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martes, 31 de diciembre de 2019

El ojo de la aguja

"Es pequeñito"... dice mi hija Irene Ruth,
entre sus dedos cualquier minucia,
pues casi a sus tres años
ya ha aprendido, magistralmente,
sin quitarse de la boca,
el chupete que adora,
la esencia del mundo:
todo es pequeño y vulnerable,
y en las almas que parecen diminutas
se encierra la verdad y la profundidad
de la vida, la estatura más grande
para ser el camello que al pasar por el ojo
por el que se enhebran todas las agujas
demuestra que el Cielo
se alcanza despojado
de inútiles equipajes.

Fernando Alda Sánchez

sábado, 28 de diciembre de 2019

Entre belenes



          La llanura inmensa, desbordante, los cielos altos, transparentes. Los caminos abiertos, para ir a todas partes, sabiendo que en la búsqueda podrás perderte y hallar aquello que deseas con tanto fervor que te arde el corazón. En estos primeros días del invierno, con la helada siguiéndonos los talones, en los que parece que todo acaba de echarse a dormir y casi nada respira, aunque está latiente, esperando la lejana primavera para verdecer y volver a soñar.

           Con estos encajes del alma recorrimos un pequeño grupo de personas una de esas rutas sorprendentes que nos salen al paso, en estos días de Navidad, en los que Cristo nace y nos ilumina, aprovechando el débil sol con el que arrancaba el día en La Moraña, en tierras de pan y cielos limpios. Una ruta de belenes, de portales, de pesebres, de misterios, de nacimientos, pues tantos y tan evocadores nombres recibe la cueva de Belén a la que vino la Salvación del mundo.

          Se trata de una ruta de belenes que han realizado los propios feligreses con mucho amor y dedicación, bajo la dirección y el empeño de su párroco. Han logrado un pequeño milagro en estos pueblos de Ávila, como Constanzana, Don Jimeno, Cabezas de Alambre y Collado de Contreras. En estos días de alegría para los creyentes se multiplican los belenes por todas partes, en pueblos y ciudades, en iglesias, conventos, residencias, colegios y en domicilios particulares. Muchos de estos misterios son de gran valor y en todos ellos hay destreza y cariño. Pero hoy quiero fijarme y resaltar estos de los que hablo, pues además de su valor, suponen un ejemplo de tesón en esta Castilla deshabitada, por lo que tienen de espejo en el que mirarnos para comprender que lo más sencillo es lo mejor.

       Ni que decir tiene que, por proximidad a estos pueblos, visitamos primero Fontiveros, cuna de San Juan de la Cruz, la que fuera su casa natal y la Iglesia Parroquial, en la que reposan su padre y su hermano. Allí bien supimos de la "fuente que mana y corre..." y de la "llama de amor viva" que de alguna forma prendió en nosotros.

     Es Navidad, y lo es porque ha nacido Dios que se ha hecho niño para estar con los hombres, en medio de ellos, uno más con nosotros, para acompañarnos en nuestra debilidad y nuestro sufrimiento y ofrecernos la Redención.

     Como ya me ocurriera en otras ocasiones, de nuevo alejado del mundanal ruido, de todos los postines de la Navidad que se nos ofrece como regalo y como consumo. Metido en andanzas como la "monja andariega", como Teresa, buscando en el silencio, en el abandono, aquello que es lo único que puede llenar el inmenso vacío que nos corroe por dentro. Puedo asegurarte, querido lector, que encontré paz, mucha serenidad, visitando estos pesebres que la voluntad de sus autores construye año tras año, en memoria de quien nos da la verdadera libertad.

   Ya de regreso a casa, el tiempo perdido, acaso desvariado, con el sol hundiéndose entre los paralelos del mundo, dibujando un horizonte al rojo vivo, sin siluetas que estorben, solo las colinas como testigos de semejante incendio, en el alma deseos, nostalgias y recuerdos de infancia, como cuando de entre el serrín de un cajón de madera sacábamos las figurillas de barro con mucho cuidado para no romperlas y armar nuestro Belén en casa, con la ilusión prendida en los ojos para contar la historia más grande que puedan tener los hombres. Y todo parecía nuevo.

     Afortunadamente, ahora también y pese a todo, sigue siendo Navidad.

Fernando Alda Sánchez


(La foto, que hizo  quien esto suscribe, corresponde al Belén parroquial de Collado de Contreras, La Moraña, Ávila)



 

viernes, 27 de diciembre de 2019

Navidad, y 3

En Belén, la Luz recién

amanecida en las manos del Padre:
Dios ha nacido entre los hombres,
la Salvación en un pesebre.
La noche es un palacio
habitado por pastores y ángeles.
El Niño, María y José,
dulcísimos nombres.
Hay alegría de hogueras,
Gloria excelsa en los cielos
encendidos de cánticos
y paz en los corazones
sencillos y claros.
Navidad para el mundo,
un sueño de lámparas y luceros,
el Señor con nosotros,
nos alumbra la Verdad.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Navidad, 2

Hoy recuerdo infancias y cielos,

cuando la nieve era una pavesa del frío.
Navidad, Dios con nosotros.
La noche mira con ojos
encendidos, abre sus labios
y pronuncia nombres muy antiguos,
como figurillas de un Belén
recuperado en la nostalgia y la niebla.
Estoy despierto, como los pastores,
aguardando al ángel y a la Luz.
El tiempo no existe
y el alma está vestida
con el color de los lirios.
Es lo que esperaba, la serenidad
y la certeza.
Voy a seguir la cabellera
ardiente del cometa,
ya no me importa
la línea del horizonte.
Adoraré, humilde y roto,
al Niño, y su mirada
será para mí, siempre,
Navidad y Salvación.

Fernando Alda Sánchez

martes, 24 de diciembre de 2019

Navidad, 1

La nieve es recuerdo

de arboledas y ciudades
mientras se derrite en el cristal
de la ventana: Navidad.
Hoy no hay tristeza en tus ojos,
estrenas la luz: el Niño
ilumina el mundo,
que se hace más transparente.
En tus manos, los años
vencidos, la nostalgia de la edad
desvanecida, el asombro
renovado, mientras las estrellas
y los ángeles dibujan la noche,
que amanece eterna.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 23 de diciembre de 2019

Morada

El fuego y el hogar: luz de Cristo

que habita las estancias
mientras la noche
se adormece entre las colinas.
¡Tanto amor! Presiento tu rostro,
Abba, en el fulgor de los luceros
que presagian un sueño
de arcángeles y de Resurrección.
Como cuando hablabas con Abraham,
dos amigos, en su tienda:
así te escucho en el silencio
intenso de los desiertos,
en la soledad
dolorosa del vivir y de las auroras,
atento siempre al pan del cielo
que será morada y perfección.

Fernando Alda Sánchez


sábado, 21 de diciembre de 2019

A la intemperie



          El viento se lleva el sol y lo tiñe de nubes. En la calle, nadie, ni un alma, solo el resplandor de amores que se perdieron, de suspiros que se desvanecieron con las hojas secas en el otoño, que ya va muerto esperando el albor de la nieve y el invierno. Son exequias de abandono. Los ojos buscan la iluminación del día, la miniatura colorida de los códices medievales, pues parecen las únicas ventanas por las que puede entrar algo de luz a las entrañas que hoy están revestidas de tinieblas en una ceremonia de confusión y de atardeceres.

         Abres el diario y la tinta tiembla al plasmarse en escritura, no hay certeza. El alma está a la intemperie, desabrigada, en pleno desasosiego, buscando puertos con suficiente calado en los que ampararse ante tanto desvarío. Los caminos están llenos de salteadores, de celadas, de barros muy densos que los hacen impracticables. Escribir no aleja los fantasmas del olvido ni las cenizas del tiempo o de la historia.

          Y como siempre, regresas a la lectura, al abrazo del libro, en ese abandono de toda fuerza, de toda resistencia, con la voluntad de permanecer viviendo otras vidas y sintiendo otros sentimientos. Acaso una lágrima abre surcos en tu mejilla, como un último adiós. Y te sientes, de nuevo, vivo, con el gozo necesario de salir a pecho descubierto a proclamarlo aún a riesgo de terminar frente a un pelotón de fusilamiento.

        En las veletas gime el destino de los hombres, tan perdidos y desolados, buscando, como Narciso, su propio rostro en los charcos de agua, en las lagunas estigias de la desmemoria y la extinción. Bastaría alzar los ojos a lo Alto para no ver tanto ombligo azul, gangrenado. Parece que el hombre se ha empeñado en vivir en una permanente metástasis espiritual, como un reflejo de si mismo que no puede encontrar hondura ni horizonte. Falta altura.

      Tal vez nos hemos empeñado en enterrar nuestra esencia, el barro divino del que estamos hechos, en un calaje que dejamos abandonado al albur de la fortuna, a las predicciones del horóscopo, aferrados ciegamente a lo que creemos es nuestra libertad. Y tenemos miedo a pronunciar el nombre de Dios, pensando que eso nos empequeñece, sin saber que su amor nos hace más fuertes y más libres.

     Me siguen temblando las manos al escribir. La tinta fluye turbia desde la estilográfica, como si quisiera ser sangre, ardiente tributo que me acompaña en este humano respirar, en el viaje hacia el interior de uno mismo en el que ya voy sin temor, pues no estoy solo. La Luz llega. Pronto será 24 de diciembre, y luego, Navidad.

     Ahora, más silencio. Adviento.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: Pixabay)

   

viernes, 20 de diciembre de 2019

Comunión

La harina moldea el agua,

es fuego, y ahora tu cuerpo,
Señor, en comunión
intima, que se deshace
en mi boca. No simple
trigo, es tu manera
de partir el pan,
la cena, la última cena,
mas no el último amor,
vencida la muerte,
amor extremo,
en el Reino en el que no hay
ocaso. La harina moldea
el agua, es luz sin tiniebla,
un continuo esplendor.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 19 de diciembre de 2019

A pesar de todo...

Cómo pudiera decirte,

Cristo mío, sin palabras, cuánto te amo,
y en cuántas ocasiones he renunciado a ti...
Cómo en mi derrota has sostenido mi cabeza,
y negué hasta tres veces o trescientas tu nombre
antes de que cantaran los gallos en la aurora.
Cómo malgasté en los espejismos del mundo
la alegría y la vida, la gracia y el alma,
cómo únicamente te ofrezco tristeza
y arena frente a tu amor hasta el extremo.
Se que volverías a morir por mi,
y a pesar de todo...
A pesar de mi angustia, de mi miseria,
solo se decir, Cristo, Amor.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 18 de diciembre de 2019

En el silencio


        La lluvia y el viento cabalgan sobre el amanecer, presagian una tempestad de cenizas, de rescoldos minerales mal apagados, de corazones que han ardido en la lenta combustión de la tristeza, con llamas de pirita  y corindón. En la estancia, solo  ausencias, un vagar de recuerdos irredentos y fantasmales, como el aliento lóbrego de seres aparecidos que en la noche hubiesen dejado su rastro de ponzoña e insania.

        En estas ínsulas ajenas a lo humano habita hoy el corazón,  que quiere dejar de latir, de tan desarbolado como está, para entrar en una ataraxia que conduce inexorablemente a la muerte, como arrastrado por la filoxera del tiempo. Para vivir hay que morir, tal el grano de trigo, y es necesario abandonarse al silencio, como dice el cardenal Robert Sarah, frente al ruido ensordecedor del que estamos rodeados y del que somos cautivos, para encontrar a Dios, a aquel que como manifestaba Pascal es el único que puede llenar el hueco terrible que llevamos como impronta en el alma desde la noche de los tiempos.

       El mundo ruge, como un león, gira frenético, busca devorarnos, suena estridente en sus millones de poleas  y engranajes, hasta un zumbido de colmena de abejas enloquecidas pone la música de fondo. Yo prefiero callar, salir a campo abierto, buscando las soledades de Castilla,
para escuchar el silencio, para inundarme de él. Buscar el Todo en la Nada, como hacían los místicos carmelitas, Teresa y Juan, despojado de equipaje, de bagajes inútiles. Únicamente quiero el sonido de mi corazón roto, que rechina, una lágrima de ternura, el susurro de Dios entre el viento, al otro lado de las nubes, bajo el palio protector de la luz altísima y vertical.

       Allí, donde se juntan los surcos en perspectiva, en las ruinas de la ermita, San Martín de Serrota,  o de monasterios antiguos y abandonados, la Virgen del Risco, La Armedilla, Santa María de Moreruela, Extramuros, con el canto gregoriano descolgándose de las gargantas de los monjes, o el eremita, San Baudelio de Berlanga, la palmera que lleva al Paraíso,  buscando, siempre buscando, camino a Duruelo,  en lugares que no figuran en los mapas, en estos paisajes tan solitarios y vencidos, tan asombrosos, en los que es posible no oír la tormenta, el naufragio del hombre, el desastre de las almas huecas, como las de Elliot, derrumbarse en esta tierra tan baldía y saqueada en la que que no crece la hierba, como si Atila o su caballo hubiesen pasado  por la misma.

       En estas desolaciones transcurre la mañana, recordando a Fray Luis de León y La Flecha y el Tormes, como a los sabios que en el mundo han sido, para hacer de la soledad virtud, de la ausencia necesidad, y de todo cuanto abarcan los ojos un hogar. En estos días en los que está uno como desabrigado, a merced de todas las intemperies posibles, es bueno hallar cobijo y un poco de sentido frente a tanta batalla como vamos perdiendo, aunque todo dependerá de la certeza con la que el sol ilumine, finalmente, el transcurrir del día.

        Se que en estos avatares y peregrinaciones habrá, hay ya, otros compañeros de camino, que siguen mirando hacia lo Alto y Profundo, queriendo saber, conociendo, escuchando el silencio, y entonces, sabiendo que en los pasos que nos llevan a Emaús nos encontraremos con Cristo Resucitado, que nos dirá que somos torpes y necios pues no hemos querido creer lo que dijeron los profetas, tendremos compañía y habrá otro que prenderá nuestra candela cuando la misma se apague en el fragor del mundo y sus veleidades y apariencias, en su engaño peligroso, y nos arderá el corazón.

       Así ahora, y mañana también. Caminando.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay: Abadía benedictina de Whitby, Inglaterra, UK)
     
       

martes, 17 de diciembre de 2019

Salmo 2

El Señor es mi pastor


en Él habito. Hacia las altas
cumbres del Monte Tabor me conduce
para encender la nieve
y la blancura del alma.
Nada temo, su mano es firme
y su voluntad misericordiosa:
me ama desde el seno materno
y no permite que caiga
en las cenizas de la fosa.
Para mi ha preparado
el Banquete de Cristo,
y en sus ojos hallo
la luz y el aire que me faltan.
Mi copa rebosa de bendición
y será grande mi heredad.
Nada me falta.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 13 de diciembre de 2019

La quietud de los libros


        Hay mañanas en las que te acercas a la escritura como si fuese el último rescoldo que mantiene cálido el hogar, igual que la estufa de carbón y leña de la primera escuelita a la que fuiste a aprender las letras y los números, en la que se helaban hasta los palotes en invierno en el cuaderno, y es la infancia la que ahora arde en la memoria. Y te quedas en la biblioteca de casa, mirando asombrado la quietud de los libros en los estantes, como perdidos en una bruma muy densa y muy fría. Casi no respiran, aunque sabes de sobra que están vivos, latiendo, y mantienen encendida una estrella en su interior que habrá de prender la noche y las ausencias.

        Sabes del helor de estas mañanas de diciembre, que luego habrá de agrandarse y tornarse más negro y más vengativo en enero, cuando los días comienzan a crecer mínimamente y parece que regresan la esperanza y las cigüeñas. No obstante, todo está tan revuelto y loco que te llevas la agradable sorpresa de encontrarte en el jardín al madroño cuajado de flores, y unas últimas rosas, muy tristes y solitarias, en un rosal escondido que ha hecho la proeza de brotar con unos capullos tímidos y silenciosos, evasivos, casi, como para no hacerse notar. Son milagros cotidianos, como la vara de San José y sus sueños. Pequeños asombros para resistir el mordisco del desasosiego. Lástima que luego habrán de llevarse todo las inmisericordes heladas, que, como la necesidad, tienen cara de hereje; y no puedo, llegado a este punto, por menos que acordarme del verso de Góngora en "Dineros son calidad". ¡Ay, Don Luis, que verdad tiene!

      Los libros resisten también. Saben que no están abandonados, que quien los leyera un día aún los recuerda y volverá a acariciarlos como se acaricia a un animal de compañía que nos ha salvado de tantas soledades. Los libros llaman desde la memoria y desde los plúteos en los que hibernan, para volver a ser redimidos del olvido y de la sinrazón. Y susurran, pero no son cantos de sirena. Más bien son voces de vida que reclaman de nuevo nuestra atención, para avivar el fuego, para que no se apague la antorcha de la lectura y de su belleza.

     No es la quietud de la muerte, ni el silencio de los cementerios. Los libros conversan, viajan juntos, se entrelazan, reviven en cada búsqueda, y siguen haciendo de la biblioteca, de toda biblioteca, un hábitat misterioso, un lugar espiritual, un refugio ante tanta tormenta como nos amenaza. ¿Nos salvarán los libros de los nuevos bárbaros o seremos saqueados como Roma por los visigodos? Allí la Ciudad de Dios y San Agustín. Y mientras te preguntas por ésta y otras cuestiones te acuerdas de San Benito, y sus islas monacales, y ya no sabes si en este siglo tan relativista y tan líquido serás capaz de encontrar amparo y respuestas.

     Entre tanto sucede lo que habrá de venir, sigues pegado a las brasas de la cultura que parece morir ante tanto desafuero tecnológico y productivo, como un despojo, un deshecho que ya no funciona, un descarte del sistema que se autoalimenta y busca la eutanasia de lo que considera viejo y gastado, inútil aunque hermoso, en un canto del cisne perpetuo que quizá nos lleve a la extinción sobre la faz de la tierra. No sirve ya de nada recordar a Homero.

     Y de los libros, a las flores de diciembre, que he encontrado  bajo el tibio sol de este día, que parece no querer ser a fuerza de pensarlo, y encuentro en todo ello consuelo, pues me se humano y muy frágil en este Adviento de horas lentas y anocheceres largos. Pronto será Navidad y se que estas melancolías se disiparán, habrá Luz de nuevo en Belén y en mi corazón prenderá la alegría, y la noche tendrá fin y cantaré para celebrarlo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

   

   

     


 

jueves, 12 de diciembre de 2019

Destierro interior


      Los últimos ocres, amarillos, rojos, resisten apenas en las ramas desnudas de los árboles. Ya no hay brasas, ni rescoldos. El otoño ya solo es un lamento de si mismo, un recuerdo. El día viene hoy tan gris que no da tregua. En la memoria, solo huecos, puro olvido, tormentas de polvo, y el corazón está aguardando la lluvia o la niebla, para ocultar su pesar, los destrozos del tiempo.

       Únicamente la escritura parece ser la tabla de salvación, el clavo ardiendo, el último vaso de agua en el desierto más ardiente. Todo se desmorona como si estuviese hecho de arena, de vidrio molido, de cenizas turbias en supensión, de un aire acre y violento que enerva los pulmones en esa atmósfera cerrada en la que habita la vida en este instante.

      Carpe diem, parecen decirte los sentidos, en voz baja, pero nada prende en el corazón, que va a la deriva, desarbolado, en medio de una noche eterna sin estrellas ni lunas viejas, buscando el rigor mortis de la helada que ya se presiente para las próximas horas, cuando despeje, y en ese desnudarse del firmamento todo quedará a la intemperie, hasta el fondo de los ojos, en los que se perderán los paisajes imaginados, las naturalezas muertas, los bodegones de la tristeza.

       Y escribes, claro, para no estar sin vida, para eludir la locura, para encender, acaso, un pábilo, una llamita, y soplar fuerte para que se encienda la leña que queda en el derribo de todo cuanto fuiste, de todo cuanto quisiste ser y ahora se amontona en desvanes sombríos y húmedos, en lóbregos pasillos, en desventradas cajas de cartón, en mohosos sacos y podridos odres en los que se muere el vino que no habrá de ser bebido pues no tendrá celebración.

       La muerte vendimia los últimos racimos que penden de las vides resecas, ya sin sangre, y solo esperas, imaginando cartas que traigan noticias de otros viajes, un poco de calor para tanto desnudo como soportas, un poco de aliento sobre los dedos fríos, una taza de caldo tibio,
un abrazo de algún amigo, un beso en la lejanía, un pañuelo al viento, la última luz del faro del fin del mundo.

       "Eppur si muove", y caminas entre los zarzales de la resignación, atravesando los tabiques del olvido, dibujando un amanecer sin sombras, camino hacia la tierra de nadie, la frente erguida, serena la mirada, silbando una melodía de desamor y renuncia. Altas las torres que divisas, ciega pasión, desafueros, hacia el destierro interior, como el Cid, cabalgas.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

miércoles, 11 de diciembre de 2019

"Qué bien se yo la fonte..."


         Hay días en los que los pasos te llevan perdido, como buscando a dónde ir. Es el alma, quizá, el corazón, tal vez, los que te conducen, más que el pensamiento, esperando encontrar lugares en los que hallar alimento espiritual con el que fortalecer las certezas y la fe. En Castilla, y en Ávila, es posible encontrar muchos de esos paisajes, humildes en ocasiones, otras grandiosos, en los que el peregrino sabe que es bueno detenerse, esperar, ver la luz crecer, y descubrir lo que tanto desea.

        Mientras escribo suena la lluvia en el tejado de casa como un don, cuando amanece, y recuerdo que lo que refiero era en una mañana luminosa de estos días finales del otoño como solo lo son las mañanas de Ávila en esta época del año. Pronto sale uno de las grandes rutas y comienza a perderse por los vericuetos, por el dédalo de caminos y carreteras locales que se entrelazan como las cerezas y que llevan, sin saberse bien cómo o por qué, a todas partes en esta provincia. Y de allí por El Parral, hasta la ermita de la Virgen del mismo nombre, bajo la cual nace un venero vigoroso de aguas medicinales, buenas para los eccemas y el herpes zóster, entre lomas y tierras de labor. El correr de la fuente evoca la vida, que busca el mar por el cauce del río próximo.

      Detenido el tiempo en estas profundidades, camino a Vita, Herreros de Suso, buscando encrucijadas, para ir luego a Blascomillán y a Duruelo. Éste fue la primera fundación de carmelitas descalzos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, que fuera luego, en el año 1947, si la memoria no me falla, Convento de Duruelo, con Santa Maravillas de Jesús  y monjas carmelitas, también descalzas. Es una delicia impagable, para el reducido grupo familiar que vamos, orar ante el Santísimo en la capilla, llamar luego por la campanita y hablar con las hermanas a través del torno en esta era desbocada de internet y redes sociales. Antes de llegar, la fuente de San Juan de la Cruz, junto al camino, no para saciar hoy la sed, pues no hace calor, sino para regar el interior del alma: "que bien se yo la fonte que mana y corre..." y allí podría quedarme todo el día, junto al agua, en estas soledades.
     
      Al ver este paisaje sin tiempo uno entiende bien por qué los místicos carmelitas son de Ávila, por qué buscaron el Todo en la Nada, por qué el Señor eligió estos lugares apartados y solitarios, tan difíciles de encontrar en el XVI y casi ahora también. Aquí respira Dios, oculto entre la luz, entre los encinares, esperando el amor de los hombres. Es ruta teresiana entre Ávila y Salamanca, pues cerca está también Mancera de Abajo, y no muy lejos ya Alba.

     Y seguimos camino, o caminos, hacia San García de Ingelmos y Mirueña de los Infanzones, buscando el embalse del Milagro y la Sierra de Ávila, por Muñico, entre milenarias encinas, algunas de las cuáles parecen seres mitológicos, hacia Cillán, por carretera más ancha, y Chamartín, esperando escalar las murallas del castro vettón de la Mesa de Miranda. Y la necrópolis de la Osera. Desde aquí se divisa la llanura abierta, los cielos altísimos, como si no hubiese horizonte y toda la tierra fuese plana por un instante. En los avatares del camino, ríos como el Zapardiel o el Almar, apenas sin agua. Cerca está la Ermita de Nuestra Señora de Rihondo, y en las alturas de este paisaje desolado, no muy lejos, la de Nuestra Señora de las Fuentes, también con su manantial bajo los cimientos. Y San Juan del Olmo. Luego, hacia Ávila, Benitos, Sanchorreja, también castreño, y la Venta del Hambre, en medio de nada, esperando inútilmente viajeros de paso. Ya vuelve a soñarse  Ávila, o acaso la Constantinopla que imaginaba José Jiménez Lozano, erguida sobre sus muros frente al Valle Amblés, al otro lado de la Sierra, con el Adaja arrodillado, sobre el que se mira entre amores roqueños y suspiros largos.

    ¡Tanta belleza por todas partes! Un regalo, sin duda, este haber ido pisando las huellas de Teresa y de Juan, y este perderse entre cantos y santos, viviendo la historia y las vicisitudes de cuántos por aquí han pasado antes. Próximo está el 14 de diciembre, día en que muere Juan de Yepes. No anda lejos su Fontiveros natal. Sin mirar el reloj, solo dejándose abandonar como lo haría uno en los brazos de Cristo, pues su carga es ligera y su yugo suave, como nos recuerda el Evangelio, y en el desasimiento místico encontramos acomodo saliendo al encuentro del Amado, de su dardo enamorado y poderoso, que nos abrasa. Y sin saber por qué, o no queriendo saberlo,  me acuerdo de Bernini, y de Roma, y de la transververación de Santa Teresa, y todo ocupa su lugar en la memoria, y me parece bueno en este desvarío de caminos, de fechas y de retornos.

    Son paisajes para los que buscan, para los que caminan. "¿Y vosotros, qué buscáis?" dijo Cristo a sus primeros discípulos y yo, salvando todas las distancias, te pregunto a ti, querido lector, qué es lo que buscas, qué senderos anhela tu alma, qué luz quieres para tus ojos, de qué pozo quieres sacar el agua que ha de darte la vida... Y aquí te dejo, con tus oraciones y tus pensamientos, en este paisaje de aire, de luz, de nada.


Fernando Alda Sánchez

(Nota: La foto, que ha realizado el que suscribe, corresponde al Convento de Duruelo, Blascomillán, Ávila. En concreto a la ermita que se levanta en la que fuera la primera fundación de carmelitas descalzos realizada por Santa Teresa y San Juan de la Cruz).




martes, 10 de diciembre de 2019

Trescientas entradas

       
          Ésta que ahora estás leyendo, querido lector, hace la entrada número 300 de este blog que con tanta ilusión inicié en el pasado mes de mayo del presente año 2019. Desde la primera hasta ahora hay un pequeño largo camino que hemos recorrido juntos, de la mano, podría decirse, en el que nos ha pasado de todo, como les ocurre a los buenos amigos. Brindo por ello y remarco esta cifra, aunque hubiese podido esperar a otra más sonora, en memoria, acaso, de los 300 espartanos que defendieron las Termópilas hasta entregar la vida. No obstante, no es el caso, pues se trata únicamente de una licencia de poeta.

           Hemos caminado por cuantos senderos nos han salido al paso, buscando siempre la literatura y la belleza, con mapas o sin ellos, siguiendo la huella del viento y su sonido en las veletas, con mayor o menor fortuna, mas siempre en amor y buena compaña, que diría Don Quijote a Sancho.

           Hemos tenido confidencias, lágrimas, algún tropiezo, muchas alegrías y no pocas aventuras y encantamientos, como no podía ser de otra forma. Espero seguir manteniendo la confianza que me tienes, no otro es mi deseo,  y te pido perdón por tantas torpezas como haya podido tener contigo.

           Alumbrarán nuevos días, habrá otros ocasos, y la noche nos encontrará escribiendo y leyendo, junto al fuego, a ser posible, o bien al raso, en la más dura intemperie, en esa en la que en ocasiones se nos queda el alma cuando la soledad y el miedo abren sus puertas y nos quedamos con la boca abierta esperando la muerte o el vacío.

           Por último, prometo serte fiel, aun cuando me falten las fuerzas o la imaginación me falle del todo y el papel en blanco sea la única  bandera que pueda enarbolar. En esos momentos, te ruego paciencia. Vendrán otros días para la celebración y el gozo.

            De momento, ladran, luego cabalgamos. Recibe un fuerte y cálido abrazo de quien siempre te espera

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)

Salmo 1

No me abandonaste, Señor,

al borde de la ciega fosa, ni la muerte
que presagia el cazador
ahogó mis sueños,
alcázar eres ante mi angustia
y en este salmo te entrego
cantando la vida:
sea tu voluntad.
Quiero ser la piedra desechada
por el arquitecto,
el lirio hermoso del campo,
la mirada del niño que asombrado
descubre el misterio de la fe.
Arde la zarza dentro del alma,
alimenta eternidades
en un brillo de pavesas,
busco tu regazo, un rescoldo
amable de amor, la mano
fuerte que sostiene mi pobre
armazón de arena: el Esposo
viene y salgo a buscarlo.


Fernando Alda Sánchez



domingo, 8 de diciembre de 2019

La resistencia de las orquídeas





      La luz se ha quedado olvidada entre las azucenas con las que soñé en la última tarde y en la línea del horizonte. Hay un rescoldo finísimo, como la nieve en plena ventisca, acaso como las últimas hojas que quedan en los árboles en este final del otoño, antes de que el invierno asiente sus cuarteles frente a la puerta de casa, y todo sea el resplandor del puñal del hielo antes de hundirse en la pulpa carnosa de la voluntad.

     Memoria de esa luz última, diría, si no me temblaran los labios al pronunciar el nombre agraz de todo cuanto he olvidado y ahora yace bajo la arena que la tormenta ha dejado en el alféizar de las ventanas vestidas de insomnio y de desventura.

      En el buzón, una carta que habla de un desconsuelo muy antiguo, anterior a las primeras lágrimas que se vieron en el mundo. Las orquídeas que están atrincheradas en el salón resisten numantinamente la fiebre del abandono, como si fuesen un oasis de incertidumbre y de insania. Son el único reducto que queda en tus certezas antes de que la desolación devore el brillo de esperanza que aún arde en tus ojos.

      Es Adviento, y de entre el frío y el serrín de las cajas de madera has ido sacando las figurillas del Belén, esperando que Navidad sea pronto, para encontrar de nuevo la mirada del Niño recién nacido que trae la liberación. Los ángeles anuncian la Buena Nueva a los pastorcillos y hay pequeñas hogueras que brillan día y noche, mientras la estrella viaja por el firmamento con su cabellera de fuego. La infancia regresa desde las ruinas que la carrasca ha ido tapando sin misericordia, muros como encías viejas, apenas unos molares raídos que asoman entre el espesor de los años, incisivos romos y cariados que se quiebran al morder el músculo de la primera noche y de las primeras soledades con las que vistes el silencio.

     Vendrá el alba y los párpados se abrirán al compás de la rutina. Será la ceremonia de las mismas aves que cruzan el cielo que abarcas desde el jardín cerrado en el que habita, insepulta, la primavera que habrá de venir para glorificar la alegría y las flores que te esperan. Y escribes versos mudos, estrofas de niebla, en el deseo que se te atraganta en un intento por decir, de celebrar la ebriedad y el júbilo de seguir viviendo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pixabay)

   

     

sábado, 7 de diciembre de 2019

Solo Tú sabes

Así, en el silencio

se hilvana el mundo,
el sueño del alma,
sed tan honda que no
sacia el pozo. Abba,
solo Tú sabes
de lo escrito en mis entrañas,
del sabor de la ceniza en mis labios,
de la vida que alumbra
cada día cuando te encuentro.
Abba, solo Tú sabes
cómo es el color de mi corazón,
y que quiero ser un niño
para jugar contigo,
en la plenitud de la mañana,
mientras me miras
y piensas en mi camino,
soñando que sueño.
Solo Tú sabes del aroma
de las flores que te ofrezco
cada vez que amanece,
del rigor de la muerte
que decapita el pensamiento,
mas no la esperanza.
Abba, Abba, por ti
me levanto, por ti
crezco en el Espíritu,
por ti soy,
me entrego, amo y sufro.
Solo Tú sabes estas cosas
secretas, terribles y hermosas,
que ahora escribo y que te leo
en la soledad nocturna,
en la noche del alma
como una oración,
un encontrarte,
sabiendo que estás,
en lo profundo y en la luz,
muy, muy dentro.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 5 de diciembre de 2019

Arena y vanidad

Es la vanidad el resplandor

cinerario de sepulcros nunca vacíos,
siluetas de muertos
antiguos, de reinos
perdidos, de reyes
tristísimos que ardieron
en piras de olvido.
Todo lo arrancó de cuajo
la guadaña, hojarascas
sombrías, equipajes
de polvo, de nada.
Olmos secos, cipreses ajados,
túmulos de ruinas, almas
quebradas que no esperaron
la resurrección de Cristo.
Es melancolía, un llorar
perpetuo, lágrimas que nombran
un vacío espantoso,
el hueco de un cuerpo
inerte al rodar hasta el Leteo,
arena y vanidad.

Fernando Alda Sánchez



miércoles, 4 de diciembre de 2019

Oficio de nieblas


            La niebla no deja hoy respirar a la luz. En su densidad habita el olvido, esa canción tan triste con la que sueñas todas las noches poco después de dormirte tras haber leído algunos párrafos del "Libro del desasosiego", de Fernando Pessoa o Bernardo Soares, mezclados ambos entre las brumas violentas de Lisboa y del Tajo. Un fado suena en la memoria con la voz húmeda de la lluvia que no termina de caer, y podría ser de noche todo el día, en esa duermevela que te nace de los labios sin terminar de nombrar el mundo. Como el musgo.

          Quizá vives no en la Calle Melancolía, de Joaquín Sabina, sino en la Calle Amargura, esa por la que nos llevan en ocasiones casi a diario hacia donde no queremos ir, arrastrando nuestras penas y miserias, los jirones del espíritu que está despedazado en medio de las inclemencias del tiempo y de sus celadas. Y no basta con apretar los dientes y tragar las hieles que cercan el paladar, ni es suficiente abrir las ventanas, pues ni el aire o el sol son capaces de entrar y poblar estas espesuras interiores que te han ido creciendo como ramajes a fuerza de regarlas con la esencia de la desidia.

        En las lejanas torres de esta Constantinopla que es Ávila en el imaginario del "escribidor de Langa" no están encendidas las almenaras de Gondor, ni siquiera las mujeres que capitaneó Jimena Blázquez pueblan, disfrazadas con petos, sombreros y lanzas, el adarve de la ciudad, que parece inerme e indefensa ante Aníbal, como Roma. Sobre las torres, solo niebla, un vagar tristísimo de aves negras, de crespones incendiados, como la procesión del fin del mundo, el finisterre, en un oficio de nieblas o tinieblas que hace crujir las clavijas que sujetan el alma y hasta los mismos huesos del que mira con asombro todo cuanto ocurre.

        Encender el fuego y esperar, como ha sido siempre, desde que el mundo es mundo, desde la larga y oscura noche de los tiempos, para que las llamaradas presten su tibieza a la habitación y disipen las primeras sombras,  unos metros más adelante, allí hasta donde la vista alcanza en el negror de la caverna platónica que llevamos en la cabeza. Y entretanto, una oración a Cristo, que nos salva de la muerte y de los estragos del mundo, para esperar su llegada en este Adviento que parece tan desesperanzado, con nuestra lámpara en la mano bien provista de aceite, pues no sabemos la hora.

      Todo lo demás es intento vano, inútil ejercicio, despilfarro de fuerzas. Ya será el momento en el que la estrella anuncie nuestra liberación. Entonces, alabaremos. Nos habrá nacido el Salvador.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay)



lunes, 2 de diciembre de 2019

Noche

Inflamada está la noche

de amor divino,
tras la devastación del mundo.
Ahora, todo; luego, nada:
lucho con el ángel
en el sueño de Jacob,
y queda el alma
vulnerada, remecida
de pavesas, los ojos
abiertos bajo el agua,
luz sin sombras.
No cesa el dardo
en su empeño de buscar
el corazón, la pulpa de la vida,
el origen de los sueños.
Y así, detenido
el curso de la muerte,
resplandece el mirar de Dios,
el Espíritu que insufla
aliento, y es esencia y razón
de lo que existe.
No hay pesos que me retengan,
estoy sereno, es la lucidez
de saber que la Verdad
habita mis recuerdos,
es presente y deseo,
y en su abrirse
incendia el alma.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 1 de diciembre de 2019

Paraíso

Así debe ser el Paraíso,

o así lo sueñas.
Fluye un río, sombra
de árboles, la tarde
estival detenida,
susurros y conversaciones
en los racimos de sol
que crecen en el ramaje.
Solo mirar, ver en silencio
la transparencia del espíritu,
sentir el amor de Dios
que habla entre la brisa
y te traspasa.

Fernando Alda Sánchez


En la tarde

Sombra de río,

luz y árboles,
en la tarde de julio
que dora alisos
e incertidumbres.
Hay un frescor permanente
que al alma viste:
un retazo de cielo
que se asoma entre
la frondosidad de las orillas.
No quisieras salir de allí,
mas la muerte urge
en cada paso de reloj,
aunque sabes
que Cristo te abraza
y Él es tu victoria.
Las últimas brasas del día
siguen ardiendo
en la mirada, el aire
duerme, se desvanece
la urdimbre de la tarde
y esperas el nacer
de las estrellas
en la misma boca
de la noche, sobre el agua
undosa, latiente,
que fluye hacia el infinito,
hacia el olvido
y la inocencia.

Fernando Alda Sánchez