvenuto Cellini, de acero puro, en su meñique crispado, lo último que vieran sus ojos "antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz", como él mismo dice y nos cuenta el escritor argentino en su relato.

      En estas visiones recobro la lucidez y por sobre las colinas intuyo un vuelo de alondras que llama a la primavera, más allá de estos monstruos que Orsini soñara hace ya quinientos años y que ahora parece que habitan en nuestros jardines, instalados como parcas al acecho de todos, tal vez las moiras griegas, siempre esperando un desliz en nuestro destino, en el caminar vacilante de la luz, entre las esferas no desveladas del tiempo.

     Parecemos en ocasiones la viuda bíblica que dio de comer a Elías un pan hecho con las últimas medidas de harina y aceite que tenía, esperando a morir con su hijo, de tan lacerados como estamos en esta lucha que no pensábamos, en medio de nuestra anestesia social, de tanto bienestar como nos hemos inoculado en los genes, que habría de llegar nunca, que las pestes ocurrían en el mundo antiguo y no en el postmoderno, en el que la tecnología ha entrado a formar parte con tanta fuerza en nuestras vidas que ya no necesitamos de Dios, ni la compañía de Cristo, que está doliente, ahora y hasta el fin de los tiempos, a nuestro lado. Quizá sea momento para reflexionar, como la caña pensante que somos, según nos dijo Blaise Pascal, para que se avive el alma que tenemos dormida, como cantaba Jorge Manrique cuando supo de la muerte de su padre.

    Arde la memoria buscando referencias, buscando cómo aliviar el presente, que tan triste y enojoso se nos presenta, atentos a unas estadísticas de fallecimientos desbocadas, que traerán más dolor, más angustia y más desgarros, temiendo infectarnos, no con los virus informáticos, sino con los que devoran la carne y el hueso que nos sostienen. Y frente a ello, qué preguntas nos quedan por hacer, qué respuestas obtenemos de la tragedia, del acre sabor de la derrota, pues nos está doblando el brazo en este pulso un ser microscópico, cuestión ésta que nos aterra aún más. Y ahí, al borde del abismo, pensar, y sentir de nuevo, acaso como lo habíamos hecho siempre, aunque de ello nos hemos olvidado: somos seres finitos, extremadamente limitados, y pese a nuestros avances y progresos, tenemos el mundo patas arriba y no sabemos, cuando pase esto que nos ocurre, cómo lo vamos a arreglar, a reconstruir, una vez que acabe este infierno (y pasará, eso seguro, y saldremos victoriosos) pues todas las certezas se nos están viniendo abajo, y es que todas las seguridades, todos los cortafuegos que nos hemos construido con nuestras pobres fuerzas, como bien sabía Pier Francesco en la hora de su muerte, no son nada, de nada sirven, son humo en las hogueras del sufrimiento.

     Enciendo una oración junto a una vela en este Jardín de Bomarzo en el que habitamos, tan severo y tan melancólico como se me aparece, y le pido a Dios un respiro, una bocanada de aire fresco, para que no se nos olvide respirar 13 veces por minuto, que dijera Gabriel Celaya en uno de sus poemas, pues necesitamos un aire nuevo, un volver a ser, acaso refundarnos desde el abatimiento que ahora sentimos, sabiendo, tal vez, que esto que ahora nos ocurre puede volver a tener lugar en el futuro. Esa será nuestra espada de Damocles, al que tan mala pasada le jugase el tirano de Siracusa Dionisio I, tras tanta adulación como recibía por su parte. Así Horacio en una de sus odas, cuando dice:

"Para aquel que ve una
espada desenvainada
sobre su impía cabeza,
los festines de Sicilia, con su
refinamiento, no tendrán
dulce sabor, y el canto de
los pájaros, y los acordes
de la cítara, no le
devolverán el sueño".

   Pese a todo, ato a mi cuerpo las riendas de mi cuádriga, como los aurigas del Circo Máximo, a la esperanza, a la generosidad, a la lucha de tantas y tantas personas como estos días están demostrando valor y amor sin límites para que en algún momento el laurel de la victoria pueda coronar nuestras sienes. Nunca tantos deberemos tanto a tan pocos, recordando al hilo de todo esto las palabras de Winston Churchill ante el sacrificio de los pilotos de la RAF en la Batalla de Inglaterra durante la II Guerra Mundial. De nuevo.

 Fernando Alda Sánchez


(Foto, Jardín de Bomarzo: Pixabay, auspiciada por
shutterstock)
   

       

Eterno amanecer

A mis hijos Manuel, Elvira e Irene



Fluye en ti la sangre,

la vida renace
como el vuelo recién
iniciado de un pájaro
nuevo, rebrota
el anhelo, el ansia
incontenible de crecer.
Eres tú otra vez,
intenso y prohibido,
como adorador de la belleza
esencial o discípulo
predilecto de lo profundo.
Vivir siempre,
aunque nos quede la nostalgia
de lo ya sucedido,
como efecto del sueño
o neblina imperfecta,
un resplandor en los ojos,
recuerdo sensible
de un eterno amanecer.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 22 de marzo de 2020

Melancólicas cartas

         Os dejo hoy un nuevo relato que ha escrito mi hija Elvira Alda Peñafiel. Ella explicará a continuación los entresijos del mismo. Como siempre, espero que os guste. Para mí es un motivo de satisfacción muy grande contar con estas colaboraciones de ella.

En, primer lugar, quería daros mi más sincero agradecimiento por los comentarios que recibí en mi último relato, pues me animan a seguir escribiendo con mayor ilusión. En este relato he querido explorar lo que es el concepto de "alma romántica". Recientemente he descubierto la literatura del Romanticismo (sobre todo por mi padre, que es un gran admirador de este movimiento) y me ha fascinado con su sensibilidad. En mis escritos me interesa principalmente transmitir las emociones de cada personaje, y me baso siempre en sentimientos para escribir los argumentos de mis relatos. Espero que disfrutéis de él y que, si no conocíais este tipo de literatura, os descubra un mundo que os aseguro que no os va a decepcionar.




El mediodía se encontraba teñido una vez más por la melancolía que pesaba en su interior, tan amarga y falta de esperanza, dejándose arrastrar por los fantasmas de su recuerdo en las profundidades de aquel pandemónium de pensamientos que agitaba su memoria. “Si tan solo me concedieras un instante de calma, si tan solo me otorgaras una mínima misericordia”. Vanamente resultaba mendigar una escasa compasión a un alma negada a vislumbrar felicidad entre sus sombras. Charlotte Carlton observaba distraída el paisaje perfilado en el horizonte desde el balcón de su dormitorio. El viento amenazaba con despojarla de su velo, por lo que se veía obligada a sujetarlo.

Ella siempre había creído que su vida era plena y había poseído todo aquello que había deseado. Una gran educación y el prestigio de ser una de las damas más elogiadas de todo Derbyshire había henchido su orgullo y su confianza en sí misma. Su matrimonio con Robert Carlton al principio no le había resultado de gran fortuna, pues él ya había dejado atrás los buenos tiempos de la juventud, acercándose precipitadamente a los cuarenta, pero su elevado estatus social y su encantadora propiedad de Bringston Hall fueron suficientes para sentirse dichosa. Los viajes por Europa, los bailes de la temporada londinense y los lujos y comodidades nunca sobrarían para una dama como Charlotte. Sin embargo, el enigmático mundo de la alta sociedad inglesa, un confuso baile de máscaras y formalidades, jamás la preparó para soportar las verdaderas penalidades de su insignificante existencia.

Resultó que el señor Carlton se hallaba inmerso en un negocio con el señor Birdwhistle, propietario de unas ricas tierras al oeste de Hampshire, las cuales él tenía la intención de adquirir con la beneficiosa finalidad de acrecentar sus riquezas, por lo que viajaron a Winchester, donde se reunirían para firmar el acuerdo. Y es en estos acontecimientos en los que nos percatamos de que somos frágiles cual jarrón de cristal, que no está íntegramente en nuestras manos dirigir las riendas de nuestra vida. Aquella noche, un incendio se desató en las cocinas de la pensión donde Robert y Charlotte se hospedaban. Las llamas devoraron con famélica avidez hasta el último rincón del edificio, reduciéndolo todo a escombros y cenizas. Tanto Robert como ella sobrevivieron al fuego, pero Charlotte sufrió tales quemaduras que le desfiguraron de forma severa el rostro. Perdida la gracia de su hermosura, el miedo al escarnio social se apoderó de ella. Por ello, su solución fue encerrarse entre los gruesos muros de Bringston Hall.

Abandonó el dormitorio conyugal para trasladarse a una amplia habitación situada en la zona más alta de la mansión, con un gran balcón que daba a los jardines exteriores de la propiedad. La única excepción era cuando salía a pasear bajo el oscuro manto de la noche. Allí no permitió que entrara ninguna otra persona, salvo su doncella, Amy, quien la atendía en lo que ella necesitara. El señor Carlton, enormemente frustrado por el confinamiento de su esposa (por más que había insistido en verla, su negación seguía firme), fue consintiendo que su conducta se degradara, amargando su humor y recurriendo a diversiones y compañías pecaminosas para hallar consuelo. Charlotte no se mantenía ajena a estos asuntos, ya que su doncella la comunicaba cada movimiento que tenía lugar dentro de los muros de la mansión. No obstante, ella prefería cubrir su rostro con un velo y desahogar sus pesares con la melodía de su piano y con la escritura de un sinfín de cartas sin receptor.

En aquel momento, ella había finalizado otra de sus cartas y la había dejado sobre el escritorio. Asomada a su balcón esperaba que la visita de su marido terminara para poder tocar libremente el piano. No sería nunca su intención causarle a Robert un interrogatorio por parte de sus invitados acerca del intérprete del piso superior. Unos golpes en la puertas la devolvieron a la realidad.

-Señora, el visitante del señor Carlton ya ha partido.

Nada más abandonarla su doncella, ella procedió a distraer sus pensamientos con el placentero tono de su piano. Dejó el ventanal que daba al balcón abierto para que aquella luz que reflejaba la languidez de su ánimo la inspirara.

Paralelamente a esto, se encontraba John Byrne abandonando los jardines de los Carlton tras haber concluido su visita. El señor Byrne era el nuevo propietario de la mansión de Netherley, a unas pocas millas de Bringston Hall. Nacido en el seno de una adinerada familia de Irlanda, había viajado hasta Derbyshire para ser el dueño de sus propias tierras. Sin embargo, todo rastro de voluntad que pudiera haber en esta decisión era inexistente, pues había sido la presión de sus padres lo que le había conducido hasta allí. En su más insensata veintena, John era de esos espíritus que se guían por sus confusas emociones, un hombre incomprendido que vagaba por la faz de la Tierra en busca de aquellas sensaciones que saciaban su constantemente atormentado ser, evadiéndose de su entorno a través de mundos idealizados por bellezas inverosímiles. Era por causa de la ausencia de control de sus sentimientos que había acabado peligrando su integridad física en numerosos escándalos, por lo que sus progenitores se vieron forzados a tomar medias al respecto. Conservaban la esperanza de que su hijo se centraría en sus obligaciones, y consideraban que darle un cargo tan importante como ser dueño de su propio territorio surtiría efecto.

Debo aclararle, querido lector, que estas medidas no habían efectuado cambio alguno en el comportamiento de John.

El joven Byrne, a pesar de su irracionalidad, era un caballero educado, por lo que había ido a Bringston Hall a presentarse al señor Carlton. Su intención había sido exclusivamente la de una breve visita y luego regresar a Netherley para allí volver a perderse en sus ensoñaciones, sin embargo, percibía aquella extraña música que procedía de aquel balcón, la cual le suscitaba demasiada curiosidad como para marcharse sin más. La melodía del piano era triste y con graves tonos de desaliento. Sentía la aflicción de cada nota filtrándose por los recovecos de su mente, como si fuese la suya propia, de la misma manera que todas ellas plasmaban la agonía existencial de su esencia a través de la evocación de sentimientos pasados.

Fue entonces cuando una ráfaga de viento lo sacó de su ensimismamiento y sacudió las elegantes cortinas del balcón. Asomó por éste, elevada por la corriente, una hoja de papel que, con su sutil descenso, llegó a parar a las manos de John. La tinta aún estaba fresca y los trazos estaban realizados con pulida sutileza. La música no cesó ni nadie salió a reclamarla, por lo que procedió a su lectura. Y jamás creyó ser humano rendirse cautivado ante tales palabras.

Era como la caricia de los árboles, el canto de una ninfa, la firmeza de las montañas y la impetuosidad de los mares. La angustia expresada en aquella carta lo embriagaba sobremanera de sublime fascinación, laceraba y estremecía sus vísceras de puro delirio. ¿Cómo los más sencillos términos podían ser tan delicados y feroces en una sola naturaleza? El tormento de las palabras concernientes a la dama que las había escrito (llegó a esta conclusión por medio de algunas expresiones empleadas), al igual que la cadencia de la melodía, que ahora más que nunca impulsaba su acelerado corazón, mostraba el más cristalino reflejo del suyo, ambas almas moribundas que deambulan rogando un ápice de felicidad. Y era su alma la que necesitaba de la suya para subsistir en la crueldad del destino, y era este mismo destino el que se había apiadado de él con un ser moldeado por su semejante desconsuelo.

De tal modo, John Byrne fue seducido por una idealizada pasión naciente de un abstracto espejismo, pero él no llegaría en ningún momento a sosegar su desenfreno, al contrario, consentiría su libertad, puesto que él nunca aprisionaría su espíritu con viles cadenas. Alimentado por el afán de sus románticas aspiraciones, pasaron lentamente los meses, mientras Charlotte persistía en su aislamiento, ajena a todo acontecimiento, y Robert habituaba actividades perjudiciales.

Sin embargo, la inquietud interior de John no se colmaba con sus fantasiosos ideales, dado que un hombre no es capaz de contemplar su razón si ésta es obnubilada por el fuego de su amada, así que optó por recurrir a una medida decisiva.

Habiendo manifestado el estrellado firmamento todo su esplendor, se encaminó hacia Bringston Hall en compañía de uno de sus sirvientes, Alfred, por si surgían complicaciones de cualquier clase. Antes de salir, Alfred le había entregado a John su pistola. Dicha pistola había sido un obsequio de sus padres por causa de sus temerarias acciones para su defensa en ocasiones de gran peligro en sus imprudentes altercados. Su objetivo era tratar de arrojar una carta al balcón que contenía la confesión de sus sentimientos, indicándole un punto a las afueras de la propiedad para reunirse con él al caer la tarde del día siguiente. No fue necesario, no obstante, este procedimiento. Una mujer engalanada con un velo negro y unas vestiduras del mismo color caminaba por los jardines, bajo la luz noctámbula de la luna. Charlotte había salido para uno de sus paseos.

John no dudó en que se trataba de su amada, por la elegancia de su andar y el misticismo de su aura. Acelerándose el pulso en sus venas, se aproximó a ella apresuradamente y, en el momento en que estuvo lo suficiente cerca para que Charlotte se sobresaltara y preguntara el motivo de su intromisión, él se aventuró a declarar sus descabellado amor.

-Señora, no es mi propósito importunarla a estas horas de la noche, pero le imploro que escuche lo que tengo que decir. Desde el día en que leí su carta mi corazón quedó hechizado por la magnificencia de sus palabras. He caído en lo más profundo del abismo y el amor que en mí ha despertado me ha salvado de esta condena. Es mi deseo, por tanto, profesarle mi afecto vehemente y sincero.

La proposición de John fue respondida con el asombro de Charlotte que, además, aprovechó para recriminarle que le hubiera robado algo tan íntimo como era su carta. John se justificó explicando cómo la carta había llegado a parar a sus manos, sin recibir la credibilidad de ella.

-¡Me escandaliza su falta de decoro! ¿Cómo puede atreverse a cometer la insolencia de mancillar la dignidad de una esposa con sus ofrecimientos impuros?

John reparó en que su amada no era otra que la esposa de Robert Carlton. Charlotte hizo el ademán de retornar a la mansión, pero el firme agarre de John a su mano la retuvo.

-No crea que estoy aquí para pedirle favores que estén fuera del respeto hacia una dama. Es su alma lo que anhelo, y la suya y la mía están hechas del mismo dolor.

-Le pido amablemente que abandone estos dominios y no vuelva a aparecerse más.

-Aunque sea, señora, concededme el deseo de conocer su nombre y ver su rostro.

John no se doblegó y continuó con su insistencia a la señora Carlton. Alfred no podía hacer otra cosa más que presenciar la escena con absoluto pavor. Entre el forcejeo y los gritos de Charlotte pidiendo auxilio, John logró despojarla de su velo y observar las facciones que tanto habían embellecido sus pensamientos. Sus rasgos deformados le horrorizaron terriblemente. De todas formas, aquello no provocó variación alguna en sus sentimientos, aún efusivos y obstinados.

Las voces de Charlotte llegaron a oídos de varios de los sirvientes de la mansión, que avisaron velozmente a su señor para alertarle de la circunstancia. Robert, armado con su pistola, salió a buscar a Charlotte en la penumbra de la noche, y cuán tremendo fue su estupor al presenciar a su esposa sin su velo tratando de zafarse de las manos del señor Byrne, quien hablaba sin cesar de su amor hacia ella. Robert estalló en cólera y, apuntando a John con el arma, lo amenazó para que dejara tranquila a su mujer.

-¡Lárguese inmediatamente y no se acerque nunca más a mi esposa!

Lo que no esperaba el señor Carlton era que John fuera a desenfundar igualmente una pistola, lo que aumentó el nerviosismo en ambos contrincantes. Los sollozos de Charlotte no bastaron para hacer razonar a su marido.

-La desdicha de su esposa no me habría traído hasta aquí si usted, señor, hubiera cumplido con sus obligaciones como marido y no hubiera permitido que se hundiera en su perdición. Es por eso que pretendo sanar las heridas de su alma, para que vuelva la alegría a su semblante y goce de la verdadera felicidad.

Robert se sintió gravemente dolido por el comentario de John, considerando que él todavía sentía aprecio a su esposa. Esta ofensa provocó que perdiera la compostura y disparara a John; instante seguido, él imitó la acción. Uno recibió el disparo en el hombro, y el otro en el pecho.

El cuerpo inerte de Robert Carlton se desplomó en el suelo.

Frente al horror de Charlotte, que se inclinaba para abrazar el cadáver de su difunto esposo, y el agolpamiento de los sirvientes con el ademán de perseguir al asesino de su señor, Alfred cargó con John para huir de allí cuanto antes. Por fortuna, lograron escapar de los sirvientes y llegar a Netherley a tiempo de que un médico pudiera salvarle la vida. No se alejaron de los jardines de Bringston Hall sin antes atender a las amenazas de Charlotte.

-¡Cobarde, malnacido, vuelva y afronte las consecuencias de su agravio! ¡Le ha arrebatado la vida a mi marido y, con ello, me habéis arrebatado la mía! ¡No huyáis, malhechor, y pague por sus pecados! Que el peso de su conciencia lo torture hasta el fin de sus días. ¡Malditos sean el aire que respiras y la sangre de tus venas! ¡Oh, desolado corazón mío, apaga de una vez tus sufridos latidos y arráncate de mi pecho! No concibo el vivir sin mi Robert, y ha sido un error haberlo alejado injustamente. ¡Robert, Robert, escucha mis súplicas y no me abandones!

Si acaso, querido lector, piensas que esta historia acabó aquí, no perciba como una ofensa que le contradiga. Posteriormente a estos hechos, John fue curado por un médico (al que hubo que sobornar con una generosa cantidad de dinero para que no lo delatara) y regresó a Irlanda con sus padres, pero no les relató lo ocurrido. Ya que ninguno de los sirvientes reconoció al señor Byrne, no pudieron acusarlo de asesinato. Un entierro al que asistieron los familiares y amigos más cercanos supuso el final del señor Carlton. Charlotte se atribuyó la culpa del fallecimiento de su esposo, de haber provocado su sufrimiento con su distancia, y esa culpa la enloqueció hasta el desgraciado extremo de acabar internada en un sanatorio, donde se consumió hasta la muerte.

John, finalmente, puso fin a su alocado libertinaje y aceptó las responsabilidades de su posición social, quedando satisfechos sus padres por su aparente maduración. Pero sus remordimientos lo persiguieron hasta el último suspiro y no halló jamás su espíritu la serenidad. El rostro desfigurado de aquella dama a la que amó incluso sin saber siquiera que su nombre perduraría grabado en su memoria.




Elvira Alda Peñafiel

viernes, 20 de marzo de 2020

Una caña pensante


         Ahora más que nunca me siento una caña que piensa y que siente, como decía Pascal, una caña limitada y frágil, en pleno confinamiento domiciliario por el coronavirus, una caña que trata de acompañar, de entender el dolor que comienza a desbordarse ante tanta muerte y ante tanta soledad como imperan en lo que creíamos era una sociedad del bienestar, en la que nos sentíamos tan cómodos que no hemos sido capaces de ver el peligro que se nos venía encima pese a tanta tecnología como tenemos desplegada, aunque ahora, eso también es cierto, nos está resultando muy útil para solventar ciertos problemas.

        Ya es primavera en este hemisferio de la Tierra, aunque hoy no se nota, pues el invierno se resiste a irse en estas alturas abulenses, tan cerca de los cielos, tan deshabitados como estamos, y amenaza la lluvia con venir a dejar unas lágrimas muy tristes, muy abandonadas en este Fiesole boccacciano en el que me encuentro, dejándome ir en melancolías, en nostalgias, perdido entre los bucles y tirabuzones que el tiempo se ha empeñado en ir formando en su avance lento, procesional, huyendo de sí mismo.

       Quizá tengamos que cambiar de forma de vida, de modelo de ciudades, y regresar a estos pagos, como los de Ávila, tan necesitados de gente, regresar al campo, a los pueblos vacíos y vaciados ahora que se ha puesto de manifiesto que el teletrabajo es posible para algunos oficios, por más que para otros resulte imposible o inútil del todo. No lo se, resultará difícil llevar a cabo estos giros copernicanos, pero algo tendremos que hacer, como cambiar también el ser por el tener, el amar por el aparentar, el compartir por el acaparar. Estos son algunos de los retos a los que tendremos que enfrentarnos como gladiadores en medio de una arena adversa, quizá la de Verona, en los próximos años y tratar de abandonar esta realidad virtual en la que parecemos vivir, tan anestesiados, tan confortables, tan idos de nuestro propio ser, tan alejados de aquello que es molesto, sucio o que nos incomoda mínimamente, y forjarnos de nuevo, como se hizo con Narsil para convertirse en Andúril, en "El Señor de los Anillos", que escribiera Tolkien, en la adversidad.

      Y es inevitable regresar a algunos conceptos medievales, o del posterior barroco, tras tanto carpe diem como nos hemos metido en vena, y decir, como Jorge Manrique, que "recuerde el alma dormida...", o asomarnos a algunas pinturas barrocas, con sus esqueletos y guadañas, para saber, como dicen los trapenses eso de que "hermano, morir habemus". Ya los césares de Roma, y los generales, en sus desfiles de triunfo llevaban junto a ellos, en la cuádriga, un esclavo que les decía "memento mori", recuerda que vas a morir, para que no se creyesen inmortales. Acaso es que ahora, de tan atolondrados como estamos, de tan cómodos, se nos ha olvidado eso, hartos de esconder el hecho de la muerte en frías salas de hospital, en tanatorios, para despachar el asunto de forma rápida.

     Nos gusta todo edulcorado, hasta las medicinas más amargas, y no soportamos el oficio de tinieblas que en ocasiones es la vida, tan llena de tenebrarios en los que se nos van apagando las luces, como en la Semana Santa, ya próxima, y se nos apagan hasta las luces de los templos desde los que el Santísimo espera nuestra visita, tan alejados como estamos a la trascendencia y a hablar con Dios, pues pensamos que nos bastamos por nosotros mismos, con nuestras pobres fuerzas, centro del universo como creemos ser. Pero allá cada cual con éstas cuestiones del alma que afectan a los adentros, pues por mi parte lo tengo muy claro y me acojo a la misericordia divina.

     Nadie piense que con estas reflexiones trato de pintar más de negro lo que suficientemente está tiznado en estos días. Pese a todo enarbolo mi ánimo en lo más alto, dispuesto para cualquier combate, y se que la alegría es el camino que hemos de seguir para aliviar tanto llanto como nos desborda, tanta angustia como nos recome, pero la alegría no puede ni debe ocultar la verdad, la certeza de que estamos de paso y de que no se puede vivir de espaldas a ello pese a que nos gusta estar en un permanente fin de semana en el que si se nos trastocan los planes que tenemos se nos viene abajo el sombrajo, sin palos que lo sostengan, y nos nace una frustración por dentro, como el gusano que marchitó el ricino bajo el que se sentaba Jonás a contemplar la destrucción de Nínive (que finalmente no llegó a suceder), pues no estamos preparados para que nos cambien los planes que con tanta soberbia y tanta pompa hemos preparado. Y nos han cambiado, eso es seguro, de golpe, lo que habíamos planeado con tan inocente inconsciencia. Espero, por el bien de todos, que una vez pase esta peste no nos entreguemos a las bacanales a las que estamos acostumbrados, como si nada hubiese pasado, y sepamos celebrar la victoria con contenido impulso, sabedores de que sólo ha sido una batalla y no la guerra toda.

      Si ya no somos conscientes de ésto, entonces es que estamos perdidos, aguardando, con nuestras seguridades ficticias, una nueva plaga, un nuevo desastre, con la cara de asombro del que pillan con el paso cambiado y no espera el golpe. Vivimos una situación de emergencia, y tiemblo por todos, pero especialmente se me enciende la sangre al pensar que otras personas, en otros países con menos recursos y menos medios que nosotros, acaso estén abocadas, Dios no lo quiera, a un desastre mayor. ¿O no pueden llegar a sufrir males mayores por falta de remedios? No perdamos la perspectiva ni el oremus.

     Dejo ya al lector tranquilo, que bastante paciencia me ha demostrado al seguir leyendo, pero en ocasiones hay que tragarse estos sapos de dolor con los que nos desayunamos a diario, y mantenerse firmes, resistiendo, como la caña pensante de Blaise Pascal, perdido entre sus números y sus pensamientos, en la certeza de que somos valiosos y fuertes y de que el viaje, como le ocurrió a Ulises, tiene una meta, por más cíclopes o sirenas que puedan salirnos al paso, por más que el mar esté embravecido e Ítaca se halle muy lejos. Esas sirenas (y recuerdo ahora el magnífico cuadro del  pintor victoriano Herbert James Draper, o el Canto XII de la Odisea) son los ensalmos del mundo, en los que estamos como enredados, perdidos, como si fuesen los sargazos que dan nombre a nuestro mar, sin salida en medio de la oscuridad, cegados por tanto resplandor y tanto oropel como arde ante nosotros.

       Reconozco que el discurso me está saliendo muy tenebrista, muy barroco, y que puede llegar a atragantárseme, pero no hay cuidado, acostumbrado como estoy a estas tinieblas. Se navegar de noche, guiado por las estrellas y por la Providencia, a la que enciendo, todos los días, una velita para que no se olvide de mí, para que cuando mire aquí abajo sepa que sigo existiendo, clamando, para que Dios me siga mirando con ternura, como a un hijo suyo que soy, en esta soledad, y no se olvide de cuánto le amo.

Fernando Alda Sánchez


   

 

jueves, 19 de marzo de 2020

Las raíces de los olivos


       La Peste Antonina, que tuvo lugar entre el 165 y el 180 después de Cristo, diezmó el imperio romano, calculándose los muertos en más de cinco millones. Se llevó por delante al emperador Lucio Vero, corregente con Marco Aurelio. El médico Galeno la describió muy bien.  Fue una plaga de viruela o de sarampión. La Plaga de Justiniano, que afectó al Imperio Romano de Oriente, en un largo periodo de tiempo, dejó entre 25 y 50 millones de muertos. En la Edad Media la Peste Negra dejó alrededor de 25 millones de muertos solo en Europa. La denominada Gripe Española tuvo como consecuencia 50 millones de víctimas mortales en todo el mundo, y no la tenemos tan lejos, pues fue en 1918. Mira uno hacia atrás, la Historia, desde el padecimiento que estamos soportando en estos momentos por el coronavirus y comprueba que siempre hemos estado hechos del mismo material, arcilla frágil, y que el ser humano ha estado sometido a estas pruebas terribles en todas partes. Hasta en la Arcadia y en  las utopías reina la muerte.

      Me asomo en esta mañana de San José, al que pido protección, al jardín de casa, en el que están a punto de brotar las primeras lilas, como bienvenida a la Primavera, y al presentir las flores, aún en la memoria las mimosas que he visto en el Valle del Tiétar y en otros lugares de la provincia de Ávila, crecidas al resguardo del invierno, me pregunto cómo se sentirían aquellos antepasados nuestros confinados también en sus casas frente a estas pandemias que se extendían durante años y que iban matando, poco a poco, a sus familias, a sus vecinos, sin saber muy bien cómo se propagaban o por qué estaban causadas. Probablemente sentirían mucha más angustia que nosotros, aunque es cierto que los aquí presentes somos descendientes suyos y llevamos en nuestro ADN los mismos miedos y las mismas preguntas de siempre.

      Y es que estamos hechos con las mimbres de todos los que nos precedieron, que han sobrevivido al azote de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis y, por tanto, son como las raíces milenarias de los olivos, madera muy dura, casi piedra, hechos de una resistencia que habrá de sostenernos en éste y en futuros embates, tal es nuestra voluntad para afrontar desgracias. Eso sí, siempre acompañados, unos de otros, del mismo Cristo, que está aquí, doliente, con nosotros, sufriendo la negrura y extensión de la noche, que en ocasiones parece interminable.

      En el silencio oigo todas las voces que conforman mi ser, aquellas que se llevó la guadaña de la muerte, que heló el cierzo, que sepultó la cellisca, las voces que dicen sigue, resiste, camina, pues si tú vives nosotros lo seguiremos haciendo también. Y en la luz, que hoy está como nublada, demasiado gris, parecen prendidas todas sus miradas, el temblor de su piel al saberse vulnerables, como lo somos todos. Resuenan ahora las Coplas a la Muerte de su Padre, de Jorge Manrique, que me hablan de ríos que van al mar, y son los ríos como sangre, como el aliento primigenio, como la albura de la nieve o el aire recién creado por Dios, las primeras lágrimas que derramamos al saber lo que es el dolor.

     ¿Quién fue el primero que supo que aquí estábamos de paso? ¿A quién se lo contó  bajo la inmensidad del firmamento? ¿Cómo ardía su alma al hacerlo? No hay memoria de ello, pero presentimos el temblor del corazón de aquel que diera el primer paso, tan vacilante y lleno de incertidumbre, como no atreviéndose a hacerlo. Y así seguimos, resistiendo, amando la vida que nos ha sido regalada, y la libertad, por la que bien podemos arriesgar la primera, que nos recordara Miguel de Cervantes.

     No entendamos estos padecimientos como una huida, como un tratar de escaparse a toda costa, dejando tirados a los más débiles, sino como una oportunidad para cambiar, para creer, para ser, como una forma de crecer que nos hará plantearnos nuestra existencia de otra forma, para ver el mundo de otra manera, evitando la sociedad del descarte, en la que los que no producen o no sirven para producir sobran, y teniendo en cuenta que solo juntos, todos, saldremos de esta situación. Bien lo saben y lo sabían nuestros padres y abuelos, reunidos al calor del fuego del hogar, en las noches sin término.

     Es el aleteo del alma al nacer, el rostro de la madre que nos mira, el beso inicial, la lluvia que nos abraza siempre que cae para devolvernos la vida. Como cristiano que soy no me gusta lo que dijo Heidegger de que el hombre es en sí un ser para la muerte. Cristo no murió en vano, no resucitó en vano. Estamos hechos para la vida, para amarla y prodigarla, para seguir peregrinando por la faz de la Tierra.

Fernando Alda Sánchez


   

   

   

   

   
         

miércoles, 18 de marzo de 2020

Ut luceat et ardeat



           Los libros siempre nos sorprenden, y no solo por su lectura, sino que también pueden hacerlo por otras circunstancias. Cada lector tendrá, a buen seguro, alguna anécdota al respecto que guarda como oro en paño en las entretelas de su memoria. Nunca olvidaré lo que ocurrió con un libro de José Jiménez Lozano, que nos ha dejado a sus lectores un poco huérfanos con su muerte ocurrida hace tan solo unos días. Recomendé la lectura de "Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325-1402)", uno de los relatos más deliciosos que escribiera Don José, a una amiga, que fue a buscarlo a una librería, en la que dijo el título completo, omitiendo quién lo había escrito en verdad, por lo que el librero entendió que se trataba de una obra de Rabí Isaac Ben Yehuda. No hubo manera de encontrar "ese" libro, que en realidad era otro.

             La anécdota me parece asombrosa, pues es el juego que mantiene, en muchos casos, Jiménez Lozano en alguna de sus obras, que llegan a no pertenecerle, como ocurre con "Duelo en la Casa Grande", que parece una narración de Pedro Pedroso, alias Ojo Virule, uno de los personajes que en esta novela habitan, pues su relato es el de un "muy grande hablador", que Don Quijote le dijera a Sancho Panza. Es grande la veta de narración oral que hay en la obra de Don José, aunque no es el momento de discernir esta cuestión. Es también el Maestro Huidobro, que tanto juego le da al "escribidor" de Langa, que, al igual que el Rabí Isaac, bien pudiera ser así mismo  un heterónimo de él. Deben leerse al respecto sus "Memorias". Así lo hacía Fernando Pessoa, con evidente buen resultado, y el propio Cide Hamete Benengeli que utilizase Cervantes para dar, tal vez, más credibilidad a la existencia real de Don Quijote, aunque, creo yo , siempre es un juego que los escritores utilizan para jugar con el lector y con la literatura y enredarlo todo un poco más, como si fuese una "cuestión de encantamiento", que diría el propio hidalgo manchego.

           No obstante, considero que muchos de los posibles heterónimos de Jiménez Lozano son sus propios personajes, esos olvidados de la Historia y del Mundo, como su "Sara de Ur" o "El mudejarillo", el propio Jonás, que era un profeta pequeño, pero que en el fondo encierra la imagen de nosotros mismos, rebelados como estamos a la hora de hacer la voluntad de Dios, o los que pueblan sus cuentos y novelas, siempre en el borde del abismo en medio de una vida sin fanfarrias o titulares de prensa. Son los que aparecen en su "Libro de visitantes", que tan magistralmente recrea el nacimiento de Nuestro Señor, y que es, supuestamente, un manuscrito encontrado por un viajero inglés del siglo XIX en la biblioteca del Monasterio del Monte Athos, tan humildes y pequeños como el propio Dios que acaba de encarnarse en el mundo de los hombres.

         En fin, que son espejos deformantes, como los del Callejón del Gato, que creaban los esperpentos de Valle Inclán, y daban vida a Max Estrella o Alejandro Sawa, o el Ricardo Reis, de Pessoa, siempre a vueltas con las autorías de las obras de arte, aunque a Don José le hubiera gustado ser un maestro pintor románico anónimo, pues él escribía "ut luceat et ardeat", para que brillara la pintura o la escritura con su propia luz, sin añadidos de autor, como nos recuerda en alguno de sus escritos, para que esa luz que resplandece haga arder a quienes se acerquen al relato o al icono. Y nada más hermoso puede uno decir de su escritura, relegándose al último término, al anonimato, a la soledad más absoluta, pues, en realidad, lo más importante es la propia obra y el consuelo que aporta a los hombres, que necesitan estar acompañados en medio de la devastación del mundo y de la vida. Y creo que así era el "escribidor", un hacedor de iglesias románicas, de ermitillas perdidas entre los alcores, un eremita de la escritura y del saber, acaso como Ignazio Silone, pseudónimo de Secondino Tranquilli, del que habla en alguno de sus apuntes y al que le unen muchos sentimientos y parecidos.

       Es, quizá, la estética cisterciense, la que estableció San Bernardo de Claraval, con sus líneas y arcos desnudos, solo la piedra ardiendo, como si nos mirase Dios, o la estética carmelitana de Santa Teresa, plena de ausencias, diríamos, porque hay que saber ver lo que está en lo que no está, lo que es en lo que no es, es decir, el Todo en la Nada, sin adornos, como en el paisaje de Castilla, en el que mueren los sentidos y el alma se eleva, con tal desasimiento de todo lo terreno que ya solo es posible el encuentro con el Amado, que ya solo es posible el Amor.

     En fin, esto es producto de los hábitat o paisajes espirituales, que son como hogares que nos vamos construyendo cada uno para estar menos solos y de ahí, tal vez, el juego de heterónimos que nos traemos entre manos, para ser tal o cual personaje o autor, en este Retablillo de Maese Pedro en el que todos los días representamos un papel, según nos toca y de continuo, pero, no obstante, bien sabemos nosotros quien somos, que las máscaras y los disfraces no nos confunden, pues no tenemos más que mirarnos a los ojos en el espejo de la conciencia, que enseguida se nos vuelve a nosotros la verdad por mucho carnaval con el que queramos entretenerla. Como en la literatura, en la vida también todo en ocasiones parece un encantamiento, un enredo, un lío, una confusión, un perderse en dédalos a los que la imaginación nos lleva de forma irremediable.

      Comencé esta entrada con una anécdota y termino con otra, que me ha ocurrido esta mañana mismo, pues buscando en la biblioteca de casa (estamos confinados por el coronavirus dichoso) el ejemplar que conservo dedicado por el "escribidor" de sus "Tres cuadernos rojos",  entre sus páginas he encontrado una fotografía que le hice al autor, en blanco y negro, en las ruinas del Monasterio de La Armedilla, alzadas contra la voracidad del tiempo. La foto es de hace muchos años y está un tanto gastada, también por el revelado "artesano" al que la sometí en casa. Don José está mucho más joven, aún en activo como periodista en El Norte de Castilla, y con otras gafas, en este caso de pasta y no las de montura metálica con las que aparece desde hace años. Pero lo más hermoso ha sido comprobar un par de correcciones que el mismo hizo de su puño y letra a dos erratas existentes en el libro, como para que estuviese completo y en orden. Es fascinante.


Fernando Alda Sánchez

Nota.- Os dejo la portada de una de las ediciones de "Parábolas y circunloquios" realizada por Anthropos.




martes, 17 de marzo de 2020

Jiménez Lozano, Delibes, Castilla y los olvidados

   

      Un breve apunte hoy sobre dos grandes de la literatura española, José Jiménez Lozano, recientemente fallecido, y Miguel Delibes, del que ahora estamos celebrando el centenario de su nacimiento. Ambos coincidieron muchos años en El Norte de Castilla, del que también fueron directores (un verdadero lujo para este periódico centenario). El año pasado, en este mismo blog, publiqué una reseña sobre la novela de Delibes "Cinco horas con Mario", de la que ahora solamente quiero resaltar una cuestión, como es el hecho de que esté dedicada a Jiménez Lozano. Hoy la memoria me arranca estos recuerdos, estas coincidencias, que no lo son, pues seguramente tienen un por qué que yo ahora desconozco.

        En ambos escritores está Castilla con múltiples rostros. Invito al lector a descubrir dos visiones diferentes de la misma. La de Delibes, más apegada al terreno, al paisaje, la de Jiménez Lozano más espiritual, más del alma, de lugares y sabidurías, pero en los dos casos llenas de vida, de historias, de narraciones, de personas y personajes, de cuentos, que se van entrelazando, hilando, como la existencia, en el devanarse de las horas y los días, quizá en ese tejer y destejer de Penélope en Ítaca o en cualquiera de nuestras aldeas castellanas, olvidado el tiempo.

        En Jiménez Lozano es fundamental leer su "Guía espiritual de Castilla" o "Duelo en la Casa Grande" y, por supuesto, sus cuentos, en Delibes, "El Camino" o "Las ratas", por citar algunos. Lejos de ambos, no obstante, la visión de los escritores de la Generación del 98, superada por los avatares históricos, pues tanto en uno como en otro hay una mirada intimista que va desvelando secretos y andanzas, un sentir personal que dibuja las entretelas de estos campos abiertos, de los cielos altísimos, del paisaje interminable.

        Invito al lector a dejarse llevar por la narración de ambos, para descubrir una Castilla diferente, una forma de mirar el mundo con otros ojos, una manera de narrar y de construir la realidad que parte de premisas distintas, pero que nos conduce, a través de una gozosa lectura, a descubrimientos impensables, a ínsulas extrañas, como diría otro castellano, Juan de la Cruz, persiguiendo siempre la elemental belleza de lo contado, de lo narrado, de lo dicho, acaso en las solanas, en los corros de mujeres que cosen a la puerta de sus casas,  en las placitas, a la sombra de una torre de ladrillo de una iglesia, junto a una ermitilla, en la insondable profundidad de los caminos que se pierden  buscando horizontes inabarcables, siempre, quizá, en la soledad de estas tierras.

     Por todas partes Castilla, amada y sufrida, a campo abierto, poblada por seres que llevan a cuestas su vida, que construyen la intrahistoria, que diría otro Miguel, de Unamuno, el quehacer cotidiano que conforma el alma de estas gentes, en muchos casos machacadas por la pétrea rueda de molino del poder, la riqueza, la soberbia o la codicia, como pecados capitales que nos salen al paso a diario y nos derriban. Es ese gusto por los pequeños, por los olvidados, por los siervos en lugar de por los señores, por los pobres, por los del espíritu cansado, quizá porque ambos eran cristianos que sabían muy bien lo que Cristo supone para el hombre.

     Es verdad que en la obra tanto de uno como de otro hay más matices y perspectivas, más asuntos y temáticas, pero en este día de confinamiento en casa por la nueva peste moderna, el covid-19, no puedo evitar evocar Castilla y a aquellos, como le ocurriera a Antonio Machado, que se quedaron enamorados de ella.

Fernando Alda Sánchez

Nota.- La fotografía la ha realizado el que esto suscribe hace unos días, en el Valle Amblés, provincia de Ávila.


Arde la vanidad

Hay aparecidos en el aire.

Son visiones. Fondos
de escritorio del alma.
Monstruos escondidos entre sus pliegues.
Son historias no vividas,
vidas no contadas jamás.
Se quema el otoño en ocres
llamaradas, es la vanidad
ardiendo en tristes hogueras
de herrumbre,
como si la vida se extinguiese
para siempre,
gris en su carne mortal,
fogonazos y heridas,
negra tizne que oculta
almas y rostros,
la faz de un reptil,
el músculo y la resistencia
de las horas. Melancolía,
solo melancolía.
Llueve. La lluvia arrastra
sueños nunca soñados,
breves tizones apagados
por la oscuridad
victoriosa, desolación.
Sigue lloviendo.
Sigue el otoño.
La muerte también.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 16 de marzo de 2020

El andancio



        Cae hoy la nieve en Ávila con una albura imaginaria, como si fuese la primera vez que el mundo viese nevar. El invierno aún no está vencido, ha venido a decir este frío repentino, producto de una "marzada", o más en lenguaje coloquial una "marzá", como dicen aquí cuando marzo hace de las suyas y se entrega a la vesania de la que suele hacer gala. Esta palabra no figura en el diccionario y la  referencia que tenemos sobre ella es la "cincomarzada", que celebran en Zaragoza en conmemoración de un enfrentamiento en las Guerras Carlistas. Casi se nos había olvidado lo que era la nieve, que parecía vivir no en las cumbres, sino en algún limbo de la memoria.

       Ahora que estamos confinados en casa por el Covid-19 no puedo evitar otra expresión muy abulense referida al alcance de una enfermedad y que creo que también se usa en otros lugares. Así dicen que "hay andancio" de gripe, por ejemplo, como si el virus que fuese estuviese caminando a sus anchas, aunque el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española lo acota para calificarlo de "enfermedad epidémica leve", así que no nos vale para el coronavirus que tantos estragos está causando en España y en el mundo.

      El andancio es una virtud que en ocasiones también afecta al alma, cuando la tenemos un poco turbia, como revuelta, en la que no encajan los recuerdos y las vivencias con el presente, o cuando las melancolías y otras variedades de la tristeza están desatadas, como andando de forma rabiosa o poco armónica, podríamos decir. Claro, que esto, quizá, no tenga nada de científico, y solo son sensaciones que este pobre escritor anota hoy en este blog por dejar testimonio de ellas, como para que no se pierdan, por si acaso, en el maremágnum de información que recibimos de forma monotemática en estos días.

     La nieve me trae hoy rescoldos de la Arcadia y, por supuesto, no puedo evitar acordarme del cuadro de  Nicolás Poussin, "Et in Arcadia ego", y las dos versiones del mismo, como si el pintor no hubiese quedado conforme con la primera, haciendo honor a la interpretación de la frase latina, que puede traducirse de varias maneras, y que hace referencia a otra expresión en Latín, como es la de "memento mori". Personalmente me quedo, como parece indicar Poussin en su cuadro, con la interpretación que dice "yo, la muerte, reino incluso en la Arcadia", frente a la de "también yo (estoy) en la Arcadia". Desde Adan y Eva ya no existen ni el Paraíso ni las arcadias, pues en todos ellos habita la muerte.

      Otra vez a vueltas con los pintores barrocos y sus visiones en relación con la Parca, pero parece que en los tiempos que vivimos actuamos como si no existiese y estos días el andancio de virus ha venido a recordarnos que tenemos, aunque no nos guste, fecha de caducidad. Ayer hablaba de Valdés Leal, del esqueleto con su guadaña que pintó en la Capilla de la Santa Caridad, en Sevilla, con el fin de las glorias del mundo y, para consuelo nuestro, la Exaltación de la Cruz, que es de la que viene nuestra Esperanza. El Barroco tiene muchos excesos, pero no está demás quedarnos con ese mensaje tan claro que nos transmite, que las pompas y glorias de este mundo son perecederas, y que, pese a todo, añadiríamos hoy, el orbe sigue girando, a pesar de nuestra extinción. ¡Ay, Miguel Mañara!, o el mismísimo San Francisco de Borja, que juró que no volvería a servir a un señor que pudiera morírsele tras ver, al cabo del tiempo, el cadáver de Isabel de Portugal, entregado ya a la corrupción de la carne. Aquí, también, la obra de teatro que escribieran los hermanos Machado, Antonio y Manuel, con el apellido del primero, por nombre Juan, y todas las resonancias que nos deja.

       Perdone el lector estos desvaríos, más producto del encierro que de otra cosa, pues la mente, que en ocasiones es tan voluble y traicionera, me lleva por estos derroteros, que quizá no son los más acertados en esta ocasión, que requiere de otros asuntos menos tenebrosos. Pero también no es menos cierto que estamos en Cuaresma y que la penitencia, a la que somos tan poco proclives, nos ha venido impuesta por el andancio del virus en cuestión, empeñado como está en retenernos voluntades y personas en arresto domiciliario.

      Hoy la nieve tiene también su particular andancio y se nos ha venido encima como sin querer, como pidiendo permiso por llegar de forma tan inesperada, tan intempestiva, por la noche, para quedarse unas horas con nosotros, puede que para acompañarnos también, pues de compañía estamos necesitados, de amistad espiritual, digo, pues por obligación en estos días tenemos que estar todos juntos en las casas. Sí, sí, hablo de amistad espiritual, tan dados como somos a quedarnos en la pura terrenalidad, en la pura materia, a las que nos conduce el hedonismo que practicamos. Amistad para el espíritu, como Cristo nos procura, pese a nuestros continuos tropiezos, amistad para encender el alma, para calentarla en este invierno perpetuo al que el materialismo y el utilitarismo nos someten de forma constante, para que como escribiera Jorge Manrique


"Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte"

para sentir la "Llama de amor viva" de San Juan de la Cruz, y saber que

"Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres,
¡rompe la tela de este dulce encuentro!".

    Desde luego, qué extraños compañeros de viaje tengo en estos días, en este andancio espiritual que me mantiene subyugado y despierto, con pintores barrocos, poetas y latinajos diversos, amén de la nieve, que sigue derramándose con profusión de bienes, aquellos que cosecharemos en el verano, como también dicen en esta tierra. Hoy podría viajar a todas las Ítacas que en el mundo han sido, a todas las que puedan salirme al paso en este camino interior que recorro desde la biblioteca y frente a la ventana, mirado cómo la nieve muere, cómo es derrotada al posarse sobre el suelo, perdiendo toda vida, pues su existencia es para volar en el éter, para dejarse caer desde las nubes, pues parece que ella también sabe que tiene su "memento mori", que va a morir, inevitablemente, en los tejados o los árboles.  Algún día de estos el invierno dejará también su andancio, y seremos promesa, una hermosa rosa sin espinas en el rosal de la vida, un bancal de azucenas en el que dejar las lágrimas que tanto dolor y tanta incertidumbre estamos teniendo en la lucha de estas jornadas. Mientras eso llega, dejemos prendida una candela en el corazón, en señal de nuestra presencia en la tierra, en el deseo de crecer y servir, de acompañar a otros en este largo encierro.

     La voz se me quiebra como barro oscuro poco cocido, pero mantengo el tono y la fuerza, haciendo de las tripas un corazón latiente, no de cristal, sino de sangre y fuego, pues en mi habitan la fe y la voluntad, el deseo de sobrevivir, de tocar los cielos.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay, auspiciada por Shutterstock)

 
 


domingo, 15 de marzo de 2020

Idus de marzo



      Funestos idus de marzo, como le advirtieron a Julio César, que se cuidase de ellos. A nosotros también nos lo han estado anunciando, lo hemos tenido delante de las narices, pero vivimos en un mundo tan ajetreado, con tanta prisa, que no somos capaces de parar, de sentarnos un momento a pensar, a sentir, a razonar, para darnos cuenta de los peligros que nos acechan, tan inconscientes somos, atareados como estamos únicamente en producir, en fabricar, en vender. Lejos, claro está, los tiempos en los que la vida no se medía por los relojes, sino por el sol, por el movimiento de la tierra, ni siquiera por los días, acaso por los meses o las estaciones. Ya no creemos en la sabiduría, ni la buscamos, ni siquiera creemos en el sentido común, pues únicamente llevamos delante de nuestros ojos la zanahoria del ocio y del consumo, empeñados en una nueva quimera del oro que va dejando sus destrozos por todas partes.

      Me asomo al jardín de casa buscando algún esbozo de la primavera, y veo el lilo  a punto de florecer y eso me sirve de consuelo y de esperanza, aunque los pájaros, que en estos días manifestaban sus romances, parecen haberse escondido, como si también ellos entendiesen la magnitud del peligro. El cielo está azul, con apenas unas nubes blancas, aunque para las próximas horas nos anuncian la nieve, aquí en Ávila, que saldrá de sus cuarteles de invierno para recordarnos que aún es pronto para quitarnos el rudo sayal de los meses de la luz breve y del hielo.

      Los idus eran días de buenos augurios, para los romanos, aunque siempre los asociaremos al asesinato de César y a su famosa frase "Tu quoque, fili mei?" que le dijera a Bruto mientras le apuñalaban. A la memoria me viene la novela de Thornton Wilder, del año 1948, que nos relata los meses previos al magnicidio, pero también el libro homónimo de Valerio Maximo Manfredi, sobre la conjura que acabó con la vida del que hubiera sido, tal vez, el primer emperador de Roma. También el cuadro de Vincenzo Camuccini, sobre la muerte de César, que ilustra esta entrada de hoy. Y, por supuesto, cómo no, de la película con el mismo título que dirigió George Clooney, que nada tiene que ver con aquellos hechos, sino con el presente. Ahí tenemos material para leer o ver en estos días, ahora que el cine y los libros son buenos aliados para ir paliando el tedio que pueda producirnos el confinamiento por esta nueva plaga moderna, el coronavirus, el covid-19.

     Puede ser un buen momento, si ello nos es posible, para la soledad gozosa, aunque impuesta, que nos lleve a mirar el mundo de otra manera, tal vez como lo mira Dios, por dentro, de forma muy especial a nosotros mismos, para conocer mejor las entretelas de las que estamos hechos, las que tenemos en los "adentros", como le gustaba decir al recientemente fallecido Premio Cervantes José Jiménez Lozano, recordando los versos de Lope de Vega:

     "A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos".

     Y con esos pensamientos estaremos en coloquio en estos días, en estos idus de marzo que tan funestos nos parecen y que servirán, a buen seguro, para sacar lo mejor de nosotros mismos, como ya está ocurriendo, y eso será muy hermoso, pues aunque estamos hechos de arcilla frágil, también tenemos nervios de acero, y tenemos un alma, pues de ella nos dotó nuestro Creador. En estas horas que nos parecen de incertidumbre, en las que si nos abandonamos podemos llegar a creer que el fin del mundo está cerca, tenemos que saber que no estamos solos, que estamos acompañados, como pudimos comprobar anoche, cuando tantas y tantas personas salieron a aplaudir, a las 22 horas, por el personal sanitario que nos atiende (y añado yo que por todos aquellos que durante estas jornadas prestarán un servicio impagable para cuidarnos). Cristo, además, también nos acompaña, y por eso es bueno dejarle entrar en nuestras casas, en nuestras vidas, y busquemos esa oración que hemos olvidado y que aprendimos de niños, cuando el mundo no se pesaba y se medía para obtener un beneficio escandaloso de él.

    Los que ya vamos teniendo una edad, que ahora se dice mediana, y que vamos adquiriendo la certeza de que el tiempo corre muy deprisa (tempus fugit) solo para nosotros, hemos aprendido a ver con otra perspectiva lo que está ocurriendo. Se alzarán voces, acaso, reclamando el "carpe diem", pero creo que la cosa no está para bromas ni para despilfarros. Ni para consejos, aunque pienso que no es malo eso que decía antes de mirarse por dentro, para comprobar cuántas zonas oscuras tenemos y para tratar de llevar con alegría estas cuarentenas de las que saldremos mucho mejor de lo que pudieron hacerlo nuestros antepasados, que disponían de menos medios que nosotros.

    Que estos idus de marzo sean una oportunidad, no una condena, para redimirnos de los efectos a los que nos conduce nuestra estupidez, que en ocasiones es mucha, pues vivimos tan alegremente que no nos paramos a pensar en las consecuencias. En el Barroco recordaban al personal que todos hemos de morir, y veo ahora esos cuadros tenebristas, los esqueletos y las guadañas, las calaveras con una vela encima, para que no se perdiese la perspectiva. En la memoria prende el recuerdo de Valdés Leal y el pensamiento de Miguel de Mañara en la Sevilla del XVII. No es momento de tinieblas, pero sí de cambiar de actitud, ayudados, por supuesto, también por el buen humor, por la ironía y, si es necesario, por el sarcasmo, que la risa también ayuda, al menos para no hundirnos en la tristeza y para que las melancolías no sean como una marea que nos arrastra de forma inevitable.

      En la calle nadie, como abandonada, en una soledad perpetua, quizá el símbolo de nuestra propia condena, la señal de estos tiempos tan apresurados y tan locos en los que nos empeñamos en vivir. La calma, como sinónimo de plenitud, y dejemos que el viento sea el que espante nuestros temores, girando en las veletas. Arde la memoria en los años vividos, la edad de la inocencia se enciende y tal vez podamos regresar a alguna Arcadia, al menos en estos días de prueba, para que el fuego sagrado, que aún se mantiene en ascuas en nuestro interior, sea mañana, el futuro que deseamos.

Fernando Alda Sánchez



 


     
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viernes, 13 de marzo de 2020

Fiesole, Boccaccio y Albert Camus


          Hoy me siento como los jóvenes que se retiraron a una villa en Fiesole, en las colinas desde las que se ve Florencia en todo su esplendor, para huir de la peste. Así lo escribiera Giovanni Boccaccio en su "Decamerón". Así muchos, recluidos en casa, junto a las familias, para protegernos, como los personajes literarios, de esta nueva peste moderna, el Covid-19,  coronavirus, que cabalga desbocado igual que alguno de los Jinetes del Apocalipsis, y que ha venido para recordarnos cuán frágiles somos, que estamos hechos de arcilla y que nunca seremos como dioses. Pero de nada sirve entonar un lamento.

          Es momento de acordarse de otras lecturas, como "La peste", de Albert Camus, y dejar que el alma busque las oraciones que sabe para pedirle a Dios que no nos abandone, y que no perdamos la cordura. Es también la obra de teatro del mismo autor, "Estado de sitio". Ambos libros, en este Mediterráneo nuestro, en este "cul de sac", fondo de bolsa o callejón sin salida, en el que tantas civilizaciones se han alzado y han sucumbido, en ambos casos entre Orán y Cádiz, tan cerca de nosotros. Acaso los libros nos ayuden a dejar que las horas vayan desvaneciéndose poco a poco en la memoria, como ocurre con los cuentos de Boccaccio, y la imaginación sepa ahuyentar el miedo que parece estar devorándonos. Estas plagas o pestes parecen una obsesión en Camus, que sabe bien que somos como un "Extranjero" en este mundo que ahora se vuelve, de nuevo, contra nosotros.

        No estoy en las colinas de la Toscana, pero si en las de Castilla, ahora en Ávila, y contemplo también esta ciudad, que me recuerda a otras, con sus Murallas, que también fueron sitiadas hasta lo heroico, quizá Numancia, en la lejana Soria, y los castros vettones de mi tierra, Ulaca, Cogotas, La Mesa de Miranda, Sanchorreja, hoy Alepo, desde luego, en Siria,  y tantas ciudades que a lo largo de los siglos han padecido los horrores de la guerra.

     Ya no estamos preparados para soportar una mínima cuarentena. El pánico nos doblega pues conocemos el poder de los virus y de otras amenazas, sin darnos cuenta de que si nos faltase la electricidad, pese a todas nuestras máquinas e invenciones, regresaríamos a la Edad Media, que tan oscura y tan llena de sobresaltos nos parece en comparación con la Edad de las Luces en la que creemos estar instalados, hasta que el mal nos doblega el brazo en todos los pulsos que le echamos. ¿Sabremos soportar el tedio, la desesperación, la desconfianza, el desasosiego que nos está produciendo esta situación? Nuestros antepasados salieron victoriosos en muchas ocasiones de largos asedios, pero... tal vez nosotros somos más blanditos,y estamos más anestesiados, tan apegados a la comodidad y las zonas de confort.

   En fin, que habrá que seguir escribiendo, imaginando, para hacer más llevadera esta carga, estas soledades impuestas, sacando partido a las circunstancias, pues la situación de confinamiento, que muchos parecen haberse saltado de forma tan irresponsable y poco solidaria, como ocurre siempre en esta sociedad del ocio en la que no pensamos en nadie más que en nosotros mismos, para disfrutar de la lectura, del cine en casa, de los medios de comunicación que tanto nos ayudan o nos sobre informan innecesariamente, o bien para hablar en familia, para jugar más con los hijos, en caso de que sea posible, para escuchar esa música para la que nunca encontramos momento, para orar y buscar el rostro del Altísimo, en definitiva, para crecer como personas y para reflexionar y darnos cuenta de que seguimos teniendo límites, de que somos seres limitados, de que nuestra cabeza bulle e idea sueños que se vienen abajo como un castillo de naipes, una y otra vez.

   Si no somos capaces de darnos cuenta de lo débiles que somos seguiremos empeñados en cometer los mismos errores, en tropezar las veces que haga falta en la misma piedra. No hemos nacido para ser dioses, para habitar en el Olimpo, sino para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, como nos recuerda el Génesis, que aunque pensemos que solo es poesía está cargado de razones, pues solo somos seres humanos, dolientes, como el doncel de Larra, y no somos capaces de enfrentarnos a peligros tan descomunales, que dijera Don Quijote, con nuestras armas que están hechas de hojalata.

    Dicen que Winston Churchill leía a Edward Gibbon y su "Historia de la decadencia y caída del imperio romano" mientras dirigía los destinos de Gran Bretaña durante la II Guerra Mundial. En uno de sus discursos pronunció la conocida frase de "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor", que tanto se derramaron en aquella contienda, aunque tal vez nosotros no estemos dispuestos a ello. Pese a todo, leer a Gibbon siempre resulta interesante, pues de la historia de Roma podemos sacar muchas conclusiones que nos servirán para no perder referencias. También puede ser bueno leer a San Agustín, su "Ciudad de Dios", pues el obispo de Hipona supo del asedio de los bárbaros, o dejarnos llevar por la lectura de Santa Teresa, que consideraba que "estase ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo", o a San Juan de la Cruz, que tan hermosos y lúcidos versos nos dejó, algunos escritos en prisión.

     Como al de Fontiveros, me gustaría, en estos momentos de incertidumbre, de zozobra para muchos, hacer lo que él

      "Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado".

     No creo que sea el fin del mundo, y saldremos de ésta como hemos salido de otras plagas, sean las vacas locas o la gripe A, pues aunque débiles somos resistentes, pero no puedo dejar de decir aquello de "el que tenga oidos, que oiga...". Regreso a la lectura de los deliciosos cuentos del "Decamerón" mientras pido gracia y misericordia por los enfermos y por aquellos que dejaron de estar entre nosotros devorados por este nuevo enemigo invisible. En Florencia, y en Ávila, ya se ha puesto el sol, y ha llegado la noche, como el Ángel Exterminador en la Pascua. Un rescoldo de luz aún arde vivísimo en mis ojos, que nunca pierden la esperanza.

Fernando Alda Sánchez

(Imagen de Shutters stock, a través de Pixabay.com)