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martes, 28 de enero de 2020

Surcos en el alma


          Los libros, como la vida, también nos van dejando surcos o arrugas en el alma, acaso en los ojos, en la mirada. Son cicatrices que conforman un mapa que no es solo de tinta, sino que tiene ríos y hondonadas que se van llenando con todo aquello que hemos leído y que es parte de nosotros mismos, pues habita en las entretelas del espíritu, en lo más fundamental de la memoria, como ascuas de recuerdos que no se apagan nunca.

           Es el rostro de los Cien Años de Soledad, o la búsqueda del Tiempo Perdido, tal vez los Himnos a la Noche o el Ciprés de Silos, que aún sigue siendo un "enhiesto surtidor de sombra y sueño" y dibuja con su lanza, en medio del claustro románico, todos nuestros sueños, que apuntan a lo Alto. Es nuestra faz, que también queda impresa en los libros, pues lectores somos y a ellos nos asomamos siempre con inusitado asombro. El que siente esa pasión en su corazón entiende cuanto digo, pues bien sabe lo que uno siente al tener en las manos un libro nuevo, o al volver a releer uno del que guarda sensaciones y que espejea como un guijarro plateado en el fondo de una charca llena de agua de montaña. Siempre hay transparencias.

        El arado de la lectura nos devuelve países, ciudades, personas, ensalmos, un cántico hermoso que enciende en el alma hogueras y antorchas para iluminar nuestros pasos en los momentos y en las cañadas más oscuras, cuando todo parece perdido, y buscamos los ojos de Cristo en las tinieblas de la noche para tener compañía y consuelo. Y así se abre la tierra,  bajo la acción de la palabra escrita, que el autor nos brinda y nosotros recibimos como si impregnase una tablilla de cera, para ir descubriendo misterios y abismos, el palpitar levísimo de la sangre que nos deja su pintura de almagre sobre la roca del tiempo.

        ¿Cómo no seguir leyendo, cómo dejar de leer, como no buscar las raíces de los libros, sus ramas, la sombra maravillosa de sus hojas? Leer es uno de esos grandes regalos que recibimos en nuestra existencia, un regalo esencial, como el aire o las lágrimas, pues nos ayuda a vivir, a seguir viviendo. Después de Auschwitz solo es posible orar y escribir poesía, para mantener la lucidez y no hundirnos en la vesania. Seguimos siendo seres humanos, frágiles como siempre, pero conscientes de que hay cosas que no deben volver a repetirse nunca más. El totalitarismo, del signo que sea, sigue amenazando como Escila y Caribdis en el Estrecho de Mesina, en itálicas tierras, para devorarnos si escuchamos sus cantos de sirena.

       Leer, leer siempre, para seguir nombrando lugares habitados en nuestro planisferio, en el mapamundi de nuestro existir, en la tierra inmensa y los océanos, peregrinos como somos entre libros, romeros en la Roma de las Letras, capital del mundo, ciudad eterna de la imaginación y seguir trenzando narraciones para que la vida no se nos escape entre los dedos, como el agua del olvido.

        Que el viento siga su viaje y desmelene las veletas. El fuego de lo escrito no se apaga.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)


     

domingo, 26 de enero de 2020

Dios habla

Umbelas, candelabros

florales, anillos de sombra
que mitigan el ardor del estío,
una mínima corriente de agua,
son bastante para refrescar
el alma vulnerada por el dolor.
En esta ermitilla vegetal
alumbras tus oraciones,
como el morabito que busca a Dios
en el silencio y lo encuentra
oculto en el paisaje.
Así fuera siempre,
sin más congoja o humana
vanidad, el sonido del agua
solo, un ruiseñor que habitase
por un instante una rama,
la altura de la luz, un retazo
intenso de cielo. Dios
habla desde lo más profundo,
desde la ascética
figura de unos cardos
secos, desde la aspereza
de los guijarros
desgarrados de una roca.
Dios habla y el alma escucha,
es el gozo inabarcable,
el espíritu de la llama
que aviva el fuego
desasido que alimenta
infinito el afán de alcanzar
la comunión eterna,
el Todo dibujándose en la Nada,
amor más puro
que nunca hallarse pudiera.

Fernando Alda Sánchez


martes, 21 de enero de 2020

Hoy la nieve amanece


          Hoy  la nieve amanece, no es memoria, aunque su albura es recuerdo milenario. Ha llenado todos los huecos del corazón y del paisaje, borrando sombras y sueños, como una clámide que hubiese descendido desde las estrellas para desdibujar nuestros pasos entre el polvo y la sinrazón. Ahora sí es invierno, ahora todo duerme, hasta las raíces del dolor, el vasallaje de la ausencia.

           En Ávila las torres se encogen, como las cigüeñas en sus nidos, esperando la promesa del sol, que no parece querer llegar en las próximas horas, ajadas por el uso, cinerarios esbozos del porvenir, como dientes cariados entre la bruma del mañana. Y todo venera un silencio como de cementerio, de paz eterna, de arcángeles de mármol dormidos en un sueño sin sangre, mero hielo, infinita devastación.

           ¿Para qué respirar? Te preguntas mientras el aliento nace ya muerto antes de ser palabra y contemplas el mundo que se alza ante los ojos, seres huecos, de paja, empeñados en buscar solo lo más nuevo, lo novísimo, lo efímeramente nuevo, mientras dejan que lo que consideran viejo, aunque vital, se pudra en las cunetas insepulto. Es el despilfarro de todo cuanto fuimos, de lo que somos. Acaso pura resta, escasez futura, en un alarde inaudito por consumirnos en la pira funeraria del incansable progreso hacia nunca, hacia ninguna parte.

           Así el paisaje, disfrazado, perdido en la frialdad extrema, en estados de consciencia que vienen enmascarados tras tanta cortina de indiferencia que no puedes reconocerlos. Es el helor perpetuo en el que se ha instalado la connivencia de la traición y el abandono, mero comparsa como eres de este hundimiento.

          Y vendrá la noche, con sus heridas, y tal vez no haya bálsamo, ni cura, solo desamor, la congoja de lo que hemos perdido y tal vez recobraremos,  cuando la nieve sea espejo de agua, río fluyente, el lecho de toda rendición.
.
          Vuelvo a encender la velita que se apagó en la madrugada. Dios me mira y sonríe. El consuelo de saberse vivo, aunque entre laberintos de ceguera, es razón bastante para seguir el camino, bien abrigado, eso sí, y llegar a poblado. Fuego doméstico. Habrá otros días, otras auroras. Siempre despunta el alba.

Fernando Alda Sánchez

(La foto la he realizado en la mañana de hoy, tras la nevada nocturna)


domingo, 19 de enero de 2020

Anne

   
   

      Hola a todos los lectores de mi padre. Hoy él me ha cedido una entrada de su blog para compartir con vosotros una pequeña muestra de mi humilde escritura. Antes de proceder con el relato, me gustaría hacer unas aclaraciones sobre éste. Para escribirlo, me inspiré en las hermanas Brontë, unas escritoras que han sido un gran descubrimiento para mi escritura y que me han fascinado con su prosa y sus historias. Este relato comenzó cuando me encontré con un dibujo de Charlotte de su hermana Anne a los 19 años. Después de eso, tuve la idea de escribir esta historia, en la que he procurado introducir referencias a las tres. Espero que disfrutéis de ello y que, a los que no os habéis animado a descubrir a estas increíbles mujeres, os animéis a darles una oportunidad.

Elvira Alda Peñafiel


Un corazón destrozado puede llegar a ser tan fiero como un mar embravecido por tormentas. A sus veintitrés años, Carter Sullivan nunca habría podido vaticinar el día que se unió en matrimonio que estaba conduciéndose por el sendero de su perdición. La señora Sullivan había sido una mujer con un encanto sobrenatural y un talento para rendir a sus pies al más orgulloso de los hombres. Era un don que no todas las de su sexo manejaban con tanta soltura y elegancia como ella. Fue por eso que, al final de la temporada en Londres, el señor Sullivan se había sumado al resto de pretendientes con su proposición de matrimonio, convirtiéndose en el más dichoso con su afirmativa respuesta. Quién habría dicho que en el transcurso de un año se vería siendo apartado de ella por el espectro de la tuberculosis.

Fueron días de un profundo desconsuelo los que oscurecieron la luz que había resplandecido en sus ojos. Carter no hallaba escape a su tormento, tan cruel y desgarrador que abría heridas en su alma incapaces de cicatrizar. Trataba de disuadirlo asistiendo a bailes y festejos, en vano. Alcanzó tal punto la situación que decidió alejarse de su hogar en Hertfordshire lo más posible, huyendo del recuerdo de su difunta esposa, hasta llegar a la costa de Cornualles. Allí adquirió una propiedad a dos millas de la ciudad de Truro, bautizada con el nombre de Blackthorne. Entre aquellos imponentes muros hizo inconmesurables esfuerzos por curar su malherido corazón, pero los fantasmas del pasado lo aprisionaban en aquella agonía sempiterna, mientras los cuervos de la débil humanidad lo devoraban lenta y tortuosamente.

Su vida en Blackthorne se había limitado a vagar por los pasillos y luchar contra sus anhelos de recuperar a su esposa y contra el insomnio, todo ello aislado en la más silenciosa soledad. Hubo una noche en la que creyó morir asfixiado por su propia desazón, por lo que, impulsado por la sensación de no poder soportar más el peso de su alma, salió corriendo de aquella lúgubre casa, dirigiéndose hacia donde sus piernas lo llevaran, sin parase a pensar en la tempestad que se estaba desatando en el exterior, pues solo ansiaba respirar aire fresco y sentir que aún seguía vivo.

Su carrera le encaminó hasta una playa próxima en la que el mar pugnaba impetuoso contra las paredes de los acantilados. La lluvia empapaba sus oscuros cabellos y el viento azotaba sus mejillas. Se acercó a una distancia peligrosa a la poco distinguible orilla y, a voz en grito, cayó de rodillas al suelo y lamentó dolorosamente la muerte de su esposa.

-¡Oh, fatal desventura! ¿Cómo seré capaz de soportarlo? ¡No puedo vivir sin mi vida, no puedo vivir sin mi alma!

Lo que él no sabía era que sus clamores llegaban a los oídos de una misteriosa presencia en aquella playa, la cual acudió a su lado a interesarse por su angustia. Siendo interrumpido su llanto por una voz desconocida, el señor Sullivan se giró y observó a la persona que tenía a su izquierda. Era una joven mujer de facciones delicadas, oculta bajo una nívea capa y ataviada con un sencillo vestido del mismo color. Bajo la capucha asomaban unos rizos castaños y unos azulados ojos con expresión preocupada.

-¿Puedo ayudaros en algo, señor?

-No creo que haya nada que podáis hacer para aliviar mi alma, salvo atraer a las olas para que me arrastren a las profundidades del mar y acaben de una vez con mi sufrimiento.

-No se lo aconsejaría; el agua está muy fría y la falta de aire es poco agradable.

-¿Y cómo sabe usted eso?

-Es algo fácil de intuir observando el temporal. ¿Sabe, señor? Se pueden aprender muchas cosas mediante la observación.

Carter se incorporó y siguió a la mujer a un lugar más apartado y seguro de la orilla, refugiados tras unas rocas. Habiéndose serenado medianamente y acomodado sobre la arena, preguntó a su interlocutora por su nombre.

-Mi nombre es Anne Tyson, pero, le ruego por favor que me llame simplemente Anne.

Él, asimismo, le concedió que se dirigiera a él de manera informal. Averiguó que vivía cerca de aquella playa (o eso creía, ya que no le quedaba más remedio que fiarse de su palabra) y que acudía a ella para pasear todas las noches. Luego, le llegó el turno de explicarse y narrarle todos los trágicos acontecimientos que le habían llevado hasta aquel momento. En ese instante, la serenidad se evaporó y afloraron los lastimosos sentimientos.

-No le pido que se compadezca de mi pobre alma, porque no creo que sea merecedora de un mínimo ápice de afecto. La heridas de mi corazón sangrarán hasta mi último suspiro, y no tendré capacidad para sentir agradecidimento por su amabilidad ni por cualquiera que me la muestre.

-Vamos, no sea usted tan severo consigo mismo. Comprendo la magnitud de su tristeza, pues yo también la experimenté cuando mi madre abandonó este mundo. Y, además, considero que estáis completamente equivocado en cuanto a su corazón.

Carter siempre había sido un hombre bastante obstinado, por lo que, cada vez que alguien lo contradecía, se ofendía terriblemente. Y aquella ocasión no iba a ser menos.

-¿Cómo puede pensar que estoy equivocado cuando mis sentimientos son tan veraces? ¿Acaso puede apreciarlos arraigándose en mi pecho? ¿Acaso mi piel es un fino cristal y puede verlos retorcerse en mis carnes?

-Un corazón humano tiene muchas habilidades, entre ellas está la de engañar a su dueño y engañarse a sí mismo. Sin embargo, también tiene la habilidad de curarse, pero necesita tiempo. Y, si no se lo dais, entonces no tendrá medios para restablecerse. Debéis ser paciente y permitir que sus heridas sanen.

Ante la sorpresa de Carter ella sonrió amablemente. Después de estas palabras, los dos permanecieron un rato más conversando, Carter relatando sus penas y Anne escuchando atentamente. Para pesar suyo, Anne tuvo que despedirse de Carter y marcharse, pero sin antes haberle ofrecido la propuesta de que viniera a la playa por la noche cada vez que quisiera o necesitara hablar con ella, o ambas.

Carter se fue a casa con una placentera sensación de alivio que llevaba meses persiguiendo. Aquella chica, Anne, había apaciguado los vientos que agitaban su interior con su calma y docilidad, por lo menos durante un breve tiempo, porque estaba convencido de que sus tormentos regresarían.

A la mañana siguiente de los acontecimientos, Carter se cruzó por los pasillos de Blackthorne con su ama de llaves, la señora Hemsley, quién estaba al borde de un ataque de nervios por la repentina escapada de su señor a altas horas de la noche, y le hizo saber su intranquilidad con sus quejas y su descontento. Al joven señor Sullivan no le importunaron tales reclamaciones, pero, dejando de lado su aventura, preguntó a la señora Hemsley por una tal señorita Tyson, por si la conocía de Truro o de los alrededores de la zona, incluyendo una detallada descripción de sus rasgos y vestimenta.

-Lo siento, señor, pero no conozco a la dama de la que me estáis hablando.

De la misma manera o de alguna parecida sucedió con el resto de criados; nadie en todo Blackthorne sabía quién era la mujer de la playa. Esto no causó desilusión alguna en Carter, pues tenía planeado volver a verla en cuanto el sol se ocultara tras el horizonte. Ya averiguaría más sobre ella en adelante.

***

Unas sencillas palabras pueden resultar bálsamo para las magulladuras, sobre todo si nacen del más sincero y tierno aprecio y son liberadas con la sutileza de una voz colmada de gentileza. Carter había descubierto este hecho en la misteriosa mujer de la playa. Los meses habían ido transcurriendo con la volatividad de la brisa, delicadamente placenteros, en compañía de Anne. El dolor que antaño lo había atormentado había sido apaciguado prácticamente, como ella había predicho, gracias a su consuelo y atención. Se había convertido en costumbre visitarla durante las noches en la playa para, en un principio, que fueran escuchadas y comprendidas sus tragedias y, posteriormente, por la intriga que le causaba su enigmática esencia.

Poco a poco, habían ido explorando los interiores de cada uno, aunque Carter no tanto como habría deseado. Mientras que él le había contado todos sus intereses y aventuras, de ella y su pasado no había averiguado nada. Sin embargo, ella le había expresado muchos de sus gustos, entre ellos su peculiar admiración por las personas, cosa que podía parecer extraña al oírla formularse de tan curiosa manera e incomprensible sin ninguna explicación.

-Me gusta observar a las personas que vienen a esta playa desde la lejanía, aprender de sus vidas, sus aficiones, sus anécdotas y las cosas que más les desagradan, y ver a la maravillosa Felicidad colmando sus corazones. La alegría de los otros es la mía, y no necesito nada más. En muchas ocasiones, acuden a la playa infinidad de almas destrozadas, y siento en mi deber ayudarlos a buscar de nuevo esa mínima razón de regocijo que a veces se esconde en lo más profundo de nosotros.

Algunos piensan que es imposible hallar de nuevo ese gozo, pues el temor de adentrarse entre las sombras internas les incita a rendirse. Pero no debes olvidar que esa felicidad nunca desaparece, sigue ahí, entre la oscura tristeza, y debes tener valor para volver a encontrarla. Y ese valor es más fácil de sacar a la luz si tienes un hombro amigo en el que apoyarte, y considero que el mío fue perfectamente moldeado para ello. Además, ¿ que hay más hermoso en este mundo que entregar tu vida al bien de los demás?

A Carter no le podían fascinar más su pureza y bondad. Jamás habría llegado a imaginar que conocería a una persona así. Y tampoco habría podido prever que todas estas cualidades lo cautivarían hasta el extremo de rozar la insania. Los meses anteriores los había pasado entre suspiros y anhelos, para incomprensión de sus sirvientes, rogándole al sol que cediera su paso a la noche para reunirse con el motivo de su nueva felicidad y deleitarse con el encanto de su voz o el embeleso de su sonrisa. Y así, aquella noche que parecía ser igual que las anteriores, sucedió lo siguiente.

Después de un largo paseo por la orilla y una animada charla, Carter giró sobre sí mismo hasta quedar su mirada en contacto con la de Anne. Puso toda la fuerza de su ser en expresarle con el brillo de sus pupilas el fuego que lo consumía por dentro.

-¿Sucede algo?- preguntó Anne, con cierta inquietud en el tono.

-Oh, Anne, he callado ya por demasiado tiempo. Ha sido una batalla perdida y he acabado subyugándome a mi más dulce enemigo. Permíteme la insolente osadía de declararte cúan ardiente es mi amor por ti.

La joven quedó petrificada ante la confesión, a pesar de que ya llevaba tiempo intuyendo que sucedería de manera inminente, debido a la cercanía que profesaba su amigo en los últimas semanas. Carter hizo el ademán de aproximarse a ella, recibiendo su rechazo y manteniendo una distancia prudente.

-Esto ha sido culpa mía; no debí hacer esto. Carter, no puedo corresponder a tus sentimientos; te arrastraría de nuevo a la tristeza y lamentarías tan grave error.

Anne le dio la espalda, dándole la espalda a un anonadado Carter, que no alcanzaba a entender su respuesta.

-No pasará nada de eso. Por favor, atiende mi súplica y concédeme el honor de garantizar tu dicha por el resto de tu vida.

-No, no puedo hacerlo...

-Medité sobre tu idea de entregarse a los demás, y estoy íntegramente dispuesto a entregarme a ti para ello. Mi corazón, mi cuerpo y todo mi ser te pertenecen. Son completa y absolutamente tuyos.

Súbitamente, amargas lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Anne. Carter no supo cómo reaccionar, limitándose a contemplarla mientras llevaba a cabo una resistencia interna para que su fortaleza no se derrumbara. Finalmente, ella se secó las lágrimas y dijo que, por su bien, aquella sería la última vez que se encontrarían en la playa, que no volvería a verla nunca más, lo que entristeció enormemente a Carter. Le hizo saber que siempre permanecería a su lado, dejándolo aún más confuso de lo que ya estaba. La insistente negativa de Carter no bastó para detenerla. En un mínimo instante en el que Carter cerró los ojos para reprimir el llanto y volvió a abrirlos para buscar en su rostro un ínfimo atisbo de esperanza, Anne desapareció inexplicablemente de la playa y, asimismo, de su vida. Los sucesos posteriores fueron como una reminiscencia, degradándose precipitadamente en la desolación.

Perdida la causa de su felicidad, terminó por aislarse dentro de su dormitorio, sin comer, sin beber, balanceándose en el borde del abismo de la locura. Nunca un dolor fue tan cruel, ni un rechazo tan despiadado. Fue la espada que traspasó su corazón, las fauces de la bestia que lo despedazaron, su más hiriente anhelo. Y jamás, jamás un ser humano en este mundo clamó, suplicó, exclamó e imploró por su igual más amado. La señora Hemsley y los demás sirvientes estaban desconcertados ante el desasosiego de su señor, sin hallar medios eficaces que lo levantaran de nuevo. No hubo habitante en Truro que no comentara el lamentable estado del desventurado Sullivan, extendiéndose el cotilleo por toda la costa de Cornualles.

Optando Carter por dejarse arrastrar por la demencia, otra noche más que acarreaba fatalidades, expulsó a los criados de la casa con furiosas amenazas y, despreciando todo cuanto lo rodeaba, arrojó su candil a las cortinas del salón, de este modo prendiéndolas y provocando un fuego que se propagaba de manera vertiginosa. A duras penas logró salir de la propiedad y huir desesperado, dejando atrás a los majestuosos muros siendo calcinados por las llamas. Su espíritu, ahora perturbado, lo guió hasta la misma playa donde conoció a Anne. Se paró en uno de los múltiples acantilados y, jadeante, observó el mar a su frente, totalmente calmado, contrariamente a él.

Y, alzando la vista hacia el cielo, con la luna como testigo y la mirada compasiva de miles de estrellas vigilándolo, bramó al viento todas sus penas:

-¡Oh, desgracia de mi alma! ¡No puedo resistir más este suplicio! ¿Por qué tuviste que abandonarme? Ahora deambulo como muerto en vida, sin más ambición que la de tus ojos. ¡Oh, Anne, espejo de aflicción, no dejes que se corrompan mis entrañas! Me desangro en millones de lágrimas, mis venas se pudren, mi piel es arrancada a pedazos, mi espíritu se marchita. Acude a mi llanto y vuelve a arroparme con tu aliento. ¿Cómo podré hallar la felicidad si mi estrella no me ilumina en la penumbra? ¡Amada mía, etérea pasión, vuelve a mis brazos y no me condenes para el resto de mi existencia!

Su discurso fue interrumpido por varios de sus criados que, alertados por el incendio, habían ido a rescatarlo, encontrándolo en tan mal estado por el camino. Por mucho que forcejeó, Carter no consiguió zafarse de los sirvientes, deshaciéndose en gritos y lamentos. Finalmente, a causa de tantos esfuerzos y tensiones, se rindió y dejó que lo llevaran a Truro, donde el médico lo acogió en su casa, y allí se quedó dormido. Cuando despertó por la mañana, el médico lo estuvo interrogando por la razón de sus males para realizar un diagnóstico, a lo que Carter, abatido, respondió:

-Mi único pesar tiene nombre, señor, y es Anne Tyson.

-¿La señorita Tyson?-dijo el médico, y Carter se sorprendió al ver que alguien al fin sabía de quién se trataba- Debe estar usted equivocado. Es imposible que sea ella.

-Le aseguro que era ella- y se la describió minuciosamente.

-Le repito que es imposible que sea ella; su padre era un gran amigo mío, pero se marchó de aquí después de la tragedia.

-¿Qué tragedia?

-La señorita Tyson, su única hija, murió hace más de diez años, arrastrada por una enorme ola en una noche de tormenta.


En aquel breve instante, el cielo se oscureció. Se avecinaba una nueva tormenta. La tormenta interior de Carter, que acabaría por enterrar el último rastro de esperanza. El último rastro de Anne. 

sábado, 18 de enero de 2020

"¡Corred, insensatos!"


          "¡Corred, insensatos!" Me viene a la mente la frase que Gandalf les dice a los integrantes de la Compañía del Anillo instantes antes de hundirse en las tinieblas atrapado por el Balrog, en Moria. Y de repente se abren ante mi todos los senderos, todas las memorias, la inmensidad magnífica de "El Señor de los Anillos", de Tolkien, y se abre la puerta de los sueños, el círculo onírico que aún arde en nuestro interior.

           Esas dos palabras que se han movido entre el magma de los sentimientos son como la clave mágica que libera el paso a todas las cuevas de Sésamo que se nos aparecen en lo que es el vivir, como un aviso de lo que se nos viene encima en cada jornada, y nos tocase apresurar el paso, correr, danzar, acaso, como los malditos, antes de adentrarnos en los desfiladeros del tiempo y el abandono.

        Una fría lluvia de enero ha caído esta mañana sobre la ciudad, sobre esta Ávila que ahora dibujo en papeles de piedra, rosa del aire, habitándola por completo. Una fría lluvia, madre de toda desolación, impide el paso a la huida, no la de Sam Peckinpah, sino esa otra más vulgar que nos lleva a renunciar a afrontar los naufragios y las derrotas.

       Hoy las plazas están más abiertas y del corazón nace un canto antiguo, que habla de gestas y de hazañas, Publio Cornelio Escipión Emiliano ante Cartago, quizá Aníbal cruzando los Alpes, a las puertas de Roma, y de cosechas y epigramas, del vino ardiendo en las copas de cristal de Murano, de todo aquello que fuimos y ahora renace en unos versos muy largos y sonoros, como tratando de apuntalar la ruina de la noche en la que la luna se desangra.

      Las horas no tienen piedad, no conocen misericordia, pero pese a todo, su guadaña no termina de segar el esplendor de la hierba que crece en el alma, pues estamos hechos de juncos sagrados, de misterios, del aliento de Dios. Y eso mantiene lúcidamente viva la esperanza en que es posible otro tiempo, otra vida, más allá de la muerte y de las estrellas.

      He dejado de mirar el reloj y sus devanaderas, que hilan y deshilan, que tejen y destejen, tal Penélope, allá en una Ítaca que no figura en los mapas, en el confín de los siglos y del recuerdo, como las hespérides en su jardín de nostalgias y ensueños. La niebla sigue jugando a esconder y desdibujar los contornos, en un retablo de figuras inertes y mudas, heladas por el silencio y la indiferencia en la que vivimos, rodeados de hedonismo y abandono.

      Así el mundo, y sus destrozos, como un aullido. Acaso hemos de correr, para no ser los insensatos que se despeñan atrapados por el monstruo, atraídos por el dominio y el poder, por la devastación de todo lo humano, pues como le ocurría a Terencio, nada de ello nos es ajeno.

Fernando Alda Sánchez


(La foto la realizó quien esto suscribe una fría mañana de enero, mientras llovía, en la Plaza de Santa Teresa, en Ávila, y así deja memoria de ello)


         

viernes, 17 de enero de 2020

Exilio interior

Son lágrimas de mercurio

las que por tus ojos
brotan impasibles,
traspasado por una tristeza
metálica que va sajando
honduras, sentimientos
abocados al abismo,
como si te hubiesen robado
la vida de golpe y ya solo esperas
infortunio en los años
futuros. ¿Qué poesía
puede consolar tamaña
pena? ¿Qué música
dulcificar semejante
congoja? No hay arte
ni artificio posibles:
el cáliz has de beberlo tú solo,
en este Getsemaní en el que también
habitan los prófugos, los desahuciados,
los moribundos, los solitarios,
los triturados y aplastados,
todos aquellos desterrados del mundo
y de los hombres: en los patios crecen
racimos generosos de una melancolía
determinante como una orden
de fusilamiento, como un juicio
sumarísimo, como una ejecución
inapelable: es la vida,
que te vacía sin misericordia
a trallazos, y cuando
desnudo y entregado caminas
hacia el exilio interior de ti mismo,
exhausto, sin oasis, sin reposo,
aún te aguardan penalidades
sin cuento, extranjero siempre
en tierra de nadie, en esa franja
imprecisa en la que habitan
los sueños indeseables.
Allí reinarás, con un centro
amargo de muerte y extinción.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 15 de enero de 2020

Tiempo para resistir



            El invierno ha borrado todas las melancolías. Es tiempo para resistir. Ni siquiera hay sitio para la soledad. Al menos, se ve a lo lejos la primavera, que presupone un dulce abrazo, pero su murmullo no parece acabar de venir. Las horas muertas irán cayendo como hojas de un viejo calendario y en el almanaque de la vida quedarán trazos de escritura, jirones de sueños, deshilachados deseos de eternidad.

           Parece como si nada viviese, como si nada alentase en estas alturas mesetarias en las que el corazón se encoje. Nos queda mirar hacia lo alto, a lo profundo e inmenso, más allá de las estrellas... e imaginar el rostro de Dios.

          En esas transparencias dejé la mirada, ensimismado el espíritu, entre vapores de niebla espesa, de soledades de algodón, tierra adentro, en un viaje que aún tiene muchas leguas por delante, hasta los últimos puertos, acaso hasta la frontera de la tristeza.

          El otoño ya es leyenda. Apenas un recuerdo en escritos y poemas, muerto como está en ajadas fotografías, olvidado en ocultos rincones de la memoria. Ya los árboles no nos entregan su fuego sagrado, la llama de la vida que se prepara para transformarse. La desnuda desolación del invierno viene con sus rigores, apretando el paso, y nos tiene atados por el cuello, como para llevarnos a un matadero.

        Pese a todo, aún es posible encender la imaginación, y entre esos resplandores y remembranzas hallar cobijo en medio de tanta tristura, por encima de los silencios y los desasosiegos. Y abriremos un libro con la esperanza de encontrar otras vidas y otros momentos que alejen de nosotros la amenaza de la extinción, la celada del tiempo. Y como lectores que somos tendremos, al menos, la certeza de seguir vivos, aferrados a la escritura, a la letra impresa, al momento gozoso de abrir puertas y ventanas para que entre el aire, aunque venga con los modales de un asesino.

     Parece que lo escrito resulta hoy magro, como sin vida, pero no hay que temer por el desfallecimiento de quien esto sucribe, pues mantiene firme el pulso y el corazón le alienta para continuar con la hazaña diaria de vivir.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay.com)





lunes, 13 de enero de 2020

Retablo del mundo

Es un juego de máscaras y espejos,

de sentimientos susurrados, de medias
voces, de secretos, de palabras
disfrazadas, de aparecidos...
Son pinturas desveladas
en los muros enjalbegados de una estancia
misteriosa, como una escritura
incomprensible que exhibiese
sus arcanos: no hay claves
para vislumbrar el ejercicio
del verdugo cuando el hacha
acomete el grosor del cuello
de la víctima.
Quién es quién
y quién nadie en este baile
mortuorio, entre tintas y pergaminos
escondido el acertijo,
la propensión hacia el abismo
imposible: no llegará a alcanzarlo,
por más que lo intente con desmedido
ímpetu y en su zozobra dejará
rastros urentes que conducen
a la perdición.
Auriga es de una cuádriga de caballos
desbocados, gladiador sin combate,
y entre Escila y Caribdis
busca un paso seguro que tal vez
no encuentre en pleno fragor de la galerna,
olvidado ya Polifemo. Entre las imágenes
hipertrofiadas de este retablo
del mundo descubre las ausencias
y los duelos, aquello que está llegando
mas no encuentra su estación
término, su puerto, su andén,
el muelle en el que atracar
o la playa larga y blanca
en la que quedar varado
y recibir el oleaje como esperanza
y multitud de abrazos fraternos.
Qué será de él, si no aprendiese
a guardar silencio...

Fernando Alda Sánchez


viernes, 10 de enero de 2020

El mundo inmenso



        En estos primeros días de enero estoy de andanzas, quizá tras las huellas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña, con ellos, en campo abierto, buscando la luz de los horizontes ciertos, el límite de los cielos, el final de los caminos, que parecen no tener término. El invierno viene menguado, por ahora, con espléndidos días de sol, sin celliscas ni otras amenazas, aunque por las noches el hielo y sus piquetas abren túneles en la memoria y te dejan los huesos pasmados si te pillan en desabrigado.

        Gredos está luminoso, apenas sin nieve, y resulta espléndido ascender a alguna de sus cumbres siguiendo la estela del cielo azulísimo, diamantino, que es como un espejo. Hay águilas reales que sobrevuelan las alturas y se siente su protección, como si el evangelista estuviese acompañándote en el camino. Sabes que en la cima estará Dios, esperándote con una sonrisa, y preparas una oración mientras asciendes trabajosamente entre canchales y breñas, entre los piornos y el brezo que se aferran a las rocas como si de huesos se tratase. Rocas descarnadas, heridas casi de muerte.

     Luego, solo mirar, desde las alturas, el mundo inmenso, hasta donde alcanza la vista, el Circo Glaciar de la propia Sierra gredense, Guadarrama, los Montes de Toledo,  la Paramera, la Sierra de San Vicente, los valles del Tormes, el Alberche y el Tiétar... vertientes de aguas que no se confunden y que apenas nacidas entre la turba  ya buscan con ansia el mar, el origen. Gredos como el espinazo de España, que dijera  Miguel de Unamuno en sus poemas, esa espina dorsal que a todos nos recorre y nos sostiene. Y abajo, desde El Torozo, el Barranco de las Cinco Villas, casi a la mano, a vista de pájaro, Cuevas, Villarejo, San Esteban, Santa Cruz, Mombeltrán, en el sueño del mediodía.

    No hace falta inventar paisajes, ni comarcas o tierras, únicamente es necesario viajar despacio, ascender a las montañas, dejar que la mirada se extienda como el aire, alcanzando rincones y espacios que luego quedarán, como grabados a fuego, en las entretelas del alma, para seguir viviendo, para seguir soñando.

   Y así el día, de regreso, hacia las Murallas de Ávila, hacia la Constantinopla que imaginaba en su infancia José Jiménez Lozano, como si todos los caminos llevasen a ella en lugar de a Roma, quizá esperando encontrar el Castillo Interior, tan transparente y luminoso, que Teresa nos dejó en su libro magistral, Las Moradas. Allí vive el alma, allí habita Dios.

   Y comienza a caer la tarde, el tiempo muerto, esperando entre estertores la noche que habrá de igualar las tristezas y los afanes. Y, por supuesto, entre tanto, silencio, en el que hay que seguir buscando.


Fernando Alda Sánchez

(La foto, que la ha hecho un servidor, corresponde a la cima del Torozo, a 2021 metros sobre el nivel del mar. Sierra de Gredos, Ávila)


     

miércoles, 8 de enero de 2020

El más desolado de los epitafios

Riela el dibujo de los pájaros

en el cielo
sobre los charcos solitarios
de los descampados. Ha llovido
plomo, una grisalla
atroz que borra los perfiles
de la existencia, alas
ateridas que se mueven
torpes entre una niebla
pétrea y turbia que se ha alzado
desde la desolación,
como el aliento de los difuntos
que respirasen al unísono
entonando un réquiem
cinerario, el más
desolado de los epitafios.


Fernando Alda Sánchez

martes, 7 de enero de 2020

Atrios

Adelfas para adornar los atrios

en los que se congrega la luz recién
creada, la materia prima de la que se hacen
los abrazos, la longitud de las madejas,
la resonancia de las ánforas
vacías, la profundidad de los búcaros
sin agua, un universo
hechizado en el que bucearás
sin oxígeno, levantando la topografía
imaginaria de los fondos de los armarios,
delineando el alzado de las sensaciones,
la extensión de las mareas en el plenilunio.
Todo ello te pertenece, es una patria
compulsiva que va pronunciando
tu nombre entre labios de cobre,
una patria sin bandera
a la que regresan los emigrados,
como el sacrificio que los oráculos
no aceptaron o la adivinación
de un viaje por culturas y religiones
nunca aprendidas. Solo
respirarás el aire de las hogueras
sin llamas, prendidas en la húmeda
leña de lo que nunca ha tenido
hogar, la ininteligible letanía
de los nombres de lo que está
insepulto y jamás
volverá a la vida.

Fernando Alda Sánchez


sábado, 4 de enero de 2020

Pintar un cuadro

Estanques de piedra,

flores de estaño, ciudad de sal,
pintar un cuadro con el viejo
almagre, con la luz de las mañanas
rotas, con la mirada
acuosa del arcoiris recién
plantado, pintar un cuadro
con todo el dolor que cabe en las manos,
con el sufrimiento que se escapa
como arena
entre los dedos.
Hay árboles de mármol,
extraños seres
desesperados, almas de nadie
que buscan dueño. En ese paisaje
atormentado es donde
habita tu conciencia,
el corazón solitario que atiende
el azar del viento cuando ciñe
el talle de las veletas o peina
incesante las copas insolentes
de los árboles. Alumbra
audaz el alba el perfil
de los cementerios: urnas,
nichos, fosas, lápidas,
alientan entre la niebla
un despertar desvalido de labios
tersos que se buscan
y no se alcanzan,
las lágrimas del día.
Volver a pintar el mismo
cuadro con otros óleos,
con otra luz
inventada, con el mirar
mortecino de la vela que se agota,
iluminar estancias,
abrir paisajes, rosas de mercurio
flotando en espejos
agrietados. Tal vez tu
última voluntad...

Fernando Alda Sánchez


jueves, 2 de enero de 2020

Desasosiegos invernales



           La tinta se ha secado en la estilográfica y la escritura parece imposible en este comienzo de un año redondo y bisiesto que, como todos, nos promete El Dorado. El tiempo dirá, y tal vez nosotros mismos, en qué queda todo, quizá en penumbra, como casi siempre, en la frontera de lo posible y de lo soñado, esa especie de duermevela que nos mantiene vivos y con esperanza, pues la realidad en ocasiones resulta tan acre que no es posible digerirla. El reloj ya va corriendo, aunque tengamos la sensación de que camina.

         Sin embargo, todo se mueve, aplastando nuestra finitud. No es aquello tan socorrido en los velatorios de "no somos nada", pero tiene sus semejanzas. Tras el desbordado jolgorio de despedir al año viejo y dar la bienvenida al nuevo, el corazón sigue de resaca espiritual, pues nos falta empeño, y en estos primeros días nos apetece aún contemplar la vida en pijama y zapatillas, el pelo despeinado o sencillamente revuelto, con ojeras, como ayer, muy probablemente atónitos pues no pensábamos que tras la farra los problemas seguirían siendo los mismos. Eso sí, en unos días vienen las rebajas y lo tenemos todo de saldo, hasta las ilusiones y los buenos propósitos que, en el entusiasmo de lo que nos parecía un cambio de agujas, entre las doce campanadas y las felicitaciones, nos estábamos haciendo.

      Pero no importa. Siempre ha sido así. Y sin duda remontaremos la cuesta de este enero que ahora arranca tan tímidamente como el propio invierno, perdido junto a Bóreas en las soledades árticas. Allí también, acaso, nuestros deseos, esperando mejores bonanzas, pues ahora hay que aletargarse un tanto para conciliar estos rigores que vienen crecidos, en avalacha.

       Fuera el sol luce espléndido, y los grados del termómetro en estas alturas abulenses, tan alejadas del nivel del mar,  indican que el día será agradable. Luego la noche será, por sorpresa, como un espejo asesino, llena de ojos o de estrellas, de una belleza fría como la muerte que te abraza con un helor inconmensurable. Es entonces cuando se te encoje el corazón, cuando miras el helado firmamento, y sientes la intención de encender una velita para ver entre tanto negror y también para calentarte un tanto las manos, que tiemblan ante la inmensidad. Pronto a casa, a buscar cobijo y conversación, un poco de humanidad, la oración que has ido retrasando todo el día. Cristo está contigo, sois amigos.

      Ante estas congojas invernales nos queda pensar en la primavera y en las flores que vendrán a dar color y luz a estos desasosiegos a los que no acabamos de habituarnos, por más que nos los traguemos con arrope y con buena disposición o voluntad, pues siempre queda un regusto a acíbar, muy persistente y obstinado. Aunque, todo hay que decirlo, nuestra determinación, finalmente, es más poderosa.

      Y así las horas, desmadejadas, como rotas, en añicos, esperando las alas de Ícaro para abandonar el laberinto y salir a campo abierto, al horizonte y los caminos y, tal vez, respirar más fuerte y más hondo, que es lo que pide el alma.

Fernando Alda Sánchez

(La foto, que la ha realizado quien esto suscribe, corresponde al manzano existente en la Casa Natal de San Juan de la Cruz, en Fontiveros, Ávila)