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lunes, 24 de abril de 2023

Azul el día, 8

 


8


Vuelve el agua a los cauces de siempre,

aquellos que abandonó para ser viento,
y borrar a su paso las arrugas
que el tiempo reseco fue sembrando
en los campos yermos del olvido,
allí donde crecen el cantueso
y la adormidera, la hierba que será
segada bajo el sol y arderá en los almiares
de la noche, como una hoguera de ofrendas
y espejos rotos, resquebrajadas
imágenes que duermen en el dobladillo del alba,
que está siempre por llegar,
pues la esperamos en las paradas
del tranvía que viene a lo lejos,
como acercándose, entre una lluvia
gruesa y sin sentido
que nos cala hasta los huesos
y nos deja mudos, helados en nuestro
asombro, con las manos
metidas en los bolsillos de esta gabardina
oscura con la que tratamos de protegernos
de la intemperie. Así,
viviendo, en el sobresalto de los días
anónimos, mirando nuestro reflejo
más reciente y gastado en los charcos
de los descampados, afueras que son
de una urbe en la que crecen
mustias las flores de la soledad,
el cantico inestable del silencio, mudo
tributo de sombra y sangre,
que desde un pedestal de mármol
se derrama como linfa o savia,
que habrán de ser memoria
y estertor, un ramo de ortigas
ofrecido en el último instante
en el que tu nombre resuene en los pasillos
y en los claustros, cuando el brillo de la luz
final deje carbones
violentos en los cristales de la galería
desde la que se asoman a la tarde esos recuerdos
tan encendidos que abrasan como ascuas
de oro, un metal extraño, el lugar
en el que habita aterido el corazón que aún
te anima, y hay gozo y celebración
en las estancias en las que el aire
es súplica, un suspiro de mariposas,
y la voluntad se aquieta,
como la arena que no cabalga en la tormenta,
cuando una campana suena
muy lejana y sola,
en estos páramos habitados de tristeza
que lágrimas son de fría plata,
quizá hielo, un abrazo de nieve
que ahora recuerdas cuando el estío
ha entrado en tu casa y buscas el agua
honda del pozo fresco, el manso respirar
del cántaro, su alma de umbría,
el sombrío son que la polea
vieja arrastra movida por una cuerda
deshilachada de la que pende un deseo.
Este largo poema va acabando
como si fuese un homérico
canto, pero sin héroes o gestas,
pues solo el vivir es bastante
para el relato, que la tinta
aviva como si fuese el fuego
que renace tras el ánima del fuelle,
allá en el invierno,
cuando la cellisca borra la esperanza
y en los ojos permanece oculto el húmedo beso
de un mirlo, el trágico abrazo de la muerte.
Solo la espera levanta la hojarasca,
las cenizas que fueron, astillas
de polvo y tierra, madera
hendida por la fiereza del hacha
que se abre paso en el bosque
buscando el espíritu y las raíces de los castaños,
el erguido nogal que aún resiste
la fiebre de los años, y cobija
cuanto fuiste como el dorado
caldero en el que lentamente, en el hogar
y el fuego, sigue haciéndose el caldo
primigenio que aliviará los trabajos
y esfuerzos que ahora, a lomos de la melancolía,
has dibujado en el secreto de la cámara
en la que se encierran los desvaríos de la fortuna.
Adiós dirás a los valles y a las neblinas,
al humo y al heno,
a las cumbres que saludan invariables
el rodar de los siglos: tu tiempo se ha ido,
nada perdura.


Fernando Alda




martes, 18 de abril de 2023

Los adentros del escritor

 



     Cuando acaban de cumplirse hace apenas unos días, el pasado 9 de marzo, los tres años de su fallecimiento, se presentaban en Valladolid los dos primeros tomos de las Obras Completas del escritor y periodista abulense José Jiménez Lozano (Langa, 1930), tomos que incluyen todos sus diarios. Se trata, sin duda, de una magnífica iniciativa que ha llevado a cabo, con la colaboración de otras instituciones, la Fundación Jorge Guillén que, por propio deseo del escritor y con la colaboración de la familia, custodia, además, parte de sus manuscritos y otra documentación pendiente de clasificar.

     Confieso que cuando tuve noticia de esta edición sentí una alegría inmensa, pues de alguna manera viene a hacerse justicia a este escritor, o escribidor, como a él le gustaba decir, alejado siempre de los postizos de la fama, de los pasillos efímeros de la moda, de las pompas de este mundo. Alegría, también, por la gozosa lectura, relectura en este caso, que supone el tener en una misma edición estos diarios o cuadernos completos, desde los que tenían la tapa roja, que fueron los primeros, hasta “Evocaciones y presencias” publicados a título póstumo. Más de dos mil páginas que nos permiten viajar por los adentros del escritor, para entender mejor su escritura y su vida, llenos de reflexiones, apuntes, sensaciones, vivencias, recuerdos, lecturas, pensamientos, visiones, estados del alma, que constituyen un auténtico paisaje espiritual que nos permite estar acompañados, como a él le gustaba decir, tal vez, en ocasiones, por la cuerda con la que vino atado un paquete de libros, por el polvo de un ladrillo rojo molido, un trozo de piedra lipe (con su azul intenso y hermoso), ¡qué colores!, unos cromos viejos, un trozo de cristal, aquello que vamos guardando en nuestros “coseros”, aderezado todo ello, pudiera ser, por el canto del cuco, siempre misterioso y fascinante, que nos sale al encuentro.

     La edición está muy cuidada, como no puede ser menos cuando se trata de preservar una joya, o al menos así lo entendemos sus lectores, pues Don José, o Pepe (como le llaman en Valladolid, con una familiaridad extraordinaria), recordaba que escribía para ese puñado de fieles que encontraban en sus libros algo más que pura y simple literatura,, algo así como un camino por el que ir buscando, en los recodos y entretelas de esta Castilla nuestra, que tan femenina le parecía a él, esos lugares escondidos a los que alude nuestro San Juan de la Cruz cuando escribe que “para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes”, pues acaso “para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees”.

     Cuando vuelvo a leer sus diarios, sus adentros, me parece verle, tal y como cuando le conocí, en la biblioteca de su casa de Alcazarén, en ese “petit Port-Royal” como la llaman sus amigos, en alusión a su primera novela, “Historia de un otoño”, asomado, junto al fuego, a la inmensidad de Castilla y sus cielos tan hondos y tan claros, buscando entre los alcores algo de verdor de una fuentecilla que mana en silencio, entre juncos, junto a unos álamos que se adivinan entre la luz, ofreciéndonos un verdor que es preludio del Paraíso, acompañado por los “quicios de la historia”, por las gentes más humildes, los pobrecillos y desamparados de este mundo, aquellos que siempre sufren el dolor del poder y del dinero, esas “liebrecillas” que se guardan de todas las inquisiciones y de todos los inquisidores, de esas “autoridades postizas” de las que habla Santa Teresa.

     Gozosa lectura, decía, fascinante escritura, también, pues arranca rescoldos a la memoria, o a la desmemoria, para seguir iluminando y ardiendo, “ut luceat et ardeat”, que nos recuerda el escribidor de Langa, en nuestros ojos y en nuestros corazones, para que brille y nos perturbe, como hacían los maestros románicos con sus obras de piedra dorada o los dibujos de los Beatos, tan coloridos y maravillosos, y nos permitan vivir sin ataduras, sin peajes, en esta postmodernidad en la que nos hallamos inmersos buscando, tal vez, salidas que únicamente seremos capaces de encontrar en el viejo mundo, en la vieja cultura, que ahora despreciamos con tanta insensatez.

     En esos rescoldos del recuerdo, que la lectura aviva en estars tardes ahora ya de primavera, vencidos los idus de marzo, tan sombríos, encontraremos melancolías y belleza, alimento para resistir frente a la barbarie, que hace sonar sus cantos de sirena, acompañados por Ojo Virule, las monjas y señores de Port-Royal, por Rabí Isaac Ben Yehuda o por Sara de Ur, o por el Señor Jonás, el profeta, puede que por Ángela, y por todos los retablillos que la vida ha ido tejiendo en la escritura de José Jiménez Lozano como un don, una gracia, un regalo, como la flor de los almendros que siempre se adelanta a los tiempos, sin saber y sin temer a sus devastaciones.

     No deje pasar el ávido lector, el buscador eterno, el que no se conforma con los senderos trillados de la gloria y de los oropeles de cuanto nos rodea, esta oportunidad de encontrar, o de volverse a encontrar, con esta escritura encendida de Don José, que sabe a manantiales, a oteros, a interioridades, a espíritu, a flor del alma, para hallar, acaso junto a los Cristos que nos miran desde la penumbra de las ermitas de esta tierra nuestra, a Dios en su castillo interior, en la noche oscura, aliviando tantas desazones y desasosiegos como nos acompañan.


Fernando Alda








jueves, 13 de abril de 2023

Azul el día, 7

 

7


Y en el mar las estelas de la memoria,

de los hombres de nácar y los caballos
que saltan por encima de los valles que hay
entre las olas, sueño
rotundo de arenas y erizos,
una marea de algas que deja su costra
allí donde los acantilados se derrumban.
Una máscara de sal
enerva la proa de estas naos de tristeza,
insomnes buques que surcan
una niebla de caracolas y sargazos,
en ese lugar que no existe en las cartas
de navegación, en el que la corriente
arrastra cenizas de civilizaciones,
los restos del naufragio
eterno que es vivir. Mástiles,
maromas, trinquetes y obenques,
un croquis para el viento,
sutil ensalmo, una canción
antigua que habla de héroes y derrotas,
el campo de batalla que bajo el salitre
está enterrado en la profundidad,
pecios que encierran las ánforas y  cofres
de los tesoros que hemos ido sepultando
tras cada aurora, como un ritual
de abandono, la liturgia de las horas
en las que dejamos
nuestro silencio cómplice con el olvido.
Y ahora, la tormenta, el casco de hueso
y carne destrozado, solo el alma
 un timón de certeza,
firme hacia el finisterre, 
más allá de las estrellas que anuncian
el paso hacia el oeste, allí donde las
ínsulas describen el paraíso, la tierra entera.


Fernando Alda