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miércoles, 24 de enero de 2024

La mirada inactual, 8 / Sepulcros de alabastro

 


          Arde un leño esta tarde de enero con la melancolía propia de la lluvia, casi con desgana, como desangrándose sin motivo aparente. En la danza del fuego, que no es la de la muerte, los recuerdos se entrelazan como espinas o cerezas, sin saber bien la razón que alcanza a tal suceso. Y la memoria se va con el viento, sin especulaciones, hacia el espejo del horizonte, sin decir adiós siquiera, o agitar un pañuelo en lo que parece, más bien, una huida.


          Y vienen a la memoria, releyendo un pasaje de la "Guía espiritual de Castilla", de José Jiménez Lozano, los sepulcros de alabastro, como el del Príncipe Don Juan que labrara Doménico Fancelli en la iglesia del Monasterio de Santo Tomás en Ávila, un sepulcro de fría filigrana y adorno, como para retener, acaso en vano intento, el fulgor de la muerte, en sus primeros instantes, más allá de la pudrición y los gusanos, y un helor, tal de nieve de primavera, recorre mis venas, y enseguida trato de olvidar esas imágenes, que me parecen fantasmas, seres aparecidos entre la niebla y el bosque, que habitan regiones no exploradas o deshabitadas, pues habitar es un verbo que pertenece a los seres humanos, y no a los espectros venidos del Tártaro o del inframundo.

           Perdura la belleza labrada en la piedra, tal vez con un buril o escoplo de tristeza, y, en algunos casos, la transparencia de la misma al imitar tules y gasas, sedas ajustadas a los cuerpos, que nada tienen que ver con armaduras y espadas o mitras, es el rigor mortis de las efigies que representan a los difuntos, detenidos en esos pasos primeros de la muerte, como si la estuviesen esperando, ya sin dolor o sufrimiento, ni angustia, como si fuese innecesaria la agonía, la lucha en la frontera, en el filo de este mundo y del otro.

         Vuelvo a mirar el fuego, los leños que arden, y me parece que así lo hacen desde siempre, desde que por primera vez el ser humano comenzó a dominar las llamas y la noche abría alguna ventana, alguna luz, y comenzábamos a preguntarnos por la dama de azul y por lo que había más allá de ella. Y, en ocasiones, siempre  ha sido así,  seguimos preguntándonos lo mismo, tal es nuestra débil certeza, y ese es uno de los misterios con los que Dios nos hizo, pues sólo Él lo sabe, como tratando de ver lo que hay dentro de lo oscuro, un poquito más allá de hasta donde alumbra la antorcha que sostenemos en la mano, con tanta desmemoria, para ganarle un día, acaso dos, a la muerte.


Fernando Alda

jueves, 11 de enero de 2024

La mirada inactual, 7 / Incierto el día

 




       Viene gris y oscuro el día, cargado hasta las médulas de tristeza, acaso por los rigores de este enero tan incierto como la suerte de Julio César cuando cruzó el Rubicón, y uno no acierta a seguir un hilo concreto por el que tirar para ir escribiendo algo con coherencia, entre el límite de lo que es real y de lo que resulta imaginario, como para tratar de evadir la responsabilidad, para con los lectores, que es escribir. Otro tanto sería hacerlo para uno mismo, pues cabrían los mayores desvaríos y sinrazones, pero como si se tratase de una razón de estado, el escritor siente cierta responsabilidad para no perder la Polar, que es rumbo cierto, y no crear más laberintos al lector en la rosa de los vientos en la que ambos se encuentran, pese a que todos los caminos conduzcan a Roma.

        Y así, la escritura, que es una llave para desentrañar misterios y arcanos, y todos los encantamientos a los que nos somete la vida, en ocasiones en exceso, para seguir representando el papelito o papelón que tengamos reservado en el retablillo de Maese Pedro que es el mundo, con sus ensoñaciones y pompas y todas sus miserias y atrocidades. 

        El mundo ruge como un león que acabase de despertar y resulta difícil escapar a estas devastaciones, sobre todo a las que produce el paso del tiempo, que estropea los cuerpos, y aún el alma, las más de las veces, si no ponemos cuidado a la hora de ir  queriéndola como si del mayor tesoro que tuviésemos se tratase, tan ávidos estamos de novedades y de placeres inmediatos, que no conocemos el punto de tener paciencia y esperar el momento propicio para tomar las decisiones más importantes para nosotros.

        El jardín no está hoy para nadie. No espera visitas. Esa persona que aguardas desde hace tiempo no vendrá. La ceniza que se respira en el aire ciega todo, incluida la melancolía, que hoy no es instrumento suficiente como para despejar los velos en los que ha venido envuelta la mañana. Al menos, me queda la escritura, y con ella trato de ir superando las añagazas y celadas del día, como si del único clavo ardiendo que me queda se tratase. Me abraso las manos, pero no pienso desasirme, pues bajo mis pies esta el abismo, feroz e insondable, que aguarda a tragarme, como lo haría la Hoz de Tragavivos, en Cuenca, muy cerca de Cañizares, pues está esperando a los seres que por aquí rondamos, para llevarnos al inframundo, tal vez al Sheol.

     Menos mal que no te prometí, lector, mi querido amigo, novedades deslumbrantes, sino solo una mirada inactual, intemporal, una mirada casi eterna, sobre el mundo y los hombres, y sobre los artificios del uno y de los otros. Créeme, no soy misoneísta, lo que ocurre es que uno ya va cansado en ese viaje de tantas singladuras y tantos naufragios y desastres, y me cuesta, muchas  veces, volver a mirar con los ojos de la infancia, aunque te aseguro que no he perdido el asombro. Están por llegar muchas cosas que serán admirables, seguro, y de las que hablaré también, eso es cierto, pero siempre desde la distancia silenciosa que van poniendo en los iris los años.

     Fernando Alda