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viernes, 29 de noviembre de 2019

Entre dos luces


        Entre dos luces viene hoy el día, una la del sueño, y la otra la luz de la lluvia, que se desangra en un lento goteo como de llanto contenido. En esa incertidumbre, pues no sabes si amanece o es el ocaso,  el alma rescata sus dudas, esas que guarda en el fondo de las alcancías y de los bargueños, en los baúles de los ajuares, junto a los dorados membrillos que perfuman la ropa y los recuerdos atesorados en los armarios.

        Llueve tan despacio sobre el jardín de casa que el seto de leylandis parece ahora un muro transparente, desdibujado entre imaginarios ventanales que el agua va agrisando y que permiten ver otras parcelas y campos interiores, como en un reino soñado en el que no habitase nadie.

       En estos momentos el corazón se sabe más solo. En el hogar únicamente hablan las sombras desde los rincones y el silencio hace enmudecer al pensamiento, que hiberna mostrando un latido sostenido y plano, como si no quisiera causar disturbio en esta confusión de vacío y de tristeza. Nada indica que haya vida más allá de tu ser, e, incluso, no te atreves a asomarte a los contornos deshilachados de la habitación por temor a que terminen por deshacerse.

     No obstante, no queda más remedio que vivir, y proclamas tus intenciones, aunque en voz baja, para que el caballo de la depresión no galope desbocado hasta el confín de la memoria. Y así las horas, como desgajándose, como desmigándose de un pan ácimo y duro, perdida la certeza de saber que alcanzarás algún piélago con ínsulas pobladas al menos por los recuerdos, pues el futuro no se manifiesta.

   En esta zozobra palpas los dedos de una mano con los de la otra, sabedor de que así tendrás un asa a la que aferrarte si todo se derrumba con esta luz cianótica y artificial que arde tan inconsútilmente ante los ojos, en esa frontera indeterminada de lo que crees es la verdad y lo que en realidad te muestran los sentidos.

      Apenas en las manos un pequeño puñado de bolígrafos, un lápiz, un viejo cuaderno, en el que tratas de escribir esto que ahora plasman la escritura y tu voluntad, como un último estertor de la nieve o del fuego, una lumbrarada de frío, un puñado de ceniza arrojado al pecho para que no se te olvide que al polvo vas a regresar. Memento mori.

    Quizá la tarde se abra con otros vuelos y sea posible la esperanza. Y cruce el cielo el milano buscando un rayo de sol amargo, suficiente bandera para alcanzar el fin de la jornada y ya, en la noche, junto al fuego protector, volver a imaginar el inmenso horizonte de Castilla y la fuerza del mar de cielo, de tan altos cielos, oteando desde los cerros el soñar pastoril de los rebaños que cruzan por los caminos de la Mesta estas soledades y estos desamparos habitados de luz, de sombra y de nada.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

jueves, 28 de noviembre de 2019

En el principio

En el principio, el Verbo. Siempre,

fuego y agua. El evangelista
sueña el Reino.
Luz nunca dibujada. Luz de Resurrección.
Cristo de nuevo entre nosotros,
estrenando la madrugada del mundo
que alumbra un resplandor que a todos
nos abraza.
Luz de amor en los algodones de las almas,
luz de hogueras
perpetuas, luz de Cristo
que diluye las tinieblas del orbe.
Vestida está mi alma
con fulgor de vida eterna,
Señor, resplandece entre las brasas
más hermosas, es rescoldo e inicio,
y como el agua que nació
tras la lanzada en su costado,
así fluye y alimenta mis anhelos...
Bautismo y alianza,
la misericordia del Padre
que siempre espera,
redimida mi esclavitud
y roto el pecado. Llevo en los ojos
prendida la antorcha de la alegría,
y a mis labios regresan
cánticos antiguos, músicas nuevas,
la oración y la Verdad,
que presagian otras auroras.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 27 de noviembre de 2019

Paseo de los tristes


          Desde los abismos del alma retornan lecturas, confundidas con los sentimientos y los llantos, en esos "Cien años de soledad" que todos parecemos vivir en este devenir nuestro, condes de Montecristo como somos prestos a escapar de nuestro particular Castillo de If. El día también trae sus prisiones, que no son precisamente el "Castillo Interior" teresiano, ni siquiera los muros de esta Ávila mía que sufre ahora los estragos del otoño con infinita paciencia, esperando un invierno que viene con las promesas nupciales del hielo, con el puñal de la helada en la mano, para un banquete de soledad.

         Parece uno estar en "Busca del tiempo perdido", en medio de los "Gozos y las sombras" de nuestra existencia, sabedores como somos que nada retorna, pese a nuestras nostalgias y melancolías, pues todo es "pasar haciendo caminos sobre la mar", en mi caso, sobre los "campos de Castilla", evocando a Antonio Machado, que en estos días van despojándose también de los esplendores del otoño en el preludio de la extinción de todo fulgor, de todo destello de belleza. Luego nos quedará el campo abierto, para retar al insomnio y a la luz vencida, al corto recuerdo de que estamos siendo mientras el reloj devana las horas con voracidad de filoxera, como si tuviera más hambre de la habitual y fuera devorando lo que queda de nuestra juventud: gaudeamus igitur iuvenes dum sumus, que cantábamos despreocupados en la Universidad en un perenne carpe diem que ya se nos ha marchitado en los labios y en el corazón, como esas flores ajadas en  jarrones con el agua pútrida que son incapaces de brillar.

        En uno de los maceteros del jardín han brotado unas breves florecillas equivocadas de estación, pues no son del otoño, reverdecidas acaso por las últimas lluvias, tras tantos meses de sequía, engañadas por la suavidad de la temperatura en estos días. Son un mínimo repunte de color, como diminutas mariposas posadas en el verde revivido, y está el alma tan abotargada que resultan un consuelo, un mensaje de clemencia, un respiro para tanta devastación como contemplan, heridos, los ojos entrecerrados con los que te asomas al mundo como por entre los listones de una persiana de sombra y de miedo.

    En este Paseo de los Tristes, y no precisamente a los pies de la Alhambra, en el que transcurre mi caminar en esta jornada que no acaba de alumbrar sus remembranzas, sus desasosiegos, resuenan mis pasos con ecos literarios, con las leyendas de Irving, con el poema de Alberti, que nunca entró en Granada, hasta que al cabo de los años lo hizo por la Puerta de Elvira y la calle del mismo nombre, contemplando toda la belleza que habita entre el Darro y el Genil. Decía que resuenan mis pasos, tal vez con la voz de Lorca, con su llanto y sus lunas de muerte de color  verde, en el deseo de una primavera que tardará en llegar, asomado a las almenaras de las cumbres de Sierra Nevada, soñando con el mar, tan cerca.

         Ávila y Granada, entrelazadas por lazos de historia y sangre, por el granado que mi amigo Rafael Gómez Benito trajo desde la segunda y plantó junto a la estatua de San Juan de la Cruz en la primera, gracias a la Revista Calle Elvira, y que hoy va creciendo y fructificando en las soledades y rigores de esta Ávila que sueña, como la poesía sueña por nosotros, palabras hermosas y lúcidas, en un sentir de mirtos y de álamos, de estancias místicas, de patios enamorados, de mozas y soldados, en un río sin retorno que va a morir, sesteando, al mar fecundo y dulce del encuentro de la mano de la doncella que es la nieve.

       Y en estas evocaciones me dejo ir, sin esperar nada a cambio, a recostarme entre las nubes, a posar mi cabeza, aureolada hoy con una trágica corona de oro viejo, sobre la madre del viento y de la pasión. Cantará mi voz sobre las torres una nana para dormir a los hombres y a los pájaros, que esperan un despertar airado en los confines de la tierra de la desolación.

Fernando Alda Sánchez
 
(Foto: pixabay)

       

       

lunes, 25 de noviembre de 2019

Unión mística

Zorzales y narcisos,

despierta el día
mientras dibujas jardines
y dédalos en el papel
ocre del cuaderno.
Dios ya te espera,
abierta la luz,
mientras amanecen los ojos
a un nuevo mirar:
todo se viste y el tiempo
se despereza en un último
bostezo. Es momento
de oración. Una campanita
retiñe lejos. Hay voces
suaves en el silencio,
susurros, y no es la brisa
en el tejado. El alma
se arrulla, crece
purísimo el azul del cielo:
no hay música que iguale
ese instante levísimo
de enamorado encuentro.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 24 de noviembre de 2019

Los libros que ardieron


 

        El viento trae hoy presagios y condenas, una luz final, la palabra reseca de los recuerdos muertos. La lluvia viene descalza, con los pies heridos, en pedazos, como si el otoño, desatado en sus elementos, no conociese su nombre y solo se le pudiera mirar y nombrar desde el fuego, en el hogar, pues va apurando sus estragos.

         Hoy es un día para releer despacio "La montaña mágica", de Thomas Mann, o para abismarse en "Pabellón de reposo", de Cela, y mirar la nieve, desafiante en las cumbres, contra un cielo de silencio,  dejar que la lectura y la melancolía obren el milagro de salvar el día sin caer en la desesperación de lo enfermo. O caso estamos en el "Pabellón número 6", de Chéjov, entre lo real y la locura, en ese eterno debate que enfebrece las renuncias y la desolación.

           En esta desmemoria recuerdo los libros que ardieron en tantas piras funerarias, por desgracia, muchas, pero sobre todo recuerdo "Fahrenheit 451", de Ray Bradbury, que resume todas las hogueras librescas, todas las noches en las que se rompieron los cristales de los libros, asesinados con largos y voraces cuchillos de odio y totalitarismo.

           ¡Si al menos hubiera un camposanto para los libros que se quemaron, allí podríamos dejar sus cenizas! Pero su sombra vaga irredenta, con el viento, perdida en caminos y desiertos, y la lluvia no enciende su fulgor.

            A los libros de papel los queman. ¿Cómo arderán los digitales? ¿Bastará una tecla para borrar los ceros y unos de los que están hechos? ¿Bastará una desconexión, una falta de fluido eléctrico, la caída del sistema, la rotura de la fibra óptica para que dejen de respirar? ¿Los libros ahora son más frágiles que el simple papel? ¿Será todo ello más impersonal, más frío, más helador, más inhumano? Quizá tengamos que comenzar ya a memorizarlos, a ir guardándolos en las alacenas del alma, para no desaparecer nosotros mismos con ellos en cementerios electrónicos, en algoritmos de niebla y abandono, empeñados,al igual que ocurre con nosotros, en una eutanasia que sólo conduce a la extinción. Acaso es eso lo que deseamos, lo que queremos.

      El viento y la lluvia son hoy jinetes de un Apocalipsis diferido, virtual, que no llega nunca, pero que ya ha comenzado a dejar que se asome la "Tierra Baldía", la de Elliot, en la que quizá vivimos. En estos estertores otoñales el raciocinio languidece como luz de acetileno, ahogándose en fantasías y en cuajos de letra impresa, de papel mudo, de sueños deshuesados y vencidos. Tal vez la incierta llamada de la verdad, que te arrastra en las arboledas de la fiebre, consiga finalmente su propósito más firme: iluminar la caída del pensamiento, entre la civilización y la barbarie, como el soldado desconocido que es.

       Basta.


Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

viernes, 22 de noviembre de 2019

La luz renace

Ilumina el mundo su crecer,

su engaño, la luz
dudosa de atardeceres
exiguos, brotes de sombra,
apenas brillos de miseria,
carbón oscuro.
Ese es el color de tus ojos,
que se han alimentado de tinieblas,
tantos años idos en pendencias
vanas, en enredos de zarza
seca y de alcoba, en tristes
presagios de amaneceres
tristes, en azumbres
de veneno y vanagloria.
Hoy regresas, ardido el pecho
en pasiones tenebrosas, inútiles
laberintos, duelos de nada,
pura iniquidad,
solo el sabor de la arena
en labios desérticos.
Misericordia, misericordia,
clamas ante la llama
encendida del Sagrario,
y Cristo te mira
con esos ojos que miran por dentro,
en la mirada
del Padre, que todo mal
redime, y es la paz,
el alma florida de lirios
y alondras, el abrazo eterno:
ego te absolvo... todo comienza,
es nueva el agua,
la luz renace,
y el aire abraza y te perfuma.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Tanto silencio


           En ocasiones el corazón no tiene quien le escriba, como le ocurre al viejo coronel de la novela de Gabriel García Márquez. Y sales a campo abierto, a retar a la muerte con una espada herrumbrosa y una adarga agujereada, sin peto o cota de malla que puedan protegerte. Y el pensamiento, que suele ser bastante traicionero, se va por los Cerros de Úbeda a las Batuecas, o a Babia, o a esos lugares imaginarios que los escritores han ido creando en el devenir de la literatura. Y cabalgas, esperando que los perros ladren, para tener la cervantina certeza de que vas montado sobre Rocinante, preguntando a los arrieros por el camino a Macondo, a Castroforte del Baralla, a Vetusta, a la misma Ínsula Barataria, o a la Tierra Media, quizá a Liliput, con la ciega esperanza de que todos los caminos conducen a Roma, o a Ítaca, o más bien a la próxima venta en la que encontrarás aventura y también una nueva decepción.

          En esas soledades, que parecen ajenas, pero son las tuyas, estás perdido, buscando salidas entre los pliegues del tiempo. Está la lanza en el astillero de la memoria, esperando que la gloria pueda redimirla, mientras la grisura de la luz se va deshaciendo en la corona de los oteros, entre los chopos desvencijados que el otoño sigue desnudando sin misericordia alguna, como buscando de ellos el tuétano y la savia lenta que aún mantiene su pulso.

          Acaba de amanecer el día y ya anochece. Has perdido las señas para llegar al último reducto de la alegría. Hay señales en el cielo, pero es mejor no mirar y apretar el paso en un intento por alcanzar refugio antes de que la helada comience a perlar los sotos con sus cuchillos. Hoy habrá que salir del paso esperando carta; mañana será otro día y vendrá con su afán y, seguramente, con su miedo.

           Camino a Emaús te encontrarás con Cristo resucitado, y ahora te preguntas si sabrás reconocerle de primeras, o habrás de esperar, como los discípulos asustados, a que parta el pan y el corazón comience a arderte, para regresar luego a Jerusalén. ¿O serás como Jonás, que no quiso ir a Nínive? Hoy le busco en las ermitillas que me salen al paso. Está esperando mi visita, pues hay días en que tampoco Él tiene quien le escriba, tal es la desolación del mundo y de los hombres. Tanto silencio. Un ángel pasa.

         Piensas que a alguna parte te llevarán los caminos. Los milanos apenas vuelan y las tierras de labor duermen, esperando, mirando al cielo. Una cruz de piedra en medio de la inmensidad de los campos y de los alcores te recuerda quién eres y hacia dónde debes ir. Enciende una candela, una velita, si acaso, para no saberte solo en medio de estas derrotas. La estrellita, como la que prendiera Teresa en su San José de Ávila, deshilachará las tinieblas, será faro y compañía.

         Ahora, en la espera, como el coronel, aprieta los dientes, ama; sal, de nuevo, a la vida, y celebra que cada mañana se abren tus ojos, que tus oraciones encuentran gracia. Y sigue caminando, sin rumbo acaso, por estos pagos devastados, por este paisaje en ruinas, buscando, siempre buscando, la puerta por la que alcanzar la amistad de Aquel que te escribe todos los días sin tu saberlo.

Fernando Alda Sánchez


   (Foto:Pixbay)


     



       

       

       

martes, 19 de noviembre de 2019

Encantamientos


          Hoy, en la memoria, las andanzas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña por los laberintos de mi imaginación. Resuenan nombres entre la niebla, como Puerto Lápice o la Cueva de Montesinos, que conforman el paisaje de un nuevo retablillo de Maese Pedro. El hidalgo loco alancea los molinos del otoño, que giran desaforados, como si fuesen gigantes o endriagos de un reino brumoso.

          El encantamiento me ofrece un bálsamo de Fierabrás con el que ir sanando las heridas que el tiempo ha dejado llenas de sal, a medio cerrar, y el yelmo de Mambrino se ofrece cual trofeo para el paladín que sea capaz de embridar tantos desafueros. En llamas tengo las ideas, con este desgobierno de la razón, y no encuentro la salida al dédalo de la tristeza.

         Como a Sancho, deseoso de gobernar ínsulas de papel, me queda Barataria, el último reducto, como la Ítaca de Ulises y de todos. Y escucho los sabios consejos de Alonso Quijano, más cuerdo que nunca, para que mi empresa sea un éxito. Estas ruinas que ahora contemplo, muros que un día se alzaron poderosos, son hoy pasto de ganados, herrumbre y zozobra, pero mantienen su esplendor, izándose frente a la muerte, cenizas enamoradas, rescoldos de hombres y de sueños.

          Quizá soy el galeote en la cuerda de presos, el pastor enamorado, el escudero hambriento, o Ginés de Pasamonte que trata de burlar la justicia en esos caminos inhóspitos, prestos siempre a la aventura y a la conversación. Acaso me encuentro con el bachiller Sansón Carrasco o el licenciado Pedro Pérez, en amable visita, o el barbero, el ama o la sobrina, quizá Dulcinea tejiendo sueños en El Toboso del deseo...

       Fuera, el frío y el sol, que no se despegan, vuelan, como el grajo, a ras del suelo. Ávila se ha levantado estremecida, mirándose en un cristal de hielo. José Jiménez Lozano decía que cuando él era niño y venía, desde su Langa natal, a Ávila, al ver las Murallas le parecía estar en Constantinopla. Creo acertadísima la comparación que tanto me ayuda a evocar otros lances. Los reinos encantados y los caballeros andantes existen ante semejante contemplación. ¿Qué aventuras hubiera imaginado Don Quijote ante estos muros? Acaso Cervantes no conocía Ávila y no pudo soñarlo. Tal vez ese encuentro literario habría supuesto nuevos desvaríos en esa frontera entre la lucidez y la locura en la que habita el viejo hidalgo manchego. Pero solo es un suponer, en el afán imposible de ir más allá de la narración.

      No son alucinaciones, ni encantamientos, ni hay magos poderosos disfrazando y confundiendo la realidad. El mundo sigue girando vertiginosamente. Los días se suceden y este noviembre al que tanto tememos ya va mediado, buscando su salida. Todos tenemos en el ADN parentescos con Don Quijote y Sancho y siendo, como es éste, muy grande hablador, desearíamos poder contar a otros nuestras cotidianas hazañas, nuestros desvelos y desasosiegos, mientras recorremos los caminos a los que la vida nos enfrenta, para redimir nuestra soledad y el empeño que ponemos en morirnos, finalmente,  acaso sin habernos enterado de que hemos vivido.

    Ayer decía que la nieve ardía en La Serrota, en Gredos también, y así sigue en estas horas en la mañana en las que la nostalgia despunta y remueve brasas dormidas y aviva tizones que prenderán por dentro del corazón, en el alma misma. Los campanarios están vacíos, como nuestros nidos, esperando a las cigüeñas que vendrán por San Blas, trayendo ese poso de alegría y esperanza que, en medio del invierno, muerto el otoño y sus desolaciones, nos hace presentir la primavera. Y entonces seremos, o seguiremos siendo, con el mismo asombro de la infancia, antorchas que alumbran para poner límites a las tinieblas. Y el alma sonreirá, dibujando otras nubes y otras flores, con lluvias y aromas nuevos, como la luz en la calle.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)



lunes, 18 de noviembre de 2019

Un ángel de tristeza


       La nieve arde en La Serrota en este día tan indefinido en el que la luz se pierde en una gama de grises interminable. Los ojos no aciertan a comprender cuanto te rodea. Es necesario otro tipo de conocimiento más profundo, más extenso también, para alcanzar alguna seguridad en estos instantes en los que el mundo amanece en hora incierta. Un ángel de tristeza sobrevuela el tiempo.

        El otoño sigue dejando sus devastaciones por todas partes. Los árboles, heridos, gimen bajo el peso de la niebla y del olvido, esperando el sepulcro del invierno con absoluta resignación y en el alma hay cadenas que rechinan con honda congoja, sin llegar a saber cuál es su origen o procedencia.

         La nieve tiene un fulgor de muerte, un brillo de abandono, un resplandor de soledad. Sobre las aceras de la calle se pudren las grandes hojas de las moreras, vistiendo de ocres intensos, como rescoldos de corazón y de médulas, los pasos perdidos y nunca recobrados de nuestras andanzas por el retablillo de la vida, por la representación del existir y sus celadas.

         En este abandono, en esta laxitud, en este dejarse ir en el que las horas se desmadejan con abulia y desencanto, resulta inútil todo ejercicio de consciencia, cualquier intento de asirse a la memoria, cualquier amago de aferrarse a lo real. Hay que dejar volar la imaginación, abrir las compuertas de los sueños, dar rienda suelta al impulso de lo onírico para no caer en la desesperación.

         Ya vendrán otros días con sus afanes y sus gozos, con la celebración de la certidumbre de saberse vivo, sin testamentos por firmar o herencias que repartir, sólidamente asentados como estaremos en la pulcritud del tiempo que irá mostrándose con la nitidez necesaria que requiere la situación. Ya vendrán otros días con nuevas vendimias, y será la fiesta de la memoria, la ebriedad de la existencia, el baile lúcido del retorno.

        Y mientras, la nieve seguirá ardiendo en el Cerro del Santo, en los páramos desolados que cercan mis anhelos, en el firmamento estrellado de las noches sin término, en el mapa improbable de la duda, junto al fuego y la desmemoria, en el deseo de que acabe pronto este naufragio.

Fernando Alda Sánchez



  1. (Foto: pixabay)

domingo, 17 de noviembre de 2019

Siempre junto al agua

Noche, jazmines,

galanes abiertos asomando
al silencio: solo tu presencia,
Abba, en este jardín de almas.
Se que estás
aquí, en la brisa
invariable del sur,
entre los mirtos, quieto,
como los labios que quisieran
abrirse y nombrarte y decir.
Mecen tus brazos con ternura
de madre mi sueño
inquieto, y al trasluz
imagino, en la duermevela
más dulce, que soy alondra
en tus manos, aire
nuevo, el respirar
pausado de un arcángel
que en el fondo de la memoria
habita. Tú o nada.
En mi patio, junto
a un plato de dátiles,
espero tu visita,
bajo el sosiego de la luna,
siempre junto al agua.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 15 de noviembre de 2019

La lectura y la nieve


         Hoy es día de lecturas, de abismarse en los libros, de buscar el cálido abrigo de la letra impresa. La nieve ha enfriado la luz y las certezas. En los ojos un velo de niebla no deja arder los sueños y el tiempo gotea desde los tejados sin llegar a derretirse. Uno es consciente de que hoy será difícil asomarse al mundo y respirar, por lo que quizá es mejor ver transcurrir la vida desde el balcón de todas las nostalgias.

          Abrir un libro, leído o no, y sentir la emoción plena de que la belleza y el pensamiento fluyen ante la mirada del lector, empapando sus entresijos, calentando entrañas y oscuridades internas, esas que en ocasiones mantenemos coaguladas en el alma y que no nos dejan sentir o pensar. Abrir un libro y saber que en ese acto tan íntimo está la libertad, la confirmación de saber que existimos, de que todas las ataduras se han roto y nuestro navío ha tomado un rumbo quizá incierto, pero que nos pertenece, pues somos sus dueños.

         Leer y encender la hoguera de la evocación, el despertar onírico a otras realidades, el adentrarse entre la bruma deseando la sorpresa, el encuentro, la palabra, el hermoso fulgor de la escritura hecha con el corazón sin esperar nada a cambio, el arte. Leer y ver más allá de la página escrita, más allá del volumen encuadernado, ver con nuestros ojos y con los ojos del que escribe, entre las llamas y los rescoldos, vislumbrando otras emociones que nos liberan del engaño de la rutina y de su mortal ensalmo.

        Te invito a leer, querido lector, como el que lo hace expresando, acaso, una última voluntad, para que ambos sigamos vivos, tú leyendo y yo soñando que me lees, para que en esa comunidad espiritual de ambos dejemos crecer la voluntad de seguir caminando juntos. Te invito a leer, amigo mío, para que sigamos creciendo en la lectura, en el deseo de conocer y de explorar, de creer y ser creídos, de asomarnos a la vida y a la belleza para implicarnos en ellas.

       La nieve otoñal que ha transfigurado el paisaje no será el sudario de la esperanza. Aún permanecen encendidas las pavesas de la palabra, sigue ardiendo el resplandor de lo que somos, la eternidad en un instante, el asombro y la liberación.

Fernando Alda Sánchez


  1.       Foto: Pixabay

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Como un cañaveral

Como un cañaveral

ardiendo está mi alma
al saber de tu amor, Cristo,
llamaradas de estrellas al nacer,
una noche de silencio y de oración
eterna, solo Tú, Amado,
desvelando el camino y la Verdad.
Así siempre, en lo profundo
del corazón, pues amanece
al recordar la sal,
el humilde grano de mostaza,
los pozos en los que se esconde
la nieve, la vida, es el alba
perpetua de la Resurrección,
no el mundo, sino otro Reino,
la esencia que desde lo hondo
resuena y aflora en un manantial
de luz que como el sol abate las tinieblas
y alumbra el fulgor
del día y de la esperanza.

Fernando Alda Sánchez

Más allá de la muerte y de las estrellas

Luz del Sur, un luminoso

balcón que se abre al día,
mientras el Ángelus
detiene el reloj escondido
que duerme en las penumbras
del espíritu. Sed de Ti,
amor tan grande.
El infinito paisaje
del archipiélago de la vida
se hilvana en el instante
que retienen mis ojos:
Presencia. Está aquí,
oculto en las entretelas
de la luz, respirando,
desde siempre.
Desea ser amado, es Amor.
Estás en Él, eres Él.
El agua eterna de su pozo
conduce a las moradas del cielo,
más allá de la muerte
y de las estrellas.

Fernando Alda Sánchez

martes, 12 de noviembre de 2019

Ni una nube


         Ni una nube. Un cielo azul inmaculado espejea en la mirada, que ensancha sus horizontes. El sol brilla con frío, al borde de la helada. Ávila se ha  despertando como de un largo sueño de piedra y de siglos y las almas comienzan a habitar las calles en las que el silencio aún reina con plenos poderes. Esta rosa pétrea se abre con la primera luz que alcanza a acariciar sus pétalos, para vestirse de nada.

           El otoño viene frío ya, como  buscando mordernos el tuétano más hondo, y sus dedos gélidos presienten ya la nieve que anda merodeando las cumbres, como alma en pena, sin decidirse a bajar aún a los valles, que resisten inútilmente la que será la ceremonia nupcial del invierno. La nieve volverá a ser tálamo. Aún hay árboles en llamas imaginarias, como aparecidos que anuncian la lenta extinción del tiempo y la memoria.

          El corazón solo está hoy para andar por casa, en zapatillas, encogido, en duermevela, pero abierto al misterio de lo que habrá de fraguarse en el deseo, como viviendo en ese tiempo de silencio de Luis Martín Santos, esperando la redención. La voluntad habrá de ilusionarse a fuerza de quererlo, pues estamos hechos también para caminar. Y habrá caminos y posadas, la aventura de sentirse en el mundo abriendo los brazos para recibir la lluvia y el consuelo.

           Quisiera salir en esta mañana, que sigue desperezándose, a los campos, a buscar la libertad, y hallar el vuelo de las grandes águilas que campean por los encinares, sobre la cicatriz del lecho arenoso del Adaja, que respira seco. Quiero salir a encontrarme con la libertad que perdí en tantas renuncias, en tantas derrotas, en tantos desafueros que escribieron mi biografía con letras de plomo. Quiero tocar la luz, sentir el sol sobre mis hombros, el viento peinar mi cabeza. Quiero correr tras la transparencia del aire, incendiar el alma con llamaradas de amor y perdón. Abrazar a Cristo en la inmensidad de mis abismos. Regresar a la infancia, vestirme una vez más los ropajes de la inocencia. Explorar el territorio inmenso de los sueños, los océanos de la resistencia al dolor. Y saber dónde nacen.

          En el almario he dejado todos mis despojos, la gangrena del tiempo y de la prisa, el acíbar de la desilusión, el láudano de la desesperanza. Tengo tierra por delante, todo un paisaje por descubrir, caminos para pintar con los trazos que dibujen mis viejas y rotas sandalias, con el polvoriento soñar pastoril que bajo los cielos alumbra espacios en los que imaginar la vida, otra vida, sin cadenas o grilletes, sin tributos, solo con la voz interior del que vuela libre, no en bandada, y con el dulce imaginar de Dios.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)


  1.        

Encuentro

El alma sueña bajo la sombra

de los alisos que un torrente de agua
nutre, y en el frescor está el Paraíso,
la quietud de Dios que habla
en voz muy baja, susurrando
desde el cenit del día.
El tiempo ya no reina, la luz,
detenida, no sigue su curso,
solo amor es entonces
uno con el Amado.
Si es música o deleite,
no lo se, mas el infinito
se ha llenado de eternidad,
así noches y días pudieran ser del estío,
embriagado de amistad tan grande
que las aves que en ese lugar
anidan son silencio y transparencia,
y el pulso late espaciado como si no quisiera
causar disturbio en el encuentro.

Fernando Alda Sánchez


lunes, 11 de noviembre de 2019

Ya no recuerdo el mar


         Me asomo hoy a la luz del día para descubrir el asombro de la celebración, la estancia de la alegría, el círculo de la magia de seguir lúcidamente vivo entre la ruina. Nombras el mundo como si fuese nuevo, a estrenar, y el lenguaje te obedece con la precisión de la maquinaria de un reloj. Se alzan ciudades en la imaginación y no renuncias a habitar las fronteras del reino al que acabas de llegar.

          El mundo sigue girando con el atroz desprecio a todo cuanto pueda ocurrirte, pero eso ya no resulta importante. El cielo está gris, como de ceniza turbia, y en el seto de coníferas del jardín se ha quedado prendida la última lluvia de la noche, como si fuese el adiós para siempre que se pronuncia en el andén de una estación desolada que se encontrase en el fin del mundo, sin nadie a quien mostrar un pañuelo blanco que se agita al viento desde una mano temblorosa. Es la emoción de tanta soledad como logras abarcar en los abrazos que nunca diste.

          El futuro, ahora, en este instante, no tiene nombre. Será siempre esa tierra incógnita que está por descubrir, en la que no hay ventanas para asomarse. Siempre es presente, en la negación del tiempo. Cierta ironía me viene a la memoria y alumbra una sonrisa entre los labios, que quieren hablar y manifestar la rebeldía de lo que fue y hoy no encuentra recuerdo, y ha quedado dormido en una eternidad sin nombre. Es un sueño larguísimo de éter.

         Ya no recuerdo el mar, ni los oleajes del sentimiento, ni la pálida brisa de la ensoñación, o el salitre en las alas al remontar el vuelo para comenzar viaje. Es como una desmemoria arraigada en lo más hondo del corazón, allí donde habita el respirar del abandono, el tenso músculo de lo más ignorado e indefenso. Ya no recuerdo el mar, tal vez tampoco el bramar del viento contra los imperturbables acantilados de lo inevitable.

        En medio de la desmemoria, no obstante, aún arde una llama, como en la tumba del soldado desconocido que todos llevamos dentro, allí donde lloramos las renuncias, las palabras que quisimos decir y no pronunciamos, los amores no correspondidos, lo más oculto e inconfesable qué aún envenena la conciencia.

       Así viene el día, con ese aire de incertidumbre a la que no acabamos de poner rostro en este paseo de los tristes de aceras tan melancólicas y deshabitadas por el que caminas buscando el horizonte de la esperanza, el tibio resplandor de la certeza.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)



  1.        

Solo soy hierba

Solo soy hierba que arde en un soplo

de fuego en el estío: como Job clamé
contra Ti, cuando no era nada
mientras creabas órbitas y planetas.
El salmista lo dice: ¿qué soy
para que te acuerdes de mi?
Y sin embargo, no me has arrojado
a la fosa, no caí herido en la red
del cazador, y ofreces un magnífico
banquete para mi ante mis enemigos.
El salmista lo recuerda:
eres mi refugio, mi alcázar,
y serán siempre mi sueño
y mis desvelos la alabanza que proclama
la grandeza de tu heredad.

Fernando Alda Sánchez


domingo, 10 de noviembre de 2019

Ascésis

En las tinieblas te he buscado,

en la noche más honda
y más amarga,
desde lo profundo e insondable
he clamado.

Escribí tu nombre, Señor,
en las arenas más ardientes;
entre ásperas rocas y escorpiones
habité, mi voz se secó
al sol, de sal se llenaron
mis llagas y con el lagarto
y el áspid fui peregrino,
y siempre bendije
tu dulce Nombre.

Fernando Alda Sánchez

sábado, 9 de noviembre de 2019

El día, en penumbra


         El día ha amanecido como en penumbra. Las nieblas ocultan el sol escaso y un velo de agua mansa, pero muy fría, viste de tristeza los contornos. Enciendo el fuego en la chimenea con la convicción del que se acerca a un oasis para encontrar en él la salvación. La leña, junto a las piñas, arde pronto, como el corazón de los discípulos de Emaús después de haberse encontrado con el Señor resucitado. Al menos esa certeza prende la esperanza, como una lamparita en medio de las tinieblas, y eso es mucho.

         Es sábado y todos han venido a casa. Hay conversaciones y abrazos. Todo bulle. Es, quizá, "la casa encendida", de Luis Rosales. La vida sigue viviendo, pese a todo, brotando en medio de la ceniza de los días amargos y de la soledad, pues tiene raíces hondas, que buscan el agua como las higueras, y la encuentran, y renace el espíritu y una sonrisa se nos queda prendida en el rostro para el resto del día. Incluso, creo, también para la noche, en la que si la niebla lo permite contemplaremos el plenilunio.

         Alguien me dice que ya estoy escribiendo sobre tristezas y melancolías, sobre fondos grises, sobre lágrimas y quebrantos. Pero no es así, es solo que en ocasiones la realidad aprieta, y el que escribe no puede sustraerse a los embates de la crudeza, a los zarpazos del dolor. Uno se aferra, por ello, a lo que tiene, y si miras bien a tu alrededor siempre hay otras almas que padecen grilletes mas atormentadores que los propios, y no es que sea un consuelo, pero es un motivo para seguir apretando los dientes y mirar de frente, sabiendo que no estoy solo, pues además de los que me rodean y me quieren bien, tengo a Cristo, que me abraza como un amigo.

        Afortunadamente el fuego arde y expande su calor. Verlo crecer es mucho más que un consuelo, es la constatación de que estoy vivo, de que en las entrañas hay amor, de que la pascaliana caña pensante además de pensar, ama, de que por encima de toda realidad, de toda razón, los sentimientos, de los que estamos fuertemente entretejidos, son más fuertes que la muerte. Estamos hechos para amar y entonces, creo que así es, somos "polvo enamorado", que escribiera Francisco de Quevedo en ese soneto inmortal que ahora recuerdo como si lo llevase escrito a sangre y fuego en la piel.

        La lluvia sigue deshaciendo la luz neblinosa,otorgándole un cetro de tristeza al día, que no quiere avanzar, pues teme el ocaso, la rendición a la noche. Pero no hay forma de detener la determinación del reloj, la zozobra de lo inevitable. Y a eso nos enfrentamos a cada instante, todos los días. Soy, somos.

       El fuego abraza, como buscándote los entresijos, dentro de los muros que conforman el espacio sutil de la chimenea. Enloquece, acaso como nos ocurre a nosotros cuando en la cabeza nos bullen tantas ideas y tantas sensaciones para las que no hay escape, puesto que somos como árboles en pleno invierno que quieren crecer y nunca llega la primavera.

       No todo es duelo. Por debajo de la luz están los recuerdos, plegados en la memoria. Un verso puede desatarlos, liberar su empuje, el ímpetu que nos sobrepone a la desolación. Y así se irá consumiendo el día, en la celebración del olvido, en el festejo perpetuo de ser. Mientras, escribo.

Fernando Alda Sánchez
       
(Foto: Pixabay)



viernes, 8 de noviembre de 2019

Solo quiero ser...

Solo quiero ser una mota

de polvo en tus sandalias,
el primer gramo de aire
que sale de tus pulmones,
Señor, el rescoldo
más pequeño en la lumbre
que encendiste aquella noche
para espantar el frío,
una miga de pan de la Última
Cena en tus manos,
la luz final que ves
al cerrar los párpados
con el sueño,
la hoja seca que se cae del ramo
cuando te aclamaban al entrar
en Jerusalén,
la gota de vinagre más ínfima
que pudo posarse en tus labios
en el martirio de la Cruz,
la arena que pisaste
en cualquier camino de Galilea
y ya es sagrada,
la sombra de la higuera que no cortaste,
el grano de mostaza, la sal de la tierra,
el trigo entre la cizaña,
el ruego del centurión,
la carne del leproso que sanaste,
solo quisiera ser Zaqueo, Jairo,
María Magdalena,
¡Lázaro resucitado!
Mateo, Lucas, Santiago,
Juan y Pedro,
la samaritana en el pozo de Jacob,
red en el lago Tiberíades,
un pez, el cordero,
seguir caminando con los discípulos de Emaús,
la llama de una hoguera
en el Pretorio aquella noche,
un olivo junto a tu Oración,
una astilla de tu madero,
el ladrón bueno, el Cirineo,
y estar, para siempre,
contigo, el más pobre entre los pobres,
el último para entrar en tu Reino.

Fernando Alda Sánchez






jueves, 7 de noviembre de 2019

El Ángelus y la espera



      Se esperaba para hoy la nieve, con su revuelo blanco y su misterio, pero no acaba de llegar. Parece que está en ello, como casi todo en este mundo líquido que es un baile de máscaras, en una eterna Venecia que sigue pudriéndose en sus cimientos y sus canales. Pero la nieve ya vendrá. Se la espera, como al Godot de Samuel Beckett. El día alumbra con un cielo entreverado de nubes albas, que se irán tornando grises, cuando las horas se rediman en el reloj de su condena a muerte. Tempus fugit, como una guadaña de sal que fuese helando los brotes verdes que nacen en el alma y pronto son mudo recuerdo.

        Afortunadamente, las remembranzas también brotan, y ayudan a vivir. Hoy anidan de forma muy cálida en mi memorias de infancia, pero no sólo de la mía, sino de la de mis hijos también. Y son como algodones, plumón cálido, ternura infinita. Y escribo esto cuando me sorprende el mediodía, la hora del Ángelus, y no puedo por menos que hacer un alto en el camino de la escritura, para pedir a la Madre que nos siga cuidando, a todos, a mis hijos, y a mi esposa, a la que beso todos los días con una llama de amor más fuerte, y le doy gracias a Dios por tanto tesoro y tanta bondad como me ha entregado para que los cuide. Alumbra entones en la memoria algún lienzo de especial belleza, como la Anunciación de Fra Angélico o la de Leonardo Da Vinci. Y no me canso de verlas.

    "Angelus Domini nuntiavit Mariae", el Ángel del Señor anunció a María, y como ella espero yo también que un ángel me visite, me anuncie la buena nueva...  en la espera de verdad. Pronto será Adviento, y por encima de tanto reclamo comercial y de tan excesivo consumismo, que parece nos va la vida en ello, en vez de pensar que lo importante es que nacerá Nuestro Señor, que nos ama, hasta el extremo, estaré en tiempo de espera, esperando la llegada de quien viene a salvarme. No es el ángel el que está por llegar, no es el que quiero que venga, sino el Niño Dios. Y será hermoso. Será fascinante. Y la alegría prenderá coronas de fuego en el corazón, como si quisiéramos que siempre fuese Navidad. Más es necesario que se cumpla la Escritura, y vendrá la Cruz y su desgarro.

    En la calle, el sol balbucea algunos versos, como queriendo ser poeta, un mal poeta, desde luego. Desde las ventanas la luz se hace más grande, como para ahuyentar penumbras y zozobras. Son sueños humanos los que brotan hoy junto a la nostalgia, arrancando jirones de niebla en la memoria y en el deseo, todo mezclado como el guiso fraterno que se cocina en las marmitas y en las ollas de las altas cocinas de las casas de antes, cuando junto a ellas la vida se hilvanaba y entretejía, en indisoluble vínculo, pues las cosas se hacían con mimbres de compromiso y eran para siempre.

      No crea el lector, al que siempre tengo presente en mis oraciones y en estos escritos que van desgranando el alma y la inteligencia, que en ocasiones parece con fiebre, que todo esto que lee son ensalmos y melancolías de otoño, fuegos fatuos, lumbraradas mortecinas de un espíritu débil que agoniza bajo una luz enfermiza de gas. Piense el lector que es un regalo también para él, de parte del que escribe, para que sepa de los desasosiegos por los que transita el que esto firma, que no es más que un hombre, como la hierba del salmo, que nace por la mañana, verdeando hermosa, y por la tarde la siegan, cuando, como decía Juan de Yepes, nos examinen del amor.

     No hay cantos de sirena en mi voz, ni añagazas, ni celada alguna. Tampoco tristezas. Solo hay paz, la de Cristo, la que no es de este mundo. Y en ella encuentro el rumbo del camino, del viento que anima al peregrino, pues por tal me tengo, a seguir, de santuario en santuario, buscando, preguntando por Aquel que tanto ama.

       La tarde habrá de llegar con la luz que muere, quizá con la nieve a la que tanto se espera en este interminable año de sequía, y somos, acaso, como esos personajes de Luigi Pirandello que están buscando autor, aunque nosotros le tenemos cierto, por mucho que nos empeñemos en no querer saberlo. La tarde se irá, vendrá la noche, y yo seguiré, como siempre, buscando calentar estas pobres manos que me sirven para dibujar el mundo, en la dulce duermevela de los sueños, con hogueras imaginarias y con el calor de los que junto a uno habitan, en plácida concordia, en el paisaje del hogar, para no ser el coronel de García Márquez que no tiene quien le escriba.


Fernando Alda Sánchez

(Foto: La Anunciación, Leonardo Da Vinci, tomada de pixabay)



   



         


Dios me llama

Cuánto dolor en cada aurora,

en la luz que amanece
y abrasa la esperanza.
Es la vieja máquina de escribir
a la que le falta
una sola tecla
y ya duerme en el limbo,
o las fechas que se apuntan
en los cuadernos cuando se inician
y no tienen día de término,
acumulando lagrimas y destrozos
entre papeles desvanecidos.
Diarios moribundos, estertores de tinta,
en los que la letra
agoniza desangrándose
en trazos azules o negros,
como arterias abiertas o grifos
viejos que la herrumbre
ha malogrado. Quisiera
despertar ahora, despojarme
de este letargo, revivir
entre los mapas inéditos
de una vida por estrenar.
Quisiera volver a ascender
a una montaña entre la niebla
y coronar el sol y los cielos,
mientras dura el día
y las campanas guían el vuelo
sutilísimo de las águilas
hacia la inmensidad:
Dios me llama,
es el hombre nuevo que renace
y alcanza hermosuras y transparencias,
arboledas de aire,
plenitud en la mirada
infantil que se asoma
al círculo y la estancia,
allí donde habita el Amor
más grande que soñarse pudiera.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 6 de noviembre de 2019

El Todo en la Nada

 
   



         Buscar el Todo en la Nada. Así le gusta decir al escritor abulense José Jiménez Lozano cuando se refiere a nuestros dos paisanos más universales, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Buscar el Todo en la Nada. Ahí reside la esencia de la mística, especialmente de la mística de estos dos carmelitas universales. Y de ahí, quizá, mane también la estética carmelitana que propició la reforma teresiana: la desnudez de los muros de una celda, baldosas de barro, un camastro, el recio hábito, una ventanita para asomarse a la luz del día, una vela en una palmatoria, el silencio del claustro, los desiertos a los que retirarse, las ermitillas para orar desde el interior, la desnudez más absoluta, pues solo Dios basta en esa noche que el alma atraviesa buscando al Amado.

        Para desgracia nuestra, vivimos en medio de reflejos de espejismos, ni siquiera en la propia realidad. Acaso en la deformidad de las imágenes de los espejos del Callejón del Gato, que inspiraron los esperpentos de Valle Inclán. Estamos rodeados de ruido, pero vivimos en un mundo de silencio en el que ser, seguir siendo, intentar ser, resulta atroz. Solo estamos, puede que de paso, como siempre, pero completamente desarraigados, ajenos, extranjeros como somos, que diría Albert Camus, envilecidos por la peste de tener.

       ¿Nos atreveremos algún día a buscar el Todo en la Nada, es decir, a buscar a Dios en el silencio, en la desposesión, en el vacío? ¿O seguiremos aparentando a jugar con el fuego prometeico cuando solamente somos "los hombres huecos, somos los hombres rellenos apoyados uno en otro la mollera llena de paja", que diría T.S. Elliot en su "Tierra baldía"?

         En este día tan gris que el otoño ha traído hasta las puertas de la Muralla de esta Ávila que hoy parece no querer despertar, me quedo con mis paisanos carmelitas, buscando allí donde nada existe, allí donde todo es transparente, allí donde sobra cualquier adorno, en la desnudez del alma frente a Dios. Alejado del mundanal ruido, que escribiera Fray Luis de León, en la seguridad de que solo hay un camino, una luz, una certeza.

       Y ahora seguiré mirando cómo el día no acaba de crecer, cómo la luz mortecina, que parece provenir de una vela a punto a extinguirse, no ilumina, y entonces es mejor volverse a mirar por dentro, replegarse, aguardar, acaso, la nieve que anuncian para mañana, que alboreará las cumbres de las montañas y dulcificará con su blancor los prados exahustos y sedientos. Mirar por dentro, como nos ve Cristo, sin mamparas ni disfraces. Mirar esas celdas conventuales carmelitas, en San José o La Encarnación, por ejemplo, y ver la búsqueda, el empeño del alma por hallar el Todo en la Nada, para no quedarnos siempre viendo la luz al final del túnel y, por fin, llegar a ella.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)

Un Reino que no es de este mundo

Árboles en llamas como aparecidos

en medio de la espesura del bosque:
nieblas, densidades,
el alma busca a tientas el abrazo
intenso del Amado.
Dios habla desde el esplendor
de las flores, en el murmullo
infinito del agua, en la nube
rota que desde el cielo se esponja.
Luz tan hermosa que viste
de transparencia el hogar
de la mirada y la ternura.
Es el origen del fuego,
es Amor, es un dardo
ardiente que traspasa el corazón
y lo habita, dulce abandono
entre el rocío y las rosas,
un éxtasis de ángeles.
Eternidad presentida en la cárcel
del existir, cuando el cuerpo es prisión
y el deseo busca sereno las fronteras
de un Reino que no es de este mundo.

Fernando Alda Sánchez

martes, 5 de noviembre de 2019

La voluntad de los mapas


        Todos tenemos un mapa con el que visitar las desolaciones que hemos ido acumulando en el corazón. Desolaciones propias y ajenas. Desolaciones sanadas y otras que siguen abiertas, supurando. Es un mapa tan triste, que cuesta mirarlo. Quizá lo tenemos olvidado, o lo utilizamos poco para recorrer nuestro itinerario espiritual, pero existe. Es como un alzado de la visión del mundo que te queda tras una batalla: solo ruinas y cadáveres, aguas pútridas, hogueras, un dolor que cabalga como un jinete del Apocalipsis, una soledad tan grande que resulta inabarcable.

        Mas la vida nos lleva también por otros caminos, y la alegría se instala en nuestros balcones, aunque pueda parecernos que es en un difícil equilibrio. Las azucenas nos ofrecen toda su luminosidad en el alféizar de una ventana, el cielo vuelve a ser azul, de un azul inmaculado, como el de los cielos de Ávila cuando en el invierno el espejo del hielo hace todo más transparente, y el corazón se esponja, respira hondo, como queriendo volver a vivir. Así que también tenemos un mapa de vivencias intensas y hermosas, en las que están apuntadas nuestra boda o el nacimiento de los hijos, o, simplemente, una mañana de sol y aire que ha limpiado, como si de fuego se tratase, los cuévanos de nuestros interiores, esos que resulta tan difícil ventilar adecuadamente.

        Es la voluntad de los mapas. Nuestra voluntad. Amanece el mundo, se suceden los días y los trabajos, y, quizá, nos encontramos frente al vacío existencial, que está hecho de muchas cosas, especialmente de las que más nos afectan de forma negativa (no daré ejemplos, pues cada cual tiene los suyos propios). Ese vacío nos lleva a otro más grande, hasta que nos asomamos al abismo mientras nos tiemblan las piernas y en el corazón se ha instalado el frío, un frío peor que el de enero, y se nos ciegan los ojos y nos falta el aire.

        Y entonces, ¿qué? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Los acertijos del horóscopo, los arcanos de las sibilas, el consumo en vena, las adicciones a todo aquello que nos va a destruir? Algunos creemos en Dios, pensamos que es el único que puede llenar ese inmenso hueco que se ha venido a vivir con nosotros dentro de nuestro ser. Y en la esperanza que ello nos da encontramos un sentido a tanta sinrazón.

        El otoño sigue haciendo estragos fuera, mientras miro estas devastaciones, que son como las de la edad, tras el cristal. No son sólo los árboles los que nos ofrecen sus oros nuevos, sino la ausencia de aves, que parecen  no querer volar ya, o los estragos de la lluvia en el alma, que está como con hipotermia. Miro el otoño, que es uno de los umbrales de la vida, y se que el invierno está cerca, que es el final. Pienso en los ríos, en Jorge Manrique y las Coplas que escribió a su padre muerto, y pese a tanta tristeza, a tanto desvarío como se me enciende en las entretelas, que no me deja dormir, se que hay esperanza, que los caminos tienen salida, que conducen a la Resurrección y la Gloria, y que no estoy solo, pues conmigo recorre el camino Cristo, que me mira, como un amigo, desde los oteros, desde la penumbra de las ermitas, desde la sombra de las fuentes, junto a las nubes, desde los zaguanes y en las encrucijadas.

      Recorro los mapas de mi vida. Sobre una mesa están desplegados, usados, arrugados, desleídos. Conforman una tierra que conozco. Está llena de islas, como Ítaca o Barataria, de hogares, de mundos sutiles, que dijera Antonio Machado, que he ido tejiendo, quizá en la memoria de Penélope, en la espera y la esperanza. Y entonces se que nunca dejaré de esperar.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

     

     

Una candela

Una candela en la noche,

tanto negror y tan poca luz.
Sobre el páramo helado las estrellas,
Dios mío, mi Señor,
eres la llama,
la única llama,
Abba, en esta angustia
sin límites que siento
en las tinieblas
de vivir. Solo tu presencia,
nada más anhelo.
Tu misericordia,
Padre, tu misericordia.
Una mirada tuya
que encienda el gozo del alma,
como el que siempre espera
tener esperanza y un día
alcanza la Gloria de la Resurrección.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 3 de noviembre de 2019

El viento es el camino



          El  viento es hoy el camino. Va, como un río, abriendo encrucijadas. Le sigo como el que se fía de un mapa impreciso, con nombres de lugares borrosos, gastados por el uso o el agua, sin una dirección concreta, sin un destino aparente, con carreteras sinuosas que se entrelazan, en un dédalo de colores incomprensibles que conducen a la locura.

          Claro que nos gustaría saber el origen del viento, visitar allí donde nace, y saber dónde va, dónde muere, el sitio exacto en el que reposan sus huesos una vez que ha dejado de soplar. Conocer sus cenizas. Nos gustaría su libertad, pero estamos hechos de apegos, de raíces que nos van anclando, de amarres y nudos, de cuerdas que también se entremezclan. Eso sí, resulta hermoso sentirse, en ocasiones, un viento fuerte, vigoroso, que enloquece a las veletas de las torres. Quisiéramos ser ese viento que no cesa nunca, preludio de tormentas, ese viento que pudiera arrancar de cuajo todo el óxido que se ha ido depositando en el corazón y que ha conformado una costra salitrosa, oscura, irreductible, que no nos deja querer.

          Me conformaré ahora con sentir el viento ulular afuera, rondar el tejado de la casa, desmelenar las copas de las moreras de la calle, despeinándolas de hojas en este otoño remilgado y tímido, mientras sueño con singladuras y viajes, con caravanas de sombras, mientras me entrego a la liturgia del primer café del día, para despertar los ánimos. En las manos tengo una rosa de los vientos de fuego, me arden los puntos cardinales entre los dedos sigilosos.

          Habla el viento, y yo escucho sus cantos de sirena, entre Escila y Caribdis, mientras las horas se desangran lentas en los relojes, como si fuesen aves migratorias que un día han de regresar. Eso quisiéramos... Mas todo fluye, como el viento, que en esta mañana de domingo en el que la luz se espesa en grises no usados, pero la lluvia no llega para bendecir la ceremonia del recuerdo, las bodas de sangre de la memoria.

Fernando Alda Sánchez


(La fotografía es de pixabay)
     




  1.        

sábado, 2 de noviembre de 2019

Resplandores



          No es fácil sentarse a escribir todos los días y comenzar a desarbolar la memoria, tratando de desbrozar hojarascas y ramajes innecesarios, en un ejercicio de poda tan audaz como inútil, pues no siempre encuentras lo que buscas. El consuelo reside en que el lector sabrá perdonar este desastre y aguardará, paciente y misericordioso, a que la próxima vez tengas más tino y sepas ofrecerle aquello que espera, o lo que no se espera, pero que está a la altura de lo que escribes.

           Esta digresión inicial no tiene ningún sentido, salvo el de hallarse uno perdido por las ramas, en este Día de los Fieles Difuntos, comenzando noviembre con el ánimo templado y las ganas de superar, ya veremos cómo, el mes más triste del año, dicen, sin saber muy bien por qué lo califican así. Noviembre es puro otoño, y no tiene por qué estar lleno de melancolías. Acaso sea porque la luz de los días se va acortando más y más, como si se nos fuese acabando el aceite del candil y en la alcuza no tuviésemos reserva y creciese en nosotros la certeza de que se nos va a acabar sin que veamos el final de la noche.

          Pero no nos entretengamos en estas tristezas, en nostalgias innecesarias. El esplendor del otoño nos sigue ofreciendo toda su belleza, y ya vendrá la esperanza. Los árboles se siguen vistiendo de oros cálidos, de sangre palpitante, de una luz imposible que es un regalo para los ojos. Merece la pena, por tanto, seguir saliendo a pasear, aunque el negror de la noche se nos venga encima como de repente y tengamos que buscar refugio allí donde lo encontremos.

           Ayer, Día de Todos los Santos, encendí la chimenea en casa. El crepitar del fuego, sus lenguas danzantes, me devolvieron a la noche de los tiempos, a aquella en la que el hombre balbuceaba su primer existir, bajo bóvedas de piedra, a la luz titilante de las llamas y de los misterios. Y no podía dejar de mirar, de forma atávica, claro, esos resplandores que tanto bien hicieron a mi alma, pues en ella removieron ascuas desconocidas, ascuas ignotas, que allí mantienen el eco de lo que soy y de lo que otros han sido, el sueño de Dios, el espíritu que insufla cuando nacemos de la arcilla. Mas no me sentí como el hombre de la caverna platónica, aunque sí más libre, por el hecho de asomarme a estos abismos y tener una hoguera a mano. La leña de las encinas resistía los embates de las llamas con fuerza, aunque luego todo fue ceniza, más no eran las mías, pues yo seguía soñando con vida eterna. Y soñar es vivir, por supuesto, aunque nos parezca mentira, pues en el sueño también tenemos emociones, late nuestro corazón, pese a tener los ojos cerrados.

       Noviembre comienza a andar, y tiene sus misericordias: unas humildes castañas asadas, como fruto primordial del otoño, pueden bastarnos no sólo para calentar las manos en los primeros fríos, sino para aflorar recuerdos de infancia y de juegos, memorias lúcidas de cómo se ha ido conformando nuestra vida, para descubrir la altura de la existencia, el parpadeo de las estrellas en las noches en las que el hielo campa como un jinete del Apocalipsis en estos páramos abulenses en los que habito. Y será suficiente, seguro, pues esas castañas me devolverán a la fragilidad del presente, que se rompe en pedazos de cristal, en ocasiones muy cortantes, pero que nos vemos obligados a recomponer minuciosamente, para no perdernos en el camino.

Fernando Alda Sánchez



(La foto es de pixabay)

De profundis

De profundis clamavi ad te, Domine,

y mi voz se agosta en su viaje,
aunque pronuncia tu nombre:
desde esta sequedad te llamo,
desde este desierto te llamo,
no comprendo tus designios,
lo que deseas de mi,
no alcanzo a saber
de tu silencio, de tus noches
interminables, de la llama
secreta de tu fuego,
de las ascuas que consumen
mi ser hombre todos los días.
No se el origen
de la hoguera, el manantial
de los rescoldos, la causa del incendio,
mas no me aparto de tu fidelidad,
del pozo de agua viva
que refresca tanta desmemoria.
Me traspasa tu misericordia,
siempre contigo,
como la sombra a la luz,
como la cima al valle,
como tu sueño al mío,
en un respirar
pausado de tórtolas
que en su nido alumbran
el más hermoso amanecer.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 1 de noviembre de 2019

Si yo pudiera...

Si yo pudiera, Cristo,

en vez de un clavo ser una flor
abierta en su belleza entre tus huesos
doloridos, si en vez de una lanzada
pudiera ser el aleteo
de una alondra en tu costado,
si en vez de un latigazo
pudiera ser el viento
amigo, el agua fresca
y profunda que sabe a vida
eterna, si en lugar de la corona
de espinas fuese los pétalos de la rosa...

Si yo pudiera ser el Cirineo
y no el desprecio,
Cristo, si yo pudiera
sostener tu cabeza un instante
antes de entregar el espíritu,
si yo pudiera ser más valiente
en la persecución,
y no haberte negado
tantas veces a la luz
incierta de las hogueras
de aquella noche y de todas las noches.
Si yo pudiera...

Fernando Alda Sánchez