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jueves, 30 de junio de 2022

Diario de desasosiegos, 2 / Nieblas y dédalos


      Piensa el poeta que este Diario ha comenzado entre nieblas y dédalos, como le suele ocurrir a él en la vida, en la que todo viene entrelazado y confuso y es necesario ejercer algún tipo de discernimiento para alcanzar la luz al final de los túneles, y para que el Minotauro de la locura no nos pille desprevenidos.


     Al fin y al cabo, eso es escribir, escapar de la muerte y de la vesania, casi a diario, pero no de la muerte física, de la cual transcenderemos aquellos que conservamos la fe en el Reino de los Cielos, sino de esa otra que son la acidia y la rutina, esa pereza que afecta al alma y que te ha calado hasta los huesos y de la que no sabes cómo despegarte, y que te lleva, cree él, a oscuros laberintos de abandono.

      Por eso escribe el poeta, y así lo estima, en lo que vale, como peso en oro de Ofir, ese tesoro que ha encontrado en un campo que parecía yermo, pero que esconde aquello que es más hermoso y resplandeciente, acaso la paz del alma, la seguridad que da el saber de quién se ha fiado, y quién le espera al otro lado del puente que es la muerte.

      El poeta escribe esto hoy en el jardín de casa, cerca del madroño y de los lilos, jardín al que, como en otras ocasiones, se acercan amigos, de los que así merecen llamarse, algunos de muchos años ya, y a los que espera junto a Horacio, que aquí sigue, entre el jardín y la biblioteca, como quería Cicerón, pues el primero no se marcha, avecindado, fidelísimo, pero también San Juan de la Cruz, que trae sus noches oscuras en el soñar de las horas, y las fuentes y manantiales que él bien conoce, y Santa Teresa, la de Ávila, con su castillo interior de diamante o de cristal, y los dos Pedros, el Bautista y el de Alcántara, tan cercanos, en esta tierra de santos y de cantos, y el poeta ora con ellos, en la plenitud de los que son los últimos días de junio, que aún demuestran con creces su largueza, y que le parecen, junto al otoño y sus esplendores, las jornadas más hermosas del año, aquellas en las que el alma se enciende, en sus carbones más antiguos, y aviva los alientos, el respirar mismo, que es como decir que  mantiene al rojo vivo la esperanza.

     Y en esas está el poeta, buscando siempre, en su cosero, que decía José Jiménez Lozano, como cuando él viajaba, en su infancia, hasta Ávila, que le parecía Constantinopla, aunque al poeta, acaso, le recuerda a Nínive, en todo caso por sus murallas, y por la inmensidad de los cielos abiertos, que se ofrecen como una misteriosa victoria sobre el tiempo y el mundo, y sus devastaciones, y en estas quimeras se debate la ausencia, mientras un alcaraván sueña, en la llanura inmensa, en medio de la luz que nos bendice a todos, como una promesa.

     "Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando", tal escribió Juan Ramón Jiménez, y en el jardín cantarán los pájaros, el mirlo, los carboneros, algún verderillo, puede que un colirrojo tizón, el jilguero, hasta los humildes gorriones, que le miran, sin asustarse, como si el poeta fuese uno de ellos, pero, de momento, éste no se irá, pues está sereno, ebrio de mediodía, iniciada la tarde, bajo unas nubes levísimas, apenas unas gasas deshilachadas, bajo el azul inmaculado de estos cielos tan altos que son los de Ávila, como un regalo o un don del Altísimo.

       Y con los pájaros el poeta evoca otros años, otros estíos, algunos de la infancia, cuando todo era, o parecía, más puro, como perlas, como la nieve nueva que todos los eneros regresa para vestir de alburas el paisaje y los perfiles de lo real, que parecen otros, tal recién estrenados, acaso también de aquello que se asoma entre las sombras, y no sabemos si es en verdad o es una entelequia, un fantasma, tal  vez un aparecido de esos que vagan errantes por nuestros sueños y confunden las certezas.

      Las veletas, erguidas sobre las torres, reposan hoy sus desvelos, pues el viento no ha regresado por donde solía. Todo está en calma, sin sobresaltos. Hasta el reloj parece no respirar, como anestesiado o yerto, y será la noche, luego, más tarde, un himno de silencios y de estrellas, que al poeta le parecerá el preludio de la eternidad.


Fernando Alda

Las alas de Ícaro, 42

 



XLII


Un mirlo ha venido a asomarse

a tu tristeza, en este jardín
que habitas cuando se acaba el verano
y todo es espera de otoño, un final de flores
y frutos, que derrama un esplendor
dorado y nuevo, como la luz
que te aguarda en cada esquina
cuando paseas tus soledades,
la melancolía que se desborda
en tus ojos en los que aún alumbra
la razón de las auroras,
el color de la alegría.


Fernando Alda

lunes, 27 de junio de 2022

Diario de desasosiegos, 1 / Zarandajas

  



A  MODO DE PRESENTACIÓN

Inicio hoy esta nueva serie de reflexiones sobre la literatura y la vida, bajo el título común de "Diario de desasosiegos", quizá siguiendo el libro de Fernando Pessoa, mi homónimo, o de alguno de sus heterónimos, acaso Ricardo Reis, en el juego cruzado que permite la niebla que envuelve a toda creación, que busca la luz, los lectores o el espectador, en la maraña en la que suelen venir los asuntos humanos, que no me son ajenos, tal vez como las cerezas o los zarzales, entremezclados, intrincados, siempre en el laberinto que es toda vida, de la que queremos escapar buscando, tal vez, al menos algunos, la Eternidad.


ZARANDAJAS


      Siente ganas el poeta de escribir sobre lo que concierne a los adentros, pero no acierta a encontrar un título adecuado que sirva de encabezamiento a lo que, de todos modos, puede considerarse un ejercicio de reavivar rescoldos en la memoria, que fluyen por medio de una oculta melancolía que llama la atención de sus lectores, al considerarse tristeza, aunque el poeta no se cree triste, sino más bien melancólico, que no es lo mismo, al menos en la certeza de quien esto escribe.

      La distinción es imposible de establecer, pese a que el poeta no duda que pueda hacerse, pues se trata de una cuestión de sentimientos, acaso porque la tristeza puede mover a las lágrimas, mientras que la melancolía es solo un estado, intenso, del alma, que nos hace ver el mundo, y cuanto en él existe, con otros ojos, acaso tras un filtro de lluvia.  El poeta no se perderá en estas inextricables malezas, y deja el discernimiento para aquellos más doctos, tal vez más pacientes, y más sabios, pues él no busca la sabiduría, sino el esplendor de la misma, como el de la hierba, el del poema de William Wordsworth, que se titulaba "Oda la inmortalidad", y que el poeta tanto admira.

      En estas disquisiciones está enredado, que parece cuestión de encantamiento, como si de un Amadís se tratase (acaso Tirante), por lo que ya no sabe si firmar las entradas del diario como alguno de sus heterónimos, tal Fernando Pessoa, al que tan unido se siente, o si debe llamar a estos escritos diario de desasosiegos, por los que siente como el lisboeta, o elogio de la melancolía, imitando a Erasmo, el de Rotterdam, salvando el símil de la estulticia, aunque, a fin de cuentas, todo será resultado de una batalla incruenta, que dejará un paisaje de papeles en pedazos y letras muertas, sangrantes, sí, pero de tinta y poco más, nada que no pueda resolverse con alguna palabra en cabestrillo y algún ungüento famoso con el que restañar heridas, que pueda aplicarse a la sombra de los hondos zaguanes de esas ventas que nos salen al paso, Puerto Lápice, del Hambre, o de las Ánimas, o de cualquiera que pueda hallarse en este largo y fatigoso Paseo de los Tristes que lleva a la desmemoria y que es la vida.

      No sabría decir el poeta a quién pertenecen estas reflexiones, si le son propias, o bien han venido, prestadas, con el viento y se han enredado en las veletas del alma, que giran, en su herrumbre, con cierta dificultad, y espera que la misma sea pasajera, mientras ahora es mediodía y el sol va abriendo oscuridades, como el que abre las ventanas de las alcobas más ocultas, aquellas que casi nunca se airean, y va perfilando las rosas que en el jardín crecen, ajenas al tráfago del mundo, en la plenitud del círculo y de la espera.

      Es obligado decir que el poeta mantiene encendida su velita, día y noche, en este su peregrinaje hacia la Eternidad, para decirle a Dios, que está esperándole siempre desde la umbría de las ermitas más escondidas de esta Castilla que es suya también, que sigue buscando, esperando, con las puertas de su corazón abiertas, engalanadas como de boda, para que el Esposo entre y habite esas estancias de sueños y niebla en las que va entretejiéndose la vida, que es una urdimbre, y sus desconsuelos.

       El poeta, además, se compromete a ir desgranando éstas y otras cuestiones que tan hondo nos atañen, pues, a buen seguro, irán surgiendo al amparo de las revueltas del camino, como lo hace el agua entre breñas y peñascos, para mantener la llama sagrada de la que estamos hechos en permanente vigilia, tal un centinela en la noche, en la que van abriéndose estrellas, o los ojos de los arcángeles, como si el firmamento acabase de despertarse por vez primera, en el alba de la Creación.

       Horacio ha venido esta mañana al jardín de casa (éste ya luce espléndido, con la calma del estío) para quedarse. Él sabe por qué y, yo, también. Estaremos en conversación sobre el arte de la poesía, ahora que tan sucia y rota parece, tan malherida y desportillada, y, tal vez, sobre otras zarandajas que nos conciernen, que, pese a su poco valor, ayudan a ir pasando los días y sus desvelos.


Fernando Alda




Las alas de Ícaro, 41


 
XLI


Últimos días de septiembre,

el verano arde en el pasado
con ascuas que pronto serán violentas,
carbones rojizos, ocres, amarillos
de oro viejo, bajo la lluvia
y la niebla. Imposible recordar
otros años, otras hogueras,
el sol muriendo en estertores
de fiebre,
racimos hinchados que se ofrecen
voluptuosos en el transcurrir del tiempo,
que sigue siendo, avanzando
con sus ávidos quelíceros de acero
en la circunferencia de la que no somos
capaces de salir. Nos asiste
la ceguera, el no saber ver más allá
de aquello que nos rodea, como en un sepulcro,
esos límites que nos sostienen
y son la medida de una almohada de tierra.


Fernando Alda


sábado, 25 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 40

 



XL


El aire se ha detenido, es ausencia,

y sueña el fuego con labios
de agua, con el musgo
perpetuo que habita la umbría
y la piedra, la frontera de los abrazos,
una camisa al sol,
tan blanca y alicorta, tendida en un alambre,
esperando que un pincel encontrase
el color necesario para terminarla.
Herramientas, palancas para mover
el mundo, como supuso Arquímedes,
solo nuestro deseo, lo oculto,
lo que nosotros sabemos y dejamos
sepultado en las cenizas de la tarde,
que muere entre sombras y ascuas,
sin querer marcharse
hacia su casa, el oeste,
allí donde las mareas retornan
con la lluvia, con la melancolía
de los espejos muertos y de las caracolas sin voz,
el océano que todo iguala,
la inmensidad que parece arena o trigo,
como un cañaveral en llamas
justo antes de prenderse.


miércoles, 22 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 39

 



XXXIX


Es septiembre y todo parece otro,

alguien que ha venido a visitarte
y que no conoces, que te llama por tu nombre,
que espera le devuelvas el saludo
con educación, mientras los madroños
del jardín comienzan a madurar
despacio, como ojos,
enrojeciendo su piel
en la espera del otoño,
que llegará, ciertamente, en unos días,
y habitará la casa, el reino que te pertenece
en libertad, sin esperar
permiso, el vino renovado,
la última rosa que habrá de nacer
e incendiar tu mirada,
que sabe que las horas se acortan,
y que en los párpados de la memoria
está, terrible, el silencio.


Fernando Alda

domingo, 19 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 38

 


XXXVIII


Corona el tiempo un albor de siglos,

como la primera vez que la luz
nació de las manos de Dios,
y es el día espacio, viento
ardiente, un sueño de deseos
que se hicieron añicos
en las alamedas del olvido,
allí donde aguarda
lo que amas en su mayor secreto,
en ese lugar al que vuelves
siempre con la obsesión del agua,
del desierto, con la persistencia
de las palmeras por dar la sombra
posible, el descanso del viaje.
Y nada espera a que tu mano
lo despierte, como si no quisiera
que apenas tus dedos lo rozasen,
pues sabe de otros labios,
de otras promesas, que vendrán
con la lluvia, en primavera.


Fernando Alda

lunes, 13 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 37

 



XXXVII


En la tarde se va derramando un aroma

a rosas cortadas con un cuchillo de hielo,
un filo de luz tan fría,
que en las hojas verdes deja el acíbar de la luna
nueva que se esconde tras las tapias
de la ruina, alondra de humo
que se va con el viento, como si quisiera
no volver jamás. Las manos se te quedan
huérfanas, esperando alguna certeza,
otro aire, puede que el fuego,
el alba que nunca imaginaste que sería
leyendo estos versos tan desangelados
que escribes, tan tristes y desvalidos,
pues si todo fluye, hasta el río
busca inevitablemente la muerte que no desea.


Fernando Alda

viernes, 10 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 36

 





XXXVI


Es de la luz el nombre que bendices

en estos campos yermos,
Aravieja, tal vez, acaso Castilla,
cuando oteas el vuelo del alcaraván
o del milano, perdido en el humo
de la nostalgia. Muros de adobe
caídos, vigas de madera carcomida,
pilastras que nada sostienen
salvo los recuerdos, que nadie guarda,
de lo que fuimos. Decirte
bastaría para reavivar esos rescoldos
tan fríos que atesoras en el almario,
como cobre viejo, puede que cinabrio,
restos de la fundición apresurada
de lo que nos iba quedando mientras
se desangraba la memoria de todos,
lacerada, aquella que era nuestra
y ya no nos pertenece.


Fernando Alda

miércoles, 8 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 35

 


XXXV


En el fondo de las gabardinas se esconden

los sueños de la lluvia,
el alma de las ruedas de los carros
que recuerdan su paso por los caminos
del alba, su rastro en los mapas
de ceniza en los que queda una huella
de sangre, de pies desnudos,
como la arena de una playa
que no ha existido y en la que el viento
borra todo paso. Es el fondo
del agua, el sonido de la piedra al partirse,
la rama del sauce
en el que queda reflejado el color
de la mirada, la voz del cielo,
su nombre, el verbo que crea,
la desolación del fuego.


Fernando Alda


del estanque, la tensión del espejo

lunes, 6 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 34


XXXIV 


Es la ausencia en este instante

tu única compañía, la bendición
del círculo, el cielo pleno,
esa arboleda escondida entre las colinas
que trata de evadirse del otoño y es un beso
robado al asalto en una esquina de carbón
y hambre. Bajo el tejado,
el habla, ese lenguaje que en silencio
nombra lo que va a existir y no ha llegado,
también el hogar, el nacimiento,
la celebración de los cajones
vacíos del secreter en el que se guarda todo
y ahora solo es polvo, desolado
corazón que relata leyendas de lluvia,
de viento desatado, de hojas
sin dueño que secas sobrevuelan el agua,
buscando su lecho para morir,
como el cielo en invierno, que muere
siempre, aún de noche,
y luego es aurora, una luz como una espada.


Fernando Alda
 

viernes, 3 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 33

 



XXXIII


Esperamos el fuego,

la venida de los espejos del norte,
el reflejo que da ese esplendor
tan intenso a la ruina,
su sabia palabra que nos enciende
en la noche cuando contamos
las historias de otros junto a una llama,
y el corazón arde,
pues quisiéramos, tal vez,
haber vivido esas otras vidas
que en ocasiones nos parecen la nuestra,
y el tiempo se alarga o desdobla,
como para permitirnos
ser lo que no hemos sido
y sin embargo deseamos
con redoblado ímpetu. Luego,
los rescoldos, la oscuridad, las estrellas
sobre nuestras cabezas y nos da miedo
asomarnos al absoluto por una ventana.


Fernando Alda

miércoles, 1 de junio de 2022

Las alas de Ícaro, 32

 



XXXII


Junto a la ventana ese jarrón de cristal 

azul con unos acianos descoloridos,
el dibujo en los visillos de las nubes
al posarse allí, en lo alto donde miras
en todas las ocasiones, el reflejo de los mirlos
en el estanque que se remansa
cuando sueñas con el estío,
y hay velos de tiempo,
horas muertas, lagunas
de memoria que regresan
como vencejos deshabitados
que se quedaron prendidos
en las telarañas del misterio.
Al fondo, siempre parece haber sitio
para guardar las noches en vela,
el desamor, el desasosiego
de los días que van sin dueño,
recobrada la nostalgia,
el ardor abandonado, el ciego
reflejo de aquello que retorna.


Fernando Alda