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martes, 31 de diciembre de 2019

El ojo de la aguja

"Es pequeñito"... dice mi hija Irene Ruth,
entre sus dedos cualquier minucia,
pues casi a sus tres años
ya ha aprendido, magistralmente,
sin quitarse de la boca,
el chupete que adora,
la esencia del mundo:
todo es pequeño y vulnerable,
y en las almas que parecen diminutas
se encierra la verdad y la profundidad
de la vida, la estatura más grande
para ser el camello que al pasar por el ojo
por el que se enhebran todas las agujas
demuestra que el Cielo
se alcanza despojado
de inútiles equipajes.

Fernando Alda Sánchez

sábado, 28 de diciembre de 2019

Entre belenes



          La llanura inmensa, desbordante, los cielos altos, transparentes. Los caminos abiertos, para ir a todas partes, sabiendo que en la búsqueda podrás perderte y hallar aquello que deseas con tanto fervor que te arde el corazón. En estos primeros días del invierno, con la helada siguiéndonos los talones, en los que parece que todo acaba de echarse a dormir y casi nada respira, aunque está latiente, esperando la lejana primavera para verdecer y volver a soñar.

           Con estos encajes del alma recorrimos un pequeño grupo de personas una de esas rutas sorprendentes que nos salen al paso, en estos días de Navidad, en los que Cristo nace y nos ilumina, aprovechando el débil sol con el que arrancaba el día en La Moraña, en tierras de pan y cielos limpios. Una ruta de belenes, de portales, de pesebres, de misterios, de nacimientos, pues tantos y tan evocadores nombres recibe la cueva de Belén a la que vino la Salvación del mundo.

          Se trata de una ruta de belenes que han realizado los propios feligreses con mucho amor y dedicación, bajo la dirección y el empeño de su párroco. Han logrado un pequeño milagro en estos pueblos de Ávila, como Constanzana, Don Jimeno, Cabezas de Alambre y Collado de Contreras. En estos días de alegría para los creyentes se multiplican los belenes por todas partes, en pueblos y ciudades, en iglesias, conventos, residencias, colegios y en domicilios particulares. Muchos de estos misterios son de gran valor y en todos ellos hay destreza y cariño. Pero hoy quiero fijarme y resaltar estos de los que hablo, pues además de su valor, suponen un ejemplo de tesón en esta Castilla deshabitada, por lo que tienen de espejo en el que mirarnos para comprender que lo más sencillo es lo mejor.

       Ni que decir tiene que, por proximidad a estos pueblos, visitamos primero Fontiveros, cuna de San Juan de la Cruz, la que fuera su casa natal y la Iglesia Parroquial, en la que reposan su padre y su hermano. Allí bien supimos de la "fuente que mana y corre..." y de la "llama de amor viva" que de alguna forma prendió en nosotros.

     Es Navidad, y lo es porque ha nacido Dios que se ha hecho niño para estar con los hombres, en medio de ellos, uno más con nosotros, para acompañarnos en nuestra debilidad y nuestro sufrimiento y ofrecernos la Redención.

     Como ya me ocurriera en otras ocasiones, de nuevo alejado del mundanal ruido, de todos los postines de la Navidad que se nos ofrece como regalo y como consumo. Metido en andanzas como la "monja andariega", como Teresa, buscando en el silencio, en el abandono, aquello que es lo único que puede llenar el inmenso vacío que nos corroe por dentro. Puedo asegurarte, querido lector, que encontré paz, mucha serenidad, visitando estos pesebres que la voluntad de sus autores construye año tras año, en memoria de quien nos da la verdadera libertad.

   Ya de regreso a casa, el tiempo perdido, acaso desvariado, con el sol hundiéndose entre los paralelos del mundo, dibujando un horizonte al rojo vivo, sin siluetas que estorben, solo las colinas como testigos de semejante incendio, en el alma deseos, nostalgias y recuerdos de infancia, como cuando de entre el serrín de un cajón de madera sacábamos las figurillas de barro con mucho cuidado para no romperlas y armar nuestro Belén en casa, con la ilusión prendida en los ojos para contar la historia más grande que puedan tener los hombres. Y todo parecía nuevo.

     Afortunadamente, ahora también y pese a todo, sigue siendo Navidad.

Fernando Alda Sánchez


(La foto, que hizo  quien esto suscribe, corresponde al Belén parroquial de Collado de Contreras, La Moraña, Ávila)



 

viernes, 27 de diciembre de 2019

Navidad, y 3

En Belén, la Luz recién

amanecida en las manos del Padre:
Dios ha nacido entre los hombres,
la Salvación en un pesebre.
La noche es un palacio
habitado por pastores y ángeles.
El Niño, María y José,
dulcísimos nombres.
Hay alegría de hogueras,
Gloria excelsa en los cielos
encendidos de cánticos
y paz en los corazones
sencillos y claros.
Navidad para el mundo,
un sueño de lámparas y luceros,
el Señor con nosotros,
nos alumbra la Verdad.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Navidad, 2

Hoy recuerdo infancias y cielos,

cuando la nieve era una pavesa del frío.
Navidad, Dios con nosotros.
La noche mira con ojos
encendidos, abre sus labios
y pronuncia nombres muy antiguos,
como figurillas de un Belén
recuperado en la nostalgia y la niebla.
Estoy despierto, como los pastores,
aguardando al ángel y a la Luz.
El tiempo no existe
y el alma está vestida
con el color de los lirios.
Es lo que esperaba, la serenidad
y la certeza.
Voy a seguir la cabellera
ardiente del cometa,
ya no me importa
la línea del horizonte.
Adoraré, humilde y roto,
al Niño, y su mirada
será para mí, siempre,
Navidad y Salvación.

Fernando Alda Sánchez

martes, 24 de diciembre de 2019

Navidad, 1

La nieve es recuerdo

de arboledas y ciudades
mientras se derrite en el cristal
de la ventana: Navidad.
Hoy no hay tristeza en tus ojos,
estrenas la luz: el Niño
ilumina el mundo,
que se hace más transparente.
En tus manos, los años
vencidos, la nostalgia de la edad
desvanecida, el asombro
renovado, mientras las estrellas
y los ángeles dibujan la noche,
que amanece eterna.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 23 de diciembre de 2019

Morada

El fuego y el hogar: luz de Cristo

que habita las estancias
mientras la noche
se adormece entre las colinas.
¡Tanto amor! Presiento tu rostro,
Abba, en el fulgor de los luceros
que presagian un sueño
de arcángeles y de Resurrección.
Como cuando hablabas con Abraham,
dos amigos, en su tienda:
así te escucho en el silencio
intenso de los desiertos,
en la soledad
dolorosa del vivir y de las auroras,
atento siempre al pan del cielo
que será morada y perfección.

Fernando Alda Sánchez


sábado, 21 de diciembre de 2019

A la intemperie



          El viento se lleva el sol y lo tiñe de nubes. En la calle, nadie, ni un alma, solo el resplandor de amores que se perdieron, de suspiros que se desvanecieron con las hojas secas en el otoño, que ya va muerto esperando el albor de la nieve y el invierno. Son exequias de abandono. Los ojos buscan la iluminación del día, la miniatura colorida de los códices medievales, pues parecen las únicas ventanas por las que puede entrar algo de luz a las entrañas que hoy están revestidas de tinieblas en una ceremonia de confusión y de atardeceres.

         Abres el diario y la tinta tiembla al plasmarse en escritura, no hay certeza. El alma está a la intemperie, desabrigada, en pleno desasosiego, buscando puertos con suficiente calado en los que ampararse ante tanto desvarío. Los caminos están llenos de salteadores, de celadas, de barros muy densos que los hacen impracticables. Escribir no aleja los fantasmas del olvido ni las cenizas del tiempo o de la historia.

          Y como siempre, regresas a la lectura, al abrazo del libro, en ese abandono de toda fuerza, de toda resistencia, con la voluntad de permanecer viviendo otras vidas y sintiendo otros sentimientos. Acaso una lágrima abre surcos en tu mejilla, como un último adiós. Y te sientes, de nuevo, vivo, con el gozo necesario de salir a pecho descubierto a proclamarlo aún a riesgo de terminar frente a un pelotón de fusilamiento.

        En las veletas gime el destino de los hombres, tan perdidos y desolados, buscando, como Narciso, su propio rostro en los charcos de agua, en las lagunas estigias de la desmemoria y la extinción. Bastaría alzar los ojos a lo Alto para no ver tanto ombligo azul, gangrenado. Parece que el hombre se ha empeñado en vivir en una permanente metástasis espiritual, como un reflejo de si mismo que no puede encontrar hondura ni horizonte. Falta altura.

      Tal vez nos hemos empeñado en enterrar nuestra esencia, el barro divino del que estamos hechos, en un calaje que dejamos abandonado al albur de la fortuna, a las predicciones del horóscopo, aferrados ciegamente a lo que creemos es nuestra libertad. Y tenemos miedo a pronunciar el nombre de Dios, pensando que eso nos empequeñece, sin saber que su amor nos hace más fuertes y más libres.

     Me siguen temblando las manos al escribir. La tinta fluye turbia desde la estilográfica, como si quisiera ser sangre, ardiente tributo que me acompaña en este humano respirar, en el viaje hacia el interior de uno mismo en el que ya voy sin temor, pues no estoy solo. La Luz llega. Pronto será 24 de diciembre, y luego, Navidad.

     Ahora, más silencio. Adviento.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

   

viernes, 20 de diciembre de 2019

Comunión

La harina moldea el agua,

es fuego, y ahora tu cuerpo,
Señor, en comunión
intima, que se deshace
en mi boca. No simple
trigo, es tu manera
de partir el pan,
la cena, la última cena,
mas no el último amor,
vencida la muerte,
amor extremo,
en el Reino en el que no hay
ocaso. La harina moldea
el agua, es luz sin tiniebla,
un continuo esplendor.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 19 de diciembre de 2019

A pesar de todo...

Cómo pudiera decirte,

Cristo mío, sin palabras, cuánto te amo,
y en cuántas ocasiones he renunciado a ti...
Cómo en mi derrota has sostenido mi cabeza,
y negué hasta tres veces o trescientas tu nombre
antes de que cantaran los gallos en la aurora.
Cómo malgasté en los espejismos del mundo
la alegría y la vida, la gracia y el alma,
cómo únicamente te ofrezco tristeza
y arena frente a tu amor hasta el extremo.
Se que volverías a morir por mi,
y a pesar de todo...
A pesar de mi angustia, de mi miseria,
solo se decir, Cristo, Amor.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 18 de diciembre de 2019

En el silencio


        La lluvia y el viento cabalgan sobre el amanecer, presagian una tempestad de cenizas, de rescoldos minerales mal apagados, de corazones que han ardido en la lenta combustión de la tristeza, con llamas de pirita  y corindón. En la estancia, solo  ausencias, un vagar de recuerdos irredentos y fantasmales, como el aliento lóbrego de seres aparecidos que en la noche hubiesen dejado su rastro de ponzoña e insania.

        En estas ínsulas ajenas a lo humano habita hoy el corazón,  que quiere dejar de latir, de tan desarbolado como está, para entrar en una ataraxia que conduce inexorablemente a la muerte, como arrastrado por la filoxera del tiempo. Para vivir hay que morir, tal el grano de trigo, y es necesario abandonarse al silencio, como dice el cardenal Robert Sarah, frente al ruido ensordecedor del que estamos rodeados y del que somos cautivos, para encontrar a Dios, a aquel que como manifestaba Pascal es el único que puede llenar el hueco terrible que llevamos como impronta en el alma desde la noche de los tiempos.

       El mundo ruge, como un león, gira frenético, busca devorarnos, suena estridente en sus millones de poleas  y engranajes, hasta un zumbido de colmena de abejas enloquecidas pone la música de fondo. Yo prefiero callar, salir a campo abierto, buscando las soledades de Castilla,
para escuchar el silencio, para inundarme de él. Buscar el Todo en la Nada, como hacían los místicos carmelitas, Teresa y Juan, despojado de equipaje, de bagajes inútiles. Únicamente quiero el sonido de mi corazón roto, que rechina, una lágrima de ternura, el susurro de Dios entre el viento, al otro lado de las nubes, bajo el palio protector de la luz altísima y vertical.

       Allí, donde se juntan los surcos en perspectiva, en las ruinas de la ermita, San Martín de Serrota,  o de monasterios antiguos y abandonados, la Virgen del Risco, La Armedilla, Santa María de Moreruela, Extramuros, con el canto gregoriano descolgándose de las gargantas de los monjes, o el eremita, San Baudelio de Berlanga, la palmera que lleva al Paraíso,  buscando, siempre buscando, camino a Duruelo,  en lugares que no figuran en los mapas, en estos paisajes tan solitarios y vencidos, tan asombrosos, en los que es posible no oír la tormenta, el naufragio del hombre, el desastre de las almas huecas, como las de Elliot, derrumbarse en esta tierra tan baldía y saqueada en la que que no crece la hierba, como si Atila o su caballo hubiesen pasado  por la misma.

       En estas desolaciones transcurre la mañana, recordando a Fray Luis de León y La Flecha y el Tormes, como a los sabios que en el mundo han sido, para hacer de la soledad virtud, de la ausencia necesidad, y de todo cuanto abarcan los ojos un hogar. En estos días en los que está uno como desabrigado, a merced de todas las intemperies posibles, es bueno hallar cobijo y un poco de sentido frente a tanta batalla como vamos perdiendo, aunque todo dependerá de la certeza con la que el sol ilumine, finalmente, el transcurrir del día.

        Se que en estos avatares y peregrinaciones habrá, hay ya, otros compañeros de camino, que siguen mirando hacia lo Alto y Profundo, queriendo saber, conociendo, escuchando el silencio, y entonces, sabiendo que en los pasos que nos llevan a Emaús nos encontraremos con Cristo Resucitado, que nos dirá que somos torpes y necios pues no hemos querido creer lo que dijeron los profetas, tendremos compañía y habrá otro que prenderá nuestra candela cuando la misma se apague en el fragor del mundo y sus veleidades y apariencias, en su engaño peligroso, y nos arderá el corazón.

       Así ahora, y mañana también. Caminando.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay: Abadía benedictina de Whitby, Inglaterra, UK)
     
       

martes, 17 de diciembre de 2019

Salmo 2

El Señor es mi pastor


en Él habito. Hacia las altas
cumbres del Monte Tabor me conduce
para encender la nieve
y la blancura del alma.
Nada temo, su mano es firme
y su voluntad misericordiosa:
me ama desde el seno materno
y no permite que caiga
en las cenizas de la fosa.
Para mi ha preparado
el Banquete de Cristo,
y en sus ojos hallo
la luz y el aire que me faltan.
Mi copa rebosa de bendición
y será grande mi heredad.
Nada me falta.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 13 de diciembre de 2019

La quietud de los libros


        Hay mañanas en las que te acercas a la escritura como si fuese el último rescoldo que mantiene cálido el hogar, igual que la estufa de carbón y leña de la primera escuelita a la que fuiste a aprender las letras y los números, en la que se helaban hasta los palotes en invierno en el cuaderno, y es la infancia la que ahora arde en la memoria. Y te quedas en la biblioteca de casa, mirando asombrado la quietud de los libros en los estantes, como perdidos en una bruma muy densa y muy fría. Casi no respiran, aunque sabes de sobra que están vivos, latiendo, y mantienen encendida una estrella en su interior que habrá de prender la noche y las ausencias.

        Sabes del helor de estas mañanas de diciembre, que luego habrá de agrandarse y tornarse más negro y más vengativo en enero, cuando los días comienzan a crecer mínimamente y parece que regresan la esperanza y las cigüeñas. No obstante, todo está tan revuelto y loco que te llevas la agradable sorpresa de encontrarte en el jardín al madroño cuajado de flores, y unas últimas rosas, muy tristes y solitarias, en un rosal escondido que ha hecho la proeza de brotar con unos capullos tímidos y silenciosos, evasivos, casi, como para no hacerse notar. Son milagros cotidianos, como la vara de San José y sus sueños. Pequeños asombros para resistir el mordisco del desasosiego. Lástima que luego habrán de llevarse todo las inmisericordes heladas, que, como la necesidad, tienen cara de hereje; y no puedo, llegado a este punto, por menos que acordarme del verso de Góngora en "Dineros son calidad". ¡Ay, Don Luis, que verdad tiene!

      Los libros resisten también. Saben que no están abandonados, que quien los leyera un día aún los recuerda y volverá a acariciarlos como se acaricia a un animal de compañía que nos ha salvado de tantas soledades. Los libros llaman desde la memoria y desde los plúteos en los que hibernan, para volver a ser redimidos del olvido y de la sinrazón. Y susurran, pero no son cantos de sirena. Más bien son voces de vida que reclaman de nuevo nuestra atención, para avivar el fuego, para que no se apague la antorcha de la lectura y de su belleza.

     No es la quietud de la muerte, ni el silencio de los cementerios. Los libros conversan, viajan juntos, se entrelazan, reviven en cada búsqueda, y siguen haciendo de la biblioteca, de toda biblioteca, un hábitat misterioso, un lugar espiritual, un refugio ante tanta tormenta como nos amenaza. ¿Nos salvarán los libros de los nuevos bárbaros o seremos saqueados como Roma por los visigodos? Allí la Ciudad de Dios y San Agustín. Y mientras te preguntas por ésta y otras cuestiones te acuerdas de San Benito, y sus islas monacales, y ya no sabes si en este siglo tan relativista y tan líquido serás capaz de encontrar amparo y respuestas.

     Entre tanto sucede lo que habrá de venir, sigues pegado a las brasas de la cultura que parece morir ante tanto desafuero tecnológico y productivo, como un despojo, un deshecho que ya no funciona, un descarte del sistema que se autoalimenta y busca la eutanasia de lo que considera viejo y gastado, inútil aunque hermoso, en un canto del cisne perpetuo que quizá nos lleve a la extinción sobre la faz de la tierra. No sirve ya de nada recordar a Homero.

     Y de los libros, a las flores de diciembre, que he encontrado  bajo el tibio sol de este día, que parece no querer ser a fuerza de pensarlo, y encuentro en todo ello consuelo, pues me se humano y muy frágil en este Adviento de horas lentas y anocheceres largos. Pronto será Navidad y se que estas melancolías se disiparán, habrá Luz de nuevo en Belén y en mi corazón prenderá la alegría, y la noche tendrá fin y cantaré para celebrarlo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

   

   

     


 

jueves, 12 de diciembre de 2019

Destierro interior


      Los últimos ocres, amarillos, rojos, resisten apenas en las ramas desnudas de los árboles. Ya no hay brasas, ni rescoldos. El otoño ya solo es un lamento de si mismo, un recuerdo. El día viene hoy tan gris que no da tregua. En la memoria, solo huecos, puro olvido, tormentas de polvo, y el corazón está aguardando la lluvia o la niebla, para ocultar su pesar, los destrozos del tiempo.

       Únicamente la escritura parece ser la tabla de salvación, el clavo ardiendo, el último vaso de agua en el desierto más ardiente. Todo se desmorona como si estuviese hecho de arena, de vidrio molido, de cenizas turbias en supensión, de un aire acre y violento que enerva los pulmones en esa atmósfera cerrada en la que habita la vida en este instante.

      Carpe diem, parecen decirte los sentidos, en voz baja, pero nada prende en el corazón, que va a la deriva, desarbolado, en medio de una noche eterna sin estrellas ni lunas viejas, buscando el rigor mortis de la helada que ya se presiente para las próximas horas, cuando despeje, y en ese desnudarse del firmamento todo quedará a la intemperie, hasta el fondo de los ojos, en los que se perderán los paisajes imaginados, las naturalezas muertas, los bodegones de la tristeza.

       Y escribes, claro, para no estar sin vida, para eludir la locura, para encender, acaso, un pábilo, una llamita, y soplar fuerte para que se encienda la leña que queda en el derribo de todo cuanto fuiste, de todo cuanto quisiste ser y ahora se amontona en desvanes sombríos y húmedos, en lóbregos pasillos, en desventradas cajas de cartón, en mohosos sacos y podridos odres en los que se muere el vino que no habrá de ser bebido pues no tendrá celebración.

       La muerte vendimia los últimos racimos que penden de las vides resecas, ya sin sangre, y solo esperas, imaginando cartas que traigan noticias de otros viajes, un poco de calor para tanto desnudo como soportas, un poco de aliento sobre los dedos fríos, una taza de caldo tibio,
un abrazo de algún amigo, un beso en la lejanía, un pañuelo al viento, la última luz del faro del fin del mundo.

       "Eppur si muove", y caminas entre los zarzales de la resignación, atravesando los tabiques del olvido, dibujando un amanecer sin sombras, camino hacia la tierra de nadie, la frente erguida, serena la mirada, silbando una melodía de desamor y renuncia. Altas las torres que divisas, ciega pasión, desafueros, hacia el destierro interior, como el Cid, cabalgas.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

miércoles, 11 de diciembre de 2019

"Qué bien se yo la fonte..."


         Hay días en los que los pasos te llevan perdido, como buscando a dónde ir. Es el alma, quizá, el corazón, tal vez, los que te conducen, más que el pensamiento, esperando encontrar lugares en los que hallar alimento espiritual con el que fortalecer las certezas y la fe. En Castilla, y en Ávila, es posible encontrar muchos de esos paisajes, humildes en ocasiones, otras grandiosos, en los que el peregrino sabe que es bueno detenerse, esperar, ver la luz crecer, y descubrir lo que tanto desea.

        Mientras escribo suena la lluvia en el tejado de casa como un don, cuando amanece, y recuerdo que lo que refiero era en una mañana luminosa de estos días finales del otoño como solo lo son las mañanas de Ávila en esta época del año. Pronto sale uno de las grandes rutas y comienza a perderse por los vericuetos, por el dédalo de caminos y carreteras locales que se entrelazan como las cerezas y que llevan, sin saberse bien cómo o por qué, a todas partes en esta provincia. Y de allí por El Parral, hasta la ermita de la Virgen del mismo nombre, bajo la cual nace un venero vigoroso de aguas medicinales, buenas para los eccemas y el herpes zóster, entre lomas y tierras de labor. El correr de la fuente evoca la vida, que busca el mar por el cauce del río próximo.

      Detenido el tiempo en estas profundidades, camino a Vita, Herreros de Suso, buscando encrucijadas, para ir luego a Blascomillán y a Duruelo. Éste fue la primera fundación de carmelitas descalzos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, que fuera luego, en el año 1947, si la memoria no me falla, Convento de Duruelo, con Santa Maravillas de Jesús  y monjas carmelitas, también descalzas. Es una delicia impagable, para el reducido grupo familiar que vamos, orar ante el Santísimo en la capilla, llamar luego por la campanita y hablar con las hermanas a través del torno en esta era desbocada de internet y redes sociales. Antes de llegar, la fuente de San Juan de la Cruz, junto al camino, no para saciar hoy la sed, pues no hace calor, sino para regar el interior del alma: "que bien se yo la fonte que mana y corre..." y allí podría quedarme todo el día, junto al agua, en estas soledades.
     
      Al ver este paisaje sin tiempo uno entiende bien por qué los místicos carmelitas son de Ávila, por qué buscaron el Todo en la Nada, por qué el Señor eligió estos lugares apartados y solitarios, tan difíciles de encontrar en el XVI y casi ahora también. Aquí respira Dios, oculto entre la luz, entre los encinares, esperando el amor de los hombres. Es ruta teresiana entre Ávila y Salamanca, pues cerca está también Mancera de Abajo, y no muy lejos ya Alba.

     Y seguimos camino, o caminos, hacia San García de Ingelmos y Mirueña de los Infanzones, buscando el embalse del Milagro y la Sierra de Ávila, por Muñico, entre milenarias encinas, algunas de las cuáles parecen seres mitológicos, hacia Cillán, por carretera más ancha, y Chamartín, esperando escalar las murallas del castro vettón de la Mesa de Miranda. Y la necrópolis de la Osera. Desde aquí se divisa la llanura abierta, los cielos altísimos, como si no hubiese horizonte y toda la tierra fuese plana por un instante. En los avatares del camino, ríos como el Zapardiel o el Almar, apenas sin agua. Cerca está la Ermita de Nuestra Señora de Rihondo, y en las alturas de este paisaje desolado, no muy lejos, la de Nuestra Señora de las Fuentes, también con su manantial bajo los cimientos. Y San Juan del Olmo. Luego, hacia Ávila, Benitos, Sanchorreja, también castreño, y la Venta del Hambre, en medio de nada, esperando inútilmente viajeros de paso. Ya vuelve a soñarse  Ávila, o acaso la Constantinopla que imaginaba José Jiménez Lozano, erguida sobre sus muros frente al Valle Amblés, al otro lado de la Sierra, con el Adaja arrodillado, sobre el que se mira entre amores roqueños y suspiros largos.

    ¡Tanta belleza por todas partes! Un regalo, sin duda, este haber ido pisando las huellas de Teresa y de Juan, y este perderse entre cantos y santos, viviendo la historia y las vicisitudes de cuántos por aquí han pasado antes. Próximo está el 14 de diciembre, día en que muere Juan de Yepes. No anda lejos su Fontiveros natal. Sin mirar el reloj, solo dejándose abandonar como lo haría uno en los brazos de Cristo, pues su carga es ligera y su yugo suave, como nos recuerda el Evangelio, y en el desasimiento místico encontramos acomodo saliendo al encuentro del Amado, de su dardo enamorado y poderoso, que nos abrasa. Y sin saber por qué, o no queriendo saberlo,  me acuerdo de Bernini, y de Roma, y de la transververación de Santa Teresa, y todo ocupa su lugar en la memoria, y me parece bueno en este desvarío de caminos, de fechas y de retornos.

    Son paisajes para los que buscan, para los que caminan. "¿Y vosotros, qué buscáis?" dijo Cristo a sus primeros discípulos y yo, salvando todas las distancias, te pregunto a ti, querido lector, qué es lo que buscas, qué senderos anhela tu alma, qué luz quieres para tus ojos, de qué pozo quieres sacar el agua que ha de darte la vida... Y aquí te dejo, con tus oraciones y tus pensamientos, en este paisaje de aire, de luz, de nada.


Fernando Alda Sánchez

(Nota: La foto, que ha realizado el que suscribe, corresponde al Convento de Duruelo, Blascomillán, Ávila. En concreto a la ermita que se levanta en la que fuera la primera fundación de carmelitas descalzos realizada por Santa Teresa y San Juan de la Cruz).




martes, 10 de diciembre de 2019

Trescientas entradas

       
          Ésta que ahora estás leyendo, querido lector, hace la entrada número 300 de este blog que con tanta ilusión inicié en el pasado mes de mayo del presente año 2019. Desde la primera hasta ahora hay un pequeño largo camino que hemos recorrido juntos, de la mano, podría decirse, en el que nos ha pasado de todo, como les ocurre a los buenos amigos. Brindo por ello y remarco esta cifra, aunque hubiese podido esperar a otra más sonora, en memoria, acaso, de los 300 espartanos que defendieron las Termópilas hasta entregar la vida. No obstante, no es el caso, pues se trata únicamente de una licencia de poeta.

           Hemos caminado por cuantos senderos nos han salido al paso, buscando siempre la literatura y la belleza, con mapas o sin ellos, siguiendo la huella del viento y su sonido en las veletas, con mayor o menor fortuna, mas siempre en amor y buena compaña, que diría Don Quijote a Sancho.

           Hemos tenido confidencias, lágrimas, algún tropiezo, muchas alegrías y no pocas aventuras y encantamientos, como no podía ser de otra forma. Espero seguir manteniendo la confianza que me tienes, no otro es mi deseo,  y te pido perdón por tantas torpezas como haya podido tener contigo.

           Alumbrarán nuevos días, habrá otros ocasos, y la noche nos encontrará escribiendo y leyendo, junto al fuego, a ser posible, o bien al raso, en la más dura intemperie, en esa en la que en ocasiones se nos queda el alma cuando la soledad y el miedo abren sus puertas y nos quedamos con la boca abierta esperando la muerte o el vacío.

           Por último, prometo serte fiel, aun cuando me falten las fuerzas o la imaginación me falle del todo y el papel en blanco sea la única  bandera que pueda enarbolar. En esos momentos, te ruego paciencia. Vendrán otros días para la celebración y el gozo.

            De momento, ladran, luego cabalgamos. Recibe un fuerte y cálido abrazo de quien siempre te espera

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)

Salmo 1

No me abandonaste, Señor,

al borde de la ciega fosa, ni la muerte
que presagia el cazador
ahogó mis sueños,
alcázar eres ante mi angustia
y en este salmo te entrego
cantando la vida:
sea tu voluntad.
Quiero ser la piedra desechada
por el arquitecto,
el lirio hermoso del campo,
la mirada del niño que asombrado
descubre el misterio de la fe.
Arde la zarza dentro del alma,
alimenta eternidades
en un brillo de pavesas,
busco tu regazo, un rescoldo
amable de amor, la mano
fuerte que sostiene mi pobre
armazón de arena: el Esposo
viene y salgo a buscarlo.


Fernando Alda Sánchez



domingo, 8 de diciembre de 2019

La resistencia de las orquídeas





      La luz se ha quedado olvidada entre las azucenas con las que soñé en la última tarde y en la línea del horizonte. Hay un rescoldo finísimo, como la nieve en plena ventisca, acaso como las últimas hojas que quedan en los árboles en este final del otoño, antes de que el invierno asiente sus cuarteles frente a la puerta de casa, y todo sea el resplandor del puñal del hielo antes de hundirse en la pulpa carnosa de la voluntad.

     Memoria de esa luz última, diría, si no me temblaran los labios al pronunciar el nombre agraz de todo cuanto he olvidado y ahora yace bajo la arena que la tormenta ha dejado en el alféizar de las ventanas vestidas de insomnio y de desventura.

      En el buzón, una carta que habla de un desconsuelo muy antiguo, anterior a las primeras lágrimas que se vieron en el mundo. Las orquídeas que están atrincheradas en el salón resisten numantinamente la fiebre del abandono, como si fuesen un oasis de incertidumbre y de insania. Son el único reducto que queda en tus certezas antes de que la desolación devore el brillo de esperanza que aún arde en tus ojos.

      Es Adviento, y de entre el frío y el serrín de las cajas de madera has ido sacando las figurillas del Belén, esperando que Navidad sea pronto, para encontrar de nuevo la mirada del Niño recién nacido que trae la liberación. Los ángeles anuncian la Buena Nueva a los pastorcillos y hay pequeñas hogueras que brillan día y noche, mientras la estrella viaja por el firmamento con su cabellera de fuego. La infancia regresa desde las ruinas que la carrasca ha ido tapando sin misericordia, muros como encías viejas, apenas unos molares raídos que asoman entre el espesor de los años, incisivos romos y cariados que se quiebran al morder el músculo de la primera noche y de las primeras soledades con las que vistes el silencio.

     Vendrá el alba y los párpados se abrirán al compás de la rutina. Será la ceremonia de las mismas aves que cruzan el cielo que abarcas desde el jardín cerrado en el que habita, insepulta, la primavera que habrá de venir para glorificar la alegría y las flores que te esperan. Y escribes versos mudos, estrofas de niebla, en el deseo que se te atraganta en un intento por decir, de celebrar la ebriedad y el júbilo de seguir viviendo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)

   

     

sábado, 7 de diciembre de 2019

Solo Tú sabes

Así, en el silencio

se hilvana el mundo,
el sueño del alma,
sed tan honda que no
sacia el pozo. Abba,
solo Tú sabes
de lo escrito en mis entrañas,
del sabor de la ceniza en mis labios,
de la vida que alumbra
cada día cuando te encuentro.
Abba, solo Tú sabes
cómo es el color de mi corazón,
y que quiero ser un niño
para jugar contigo,
en la plenitud de la mañana,
mientras me miras
y piensas en mi camino,
soñando que sueño.
Solo Tú sabes del aroma
de las flores que te ofrezco
cada vez que amanece,
del rigor de la muerte
que decapita el pensamiento,
mas no la esperanza.
Abba, Abba, por ti
me levanto, por ti
crezco en el Espíritu,
por ti soy,
me entrego, amo y sufro.
Solo Tú sabes estas cosas
secretas, terribles y hermosas,
que ahora escribo y que te leo
en la soledad nocturna,
en la noche del alma
como una oración,
un encontrarte,
sabiendo que estás,
en lo profundo y en la luz,
muy, muy dentro.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 5 de diciembre de 2019

Arena y vanidad

Es la vanidad el resplandor

cinerario de sepulcros nunca vacíos,
siluetas de muertos
antiguos, de reinos
perdidos, de reyes
tristísimos que ardieron
en piras de olvido.
Todo lo arrancó de cuajo
la guadaña, hojarascas
sombrías, equipajes
de polvo, de nada.
Olmos secos, cipreses ajados,
túmulos de ruinas, almas
quebradas que no esperaron
la resurrección de Cristo.
Es melancolía, un llorar
perpetuo, lágrimas que nombran
un vacío espantoso,
el hueco de un cuerpo
inerte al rodar hasta el Leteo,
arena y vanidad.

Fernando Alda Sánchez



miércoles, 4 de diciembre de 2019

Oficio de nieblas


            La niebla no deja hoy respirar a la luz. En su densidad habita el olvido, esa canción tan triste con la que sueñas todas las noches poco después de dormirte tras haber leído algunos párrafos del "Libro del desasosiego", de Fernando Pessoa o Bernardo Soares, mezclados ambos entre las brumas violentas de Lisboa y del Tajo. Un fado suena en la memoria con la voz húmeda de la lluvia que no termina de caer, y podría ser de noche todo el día, en esa duermevela que te nace de los labios sin terminar de nombrar el mundo. Como el musgo.

          Quizá vives no en la Calle Melancolía, de Joaquín Sabina, sino en la Calle Amargura, esa por la que nos llevan en ocasiones casi a diario hacia donde no queremos ir, arrastrando nuestras penas y miserias, los jirones del espíritu que está despedazado en medio de las inclemencias del tiempo y de sus celadas. Y no basta con apretar los dientes y tragar las hieles que cercan el paladar, ni es suficiente abrir las ventanas, pues ni el aire o el sol son capaces de entrar y poblar estas espesuras interiores que te han ido creciendo como ramajes a fuerza de regarlas con la esencia de la desidia.

        En las lejanas torres de esta Constantinopla que es Ávila en el imaginario del "escribidor de Langa" no están encendidas las almenaras de Gondor, ni siquiera las mujeres que capitaneó Jimena Blázquez pueblan, disfrazadas con petos, sombreros y lanzas, el adarve de la ciudad, que parece inerme e indefensa ante Aníbal, como Roma. Sobre las torres, solo niebla, un vagar tristísimo de aves negras, de crespones incendiados, como la procesión del fin del mundo, el finisterre, en un oficio de nieblas o tinieblas que hace crujir las clavijas que sujetan el alma y hasta los mismos huesos del que mira con asombro todo cuanto ocurre.

        Encender el fuego y esperar, como ha sido siempre, desde que el mundo es mundo, desde la larga y oscura noche de los tiempos, para que las llamaradas presten su tibieza a la habitación y disipen las primeras sombras,  unos metros más adelante, allí hasta donde la vista alcanza en el negror de la caverna platónica que llevamos en la cabeza. Y entretanto, una oración a Cristo, que nos salva de la muerte y de los estragos del mundo, para esperar su llegada en este Adviento que parece tan desesperanzado, con nuestra lámpara en la mano bien provista de aceite, pues no sabemos la hora.

      Todo lo demás es intento vano, inútil ejercicio, despilfarro de fuerzas. Ya será el momento en el que la estrella anuncie nuestra liberación. Entonces, alabaremos. Nos habrá nacido el Salvador.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)



lunes, 2 de diciembre de 2019

Noche

Inflamada está la noche

de amor divino,
tras la devastación del mundo.
Ahora, todo; luego, nada:
lucho con el ángel
en el sueño de Jacob,
y queda el alma
vulnerada, remecida
de pavesas, los ojos
abiertos bajo el agua,
luz sin sombras.
No cesa el dardo
en su empeño de buscar
el corazón, la pulpa de la vida,
el origen de los sueños.
Y así, detenido
el curso de la muerte,
resplandece el mirar de Dios,
el Espíritu que insufla
aliento, y es esencia y razón
de lo que existe.
No hay pesos que me retengan,
estoy sereno, es la lucidez
de saber que la Verdad
habita mis recuerdos,
es presente y deseo,
y en su abrirse
incendia el alma.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 1 de diciembre de 2019

Paraíso

Así debe ser el Paraíso,

o así lo sueñas.
Fluye un río, sombra
de árboles, la tarde
estival detenida,
susurros y conversaciones
en los racimos de sol
que crecen en el ramaje.
Solo mirar, ver en silencio
la transparencia del espíritu,
sentir el amor de Dios
que habla entre la brisa
y te traspasa.

Fernando Alda Sánchez


En la tarde

Sombra de río,

luz y árboles,
en la tarde de julio
que dora alisos
e incertidumbres.
Hay un frescor permanente
que al alma viste:
un retazo de cielo
que se asoma entre
la frondosidad de las orillas.
No quisieras salir de allí,
mas la muerte urge
en cada paso de reloj,
aunque sabes
que Cristo te abraza
y Él es tu victoria.
Las últimas brasas del día
siguen ardiendo
en la mirada, el aire
duerme, se desvanece
la urdimbre de la tarde
y esperas el nacer
de las estrellas
en la misma boca
de la noche, sobre el agua
undosa, latiente,
que fluye hacia el infinito,
hacia el olvido
y la inocencia.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 29 de noviembre de 2019

Entre dos luces


        Entre dos luces viene hoy el día, una la del sueño, y la otra la luz de la lluvia, que se desangra en un lento goteo como de llanto contenido. En esa incertidumbre, pues no sabes si amanece o es el ocaso,  el alma rescata sus dudas, esas que guarda en el fondo de las alcancías y de los bargueños, en los baúles de los ajuares, junto a los dorados membrillos que perfuman la ropa y los recuerdos atesorados en los armarios.

        Llueve tan despacio sobre el jardín de casa que el seto de leylandis parece ahora un muro transparente, desdibujado entre imaginarios ventanales que el agua va agrisando y que permiten ver otras parcelas y campos interiores, como en un reino soñado en el que no habitase nadie.

       En estos momentos el corazón se sabe más solo. En el hogar únicamente hablan las sombras desde los rincones y el silencio hace enmudecer al pensamiento, que hiberna mostrando un latido sostenido y plano, como si no quisiera causar disturbio en esta confusión de vacío y de tristeza. Nada indica que haya vida más allá de tu ser, e, incluso, no te atreves a asomarte a los contornos deshilachados de la habitación por temor a que terminen por deshacerse.

     No obstante, no queda más remedio que vivir, y proclamas tus intenciones, aunque en voz baja, para que el caballo de la depresión no galope desbocado hasta el confín de la memoria. Y así las horas, como desgajándose, como desmigándose de un pan ácimo y duro, perdida la certeza de saber que alcanzarás algún piélago con ínsulas pobladas al menos por los recuerdos, pues el futuro no se manifiesta.

   En esta zozobra palpas los dedos de una mano con los de la otra, sabedor de que así tendrás un asa a la que aferrarte si todo se derrumba con esta luz cianótica y artificial que arde tan inconsútilmente ante los ojos, en esa frontera indeterminada de lo que crees es la verdad y lo que en realidad te muestran los sentidos.

      Apenas en las manos un pequeño puñado de bolígrafos, un lápiz, un viejo cuaderno, en el que tratas de escribir esto que ahora plasman la escritura y tu voluntad, como un último estertor de la nieve o del fuego, una lumbrarada de frío, un puñado de ceniza arrojado al pecho para que no se te olvide que al polvo vas a regresar. Memento mori.

    Quizá la tarde se abra con otros vuelos y sea posible la esperanza. Y cruce el cielo el milano buscando un rayo de sol amargo, suficiente bandera para alcanzar el fin de la jornada y ya, en la noche, junto al fuego protector, volver a imaginar el inmenso horizonte de Castilla y la fuerza del mar de cielo, de tan altos cielos, oteando desde los cerros el soñar pastoril de los rebaños que cruzan por los caminos de la Mesta estas soledades y estos desamparos habitados de luz, de sombra y de nada.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

jueves, 28 de noviembre de 2019

En el principio

En el principio, el Verbo. Siempre,

fuego y agua. El evangelista
sueña el Reino.
Luz nunca dibujada. Luz de Resurrección.
Cristo de nuevo entre nosotros,
estrenando la madrugada del mundo
que alumbra un resplandor que a todos
nos abraza.
Luz de amor en los algodones de las almas,
luz de hogueras
perpetuas, luz de Cristo
que diluye las tinieblas del orbe.
Vestida está mi alma
con fulgor de vida eterna,
Señor, resplandece entre las brasas
más hermosas, es rescoldo e inicio,
y como el agua que nació
tras la lanzada en su costado,
así fluye y alimenta mis anhelos...
Bautismo y alianza,
la misericordia del Padre
que siempre espera,
redimida mi esclavitud
y roto el pecado. Llevo en los ojos
prendida la antorcha de la alegría,
y a mis labios regresan
cánticos antiguos, músicas nuevas,
la oración y la Verdad,
que presagian otras auroras.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 27 de noviembre de 2019

Paseo de los tristes


          Desde los abismos del alma retornan lecturas, confundidas con los sentimientos y los llantos, en esos "Cien años de soledad" que todos parecemos vivir en este devenir nuestro, condes de Montecristo como somos prestos a escapar de nuestro particular Castillo de If. El día también trae sus prisiones, que no son precisamente el "Castillo Interior" teresiano, ni siquiera los muros de esta Ávila mía que sufre ahora los estragos del otoño con infinita paciencia, esperando un invierno que viene con las promesas nupciales del hielo, con el puñal de la helada en la mano, para un banquete de soledad.

         Parece uno estar en "Busca del tiempo perdido", en medio de los "Gozos y las sombras" de nuestra existencia, sabedores como somos que nada retorna, pese a nuestras nostalgias y melancolías, pues todo es "pasar haciendo caminos sobre la mar", en mi caso, sobre los "campos de Castilla", evocando a Antonio Machado, que en estos días van despojándose también de los esplendores del otoño en el preludio de la extinción de todo fulgor, de todo destello de belleza. Luego nos quedará el campo abierto, para retar al insomnio y a la luz vencida, al corto recuerdo de que estamos siendo mientras el reloj devana las horas con voracidad de filoxera, como si tuviera más hambre de la habitual y fuera devorando lo que queda de nuestra juventud: gaudeamus igitur iuvenes dum sumus, que cantábamos despreocupados en la Universidad en un perenne carpe diem que ya se nos ha marchitado en los labios y en el corazón, como esas flores ajadas en  jarrones con el agua pútrida que son incapaces de brillar.

        En uno de los maceteros del jardín han brotado unas breves florecillas equivocadas de estación, pues no son del otoño, reverdecidas acaso por las últimas lluvias, tras tantos meses de sequía, engañadas por la suavidad de la temperatura en estos días. Son un mínimo repunte de color, como diminutas mariposas posadas en el verde revivido, y está el alma tan abotargada que resultan un consuelo, un mensaje de clemencia, un respiro para tanta devastación como contemplan, heridos, los ojos entrecerrados con los que te asomas al mundo como por entre los listones de una persiana de sombra y de miedo.

    En este Paseo de los Tristes, y no precisamente a los pies de la Alhambra, en el que transcurre mi caminar en esta jornada que no acaba de alumbrar sus remembranzas, sus desasosiegos, resuenan mis pasos con ecos literarios, con las leyendas de Irving, con el poema de Alberti, que nunca entró en Granada, hasta que al cabo de los años lo hizo por la Puerta de Elvira y la calle del mismo nombre, contemplando toda la belleza que habita entre el Darro y el Genil. Decía que resuenan mis pasos, tal vez con la voz de Lorca, con su llanto y sus lunas de muerte de color  verde, en el deseo de una primavera que tardará en llegar, asomado a las almenaras de las cumbres de Sierra Nevada, soñando con el mar, tan cerca.

         Ávila y Granada, entrelazadas por lazos de historia y sangre, por el granado que mi amigo Rafael Gómez Benito trajo desde la segunda y plantó junto a la estatua de San Juan de la Cruz en la primera, gracias a la Revista Calle Elvira, y que hoy va creciendo y fructificando en las soledades y rigores de esta Ávila que sueña, como la poesía sueña por nosotros, palabras hermosas y lúcidas, en un sentir de mirtos y de álamos, de estancias místicas, de patios enamorados, de mozas y soldados, en un río sin retorno que va a morir, sesteando, al mar fecundo y dulce del encuentro de la mano de la doncella que es la nieve.

       Y en estas evocaciones me dejo ir, sin esperar nada a cambio, a recostarme entre las nubes, a posar mi cabeza, aureolada hoy con una trágica corona de oro viejo, sobre la madre del viento y de la pasión. Cantará mi voz sobre las torres una nana para dormir a los hombres y a los pájaros, que esperan un despertar airado en los confines de la tierra de la desolación.

Fernando Alda Sánchez
 
(Foto: pixabay)

       

       

lunes, 25 de noviembre de 2019

Unión mística

Zorzales y narcisos,

despierta el día
mientras dibujas jardines
y dédalos en el papel
ocre del cuaderno.
Dios ya te espera,
abierta la luz,
mientras amanecen los ojos
a un nuevo mirar:
todo se viste y el tiempo
se despereza en un último
bostezo. Es momento
de oración. Una campanita
retiñe lejos. Hay voces
suaves en el silencio,
susurros, y no es la brisa
en el tejado. El alma
se arrulla, crece
purísimo el azul del cielo:
no hay música que iguale
ese instante levísimo
de enamorado encuentro.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 24 de noviembre de 2019

Los libros que ardieron


 

        El viento trae hoy presagios y condenas, una luz final, la palabra reseca de los recuerdos muertos. La lluvia viene descalza, con los pies heridos, en pedazos, como si el otoño, desatado en sus elementos, no conociese su nombre y solo se le pudiera mirar y nombrar desde el fuego, en el hogar, pues va apurando sus estragos.

         Hoy es un día para releer despacio "La montaña mágica", de Thomas Mann, o para abismarse en "Pabellón de reposo", de Cela, y mirar la nieve, desafiante en las cumbres, contra un cielo de silencio,  dejar que la lectura y la melancolía obren el milagro de salvar el día sin caer en la desesperación de lo enfermo. O caso estamos en el "Pabellón número 6", de Chéjov, entre lo real y la locura, en ese eterno debate que enfebrece las renuncias y la desolación.

           En esta desmemoria recuerdo los libros que ardieron en tantas piras funerarias, por desgracia, muchas, pero sobre todo recuerdo "Fahrenheit 451", de Ray Bradbury, que resume todas las hogueras librescas, todas las noches en las que se rompieron los cristales de los libros, asesinados con largos y voraces cuchillos de odio y totalitarismo.

           ¡Si al menos hubiera un camposanto para los libros que se quemaron, allí podríamos dejar sus cenizas! Pero su sombra vaga irredenta, con el viento, perdida en caminos y desiertos, y la lluvia no enciende su fulgor.

            A los libros de papel los queman. ¿Cómo arderán los digitales? ¿Bastará una tecla para borrar los ceros y unos de los que están hechos? ¿Bastará una desconexión, una falta de fluido eléctrico, la caída del sistema, la rotura de la fibra óptica para que dejen de respirar? ¿Los libros ahora son más frágiles que el simple papel? ¿Será todo ello más impersonal, más frío, más helador, más inhumano? Quizá tengamos que comenzar ya a memorizarlos, a ir guardándolos en las alacenas del alma, para no desaparecer nosotros mismos con ellos en cementerios electrónicos, en algoritmos de niebla y abandono, empeñados,al igual que ocurre con nosotros, en una eutanasia que sólo conduce a la extinción. Acaso es eso lo que deseamos, lo que queremos.

      El viento y la lluvia son hoy jinetes de un Apocalipsis diferido, virtual, que no llega nunca, pero que ya ha comenzado a dejar que se asome la "Tierra Baldía", la de Elliot, en la que quizá vivimos. En estos estertores otoñales el raciocinio languidece como luz de acetileno, ahogándose en fantasías y en cuajos de letra impresa, de papel mudo, de sueños deshuesados y vencidos. Tal vez la incierta llamada de la verdad, que te arrastra en las arboledas de la fiebre, consiga finalmente su propósito más firme: iluminar la caída del pensamiento, entre la civilización y la barbarie, como el soldado desconocido que es.

       Basta.


Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

viernes, 22 de noviembre de 2019

La luz renace

Ilumina el mundo su crecer,

su engaño, la luz
dudosa de atardeceres
exiguos, brotes de sombra,
apenas brillos de miseria,
carbón oscuro.
Ese es el color de tus ojos,
que se han alimentado de tinieblas,
tantos años idos en pendencias
vanas, en enredos de zarza
seca y de alcoba, en tristes
presagios de amaneceres
tristes, en azumbres
de veneno y vanagloria.
Hoy regresas, ardido el pecho
en pasiones tenebrosas, inútiles
laberintos, duelos de nada,
pura iniquidad,
solo el sabor de la arena
en labios desérticos.
Misericordia, misericordia,
clamas ante la llama
encendida del Sagrario,
y Cristo te mira
con esos ojos que miran por dentro,
en la mirada
del Padre, que todo mal
redime, y es la paz,
el alma florida de lirios
y alondras, el abrazo eterno:
ego te absolvo... todo comienza,
es nueva el agua,
la luz renace,
y el aire abraza y te perfuma.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Tanto silencio


           En ocasiones el corazón no tiene quien le escriba, como le ocurre al viejo coronel de la novela de Gabriel García Márquez. Y sales a campo abierto, a retar a la muerte con una espada herrumbrosa y una adarga agujereada, sin peto o cota de malla que puedan protegerte. Y el pensamiento, que suele ser bastante traicionero, se va por los Cerros de Úbeda a las Batuecas, o a Babia, o a esos lugares imaginarios que los escritores han ido creando en el devenir de la literatura. Y cabalgas, esperando que los perros ladren, para tener la cervantina certeza de que vas montado sobre Rocinante, preguntando a los arrieros por el camino a Macondo, a Castroforte del Baralla, a Vetusta, a la misma Ínsula Barataria, o a la Tierra Media, quizá a Liliput, con la ciega esperanza de que todos los caminos conducen a Roma, o a Ítaca, o más bien a la próxima venta en la que encontrarás aventura y también una nueva decepción.

          En esas soledades, que parecen ajenas, pero son las tuyas, estás perdido, buscando salidas entre los pliegues del tiempo. Está la lanza en el astillero de la memoria, esperando que la gloria pueda redimirla, mientras la grisura de la luz se va deshaciendo en la corona de los oteros, entre los chopos desvencijados que el otoño sigue desnudando sin misericordia alguna, como buscando de ellos el tuétano y la savia lenta que aún mantiene su pulso.

          Acaba de amanecer el día y ya anochece. Has perdido las señas para llegar al último reducto de la alegría. Hay señales en el cielo, pero es mejor no mirar y apretar el paso en un intento por alcanzar refugio antes de que la helada comience a perlar los sotos con sus cuchillos. Hoy habrá que salir del paso esperando carta; mañana será otro día y vendrá con su afán y, seguramente, con su miedo.

           Camino a Emaús te encontrarás con Cristo resucitado, y ahora te preguntas si sabrás reconocerle de primeras, o habrás de esperar, como los discípulos asustados, a que parta el pan y el corazón comience a arderte, para regresar luego a Jerusalén. ¿O serás como Jonás, que no quiso ir a Nínive? Hoy le busco en las ermitillas que me salen al paso. Está esperando mi visita, pues hay días en que tampoco Él tiene quien le escriba, tal es la desolación del mundo y de los hombres. Tanto silencio. Un ángel pasa.

         Piensas que a alguna parte te llevarán los caminos. Los milanos apenas vuelan y las tierras de labor duermen, esperando, mirando al cielo. Una cruz de piedra en medio de la inmensidad de los campos y de los alcores te recuerda quién eres y hacia dónde debes ir. Enciende una candela, una velita, si acaso, para no saberte solo en medio de estas derrotas. La estrellita, como la que prendiera Teresa en su San José de Ávila, deshilachará las tinieblas, será faro y compañía.

         Ahora, en la espera, como el coronel, aprieta los dientes, ama; sal, de nuevo, a la vida, y celebra que cada mañana se abren tus ojos, que tus oraciones encuentran gracia. Y sigue caminando, sin rumbo acaso, por estos pagos devastados, por este paisaje en ruinas, buscando, siempre buscando, la puerta por la que alcanzar la amistad de Aquel que te escribe todos los días sin tu saberlo.

Fernando Alda Sánchez


   (Foto:Pixbay)


     



       

       

       

martes, 19 de noviembre de 2019

Encantamientos


          Hoy, en la memoria, las andanzas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña por los laberintos de mi imaginación. Resuenan nombres entre la niebla, como Puerto Lápice o la Cueva de Montesinos, que conforman el paisaje de un nuevo retablillo de Maese Pedro. El hidalgo loco alancea los molinos del otoño, que giran desaforados, como si fuesen gigantes o endriagos de un reino brumoso.

          El encantamiento me ofrece un bálsamo de Fierabrás con el que ir sanando las heridas que el tiempo ha dejado llenas de sal, a medio cerrar, y el yelmo de Mambrino se ofrece cual trofeo para el paladín que sea capaz de embridar tantos desafueros. En llamas tengo las ideas, con este desgobierno de la razón, y no encuentro la salida al dédalo de la tristeza.

         Como a Sancho, deseoso de gobernar ínsulas de papel, me queda Barataria, el último reducto, como la Ítaca de Ulises y de todos. Y escucho los sabios consejos de Alonso Quijano, más cuerdo que nunca, para que mi empresa sea un éxito. Estas ruinas que ahora contemplo, muros que un día se alzaron poderosos, son hoy pasto de ganados, herrumbre y zozobra, pero mantienen su esplendor, izándose frente a la muerte, cenizas enamoradas, rescoldos de hombres y de sueños.

          Quizá soy el galeote en la cuerda de presos, el pastor enamorado, el escudero hambriento, o Ginés de Pasamonte que trata de burlar la justicia en esos caminos inhóspitos, prestos siempre a la aventura y a la conversación. Acaso me encuentro con el bachiller Sansón Carrasco o el licenciado Pedro Pérez, en amable visita, o el barbero, el ama o la sobrina, quizá Dulcinea tejiendo sueños en El Toboso del deseo...

       Fuera, el frío y el sol, que no se despegan, vuelan, como el grajo, a ras del suelo. Ávila se ha levantado estremecida, mirándose en un cristal de hielo. José Jiménez Lozano decía que cuando él era niño y venía, desde su Langa natal, a Ávila, al ver las Murallas le parecía estar en Constantinopla. Creo acertadísima la comparación que tanto me ayuda a evocar otros lances. Los reinos encantados y los caballeros andantes existen ante semejante contemplación. ¿Qué aventuras hubiera imaginado Don Quijote ante estos muros? Acaso Cervantes no conocía Ávila y no pudo soñarlo. Tal vez ese encuentro literario habría supuesto nuevos desvaríos en esa frontera entre la lucidez y la locura en la que habita el viejo hidalgo manchego. Pero solo es un suponer, en el afán imposible de ir más allá de la narración.

      No son alucinaciones, ni encantamientos, ni hay magos poderosos disfrazando y confundiendo la realidad. El mundo sigue girando vertiginosamente. Los días se suceden y este noviembre al que tanto tememos ya va mediado, buscando su salida. Todos tenemos en el ADN parentescos con Don Quijote y Sancho y siendo, como es éste, muy grande hablador, desearíamos poder contar a otros nuestras cotidianas hazañas, nuestros desvelos y desasosiegos, mientras recorremos los caminos a los que la vida nos enfrenta, para redimir nuestra soledad y el empeño que ponemos en morirnos, finalmente,  acaso sin habernos enterado de que hemos vivido.

    Ayer decía que la nieve ardía en La Serrota, en Gredos también, y así sigue en estas horas en la mañana en las que la nostalgia despunta y remueve brasas dormidas y aviva tizones que prenderán por dentro del corazón, en el alma misma. Los campanarios están vacíos, como nuestros nidos, esperando a las cigüeñas que vendrán por San Blas, trayendo ese poso de alegría y esperanza que, en medio del invierno, muerto el otoño y sus desolaciones, nos hace presentir la primavera. Y entonces seremos, o seguiremos siendo, con el mismo asombro de la infancia, antorchas que alumbran para poner límites a las tinieblas. Y el alma sonreirá, dibujando otras nubes y otras flores, con lluvias y aromas nuevos, como la luz en la calle.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)



lunes, 18 de noviembre de 2019

Un ángel de tristeza


       La nieve arde en La Serrota en este día tan indefinido en el que la luz se pierde en una gama de grises interminable. Los ojos no aciertan a comprender cuanto te rodea. Es necesario otro tipo de conocimiento más profundo, más extenso también, para alcanzar alguna seguridad en estos instantes en los que el mundo amanece en hora incierta. Un ángel de tristeza sobrevuela el tiempo.

        El otoño sigue dejando sus devastaciones por todas partes. Los árboles, heridos, gimen bajo el peso de la niebla y del olvido, esperando el sepulcro del invierno con absoluta resignación y en el alma hay cadenas que rechinan con honda congoja, sin llegar a saber cuál es su origen o procedencia.

         La nieve tiene un fulgor de muerte, un brillo de abandono, un resplandor de soledad. Sobre las aceras de la calle se pudren las grandes hojas de las moreras, vistiendo de ocres intensos, como rescoldos de corazón y de médulas, los pasos perdidos y nunca recobrados de nuestras andanzas por el retablillo de la vida, por la representación del existir y sus celadas.

         En este abandono, en esta laxitud, en este dejarse ir en el que las horas se desmadejan con abulia y desencanto, resulta inútil todo ejercicio de consciencia, cualquier intento de asirse a la memoria, cualquier amago de aferrarse a lo real. Hay que dejar volar la imaginación, abrir las compuertas de los sueños, dar rienda suelta al impulso de lo onírico para no caer en la desesperación.

         Ya vendrán otros días con sus afanes y sus gozos, con la celebración de la certidumbre de saberse vivo, sin testamentos por firmar o herencias que repartir, sólidamente asentados como estaremos en la pulcritud del tiempo que irá mostrándose con la nitidez necesaria que requiere la situación. Ya vendrán otros días con nuevas vendimias, y será la fiesta de la memoria, la ebriedad de la existencia, el baile lúcido del retorno.

        Y mientras, la nieve seguirá ardiendo en el Cerro del Santo, en los páramos desolados que cercan mis anhelos, en el firmamento estrellado de las noches sin término, en el mapa improbable de la duda, junto al fuego y la desmemoria, en el deseo de que acabe pronto este naufragio.

Fernando Alda Sánchez



  1. (Foto: pixabay)

domingo, 17 de noviembre de 2019

Siempre junto al agua

Noche, jazmines,

galanes abiertos asomando
al silencio: solo tu presencia,
Abba, en este jardín de almas.
Se que estás
aquí, en la brisa
invariable del sur,
entre los mirtos, quieto,
como los labios que quisieran
abrirse y nombrarte y decir.
Mecen tus brazos con ternura
de madre mi sueño
inquieto, y al trasluz
imagino, en la duermevela
más dulce, que soy alondra
en tus manos, aire
nuevo, el respirar
pausado de un arcángel
que en el fondo de la memoria
habita. Tú o nada.
En mi patio, junto
a un plato de dátiles,
espero tu visita,
bajo el sosiego de la luna,
siempre junto al agua.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 15 de noviembre de 2019

La lectura y la nieve


         Hoy es día de lecturas, de abismarse en los libros, de buscar el cálido abrigo de la letra impresa. La nieve ha enfriado la luz y las certezas. En los ojos un velo de niebla no deja arder los sueños y el tiempo gotea desde los tejados sin llegar a derretirse. Uno es consciente de que hoy será difícil asomarse al mundo y respirar, por lo que quizá es mejor ver transcurrir la vida desde el balcón de todas las nostalgias.

          Abrir un libro, leído o no, y sentir la emoción plena de que la belleza y el pensamiento fluyen ante la mirada del lector, empapando sus entresijos, calentando entrañas y oscuridades internas, esas que en ocasiones mantenemos coaguladas en el alma y que no nos dejan sentir o pensar. Abrir un libro y saber que en ese acto tan íntimo está la libertad, la confirmación de saber que existimos, de que todas las ataduras se han roto y nuestro navío ha tomado un rumbo quizá incierto, pero que nos pertenece, pues somos sus dueños.

         Leer y encender la hoguera de la evocación, el despertar onírico a otras realidades, el adentrarse entre la bruma deseando la sorpresa, el encuentro, la palabra, el hermoso fulgor de la escritura hecha con el corazón sin esperar nada a cambio, el arte. Leer y ver más allá de la página escrita, más allá del volumen encuadernado, ver con nuestros ojos y con los ojos del que escribe, entre las llamas y los rescoldos, vislumbrando otras emociones que nos liberan del engaño de la rutina y de su mortal ensalmo.

        Te invito a leer, querido lector, como el que lo hace expresando, acaso, una última voluntad, para que ambos sigamos vivos, tú leyendo y yo soñando que me lees, para que en esa comunidad espiritual de ambos dejemos crecer la voluntad de seguir caminando juntos. Te invito a leer, amigo mío, para que sigamos creciendo en la lectura, en el deseo de conocer y de explorar, de creer y ser creídos, de asomarnos a la vida y a la belleza para implicarnos en ellas.

       La nieve otoñal que ha transfigurado el paisaje no será el sudario de la esperanza. Aún permanecen encendidas las pavesas de la palabra, sigue ardiendo el resplandor de lo que somos, la eternidad en un instante, el asombro y la liberación.

Fernando Alda Sánchez


  1.       Foto: Pixabay

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Como un cañaveral

Como un cañaveral

ardiendo está mi alma
al saber de tu amor, Cristo,
llamaradas de estrellas al nacer,
una noche de silencio y de oración
eterna, solo Tú, Amado,
desvelando el camino y la Verdad.
Así siempre, en lo profundo
del corazón, pues amanece
al recordar la sal,
el humilde grano de mostaza,
los pozos en los que se esconde
la nieve, la vida, es el alba
perpetua de la Resurrección,
no el mundo, sino otro Reino,
la esencia que desde lo hondo
resuena y aflora en un manantial
de luz que como el sol abate las tinieblas
y alumbra el fulgor
del día y de la esperanza.

Fernando Alda Sánchez

Más allá de la muerte y de las estrellas

Luz del Sur, un luminoso

balcón que se abre al día,
mientras el Ángelus
detiene el reloj escondido
que duerme en las penumbras
del espíritu. Sed de Ti,
amor tan grande.
El infinito paisaje
del archipiélago de la vida
se hilvana en el instante
que retienen mis ojos:
Presencia. Está aquí,
oculto en las entretelas
de la luz, respirando,
desde siempre.
Desea ser amado, es Amor.
Estás en Él, eres Él.
El agua eterna de su pozo
conduce a las moradas del cielo,
más allá de la muerte
y de las estrellas.

Fernando Alda Sánchez

martes, 12 de noviembre de 2019

Ni una nube


         Ni una nube. Un cielo azul inmaculado espejea en la mirada, que ensancha sus horizontes. El sol brilla con frío, al borde de la helada. Ávila se ha  despertando como de un largo sueño de piedra y de siglos y las almas comienzan a habitar las calles en las que el silencio aún reina con plenos poderes. Esta rosa pétrea se abre con la primera luz que alcanza a acariciar sus pétalos, para vestirse de nada.

           El otoño viene frío ya, como  buscando mordernos el tuétano más hondo, y sus dedos gélidos presienten ya la nieve que anda merodeando las cumbres, como alma en pena, sin decidirse a bajar aún a los valles, que resisten inútilmente la que será la ceremonia nupcial del invierno. La nieve volverá a ser tálamo. Aún hay árboles en llamas imaginarias, como aparecidos que anuncian la lenta extinción del tiempo y la memoria.

          El corazón solo está hoy para andar por casa, en zapatillas, encogido, en duermevela, pero abierto al misterio de lo que habrá de fraguarse en el deseo, como viviendo en ese tiempo de silencio de Luis Martín Santos, esperando la redención. La voluntad habrá de ilusionarse a fuerza de quererlo, pues estamos hechos también para caminar. Y habrá caminos y posadas, la aventura de sentirse en el mundo abriendo los brazos para recibir la lluvia y el consuelo.

           Quisiera salir en esta mañana, que sigue desperezándose, a los campos, a buscar la libertad, y hallar el vuelo de las grandes águilas que campean por los encinares, sobre la cicatriz del lecho arenoso del Adaja, que respira seco. Quiero salir a encontrarme con la libertad que perdí en tantas renuncias, en tantas derrotas, en tantos desafueros que escribieron mi biografía con letras de plomo. Quiero tocar la luz, sentir el sol sobre mis hombros, el viento peinar mi cabeza. Quiero correr tras la transparencia del aire, incendiar el alma con llamaradas de amor y perdón. Abrazar a Cristo en la inmensidad de mis abismos. Regresar a la infancia, vestirme una vez más los ropajes de la inocencia. Explorar el territorio inmenso de los sueños, los océanos de la resistencia al dolor. Y saber dónde nacen.

          En el almario he dejado todos mis despojos, la gangrena del tiempo y de la prisa, el acíbar de la desilusión, el láudano de la desesperanza. Tengo tierra por delante, todo un paisaje por descubrir, caminos para pintar con los trazos que dibujen mis viejas y rotas sandalias, con el polvoriento soñar pastoril que bajo los cielos alumbra espacios en los que imaginar la vida, otra vida, sin cadenas o grilletes, sin tributos, solo con la voz interior del que vuela libre, no en bandada, y con el dulce imaginar de Dios.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)


  1.        

Encuentro

El alma sueña bajo la sombra

de los alisos que un torrente de agua
nutre, y en el frescor está el Paraíso,
la quietud de Dios que habla
en voz muy baja, susurrando
desde el cenit del día.
El tiempo ya no reina, la luz,
detenida, no sigue su curso,
solo amor es entonces
uno con el Amado.
Si es música o deleite,
no lo se, mas el infinito
se ha llenado de eternidad,
así noches y días pudieran ser del estío,
embriagado de amistad tan grande
que las aves que en ese lugar
anidan son silencio y transparencia,
y el pulso late espaciado como si no quisiera
causar disturbio en el encuentro.

Fernando Alda Sánchez


lunes, 11 de noviembre de 2019

Ya no recuerdo el mar


         Me asomo hoy a la luz del día para descubrir el asombro de la celebración, la estancia de la alegría, el círculo de la magia de seguir lúcidamente vivo entre la ruina. Nombras el mundo como si fuese nuevo, a estrenar, y el lenguaje te obedece con la precisión de la maquinaria de un reloj. Se alzan ciudades en la imaginación y no renuncias a habitar las fronteras del reino al que acabas de llegar.

          El mundo sigue girando con el atroz desprecio a todo cuanto pueda ocurrirte, pero eso ya no resulta importante. El cielo está gris, como de ceniza turbia, y en el seto de coníferas del jardín se ha quedado prendida la última lluvia de la noche, como si fuese el adiós para siempre que se pronuncia en el andén de una estación desolada que se encontrase en el fin del mundo, sin nadie a quien mostrar un pañuelo blanco que se agita al viento desde una mano temblorosa. Es la emoción de tanta soledad como logras abarcar en los abrazos que nunca diste.

          El futuro, ahora, en este instante, no tiene nombre. Será siempre esa tierra incógnita que está por descubrir, en la que no hay ventanas para asomarse. Siempre es presente, en la negación del tiempo. Cierta ironía me viene a la memoria y alumbra una sonrisa entre los labios, que quieren hablar y manifestar la rebeldía de lo que fue y hoy no encuentra recuerdo, y ha quedado dormido en una eternidad sin nombre. Es un sueño larguísimo de éter.

         Ya no recuerdo el mar, ni los oleajes del sentimiento, ni la pálida brisa de la ensoñación, o el salitre en las alas al remontar el vuelo para comenzar viaje. Es como una desmemoria arraigada en lo más hondo del corazón, allí donde habita el respirar del abandono, el tenso músculo de lo más ignorado e indefenso. Ya no recuerdo el mar, tal vez tampoco el bramar del viento contra los imperturbables acantilados de lo inevitable.

        En medio de la desmemoria, no obstante, aún arde una llama, como en la tumba del soldado desconocido que todos llevamos dentro, allí donde lloramos las renuncias, las palabras que quisimos decir y no pronunciamos, los amores no correspondidos, lo más oculto e inconfesable qué aún envenena la conciencia.

       Así viene el día, con ese aire de incertidumbre a la que no acabamos de poner rostro en este paseo de los tristes de aceras tan melancólicas y deshabitadas por el que caminas buscando el horizonte de la esperanza, el tibio resplandor de la certeza.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)



  1.        

Solo soy hierba

Solo soy hierba que arde en un soplo

de fuego en el estío: como Job clamé
contra Ti, cuando no era nada
mientras creabas órbitas y planetas.
El salmista lo dice: ¿qué soy
para que te acuerdes de mi?
Y sin embargo, no me has arrojado
a la fosa, no caí herido en la red
del cazador, y ofreces un magnífico
banquete para mi ante mis enemigos.
El salmista lo recuerda:
eres mi refugio, mi alcázar,
y serán siempre mi sueño
y mis desvelos la alabanza que proclama
la grandeza de tu heredad.

Fernando Alda Sánchez


domingo, 10 de noviembre de 2019

Ascésis

En las tinieblas te he buscado,

en la noche más honda
y más amarga,
desde lo profundo e insondable
he clamado.

Escribí tu nombre, Señor,
en las arenas más ardientes;
entre ásperas rocas y escorpiones
habité, mi voz se secó
al sol, de sal se llenaron
mis llagas y con el lagarto
y el áspid fui peregrino,
y siempre bendije
tu dulce Nombre.

Fernando Alda Sánchez

sábado, 9 de noviembre de 2019

El día, en penumbra


         El día ha amanecido como en penumbra. Las nieblas ocultan el sol escaso y un velo de agua mansa, pero muy fría, viste de tristeza los contornos. Enciendo el fuego en la chimenea con la convicción del que se acerca a un oasis para encontrar en él la salvación. La leña, junto a las piñas, arde pronto, como el corazón de los discípulos de Emaús después de haberse encontrado con el Señor resucitado. Al menos esa certeza prende la esperanza, como una lamparita en medio de las tinieblas, y eso es mucho.

         Es sábado y todos han venido a casa. Hay conversaciones y abrazos. Todo bulle. Es, quizá, "la casa encendida", de Luis Rosales. La vida sigue viviendo, pese a todo, brotando en medio de la ceniza de los días amargos y de la soledad, pues tiene raíces hondas, que buscan el agua como las higueras, y la encuentran, y renace el espíritu y una sonrisa se nos queda prendida en el rostro para el resto del día. Incluso, creo, también para la noche, en la que si la niebla lo permite contemplaremos el plenilunio.

         Alguien me dice que ya estoy escribiendo sobre tristezas y melancolías, sobre fondos grises, sobre lágrimas y quebrantos. Pero no es así, es solo que en ocasiones la realidad aprieta, y el que escribe no puede sustraerse a los embates de la crudeza, a los zarpazos del dolor. Uno se aferra, por ello, a lo que tiene, y si miras bien a tu alrededor siempre hay otras almas que padecen grilletes mas atormentadores que los propios, y no es que sea un consuelo, pero es un motivo para seguir apretando los dientes y mirar de frente, sabiendo que no estoy solo, pues además de los que me rodean y me quieren bien, tengo a Cristo, que me abraza como un amigo.

        Afortunadamente el fuego arde y expande su calor. Verlo crecer es mucho más que un consuelo, es la constatación de que estoy vivo, de que en las entrañas hay amor, de que la pascaliana caña pensante además de pensar, ama, de que por encima de toda realidad, de toda razón, los sentimientos, de los que estamos fuertemente entretejidos, son más fuertes que la muerte. Estamos hechos para amar y entonces, creo que así es, somos "polvo enamorado", que escribiera Francisco de Quevedo en ese soneto inmortal que ahora recuerdo como si lo llevase escrito a sangre y fuego en la piel.

        La lluvia sigue deshaciendo la luz neblinosa,otorgándole un cetro de tristeza al día, que no quiere avanzar, pues teme el ocaso, la rendición a la noche. Pero no hay forma de detener la determinación del reloj, la zozobra de lo inevitable. Y a eso nos enfrentamos a cada instante, todos los días. Soy, somos.

       El fuego abraza, como buscándote los entresijos, dentro de los muros que conforman el espacio sutil de la chimenea. Enloquece, acaso como nos ocurre a nosotros cuando en la cabeza nos bullen tantas ideas y tantas sensaciones para las que no hay escape, puesto que somos como árboles en pleno invierno que quieren crecer y nunca llega la primavera.

       No todo es duelo. Por debajo de la luz están los recuerdos, plegados en la memoria. Un verso puede desatarlos, liberar su empuje, el ímpetu que nos sobrepone a la desolación. Y así se irá consumiendo el día, en la celebración del olvido, en el festejo perpetuo de ser. Mientras, escribo.

Fernando Alda Sánchez
       
(Foto: Pixabay)



viernes, 8 de noviembre de 2019

Solo quiero ser...

Solo quiero ser una mota

de polvo en tus sandalias,
el primer gramo de aire
que sale de tus pulmones,
Señor, el rescoldo
más pequeño en la lumbre
que encendiste aquella noche
para espantar el frío,
una miga de pan de la Última
Cena en tus manos,
la luz final que ves
al cerrar los párpados
con el sueño,
la hoja seca que se cae del ramo
cuando te aclamaban al entrar
en Jerusalén,
la gota de vinagre más ínfima
que pudo posarse en tus labios
en el martirio de la Cruz,
la arena que pisaste
en cualquier camino de Galilea
y ya es sagrada,
la sombra de la higuera que no cortaste,
el grano de mostaza, la sal de la tierra,
el trigo entre la cizaña,
el ruego del centurión,
la carne del leproso que sanaste,
solo quisiera ser Zaqueo, Jairo,
María Magdalena,
¡Lázaro resucitado!
Mateo, Lucas, Santiago,
Juan y Pedro,
la samaritana en el pozo de Jacob,
red en el lago Tiberíades,
un pez, el cordero,
seguir caminando con los discípulos de Emaús,
la llama de una hoguera
en el Pretorio aquella noche,
un olivo junto a tu Oración,
una astilla de tu madero,
el ladrón bueno, el Cirineo,
y estar, para siempre,
contigo, el más pobre entre los pobres,
el último para entrar en tu Reino.

Fernando Alda Sánchez






jueves, 7 de noviembre de 2019

El Ángelus y la espera



      Se esperaba para hoy la nieve, con su revuelo blanco y su misterio, pero no acaba de llegar. Parece que está en ello, como casi todo en este mundo líquido que es un baile de máscaras, en una eterna Venecia que sigue pudriéndose en sus cimientos y sus canales. Pero la nieve ya vendrá. Se la espera, como al Godot de Samuel Beckett. El día alumbra con un cielo entreverado de nubes albas, que se irán tornando grises, cuando las horas se rediman en el reloj de su condena a muerte. Tempus fugit, como una guadaña de sal que fuese helando los brotes verdes que nacen en el alma y pronto son mudo recuerdo.

        Afortunadamente, las remembranzas también brotan, y ayudan a vivir. Hoy anidan de forma muy cálida en mi memorias de infancia, pero no sólo de la mía, sino de la de mis hijos también. Y son como algodones, plumón cálido, ternura infinita. Y escribo esto cuando me sorprende el mediodía, la hora del Ángelus, y no puedo por menos que hacer un alto en el camino de la escritura, para pedir a la Madre que nos siga cuidando, a todos, a mis hijos, y a mi esposa, a la que beso todos los días con una llama de amor más fuerte, y le doy gracias a Dios por tanto tesoro y tanta bondad como me ha entregado para que los cuide. Alumbra entones en la memoria algún lienzo de especial belleza, como la Anunciación de Fra Angélico o la de Leonardo Da Vinci. Y no me canso de verlas.

    "Angelus Domini nuntiavit Mariae", el Ángel del Señor anunció a María, y como ella espero yo también que un ángel me visite, me anuncie la buena nueva...  en la espera de verdad. Pronto será Adviento, y por encima de tanto reclamo comercial y de tan excesivo consumismo, que parece nos va la vida en ello, en vez de pensar que lo importante es que nacerá Nuestro Señor, que nos ama, hasta el extremo, estaré en tiempo de espera, esperando la llegada de quien viene a salvarme. No es el ángel el que está por llegar, no es el que quiero que venga, sino el Niño Dios. Y será hermoso. Será fascinante. Y la alegría prenderá coronas de fuego en el corazón, como si quisiéramos que siempre fuese Navidad. Más es necesario que se cumpla la Escritura, y vendrá la Cruz y su desgarro.

    En la calle, el sol balbucea algunos versos, como queriendo ser poeta, un mal poeta, desde luego. Desde las ventanas la luz se hace más grande, como para ahuyentar penumbras y zozobras. Son sueños humanos los que brotan hoy junto a la nostalgia, arrancando jirones de niebla en la memoria y en el deseo, todo mezclado como el guiso fraterno que se cocina en las marmitas y en las ollas de las altas cocinas de las casas de antes, cuando junto a ellas la vida se hilvanaba y entretejía, en indisoluble vínculo, pues las cosas se hacían con mimbres de compromiso y eran para siempre.

      No crea el lector, al que siempre tengo presente en mis oraciones y en estos escritos que van desgranando el alma y la inteligencia, que en ocasiones parece con fiebre, que todo esto que lee son ensalmos y melancolías de otoño, fuegos fatuos, lumbraradas mortecinas de un espíritu débil que agoniza bajo una luz enfermiza de gas. Piense el lector que es un regalo también para él, de parte del que escribe, para que sepa de los desasosiegos por los que transita el que esto firma, que no es más que un hombre, como la hierba del salmo, que nace por la mañana, verdeando hermosa, y por la tarde la siegan, cuando, como decía Juan de Yepes, nos examinen del amor.

     No hay cantos de sirena en mi voz, ni añagazas, ni celada alguna. Tampoco tristezas. Solo hay paz, la de Cristo, la que no es de este mundo. Y en ella encuentro el rumbo del camino, del viento que anima al peregrino, pues por tal me tengo, a seguir, de santuario en santuario, buscando, preguntando por Aquel que tanto ama.

       La tarde habrá de llegar con la luz que muere, quizá con la nieve a la que tanto se espera en este interminable año de sequía, y somos, acaso, como esos personajes de Luigi Pirandello que están buscando autor, aunque nosotros le tenemos cierto, por mucho que nos empeñemos en no querer saberlo. La tarde se irá, vendrá la noche, y yo seguiré, como siempre, buscando calentar estas pobres manos que me sirven para dibujar el mundo, en la dulce duermevela de los sueños, con hogueras imaginarias y con el calor de los que junto a uno habitan, en plácida concordia, en el paisaje del hogar, para no ser el coronel de García Márquez que no tiene quien le escriba.


Fernando Alda Sánchez

(Foto: La Anunciación, Leonardo Da Vinci, tomada de pixabay)



   



         


Dios me llama

Cuánto dolor en cada aurora,

en la luz que amanece
y abrasa la esperanza.
Es la vieja máquina de escribir
a la que le falta
una sola tecla
y ya duerme en el limbo,
o las fechas que se apuntan
en los cuadernos cuando se inician
y no tienen día de término,
acumulando lagrimas y destrozos
entre papeles desvanecidos.
Diarios moribundos, estertores de tinta,
en los que la letra
agoniza desangrándose
en trazos azules o negros,
como arterias abiertas o grifos
viejos que la herrumbre
ha malogrado. Quisiera
despertar ahora, despojarme
de este letargo, revivir
entre los mapas inéditos
de una vida por estrenar.
Quisiera volver a ascender
a una montaña entre la niebla
y coronar el sol y los cielos,
mientras dura el día
y las campanas guían el vuelo
sutilísimo de las águilas
hacia la inmensidad:
Dios me llama,
es el hombre nuevo que renace
y alcanza hermosuras y transparencias,
arboledas de aire,
plenitud en la mirada
infantil que se asoma
al círculo y la estancia,
allí donde habita el Amor
más grande que soñarse pudiera.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 6 de noviembre de 2019

El Todo en la Nada

 
   



         Buscar el Todo en la Nada. Así le gusta decir al escritor abulense José Jiménez Lozano cuando se refiere a nuestros dos paisanos más universales, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Buscar el Todo en la Nada. Ahí reside la esencia de la mística, especialmente de la mística de estos dos carmelitas universales. Y de ahí, quizá, mane también la estética carmelitana que propició la reforma teresiana: la desnudez de los muros de una celda, baldosas de barro, un camastro, el recio hábito, una ventanita para asomarse a la luz del día, una vela en una palmatoria, el silencio del claustro, los desiertos a los que retirarse, las ermitillas para orar desde el interior, la desnudez más absoluta, pues solo Dios basta en esa noche que el alma atraviesa buscando al Amado.

        Para desgracia nuestra, vivimos en medio de reflejos de espejismos, ni siquiera en la propia realidad. Acaso en la deformidad de las imágenes de los espejos del Callejón del Gato, que inspiraron los esperpentos de Valle Inclán. Estamos rodeados de ruido, pero vivimos en un mundo de silencio en el que ser, seguir siendo, intentar ser, resulta atroz. Solo estamos, puede que de paso, como siempre, pero completamente desarraigados, ajenos, extranjeros como somos, que diría Albert Camus, envilecidos por la peste de tener.

       ¿Nos atreveremos algún día a buscar el Todo en la Nada, es decir, a buscar a Dios en el silencio, en la desposesión, en el vacío? ¿O seguiremos aparentando a jugar con el fuego prometeico cuando solamente somos "los hombres huecos, somos los hombres rellenos apoyados uno en otro la mollera llena de paja", que diría T.S. Elliot en su "Tierra baldía"?

         En este día tan gris que el otoño ha traído hasta las puertas de la Muralla de esta Ávila que hoy parece no querer despertar, me quedo con mis paisanos carmelitas, buscando allí donde nada existe, allí donde todo es transparente, allí donde sobra cualquier adorno, en la desnudez del alma frente a Dios. Alejado del mundanal ruido, que escribiera Fray Luis de León, en la seguridad de que solo hay un camino, una luz, una certeza.

       Y ahora seguiré mirando cómo el día no acaba de crecer, cómo la luz mortecina, que parece provenir de una vela a punto a extinguirse, no ilumina, y entonces es mejor volverse a mirar por dentro, replegarse, aguardar, acaso, la nieve que anuncian para mañana, que alboreará las cumbres de las montañas y dulcificará con su blancor los prados exahustos y sedientos. Mirar por dentro, como nos ve Cristo, sin mamparas ni disfraces. Mirar esas celdas conventuales carmelitas, en San José o La Encarnación, por ejemplo, y ver la búsqueda, el empeño del alma por hallar el Todo en la Nada, para no quedarnos siempre viendo la luz al final del túnel y, por fin, llegar a ella.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)