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jueves, 30 de abril de 2020

La habitación de los secretos


          La altura de las nubes es una escala adecuada para medir el espesor de la vida. Es una de esas referencias que guardamos en lo que podríamos llamar como la habitación de los secretos, esa que todos tenemos en los adentros y que nos permite ser. No es un lugar oscuro en el que se almacenan cuestiones o hechos inconfesables, pues eso pertenece al terreno de la conciencia, que es de Dios, sino que más bien es como un cuarto de trabajo, un pequeño taller al que nos retiramos a descansar, aunque resulte todo ello contradictorio, un espacio, una habitación, una estancia en la que hemos ido dejando algunos útiles que hemos empleado en nuestra vida, y que no queremos contar a nadie, pues únicamente a nosotros nos sirven.

         Entiéndase por todo ello esa escala de la altura de las nubes que decía al inicio, o un paisaje en el que se muestra un lugar recóndito al que nos gusta escaparnos en momentos de agobio, los lápices a los que hemos sacado punta muchas veces de tanto dibujar con ellos o de subrayar párrafos que nos parecen importantes en un libro, además de un ábaco para contar los días que nos quedan para celebrar nuestro cumpleaños, o una forma de mirar para establecer la transparencia del aire que nos circunda, sin olvidarme, claro está, de un paraguas viejo que nos gusta nos proteja en los días de lluvia.

        Cada cual tendrá en esta habitación sus particulares herramientas o cachivaches, achiperres para cualquier lance, que le acompañarán, con mayor o menor fortuna, en los momentos de necesidad, que suelen ser muchos al cabo del día, cuando la nostalgia y la tristeza van haciendo mella en el ánimo y parece que nos apagamos, como la propia luz cuando se abandona en brazos del sueño y de la noche. Bien sabemos de esas brújulas misteriosas que tenemos en esa habitación y que nos permiten enderezar el rumbo a esos lugares a los que queremos ir, muchas veces de la mano de la imaginación, en los que abandonamos nuestros cuidados y problemas. O una serie de monedas de plomo, custodiadas en una alcancía de hojalata, que son absolutamente inservibles para comprar nada, pero cuya misión es la de ahorrar para abonar el precio de los sueños, que en ocasiones nos parecen inalcanzables, pues creemos que están tasados, cuando en realidad no cuestan dinero, sino solo ilusiones y esfuerzo.

        A esa habitación de los secretos me retiro en muchas ocasiones, pensando como hoy en las rosas del jardín, que no acaban de salir, de estallar en su belleza, pues les falta, en estas alturas de Ávila, un golpe de calor, como si fuese un golpe de horno, para que se prendan por dentro y abran sus corolas tan hermosas, en el silencio del día, como un homenaje a los que vamos a mirarlas, mudo homenaje de color y alegría. Rebusco entre los baúles, en el secreter que hay en un ángulo oscuro de la habitación, en los bargueños que he ido adquiriendo con el paso de los años, con el aventurarse de las canas sobre mis sienes, y que ahora contienen algunos de esos momentos tan especiales que fui viviendo, o rebusco entre las estanterías, en las latas viejas, en los frascos de botica que contienen no solo plantas medicinales, sino ladrillo molido, agua de la nieve de primavera, el canto de una cigarra, la sombra de un alcaraván, arena de la infancia, tierra mojada, olores intensos que despiertan fragancias que se encienden y son destellos de esperanza cuando tratas de retenerlas entre los dedos, de llevártelas a la cara para oler, para sentir su fuerza penetrante, el ensalmo que despide su sola presencia.

     Y estaría así las horas y los días, como dentro de un encantamiento en la Cueva de Montesinos, oculto a  la voraz mirada del tiempo, que mina cuanto de hermoso tiene la vida, para abandonarme en ese ensueño al que nos conduce el poder de la creación y del lenguaje, sabiendo que es un lugar que no existe en realidad, pero al que puedes ir siempre que lo desees, siempre que necesites encontrar el acomodo necesario para mitigar el dolor, la áspera caricia de la soledad. Y allí me encuentro con esos otros amigos imaginarios que desde que era un niño fui construyendo, con sus vidas entretejidas, hilvanadas por la inocencia, y que han crecido conmigo y me dejan su amistad y su consejo, especialmente en las noches cerradas que acongojan al alma.

     Vendrá la tarde, la mañana habrá muerto, y esperaré el ocaso, orando con Vísperas, tal vez ya casi en Completas, con la oscuridad, mirando las estrellas, la profundidad de la emoción que me cobija, Cristo a mi lado, como en Emaús, partiendo el pan, memoria del Reino, y será luego el silencio, un dormir de arcángeles, centinelas del sueño. Tal vez mañana los rosales hayan florecido, el sol vista de oro antiguo sus rayos al despertar y será, sin duda, la celebración.

Fernando Alda Sánchez


     

lunes, 27 de abril de 2020

Las ascuas de la memoria


          Dice Louise Elisabeth Glück que "miramos el mundo una sola vez, en la infancia./ El resto es memoria" y entonces comprendemos que es verdad, que quizá los años en los que verdaderamente hemos sido son los de la infancia, cuando todo es asombro y comenzamos a vivir, balbuceantes aún, despertando.

          Y luego, puede, que todo sea recuerdo, las cenizas que van quedando en la memoria, que es un escorial que acumula restos de los incendios que es vivir, como si ya conociéramos de sobra lo que es el mundo y le dejásemos arder. Es también la memoria un "rescoldero", que es una palabra que no existe, pero que me acabo de inventar y me gusta, pues puede venir a ser un lugar para guardar rescoldos, como una lata vieja en la que se transportase el fuego, las ascuas del mismo, para llevárselas a otro lugar y prender una nueva hoguera. En ese "rescoldero", que puede ser también el tiempo, o los espacios que abre el tiempo en nosotros, como periodos que hemos vivido, en los que la existencia se acrisola, llevamos todos nuestros recuerdos, para seguir siendo y no olvidar nunca lo que fuimos, es decir, para seguir encendiendo fuegos a medida que el existir se nos presenta.

          Solemos estar a la intemperie, con poco abrigo y solos, por lo general, pues somos olvidadizos y proclives a tropezar en piedras que ya deberíamos saber en qué lugar del camino se encuentran, y por eso es, a medida que avanzan los años y nos van coronando las sienes con las flores efímeras de la nostalgia, muy necesario disponer, como quien dice tener a mano, por si acaso, ese "rescoldero" del que hablo, en el que seguir guardando ascuas o rescoldos, recuerdos, frente a la desilusión de la lluvia, que es muy hermosa, pero que suele venir a apagarnos el pábilo, la llamita, la mecha que con tanto mimo guardamos en los adentros.

        Siempre produce alegría abrir el "rescoldero", que bien puede ser, por aquello de que de otro material no sería ignífugo, un recipiente metálico, como estas latas antiguas en las que nos gusta guardar cosas, y son "coseros", que decía con tanto acierto  José Jiménez Lozano, al hablar de las cajas en las que guardamos cosas en apariencia inservibles, pero que son retazos de nuestra vida, simples cosas que nos han dejado memoria o nos han ayudado a vivir. Y doy fe que son de gran utilidad. El "rescoldero", a diferencia del "cosero", lo llevas siempre encima, lo que resulta de gran alivio y utilidad en momentos en los que las melancolías, que son muchas y se presentan sin avisar, sin poner siquiera un telegrama, como esos parientes lejanos a los que llevas mucho tiempo sin ver, se vienen a vivir al alma, en la que suelen encontrar acomodo, por más lucha que puedas presentar a sus encantos, y van haciendo de las suyas, que no es otra cuestión que la de minar la esperanza, la entereza para afrontar lo amarga y triste que en ocasiones resulta la realidad, ese decorado de fondo sobre el que se va representando nuestra existencia, como en los retablillos de títeres y marionetas, que en ocasiones parece ser es lo que somos.

          Alfred North Witehead, que era matemático y filósofo, dijo que "toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica", cuestión ésta que se parece mucho a lo que Louise Glück afirma sobre la infancia, en la que miramos el mundo por primera vez, siendo, tal vez, Platón, el primer mortal en hacerlo así, habiéndonos dejado al resto todo pensado ya, en el "rescoldero", como ya vivido, aunque aún podemos ir descubriendo matices en la duermevela en la que nos encontramos, sombras platónicas en la caverna en la que vivimos, estando anhelantes de salir a buscar la luz verdadera y primigenia, que, no obstante, para los cristianos es Cristo mismo.

         No entraré yo ahora en disquisiciones acerca de si nuestra filosofía son notas a pie de página sobre lo que nos dejó pensado Platón, pero sí creo que la infancia puede ser esa edad de oro, si la existencia no nos asalta con sus violencias, en la que el mundo y la vida se nos presentan como experiencias más nuevas, repletas de energía, y trazan los caminos que luego ha de seguir la memoria, el sobresalto de saberse vivo, a salto de mata, desde luego, como en una batalla perpetua con molinos o gigantes, que hay veces no sabemos distinguirlos, de tan confusos como vienen, de tan entremezclados como se nos presentan, entre las flores o las espinas, tal las rosas que nos ofrece el día en su plenitud.

        ¡Y hay de aquel que no guarde alguno de estos rescoldos, agrios o dulces, pues tal vez se le habrá apagado la llama sagrada que llevamos dentro! En esos rescoldos, tan acres muchas veces, está la esencia que nos mantiene despiertos y, por tanto, vivos, buscando, esperando, pues no de otra materia estamos hechos sino de aquella que nos lleva a peregrinar por la faz de la tierra y sus misterios.

Fernando Alda Sánchez


       
   

sábado, 25 de abril de 2020

Corazones deshabitados


Los cipreses duermen en el cinabrio de la tarde
sobrevenida, un ángel guardián
que señalase, con un tirso
rojizo, el convulso latido
que en los patios frescos y aromados
crece en el recuerdo de la luna llena.
Se alimenta el eléboro en macetas
de niebla bajo una lluvia innombrable,
desleído el contorno de seres
fósiles, trilobites que viajan
a través de estepas
gélidas, corazones deshabitados que esperan
su demolición. El vino arde en las copas
en un brindis de ascuas
removidas, espesas cerezas
que tiznan el paladar encendido,
la adormidera sonámbula
que engarza sus raíces en tronos
amargos de malaquita, en corolas
y pistilos, estambres
frágiles
que se desmoronan junto a pétalos
celestes. Cinamomo y palosanto
embriagan la espesura de la alcoba
en la que yace la nostalgia de las Hespérides,
el candelabro en el que se derrama
la Cabellera de Berenice,
la Corona Boreal que señala el cementerio
de las estrellas. La tumba de Perseo
resplandece entre los crisantemos
mientras lees un epigrama,
recostado en la albura del tiempo,
reclinada la cabeza sobre el fuste
truncado de una columna de mármol.
Quién pudiera como tú arder
entre tanta belleza,
fenecer como Stendhal en la Santa Cruz
de Florencia,
en estas soledades
que al alma hechizan, sin más pesar
que el canto de una calandria que en la luz
última enhebrase filamentos
dorados, filigranas de plata,
el decadente morir de la púrpura
que anuncia tu maldición,
tu llegada.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 24 de abril de 2020

En el scriptorium


.           En la brumosidad de las tinieblas que embargan el curso de estos días de confinamiento, cuando en el alma se pudre una tristeza que enciende hogueras deshabitadas y en el aire flota, acre y turbio, un aire de desolación y abandono, el único consuelo parece estar en orar y leer, que se parece mucho al "ora et labora" de San Benito de Nursia, pues de algún modo nuestros domicilios se han convertido no se si en monasterios o en celdas conventuales, pero mucho tienen de ambas cosas. Y digo esto desde mi biblioteca, acaso el "scriptorium", con una sensación profunda de estar copiando quizá no el mundo, pero al menos sí el dolor que cabalga desatado por el mismo.

         A Dios Padre le pido la fortaleza necesaria para afrontar estos retos con tan desiguales fuerzas, a Cristo, Dios Hijo, le solicito amistad y compañía en este Getsemaní en el que penamos, y al Espíritu Santo la sabiduría suficiente para orientar la vida y encontrar el camino que me lleve a los dos primeros. En manos de la Santísima Trinidad dejo mi existir.

          Con respecto a la segunda fase de la proposición, una vez realizadas las oraciones, abandonado a los sueños de Dios, el trabajo y la lectura, la escritura también, como lo demuestran estas torpes líneas que se amontonan en la pantalla del portátil, son muchos los deseos, no siempre correspondidos, por la voluntad real que, frente a la imaginaria, va estableciendo límites y alzados, el croquis más o menos cierto, de cómo transcurren las horas y los días, con la peste rugiendo a las puertas del monasterio.

         Y más que lecturas evoco ahora lugares, quizá con la visión del monje que describe y asienta su entorno, y busca el acomodo del alma en algún claustro, quizá el de Silos, con el "enhiesto surtidor de sombra y sueño" que apunta hacia el cielo, en los versos de Gerardo Diego, o a caso en los claustros de Santo Tomás, extramuros de Ávila, y por qué no en las ruinas del que fuera de Nuestra Señora del Risco, en las alturas de la sierra abulense, o entre los muros de La Armedilla, que fuera de monjes jerónimos, muros hoy vencidos, mordidos por las fauces del tiempo, desalmada piedra que aguanta el temporal. Eso por citar tan solo algunos de hombres que ahora afloran. De mujeres no puedo olvidarme, sin incurrir en falta grave, de La Encarnación y San José, en Ávila, carmelitas, en los que comenzó la andadura de luz de Santa Teresa que en todos los rincones del mundo ilumina.

         Está la peste afuera, deseando apagar la velita que llevamos encendida en los adentros, tan pobre y poco agraciada, tan pequeña y corta, tan nonada, que da calor al alma y que es el reflejo de Dios, del espíritu sagrado que nos insufló, y espero que estos arcos de piedra que conforman el dibujo de la Jerusalén celestial sean contención suficiente para aguantar estos embates invisibles y no por ello menos peligrosos, que además de al cuerpo también afectan al intelecto, a las entendederas, que dirían en cualquiera de nuestras aldeas en otros tiempos, para que no se nos reblandezcan, como a Alonso Quijano, al que quizá lo que parecía era locura no le sobrevino de leer, tarea, por demás, harto peligrosa para los que ostentan el poder, desde antiguo, sino que quizá la vesania se la produjo la contemplación, dolorosa, acaso, por demás, del retablo del mundo, en el que tantas injusticias padecen los de siempre, es decir, los que acaban irremediablemente bajo la rueda y sus engranajes, padeciendo las pulsiones y desafueros de los que han conquistado el carro de la vida y van montados sobre el mismo.

       Cómo no escribir o leer, como ya hicieron otros en  encierros similares, desde que el mundo es mundo y no nos sorprende nada ya, pues "nihil novum sub sole", como se dice en la "Vulgata" y su traducción al latín del "Libro de Qohelet", o, como le conocemos, el "Eclesiastés", aunque con demasiada frecuencia nos empeñamos en buscar esos asuntos nuevos que podrían brillar bajo el Astro Rey, sin que lleguen a resplandecer, pues nuestro afán es en vano y todo tiempo dedicado al mismo una pérdida y no ganancia. Pero estamos hechos, así lo creo, por designio divino, para buscar, para buscar a Dios, por supuesto, en ocasiones desde las tinieblas o en las tinieblas, como nos ocurre ahora, cuando el ser humano pierde todo sentido y parece que su vida es inútil y sin provecho.

       Y puesto que buscadores somos, sigamos haciéndolo, sigamos levantando alfombras, sigamos buscando la moneda que hemos perdido, como la mujer del Evangelio, pues en ello nos va, eso es seguro, la vida, tales son las mimbres de las que estamos hechos, para buscar, como decía, y encontrar, aunque no sea nuevo, que no es necesario estar sujetos al arbitrio de la novedad, la hermosa luz del amanecer, el trino de ese pájaro que nos visita en soledad, el fulgor de las flores, el paso del viento por nuestra memoria, agitando recuerdos, como si de mies a punto de ser segada se tratase.

       Vuelva la cordura a nuestro seso, que estas veleidades que produce el encierro no son buena compañía para acometer molinos, ni siquiera para andar por senderos bien señalizados, y dejemos que la imaginación, tan necesaria, por otra parte, como el propio sueño, para descansar de nuestros trabajos y nuestros días, tan agitados como vienen, sea el oasis necesario en el que atalantar los animales de la caravana en la que viajamos. Por mí, sin problema; ahora es asunto tuyo, amable lector. "Tempus fugit..." o eso otro de "vanitas vanitatis" que tanto nos definen.

Fernando Alda Sánchez


Nota.- La fotografía, realizada por el que esto suscribe, corresponde a las ruinas del Monasterio de Nuestra Señora del Risco, en Amavida, Ávila.




   

jueves, 23 de abril de 2020

Países oscuros



Viajas hacia países

oscuros habitados por quimeras
flamígeras, allí donde el sol
se oculta de su propia luz
vertiginosa. Ríos de silencio,
montañas de tristeza,
como un caer en abismos
o el rodar peligroso
por el filo de la navaja.
El alma se te aparece entonces
en todo su espesor,
altura de árboles
vividos sin circunstancias: hay aldeas
y ciudades, niebla
errante, caminos
y laberintos de lluvia
amarga, tal ceniza
abandonada,
huérfana,
que fuese de hombres tejido
y hueso, un mirar
legendario que cruza los siglos
irredento.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 22 de abril de 2020

Arrabales de la vida



Es el momento ahora de proclamar

tu ausencia, el no haber estado
en la situación precisa,
el no haber sido impulso
o sostén, viviendo
en los arrabales de la vida,
sin compromiso, lavándote
eternamente las manos.
¡Cuánta soledad has repartido
en todos tus adioses! Era acaso
siempre una despedida,
ofreciendo la espalda a cada esperanza,
marchándote y dejando un fruto de tristeza.
Lágrimas hay para no perdonarte
nunca tal desvarío,
ese desencajarse del corazón
desilusionado que no es capaz
de hallar consuelo ni olvido,
alejándote en cada petición,
en cada ruego, solo un rastro
de vacío, ni siquiera nostalgia,
pues no sería posible encuentro
alguno, solo sal,
abismos, desfiladeros,
una lejanía incesante
que habrá de ser suficiente
para desterrar tu nombre.

Fernando Alda Sánchez
         

martes, 21 de abril de 2020

La lluvia en el espejo



      La lluvia pronuncia tu nombre en las calles vacías, en los corazones deshabitados, sobre las aceras inconclusas sobre las que duerme el abandono, el equipaje que hemos olvidado en los andenes desiertos de las estaciones del sueño. La lluvia no perdona, no permite crecer las flores del olvido, la variación de la sombra, el canto de los cielos. La lluvia abre caminos en la memoria, senderos de remembranza, coronando el paso del tiempo que parece haberse detenido en la esfera de un reloj en vía muerta que hubiésemos dejado dormido en un cajón de niebla.

      Ciudades soñadas, ciudad, un croquis de calles, un mapa de la nostalgia, sótanos, buhardillas, aleros y tejados, balcones, arboledas de luz, el alzado de la urbe, una línea del cielo que vas dibujando como el "Poeta en Nueva York" de Lorca, entre versos y la Ítaca que renace en cada lumbre, con el vino que colma la esperanza del regreso, pues

"Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré caer mis cabellos"

como si la soledad entendiese que

"Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levanta con el pico".

      Es este paisaje irreal de confinamiento, de cárceles internas, de prisiones del espíritu, pues como Santa Teresa de Ávila "vivo sin vivir en mi" y contemplo

"¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!"

mientras imagino la libertad, el campo abierto, los campos de Castilla en los que divisas a amigos y enemigos, a la misma muerte venir hacia ti, quizá buscándote pues tu hora ha llegado. Estos campos de liberación, de andar perdido pues no es necesario tener rumbo alguno, y vagar, en amor y compaña, como a uno la plazca, con sus soledades y sus ingenios, en esa conversación que siempre vivifica los adentros, cuando nada tiene precio o está tasada su medida.

       Va el mundo desencajado, fuera de sus ejes, desbordado en sus costuras, y nosotros con él, pobres almas, pues

"Somos los hombres huecos,
somos los hombres rellenos
apoyados uno en el otro
la mollera llena de paja"

tal lo escribía T.S. Elliot en su "Tierra baldía", que ya en 1925 estaba cansado de la vacuidad de la vida moderna, y yo me pregunto, un siglo después, si a nosotros no nos ocurre lo mismo, si la inanidad de lo que nos rodea no nos ha convertido también en esos hombres de paja, si no tenemos nuestra cabeza llena de "ruido y de furia", como en la novela de Faulkner, como muñecos bobos que huyen sin saber de qué, simples espantapájaros, marionetas de trapo y cartón rotas en el teatrillo de la vida que no hallan consuelo para sus descosidos, sus heridas, para tantas lágrimas como hemos vertido en el vacío de nuestra existencia.

     Acaso ahora también la tierra parece baldía, sin manos que la restauren, empeñados en nuestras colmenas de oro, en habitar las alturas y no la planicie, en morir entre las ruedas dentadas de los tiempos modernos que el genial Charles Chaplin llevó al cine. Aunque ahora no son acero o cadenas de montaje, sino bits, ceros y unos, y fibra óptica, los que nos esclavizan, y nada parece redimirnos, pues hasta de Dios nos hemos olvidado, pendientes solo de vivir una angustia infinita y vacua, como los"Hijos de la ira" de Dámaso Alonso, en el Madrid de posguerra, que era

 "... una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las
últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el
que hace 45 años que me pudro"

y puede que así nos estemos pudriendo, bajo la atónita luz del sol, que no entiende nada, sin alzar la voz siquiera, dejándonos hacer, escuchando lo que nos cuentan, muerto el libre albedrío en las fosas de lo que ahora llaman la posverdad, esa que nos inoculan como el "Soma" en el "Mundo Feliz" de Aldoux Huxley y que tan anestesiados nos tiene.

     En fin, que ya no sigo con estos tormentos, pues el día ya tiene su dosis y resulta difícil resistir estos embates, esta urgencia de ser, los interrogantes que se perfilan entre las sombras del presente y de lo que está por venir. Al menos nos queda el llanto, el dolor, el sudor de la frente, la alegría y el júbilo de vencer, de vez en cuando, en alguna de las batallas, desiguales siempre, que nos salen al encuentro, como pajarracos de mala ventura, acaso las Morias, siempre atentas a nuestra desgracia, a poner fin al destino. Y así la lluvia, que hoy destiñe el rostro, dejándolo ajado, como reflejo macilento en un espejo con el azogue cariado, un espejo de sombra y miedo que viste de luto el día.

Fernando Alda Sánchez


 

   
     

lunes, 20 de abril de 2020

Asnos


          Nos gustaría viajar a lomos de un purasangre y galopar abiertamente, pero lo cierto es que lo hacemos sobre un humilde asno, sobre un burrito o una asnilla, como entró Cristo en Jerusalén, como lo hacían y lo hacen todos los humildes, todos los pobres, de la historia y del mundo, a paso lento, trabajoso, para ir sabiendo de las dificultades del camino, de sus celadas y abandonos, pero tristemente nos pierden la ambición y la codicia, que son un manantial potente del que surgen otros males.

          Confieso que siempre he sentido debilidad por estos animales que pueblan nuestro imaginario cultural desde la noche de los tiempos y que nosotros identificamos con la ignorancia, quizá porque no hemos sabido comprender cuánto hay de nosotros en ellos y cómo representan el tesón, el esfuerzo, la resistencia, la humildad, el coraje para seguir viviendo. El asno siempre ha sido un animal simbólico, que en sueños, como dice Juan Eduardo Cirlot en su "Diccionario de símbolos", puede ser también un mensajero de la muerte, el que nos roba el tiempo a la vida.

          Si no hubiera sido por su burra,  Balaam habría sido destruido por el ángel que se le apareció en el  camino con una espada, cuando iba a maldecir a Israel. Balaam  azotó, hasta tres veces, a la asnilla, pensando que era cuestión de la terquedad del animal el haberse salido del camino, sin saber que, sin embargo, era pura sabiduría. Bien claro se lo dijo la burra. Y es que como nos pone de manifiesto Nuestro Señor, qué torpes y necios somos en ocasiones ¿Y  no nos ocurre a veces que la persona más sencilla, la que parece que menos puede aportar, la que hemos descartado porque no es guapa o no tiene dinero, o es mayor, es la que nos está dando la solución a los nudos gordianos que nos encontramos en la vida? Ahí lo dejo.

        La Biblia está llena de referencias a los asnos, siempre como símbolo de lo pequeño y humilde, quizá de esa piedra que desecharon los arquitectos y hoy es la piedra angular. Es el asno de Abraham para ir al Monte Moria, es el asno que utilizan María y José para huir con Jesús a Egipto. Pero también el arte y la literatura están llenos de asnos o burros. ¿Quién no recuerda al maravilloso Platero de Juan Ramón Jiménez o al burro flautista de la fábula? Y están también el burro en el que se convirtió Pinocho, el personaje de Romano Collodi, el rucio de Sancho Panza, y hasta en la filosofía aparecen, como el Asno de Buridan, que terminaba por morir de hambre al no ser capaz de decidirse por alguno entre dos montones de heno. Y más popularmente tenemos el burro del molinero, que carga con todos los errores de su amo, aunque no le correspondan, o el burro que "acarreaba la vinagre", que acaba muerto, según la canción, pues Dios se lo lleva, como se nos llevará a nosotros, de esta vida miserable, que tantas resonancias medievales me trae ahora. Tenemos también asnillos en la pintura, como los que dibujaran Gioto, Picaso o Marc Chagall, y que son iconos de nuestra propia existencia. Una delicia, por demás.

        Nos sobran corceles para cabalgar el tiempo, pues nos llevan más rápido a la muerte, por paradójico que resulte en un mundo en el que buscamos, como siempre hemos hecho, la eternidad en la tierra, con medios humanos, que sólo prolongan la vida, pero no nos dan la inmortalidad. Nos sobran corceles para caer por el límite del abismo, de tan cargados como vamos de soberbia. Nos sobran corceles y nos faltan asnos, para no estamparnos de bruces contra nuestra propia fragilidad.

       Quizá, pese a lo que nos ocurre, pese a que los muertos por el coronavirus se nos amontonan en las morgues y hay tanto dolor en el mundo, es demasiado tarde para volver atrás, para reflexionar, pues la prisa la tenemos inoculada en nuestras médulas como si de un veneno se tratase, un veneno que no acaba de matarnos, pero sin el cual no podemos vivir, tal el sufrimiento de Sísifo, o el de Tántalo, el del mismo Prometeo, el nuestro propio. No digo yo como el poeta que cualquier tiempo pasado fue mejor, pues además nos puede ocurrir como a la mujer de Lot, que quedó convertida en estatua de sal por volver la vista, pero creo necesario que abandonemos este síndrome de la prisa, de la aceleración, de la falta de tiempo para vivir, empeñados como estamos en producir únicamente, para volver a pensar y a creer, para volver a ser para lo que fuimos creados por Dios, para darle gloria, para disfrutar de todo cuanto nos rodea y es hermoso por el simple hecho de existir.

        Necesitamos volver a embriagarnos con el albor de las auroras, con la luz centelleante de las estrellas, con las ropas con las que Nuestro Padre viste a los lirios y a las aves, con el sonido del mar, con el brillo de la luna sobre nuestras cabezas, con los largos poemas que hablan de gestas y hazañas, necesitamos  volver a sentir el rocío entre nuestros dedos, el silencio, la oración, el color de los sueños, el pulso del amor y de la entrega, todo cuanto ha sido creado para nosotros y nos pertenece no para su consumo, sino para nuestro recreo.

       Por tanto, salgamos a pintar los ocasos con la luz del fuego, a respirar el aire de los días antiguos y las jornadas sin propósito, a no ponerle precio a nada, a sentir sobre el rostro la caricia de la lluvia, la música, no el ruido, no la angustia, no el desasosiego, salgamos a cantar y reír, a llorar también, pues somos humanos y hemos venido a la tierra no para dominarla o poseerla, sino para salvarnos con ella, para vivir en ella, para coronarla y ensalzarla, pese a que el gusano de la muerte nos lleve a atesorar, en ese síndrome de Diógenes que parece tenemos todos cuando nos levantamos y sólo queremos tener, acumular basura que no podremos llevarnos al cementerio.

     Vuelvo a los asnillos, a las burritas, que ya casi no se ven en nuestros países tecnologizados, extinguidos como están, pese a su grandeza, apenas el testimonio de otra vida que fue posible, en la que los seres humanos éramos, de pies a cabeza, sin estar aferrados al duro banco de la posesión y la tenencia, a las argollas con las que nos oprime la esclavitud del tener, del aparentar. Felices esos asnos bíblicos que llevaron a sus lomos a profetas y al mismo Jesucisto, a Dios, felices esos asnos que tanto nos han ayudado con su fuerza y su fidelidad, pese a nuestras renuncias y burlas.

     El día viene hoy nublado, como le corresponde a abril, aunque la lluvia parece esperar otras horas más cargadas de melancolía. El sol se asoma, como no queriendo molestar, de vez en cuando, dejándonos con esa tristeza que parece aflorar en el aire, sobre el jardín de casa, en el que tras el asombro de los lilos, que ya nos han regalado su fulgor, vendrán las rosas a vestir de esperanza el confinamiento, la ambigua luz con la que se despierta ahora la primavera, que nos llama con tanta fuerza. Así espero. Certeza.

Fernando Alda Sánchez

sábado, 18 de abril de 2020

Imaginación y júbilo


La vida huele a tierra mojada,

al heno que segó la guadaña
y se almacenará en el invierno
en los almiares, a la miel
que atesora la abeja con avara
intención. La vida huele a ti,
a tu anhelo, al orden de los libros
leídos y guardados en plúteos de niebla,
perdidos y no recobrados nunca
en los senderos que conducen,
borrosos y desmemoriados,
forasteros siempre en país conquistado,
hacia murallas y fosos,
barbacanas insalvables
cuyas dimensiones anotas
en un croquis amarillento
que abandonarás en la primera oportunidad.
La vida, en ocasiones, es como unos niños
jugando con una caja de cartón
muy grande, imaginación
y júbilo, la felicidad que producen
los detalles sencillos,
una greca de añil pintada
sobre una pared encalada,
unos geranios que acabasen
de abrir sus flores, racimos
de uva madurando al sol.
La vida huela a jaras, a romero,
y viste sus galas de genista
en el alborozo de la celebración.
Hay estanques y fuentes,
y arriates de hortensias y jacintos,
arrayanes, lilos, moreras,
púlpitos de umbría y de palabras
que bajo bóvedas de sombra y piedra
enternecen el aliento
de una sabia conversación.
Es hermoso el combate que huye
de la zozobra cotidiana y alcanza
su expresión máxima en la victoria
inflexible del tesón y de la espera.
No la locura, solo garabatos
para perfilar el éxtasis, antorchas de tinta
que no serán prendidas,
arena que no habrá de ser hollada,
la configuración de un espléndido
retablo que iluminará
incesantemente el transcurrir
amable de los años.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 17 de abril de 2020

Soldados desconocidos


          Cárdeno viene hoy el día, alimentando el desasosiego, rompiendo las costuras de la mañana, que busca la tristeza de la luz, un pacto con el corazón, al borde del desaliento, el rodar de las horas en el filo de las agujas del reloj, desangrándose como arena vieja junto a flores de plástico en jarrones desportillados, una marea baja que deja al descubierto la fealdad de los fondos de los armarios y la soledad de las quimeras.

             En este que parece el momento final del mundo que hemos conocido, el croquis de la ruina, solo el viento alienta la esperanza, contra todo pronóstico, y establece los alzados de cuanto es y se sostiene, el amargo sabor de la derrota, "vae victis", que nos recuerda Tito Livio en su "Ab urbe condita", perdidas las insignias y los estandartes, el lábaro del sentido, quebradas las lanzas, herrumbrosa la gloria de la victoria pírrica a la que estamos condenados, mientras el alma parece un grifo roto que gotea su melancolía en medio del silencio y de la perdición.

           ¿Cómo mirar entonces sin resultar herido, sin perder las certezas para hablar o respirar sin que se incendien las médulas con el fuego gélido de la destrucción? Estás vertical en la llanura, frente al marasmo, en este Armagedón en el que todo está desatado mientras unas flores recién cortadas en el jardín oscuro de la nostalgia se inmolan en un sacrificio que recuerda a la belleza que se extingue como pavesas, unas brasas breves que dibujan en el iris de los ojos estrellas fugaces o lágrimas de sol.

           Estas desolaciones a nada conducen, es cierto, pero expresan estados de ánimo, revelan el pulso irregular que mantiene la llama, la hoguera en la que arden los sueños de los soldados desconocidos que han caído en éste y en todos los combates, esos sueños que damos por perdidos, el desagüe por el que se nos escapan la voluntad y la esperanza.

             Busco el ensalmo de la risa, un verso luminoso de Homero, las coronas de laurel de la vida, el engaño de la voz debida a las sirenas, el mar antiguo, las islas de los cíclopes, las hespérides de la alegría, el vellocino de oro con el que cubrir el desnudo perfil de las ausencias, el arco de Odiseo, el sabor del vino arder en la lengua mientras describes archipiélagos de aulaga y sombra, de humilde cantueso, y un arpa pone música de fondo a la devastación.

            Tal la jornada, esperando asalto, las efémeras sobre el agua undosa que irá borrando la sangre coagulada y tensa, el verdor del musgo cubrir el retrato en sepia del último testigo del asombro, un himno, tal vez, que suena a desencanto.

Fernando Alda Sánchez


       

jueves, 16 de abril de 2020

El modo de mirar el mundo



Es el modo de mirar el mundo

el que te hace más vulnerable,
sobre todo al leer la primera
página de un libro,
la primera línea, la letra
capitular, o el ver
agitarse los sauces ante el roce
del viento estival, apenas
una caricia en las sienes,
en el albor de las mejillas,
el sutil dibujo de los labios
al abrirse y pronunciar
un nombre buscado, el adjetivo
inmerecido, el resquebrajarse
de la noche, la mejor parte de lo mejor.
No es necesario sentir más,
basta el silencio, la presencia
de los seres creados,
el aliento del mundo
insuflando vida, respirar,
tener la conciencia de lo que existe,
la certeza de lo que es,
o simplemente un ramillete
de narcisos frescos en un búcaro,
junto a la ventana, cuando amanece el día
y todo es nuevo y recién estrenado.
Inventas la realidad mirando,
ventilando las habitaciones
de la nostalgia,
asomado al balcón de los deseos,
en los ojos una luz de primavera
que se descuelga desde los tejados
y es la emoción de abrir un fruto
carnoso, de saborear la pulpa
ardiente de la felicidad,
de ser feliz,
inocentemente feliz,
traspasadas las entrañas
por la serenidad de saberse
conforme con cuanto te rodea.

Fernando Alda Sánchez



miércoles, 15 de abril de 2020

Una habitación llena de humo


      No se por qué nos empeñamos en vivir de otra forma, tan ajena a nosotros, cuando  sabemos que lo único que nos hará grande el día de hoy, que viene tan exangüe, es leer un poema en voz alta, decirle a Dios que no nos abandone, pues nos sentimos solos, tan frágiles y rotos como la luz del alba cuando la golpea la lluvia, o ver abrirse una orquídea nueva, que estaba agazapada esperando su momento, el trino cautivo del pájaro melancólico y azul que tienes dentro de una jaula y es el que te acompaña, también prisionero tú en el mundo, como ahora, en estos días de confinamiento, en estas soledades humanas atroces e inmisericordes con las que te desayunas al abrir los ojos, como siempre buscando la luz del sol o el aire necesario para seguir respirando.

       Y sin embargo permanecemos atados al duro banco de la galera de la prisa, remando hacia ninguna parte, sin rumbo, desnortados en medio de una aurora boreal que nos deslumbra pero no nos salva, como el sediento que no sabe que sólo su sed es la que le puede evitar la muerte, pues le conducirá a pozos de agua viva. Y Cristo nos mira y dibuja con el dedo señales en el suelo, en el polvo, del que venimos, por si somos capaces de comprender, mientras nos espera en el camino de Emaús, cuando atardece  y la tristeza sube como la marea, buscando ahogarnos.

      El deseo de querer ser como dioses nos ciega en esta habitación llena de humo en la que vivimos, tal vez la caverna platónica, en la que no somos más que reflejos, nosotros también, de otros que fueron en el mundo y nos han dejado su imagen de espejo en espejo, deformados en este viaje alucinado en el que nos empeñamos en quemar todas nuestras naves, en la sensación de que así el retorno será imposible y estaremos atados al destino que nosotros creemos forjar, de espaldas a la voluntad de Dios, atentos siempre a nuestro propio ombligo, aunque en nuestro caso no es el "umbiculus urbis" de Roma, pues nosotros parecemos conectados únicamente a la muerte en nuestro empeño por salvarnos con nuestras magras fuerzas, tan falaces y estropeadas como están.

       Hoy llueve y tras la seguridad de los muros que son mi cárcel dorada, la jaula que habito como un ruiseñor que mira el mundo tras los alambres de oro y perlas, recuerdo unos versos de Claudio Rodríguez, en el octavo poema de su "Don de la ebriedad":

"... si llegases
de súbito y al par de la mañana,
al par de este creciente mes, sabiendo,
como la lluvia sabe de mi infancia,
que una cosa es llegar y otra llegarme
desde la vez aquella para nada..."

pues la infancia es ese territorio al que siempre volvemos para recordar y saber lo que fuimos, en su intensa pureza, cuando descubríamos la vida y el gusano de la muerte no nos mordía los talones, el del glorioso Aquiles que luchó en los muros de Troya, y cantábamos mientras la inocencia nos entregaba su ensalmo y todo parecía ser posible en las entretelas de la imaginación y el contento. Luego ya vienen el dolor y el desencanto, "sic transit gloria mundi", a ajarnos la mirada, a entablillarnos la lengua, tan herida y desnuda a fuerza de hablarnos para nuestros adentros.

      Ahora que el mundo parece que está ardiendo, como lo veía Santa Teresa en el XVI de los siglos después de Cristo, me gustaría que el cambio que se avecina tuviese un sustento en nuestras raíces y no fuese un revolar de pavesas que aventa el aire, como la paja inservible tras la siega, y que terminan apagándose sobre los tejados, antes de ser simple ceniza. Pero tras tantos tropiezos como uno ha visto en el ser humano a lo largo de los años que han sido, parece necesario hacer de la desconfianza virtud y esperar, como siempre hemos hecho, a que como decía Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en su magistral novela, "El gatopardo",  hay que "cambiarlo todo para que nada cambie", y era el año de 1860, cuando también el mundo parecía se estaba viniendo abajo en Sicilia para el príncipe Fabrizio Salina y para el resto.

      El tiempo se nos escapa igual que siempre, como agua o arena entre los dedos de las manos, incapaces como somos de prender  siquiera su esencia, de retener su sabor, acaso, pues por mucho que lo intentemos, el tiempo no nos ama a los hombres, fugitivo siempre, encantado, como Narciso, de ver su reflejo perpetuo en los relojes, robándonos la juventud y los días gloriosos que terminan, inevitablemente, en una cineraria ofrenda de silencio y abandono.

   Llueve, llueve, y en el alma se nos queda una tizne de amargura, el violento origen de las lágrimas, de todas las lágrimas, aunque la lluvia, como dice el poeta zamorano en el mismo poema

"....Estoy pensando
que la lluvia no tiene sal de lágrimas"

ni de ninguna sal, pues nos arrastra hacia tristezas y oscuros bancales en los que crece la adormidera del sueño eterno, el acónito de la desolación, la espada que nunca hemos fraguado y cuyo temple nos sería ahora necesario para abrirnos camino en medio de tanta desmemoria como se nos viene encima.

Fernando Alda Sánchez








   

 



martes, 14 de abril de 2020

Como un mirar desenfocado

Hay luciérnagas en los párpados,

minúsculas lamparitas
de aceite, pábilos
de velas reflejadas en las pupilas,
ese asomarse al mundo
tan tímidamente, por no molestar,
apenas entreabriendo los ojos,
como un mirar
desenfocado, como si de repente
fuese a descolocarse todo
y no encontrase el interruptor
del fluido vital, y no quisiera
llamar la atención de nadie,
para que nadie me pregunte
si hace frío o calor,
si me he dejado los zapatos
bajo la copa de un ciprés
o si olvidé cerrar la puerta
al salir en la mañana
que todo lo inunda y reconforta.
Es ese mirar de lejos
tan asustadizo que a nadie
puede herir,
como viendo las personas
a través de láminas de agua,
para que otro u otros
no me descubran, no adivinen
las heridas que amargan
bajo la piel, bajo la coraza
imperceptible
de sentirse siempre perseguido,
fugitivo de todo cuanto acontece
y es luego recuerdo,
un verso suelto, un vaso de agua
en la mesilla, una cuerda,
un papel de estraza,
un trozo de tiza
amarilla
con el que escribir lo que contemplas,
en la pizarra de la noche,
y saber que estaré,
aunque no me vean,
mirando las amapolas crecer
en las colinas.

Fernando Alda Sánchez

lunes, 13 de abril de 2020

Asedios


       La lluvia nos regala en estos días de Pascua una sensación de irrealidad que resulta compatible con los sentimientos que nos brotan de los tuétanos en el confinamiento que padecemos por el coronavirus, que parece ha venido a cambiar el mundo y nuestra relación con él. Al menos se mantiene ardiendo la alegría por Cristo Resucitado, que todo lo hace nuevo y me alienta en el silencio, en la soledad de las horas que no tienen fin en el reloj, perpetuamente encadenado a la noria de la rutina más atroz, la de no saber cuándo tendrá salida esta situación.

       La memoria se escapa a otros lugares y otras atmósferas, como la vivida en la novela de Arturo Pérez-Reverte, "El asedio", cuando las tropas napoleónicas habían cercado la Ciudad de Cádiz en plena guerra de liberación frente a la francesada en la que los españoles nos estábamos jugando el todo por el todo, el ser o no ser hamletiano, pues ésta, como ahora, quizá, es la cuestión:

"Si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera fortuna
o armarse contra un mar de adversidades
y darles fin en el encuentro".

      Son, ciertamente, días de asedio, en los que poner en práctica la resiliencia de la que estamos hechos, buscando el sentido que necesitamos frente al dolor y la sinrazón, tal vez volviéndonos todos un poco quijotes en este empeño de acometer los molinos de viento que nos cercan, que tan desaforados nos parecen para nuestras flacas fuerzas, mientras vemos cómo el Bosque de Birnam avanza hacia la colina de Dunsinane, como lo hiciera delante de las narices de Macbeth, quien no pensó que tal cosa podría ocurrir ni que pudiera matarle un hombre nacido de mujer. Tampoco los troyanos pensaron que el gigantesco caballo de madera que les habían dejado a las puertas de la ciudad los helenos contuviese en su interior su desgracia, pero el mundo, y los asedios, están llenos de minas y celadas, que tratan de atraparnos como la red del cazador del salmo, la peste funesta que ahora nos cerca y tanto sufrimiento está causando.

       Trece meses estuvieron los pobladores de Numancia resistiendo el asedio con el que Publio Cornelio Escipión Emiliano, el Africano Menor, sometió a la ciudad, ubicada en el Cerro de la Muela, en Garray, en la machadiana Soria, tan querida, hasta que en el verano del 132 a.C. los numantinos prefirieron la muerte antes que la rendición, tras sufrir muchas penalidades y congojas. El gesto ha quedado en el imaginario de todos y, acaso, es símbolo de resistencia frente a la negra suerte de la fortuna.

      El estrépito en las caídas suele ser grande, como ocurrió en la de Constantinopla, en el 1453, a manos de los turcos, pues en esa fecha se considera que terminó la larga Edad Media en Europa. El escritor abulense José Jiménez Lozano veía las Murallas de Ávila, en su infancia, como si fuesen las de Constantinopla, y mi ciudad parece que fue construida, primero por los romanos, y luego por el rey Alfonso VI y su yerno el conde Raimundo de Borgoña, para resistir asedios, aunque en verdad nunca hizo falta. Cuenta, no obstante, la leyenda, que Jimena Blázquez la defendió, con mujeres, niños y ancianos disfrazados de hombres, frente a un ejército musulmán, que al verla tan bien armada no osó asaltarla. Es la leyenda de los sombreros, que todo abulense que se precie conoce desde niño.

      La lista de asedios históricos sería larga de contar. Existen, claro está, otros asedios, más íntimos y personales, que suelen afectar al corazón, pues en ocasiones éste se ve acosado, zaherido, vulnerado, por las vicisitudes que la vida nos pone en el camino como ascuas ardientes o pozos profundísimos de los que parece es difícil salir luego una vez que has caído en ellos. Y así, entonces, vemos frente a nosotros poderosas torres y escalas que tratarán de burlar la vigilancia y la altura de los muros de seguridad que hemos construido para mantenernos en nuestra zona de confort. Muros de polvo y barro que no resistirán el filo del tiempo.

     Lo que ahora ocurre no es que luchemos contra ejércitos descomunales, con sus máquinas de guerra, sino contra un ser microscópico que ha venido a ponerlo todo patas arriba, incluidas todas nuestras seguridades y certezas, tan artificiales como son, pues están construidas sobre arena y no sobre firmezas, como la casa del Evangelio. Sabemos que todo habrá de cambiar, que cambiará, pero no sabemos cómo, desconocemos lo que ocurrirá en los próximos meses, pues los cisnes negros que se ocultan en el devenir de nuestras vidas son la certeza de que todo puede derrumbarse como un castillo de naipes sustentado en el aire. Lo único cierto, desde que el mundo es mundo, es que estamos regidos por la ley de la fragilidad, que se cuela por las grietas de nuestros sueños como una pesadilla de la que queremos huir, incluso ocultándola, escondiéndola para que no nos amargue el bienestar en el que creemos vivir.

      Mientras llueve en la calle, tan solitaria y triste, tan abandonada, viajo de Cádiz a Numancia, a Constantinopla o Troya, y a las ciudades que se han visto asediadas a lo largo de la Historia, en memoria de las víctimas que hubo en ellas y en memoria de las víctimas que ahora nos han abandonado a consecuencia del jinete del Apocalipsis que nos confina y muerde en las entrañas y nos produce tanto duelo. Una oración por  ellas, una vela encendida en el alféizar de las ventanas, aquí están todos los que fueron y hoy recuerdo, con un canto antiguo,
el respirar de todos ellos. "Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?", me pregunto por su paradero, quizá tratando de ver cuál será el mío cuando el futuro vaya desvelando el lento deshojarse de los otoños que iremos habitando, la fugaz luz del día que pintamos, con dedos trémulos, en el perfil del atardecer.

Fernando Alda Sánchez



   

   


     

domingo, 12 de abril de 2020

Luz de la Resurrección






Luz del alba,

Luz de la Resurrección,
Cristo ha vencido a la vieja
enemiga del hombre,
al oscuro abrazo de la muerte,
de todas las muertes.
Verbo y Luz
que rasgan las espesas
tinieblas, el helor
del corazón,
el mordisco gélido de los gusanos.
Luz purísima,
sin límites
que en su esplendor
incendia la transparencia
del alma. No nos abandones
nunca en este reino de oscuridad
habitado de lamentos.
Jamás la negra dama
te ofrecerá su tálamo
en sus esponsales de olvido,
ni flores de difuntos
adornarán más lápidas.
Cristo, Luz del Alba,
Luz de Amor,
Luz que sana,
Luz que abraza,
Luz que salva.


Fernando Alda Sánchez

(¡Feliz Pascua a todos!)


sábado, 11 de abril de 2020

En las catacumbas


          Esta Semana Santa parece estar uno, por efecto de la cuarentena a la que nos tiene sometidos el coronavirus, en las catacumbas de Roma, pues nuestra casa es como un hipogeo, como un nicho, como una tumba, acaso porque también estamos enterrados con Cristo, en el sepulcro nuevo del Calvario, pensando, como las mujeres que iban camino del mismo, quién les habría de mover la piedra. ¿Y a nosotros, quién nos moverá la losa de nuestra sepultura? Solo el Resucitado puede hacerlo, y esperamos con Él en estas horas inciertas a que eso ocurra, la Muerte vencida, Nuestro Señor Glorioso.

         San Calixto, San Sebastián, Domitila, Santa Inés y Santa Priscila, en las vías romanas de acceso a la urbe, Appia, Salaria, un entramado de galerías subterráneas, de tumbas vacías que albergaron sueños de vida eterna, acaso como los túneles en los que se nos pierden la imaginación y el alma en las soledades que el encierro domiciliario nos produce, sin ver mucha luz, sin ver finales, sin ver los cielos o el horizonte inmenso, esperando la libertad. Catacumbas en las que hemos ido dejando sepultados nuestros recuerdos e ilusiones, el relato de nuestras vidas, como quien guarda un tesoro que habrá de ser desenterrado. No puedo por menos que acordarme, al hablar de la Vía Appia, del "Quo vadis, Dómine?" que Pedro le dice a Cristo, cuando él abandonaba Roma en la persecución de Nerón a los cristianos del año 64, a lo que el Señor le responde que va a la ciudad para ser crucificado de nuevo. Todos hemos visto la película homónima, pero me quedo con el cuadro de Annibale Carracci, que recrea el encuentro, pintado en 1602.

       Aunque tenemos la suerte de estar conectados gracias a la fibra óptica y a internet, y hemos asistido a los oficios religiosos, hemos compartido oraciones y súplicas, las tristezas del alma que espera la vuelta de su Amado, no he podido evitar una sensación de irrealidad, de distancia, la visión de un mundo fragmentado, por más global que pueda ser ahora la aldea en la que vivimos, una sensación de destierro y abandono, de lejanías, de un fuego helado que te recorre la médula espinal y te lleva a pensar si no estamos viviendo en Matrix, en la realidad virtual, si todo lo que ocurre no es un mal sueño del que intentas despertar sin conseguirlo del todo, y te quedan restos del mismo circulando por la sangre y las neuronas, como envenenándolas.

      Acaso nunca está más muerta la verdad que ahora, cuando todo es según nos lo cuentan, sin que podamos comprobarlo, y el rostro de lo real se nos asoma por las pantallas de plasma, por esas ventanas electrónicas que ya llevamos adosadas, incrustadas, diría, a nuestro cuerpo, de los teléfonos inteligentes, que vienen a ser como el órgano de ese sexto sentido con el que llevamos soñando desde que pisamos la Tierra. Lo que nos digan, parece que decimos, con resignación, pues no hay forma de comprobarlo, y el armazón de las certezas se nos tambalea al paso triunfal de una narración interesada e incompleta, por más que pueda resultar intensa, desaforadamente intensa, atosigante por la repetición de las mismas consignas con las que nos alimentamos cada día. Y si la verdad no vive, la libertad yace sobre la mesa de autopsias del totalitarismo. Lo que nos cuenten.

      Menos mal que en las catacumbas o fuera de ellas, pues los cristianos sabemos vivir en ambos lugares, con San Pablo podemos decir "Ubi est, mors, victoria tua?", pues Cristo la ha vencido por nosotros, y la misma no es el final. En este Sábado Santo espero al que vendrá a moverme la piedra del sepulcro, la luz del Alba nueva, la Verdad.

       En el jardín de casa, que en estos días de confinamiento es una suerte de alivio para ir contemplando el sucederse de la luz, el arder de los días en la hoguera del tiempo, ya han florecido los lilos, con flores blancas y moradas, que hoy moja la lluvia como acariciándolas, como no queriendo despertar del todo su belleza, la mirada de sus ojos que acaban de despertar a la mañana y al silencio. Allí la melancolía, la sombra, el canto del mundo antiguo que agoniza, entre versos de Horacio, "beatus ille", en medio de lo que parece son las ruinas del mundo.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: Pinterest)
 

jueves, 9 de abril de 2020

En esta espera






A mis hermanos y hermanas cofrades
del Real e Ilustre Patronato de Nuestra Señora de las Angustias
y Santo Sepulcro de Ávila, en este Viernes Santo en el que
no saldremos en procesión por la pandemia del coronavirus
que tanto dolor está causando
en España y en el mundo entero


      Negra y morada, morada y negra, la tarde, acompañando a Cristo muerto, en un sepulcro de cristal y ausencia, y a su Madre Dolorosa, que camina con el corazón traspasado por siete espadas de fuego, desde las bóvedas de San Ignacio, por las calles abiertas de dolor, buscando el refugio de la Muralla, que nos abraza, en esta Ávila que ahora más que nunca es Jerusalén, procesión de nazarenos y mantillas, en el más oscuro silencio que habita las gargantas que quisieran clamar y no pueden, negra y morada, morada y negra, la noche.

      No hay soledad más grande que la del Viernes Santo, cuando hasta Dios ha muerto en la Cruz, y todo se ha venido abajo, y parece que ni somos capaces de llorar nuestra orfandad, pues huérfanos nos hemos quedado los hombres, en este día, tras la hora sexta, en la que todo se nos vuelve Calvario y vacío, y en Ávila los muros y las torres gimen en silencio, testigos de esta desolación que nos oprime el pecho, tras haber asistido, como Pedro, a la luz incierta de las hogueras del Pretorio, y acaso negando como él a quien es nuestro Salvador, a la condena a muerte de la Vida, de la Verdad, del Amor.

      Ávila está llena de hogueras que arden en los corazones de pura tristeza, de un abatimiento tan profundo que sabe a carbón, a raíces, a soledad, a horas muertas, al más atroz de los abandonos, pues somos, en este atardecer incierto, como el niño que ha perdido a su madre o a su padre, y el mundo es un abismo, una altura sin fondo, la boca de las tinieblas mismas, cuando en los tenebrarios se han ido apagando todas las luces y parece que no nos queda aliento para asomarnos por el brocal del pozo, tras el diluvio, y ver si el mundo sigue en ruinas, tan desolado y yerto como el mismo Cristo que llevamos a enterrar, quizá al Campo del Alfarero en el que están nuestros pecados, mientras la luz titilante de los hachones, que es la única que nos queda, va marcando un camino ardiente de silencio y sangre. Allí el arcángel, que guarda el cuerpo muerto, en la noche y en el tiempo, "Quis ut Deus?".

      Sólo la voz más antigua nos grita en los adentros, la voz de las tormentas, la voz del fracaso, la de nuestra fragilidad, la del barro endeble con el que estamos hechos. Es la voz de otros hermanos que en esta Ávila nuestra, tan querida, tan llorada, tan cierta, han vivido otros viernes, en las primaveras terribles, el mismo dolor que nos anega ahora, es la voz de aquellos que acompañaron al Nazareno y que rodaron la piedra en su sepulcro, como José de Arimatea, el cuál somos todos ahora, cuando parece perdida cualquier esperanza.

      En este Viernes Santo del año 2020 en el que además de que Cristo ha muerto parece que el mundo se nos viene abajo por el dolor inmenso que la pandemia del coronavirus está causando entre nosotros, ahora que parece que los jinetes del Apocalipsis cabalgan desatados y rabiosos, ahora que parece que estamos más abandonados que nunca, el Crucificado es nuestra única esperanza. Tenemos la suerte, la que no tuvieron los primeros discípulos, de presentir que vendrá la Vigila Pascual, la Resurrección de Nuestro Señor, y la muerte y el pecado habrán sido vencidos. Este Cristo que llevamos muerto volverá glorioso. Por eso os pido que dejéis encendidos los velones con los que le acompañamos, para que sepa, cuando vuelva, que seguimos aquí, esperándole, desde las torres y almenaras de Ávila. La soledad y el dolor que ahora nos traspasan, como a María, tienen que ser, más que nunca, el alimento de nuestra fe en el Reino de los Cielos. Sabemos de quién nos hemos fiado.

      Negra y morada, morada y negra, la tarde, la noche en la que regresamos al hogar, una lanza también en nuestro costado, el miedo que nos atenaza los tuétanos, sintiendo que los pilares de la existencia se han derrumbado y yacemos, así mismo, como Cristo, sepultados bajo una losa de angustia, con el corazón encogido por el gusano de la muerte, que parece está riéndose de nosotros, tan desasidos y solos como nos encontramos, mientras caminamos, tal vez cabizbajos, bajo el luto y la desmemoria, sin encontrar un sendero que nos lleve al hogar, al corazón que habitan nuestros anhelos y amores, buscando abrigo en el que resistir la intemperie de esta noche más triste y más desierta, la noche huérfana de toda luz, de todo fuego, de todo intento.

      Enterramos hoy, con Cristo, a nuestros muertos, enterramos hoy nuestra desdicha, esperando la Luz de la Resurrección, sabedores de que nos lo encontraremos, acaso, camino de Emaús, o como la Magdalena, y no habrá sido en vano todo, esta Pasión, esta Muerte, este deshabitarse, esta congoja que se nos clava con hierros tan fieros, esta espera, este miedo. Negra y morada, morada y negra, la tarde, esperando en la noche más larga el Alba que viene, la Luz Eterna.

      Un fuerte y fraternal abrazo en Cristo para todos, en esta espera



Fernando Alda Sánchez

Ávila, 10 de abril de 2020







El sabor del abandono



Ser como si a cada 

instante fueses a morir,
un helor de fiebre
amarga en las mejillas,
como flores que van
perdiendo sus pétalos
lentamente, antes de ajarse,
y al caer dibujan
bucles en el aire
y alientan un esplendor
de estancias en penumbra,
de cúpulas insomnes y ríos
navegables no descritos
en mapa alguno.
Esbozas con un lápiz
itinerarios ocultos,
castillos de arena que va borrando
el oleaje, trozos de océano,
y de nube a nube
un sueño, un aleteo de aves,
un despertar entre náufragos
y naufragios que en la boca
te deja el sabor salado
del abandono.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 8 de abril de 2020

Inmóvil la tarde



A Elvira


Colinas, una fuente

fresca, álamos dichosos,
luz poniente
en la inmensidad de Castilla,
permanece inmóvil la tarde
en el último reducto de los sueños.
Es la claridad el aliento
que buscas desde la sombra,
la realidad diáfana,
una transparencia
inmerecida, como linfa o savia
que enalteciese la vida.
Es el paisaje ahora soledades
compartidas
y el pábilo interior de tus pupilas
ilumina, desde el silencio,
el abandono absoluto de los páramos:
en el corazón las semillas
desoladas de lo absurdo e inútil,
que aguardan su primavera,
un planeta desnudo e incierto
que tratas de sepultar en el olvido.
Bálsamos hay en los cielos
altos, en los horizontes sin fin,
en el destello del sol al herir
los límites de lo creado. Hay tierra
para enterrar las ruinas
de lo ya vivido
y renacer, pujante,
en surco firme,
con la lluvia nueva
de un nuevo abril.

Fernando Alda Sánchez


martes, 7 de abril de 2020

Jardín nuevo


Lirios morados, caléndulas

mojadas, gladiolos, un jardín
nuevo y abierto en el que crece la hiedra
extendiendo su esperanza
y su ensalmo.
Escribes versos asombrosos,
fascinantes en su esencia,
versos que hablan de otros versos
escritos por poetas que dejaron de escribir.
Son poemas que no habrán de ser leídos,
ni declamados, poemas que no se imprimirán,
poemas que quedarán ocultos
entre la memoria del verdor
que te rodea mientras la tarde
se inflama en trinos, oropéndolas
y mirlos, un surtidor enamorado
que aguarda el nacimiento de las estrellas
que habrán de llegar cabalgando a lomos
de la noche.
Musgo húmedo, íntima
luminaria, venir siendo lo que eres
o crees ser, voz en el imaginado
paraíso terrenal que adoran
tus sentidos, prímulas, jilgueros,
violetas que llenan los ojos de frescor
y de alegría, del salvífico
rumor del aire que devuelve un eco
procedente de los ingrávidos planetas
en los que habita la inocencia.

Fernando Alda Sánchez



lunes, 6 de abril de 2020

Crónicas del confinamiento


         Al igual que vemos llover de distinta manera, en estos días de confinamiento domiciliario cada uno escribirá su propia crónica de lo que acontece, su diario de abordo, su cuaderno de bitácora, tal vez para ir librándonos de la trampa del cazador, del sueño que nos conduce al Leteo, de la acidia (o acedia, que de ambas maneras es válido el término), de la profunda tristeza que nos produce el sabernos tan vulnerables, tan pequeños, tan sin nada, como títeres de un guiñol al que hemos sido llevados por la fuerza, tal vez el retablillo de Maese Pedro, en el Don Quijote, al que Manuel de Falla puso música, un retablo del mundo que parece está naufragando y en el que hemos de resistir a toda costa, pues nos va la vida en ello.

       Tal el cautiverio de Babilonia, cuando entre el 578  y el 537 a.C. el pueblo de Israel fue deportado a esa ciudad por el rey Nabucodonosor II, quien destruyera el Templo de Jerusalén, cautiverio que no se levantó hasta la intervención del también rey Ciro, y que tantas penas produjo en las almas de los que lo padecieron, como se refleja en la Biblia, según  nos narran los profetas Jeremías y Ezequiel. Nos arde en ello la memoria.

        Y es que parecemos también deportados, como fuera del tiempo, acaso de la Historia, pues aún creemos que no es posible lo que está ocurriendo, ni somos capaces de saber con certeza las consecuencias que todo ello tendrá a medio y largo plazo, pues a corto sí las conocemos: muerte, enfermedad, desempleo, soledades terribles, angustia, una ansiedad que parece cabalgar desbocada en nuestros pechos, como acelerando más la prisa que hemos ido tejiendo en los adentros, que parecía nos habría de faltar una hora para morirnos."¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?",  dijo Cristo, que nos mira desde los oteros, y nos recuerda Mateo en su Evangelio, pues Él ya sabía de nuestros desasosiegos, de que somos como abejas laboriosas en nuestra pretensión de ganarle la partida a la muerte, ahora más que nunca, empeñados como estamos en creernos inmortales sobre la faz de la tierra. Pobres de nosotros, "torpes y necios", como los discípulos de Emaús, que no hemos entendido que la Vida Eterna solo se alcanza cuando estemos en brazos del Padre.

       Vemos el mundo desde la ventana, intuimos la vida, en otros balcones, a distancia, como ajena a nosotros, así que cuando te llama alguien por teléfono, o incluso puedes verle en la pantalla del móvil, es una alegría inmensa, pues sabes que el mundo sigue girando y que hay alguien que se acuerda  de ti, y que te pregunta cómo estás, en medio del marasmo al que estamos sujetos ahogados por la zozobra.

       Siento en estos días una pena enorme por aquellos que han fallecido solos, por sus familiares y amigos que no han podido hacer un funeral ni sobrellevar el duelo como es costumbre, por aquellos que están internados luchando contra la enfermedad, y más cuando compruebas que entre las bajas hay personas que conoces, con las que has compartido momentos de vida, y que han caído en este combate, o que están afectadas por el mismo, o que han perdido a un ser querido, y tratas de ponerte en su lugar, de calzarte sus zapatos, de llorar su llanto, aunque resulte difícil, tan lejos como estamos aunque en algunos casos estemos tan cerca, con tantos muros como se han alzado entre nosotros, el peor de todos el de la impotencia que uno siente ante esta situación. No obstante, nunca tantos deberemos tanto a tan pocos, que dijera Winston Churchill, pues hay quienes están arriesgando su vida para que nosotros conservemos la nuestra, y todos sabemos bien quienes la están aventurando en estos momentos.

     Las ausencias parecen vestirse de gris en este día tan incierto en el que el sol no acaba de salir del todo, velado entre las nubes, como no queriendo iluminar nuestra desgracia, para que no la veamos completa, como si necesitásemos ir asimilándola poco a poco, tratando de asumirla despacio, con la ayuda del silencio que reina en el corazón.

     En el jardín de casa ya han florecido los lilos y el manzano (los rosales aún tardarán), también muy tímidamente, como para no molestar. En el seto de leylandis ha anidado una pareja de palomas, que no se arrullan, como si comprendieran el dolor de sus vecinos, la soledad a la que estamos sometidos en esta hora incierta en la que la humanidad parece jugarse el todo por el todo. La primavera se asoma, desde luego, a las ventanas del tiempo, para decirnos que ha venido, que está llegando, que la esperanza es posible en medio del naufragio, que habrá más flores y más aves volando nuestras nostalgias, que seguiremos viviendo y que algún día el verano será posible, junto al canto y la voz, junto a la palabra y los cielos, pues no hemos dejado nunca de creer.

Fernando Alda Sánchez




30.000 visitas, muchas gracias

     

      En el día de ayer, Domingo de Ramos, este humilde blog literario ha superado las 30.000 visitas desde que lo abrí hace algo menos de un año. Es una satisfacción muy grande haber llegado hasta aquí y continuar, por supuesto, adentrándome, junto a los lectores que lo habéis hecho posible, en los vericuetos de la literatura, en el alma de la escritura y en los ojos de la lectura, como una pasión que me embarga hasta los tuétanos. ¡MUCHAS GRACIAS!

sábado, 4 de abril de 2020

Carthago delenda est



          Es el paisaje hoy consuelo, una luz altísima, como una claraboya entre las nubes, tal vez faro que en la anochecida aporta seguridad, como el agua y sus espejismos, el derrumbarse de constelaciones antiguas, la Cabellera de Berenice, en este Jardín de las Hespérides en el que nos hallamos cautivos, sedientos de libertad.

           Veo arder Carthago desde la destrucción que llevara a cabo Publio Cornelio Escipión Emiliano, en el 146 a.C., y acaso asistimos, en este confinamiento, a la ruina del mundo, Carthago delenda est, tal nuestro deseo, impelidos por la vorágine de la prisa a allanar todo cuando hemos sido, igualándolo en las fosas comunes de la Historia. Todo ha de ser destruido, como la ciudad allende el Mare Nostrum que puso de rodillas, casi hasta el final, a la incipiente Roma. Destruido, acaso, para renacer, para volver a ser, para surgir, para encumbrarse, para respirar.

          Bosques inciertos se abren en la mirada, espesuras de sombra, como el ciprés de Silos de Gerardo Diego, surtidores de voluntad y anhelo en esta ciudad celestre que ahora imaginas como el de Hipona, los bárbaros apostados en sus murallas, minando las certidumbres, horadando con sus quelíceros violentos las últimas fortificaciones de lo real.

         Carthago fue removida en sus cimientos, borrada de los mapas, sus campos cubiertos de sal, como si de una dammatio memoriae se tratase, es decir, la condena de la memoria, la desaparición de todo rastro nuestro en el Leteo que va a la Estigia del tiempo, esa gran ciénaga que se traga todo, en la que todo muere. Pero tras su demolición, la ciudad volvió a nacer, fue reconstruida por aquellos descendientes de las legiones que la arrasaron. ¿Nos ocurrirá a nosotros lo mismo? ¿Nos levantaremos de entre los escombros del derribo al que asistimos, asombrados aún, como sin creérnoslo del todo, noqueados por un golpe tan fuerte que nos ha dejado fuera de juego? Y aún pensaremos por qué ocurre ésto, sin haber entendido que lo que hemos de buscar es el para qué ocurre ésto, la clave del arco, pues la piedra que fue desechada por los arquitectos es hoy la piedra angular, como nos recuerda el Evangelio. Y miro entonces a Cristo, que camina a mi lado y me sonríe, pese a que está a punto de comenzar su Semana de Pasión, de sacrificio. Cada uno busque su respuesta, siga el trazado por el que le lleve el camino. Yo se de quién me he fiado.

     La memoria perdura a través de nosotros, del propio fluir del tiempo, buscando salidas insospechadas, como fue la Carthago rediviva, aunque romana, o la Qart Hadasht, la ciudad nueva de los fenicios en España, la que fuera luego la Carthago Nova romana, nuestra Cartagena, o esta Ávila mía que ha conservado sus murallas y su esencia a través de los siglos, renaciendo también entre los escoriales de la historia, ceniza enamorada, como quisiera Quevedo, un sueño humano sostenido por un volar de arcángeles.

     No se lo que será de nosotros, si cambiará todo o si no habremos aprendido nada. Solo el paso de los días será capaz de ir poniendo a cada uno en su sitio, de ir tornando las lanzas a las que nos enfrentamos en arados, las espadas en podaderas, y de ir abriendo caminos de esperanza en medio de la zozobra que nos viste desde la cabeza hasta los pies.

     ¿Seremos de nuevo, abriremos foros y termas, bibliotecas y teatros, o seremos el "alzado de la ruina", el que  magistralmente escribiera Aníbal Núñez? ¿Seremos Jerusalén o Nínive, allí, en la orilla oriental del Tigris, a la que fuera Jonás, la que tardaba tres días en ser recorrida? El pantano de la Historia se ha tragado muchas ciudades, civilizaciones enteras, tanto sueño y tanta creencia. Ahora el mundo es global, y parece que nada podrá borrarlo, pero en estos días nos surge la duda, nos ahoga el pánico, nos entristece como nunca el halo terrible de la muerte cuando pasa entre nosotros y nos estremece. Recordemos, no seamos la Atlántida, ni Tartessos, que nuestra soberbia no nos impida sacar conclusiones para encontrar el camino cierto, aunque  lleno de dificultades, para alcanzar la seguridad que merecemos. Otros, antes que nosotros, ya lo hicieron, podemos aprender, pese a que el reto ahora sea colosal.

     Miro en la distancia los restos de la que fuera la Carthago romana, las columnas que apenas sostienen el vacío y la nada, el reino del escorpión y de la arena, el gobierno de la desmemoria, los campos y el salitre, los cielos en llamas, la sangre ardiendo, la devastación, la celebración de lo vencido y muerto, el apocalipsis de todo cuanto fue y no ha resistido el mordisco atroz de los siglos, la desolación y el olvido. Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre, memento mori, parecen decirnos bajo los arcos del triunfo, como les decían a los generales o emperadores victoriosos de la ciudad del Tíber, y Hamlet, frente a la calavera de Yorick, nos sigue interrogando, en el texto de Shakespeare, sobre la juventud, sobre lo que fuimos, sobre la risa y las bromas, sobre nuestro tímido cantar bajo las estrellas, y sabemos que "ahora, falto ya de músculos, ni puedes reírte de tu propia deformidad", como le ocurriera al bufón, pues nosotros parece que tampoco podemos hacerlo, no podemos reírnos de la deformidad que hemos ido creando y ahora nos devora. Yorick, tal vez también la Mari Bárbola que pintara Velázquez, se entristece.

     En estas penumbras discurre mi paseo interior, el vano afán por encontrar la salida en el laberinto perseguido por el minotauro de la melancolía, añorando siempre otros paraísos perdidos, como el de Milton, o los reinos imposibles, acaso Micomicón, de los que hablara Cervantes en su Don Quijote, presto siempre, como es mi caso, a aventurar la vida por el bien más preciado que los cielos dieron a los hombres, que no es otro que la libertad.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 3 de abril de 2020

Cadena perpetua




A Manuel


Solo el cielo azul

en el que imaginar la vida,
como un espejo, azogue
intenso. Aves te traen,
aminorada,
memoria del exterior,
hasta este ventano de tu celda,
donde morir es la existencia,
y la libertad, utopía.
Y sin embargo,
no es como estar ciego,
alumbran las nubes
el resplandor de la luz,
la noche y el día,
las estaciones sucesivas,
y una estrella fugaz
es viaje suficiente
a islas y paraísos
perdidos, cuando lo oscuro
reina y prisionero de la noche
te abandonas al sueño.
Es consuelo la lluvia,
amparo la nostalgia,
y hasta la nieve
adorna la visión
cuando no es posible
más que el aire,
vientos y aromas
que dan nombres al mundo,
dimensiones precisas
a lo que únicamente puede ser soñado.
Es posible vivir
imaginando, el universo
ocupa tus manos
como el océano sus orillas,
arde la voluntad
como una llama,
y te sostiene.

Fernando Alda Sánchez

jueves, 2 de abril de 2020

Caminas








Desvencijada la noche,

sus muros apenas erguidos,
escombros de temor y deseo,
caminas.
Desnuda está la voz
que a nadie saluda,
que a los luceros convoca
y extraña con firmeza
inusitada, y es instante,
flor noctívaga,
una atracción de espinas
que hieren, de barcos
amarrados en muelles
de locura, de amores
nunca amados: es fiebre
por lo que tus sienes
galopa en corceles de hastío,
y muerde hasta el fémur
o desgarra velos, y lleva
tu signo, tu nombre,
y es desmemoria y lamento.
No habrá más noches ya
que apaguen los días,
ese lento desvivir que no es morir
en el presente,
colmada la espera
con un bagaje incierto:
un manto púrpura
vestirá tus desvelos,
el ansia de volar más y más alto,
mientras la noche va siendo demolida
en el derribo, en el acoso,
en este sin igual destierro.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 1 de abril de 2020

En las solanas


          Ahora que estamos confinados en nuestras casas me vienen a la memoria todas las solanas que hay en nuestros pueblos, en las ciudades pequeñas también, ya sean rinconcitos en los que salir a charlar o a coser, o paseos o, incluso, estancias de una vivienda, como lugares casi mágicos en los que la vida crece, durante el invierno, con sus rigores, pero también en los otoños y en las primaveras, cuando éstas no acaban de despuntar, lugares en los que es posible abrigar la vida e ir sosteniéndola como si la tuviésemos en una incubadora, protegiéndola de la intemperie, como ese fueguecillo que hemos conseguido prender con mucho esfuerzo en la yesca y que el viento desatado o la lluvia amenazan con apagarnos.

           El diccionario de la Real Academia define solana como sitio o lugar donde el sol da de lleno y, en segunda acepción, como corredor o pieza destinada en la casa para tomar el sol, pero las solanas son mucho más que eso, pues son lugares en los que, como decía, crece la vida, se sostiene, en esas charletas que son posibles al abrigo del frío, sintiendo el calorcillo que nos brinda el sol, charletas en las que vamos intercambiando pareceres y asertos, opiniones, incluso chascarrillos, cómo no, y en las que se cuece, a fuego lento, como en los pucheros que se dejaban antes en las lumbres bajas de las moradas de los hombres, que también conocían de sus cuitas y desasosiegos, toda la mañana para que la alquimia de la cocina nos dejase un guiso sabroso y reconstituyente, el dibujo de la ruina que somos, de la ruina de la que estamos hechos.

          Cuando la tecnología no había sustituido las relaciones personales por el virtual discurrir de la existencia era posible aún buscar estos rincones, pasado el mediodía, de forma especial en la invernada, para compartir el pan cotidiano de la vida, los pequeños sucesos, las anécdotas, pero también las penas y los duelos, así como la risa o la alegría que nos produce la satisfacción de una buena noticia. En el fondo es lo de siempre, el estar acompañados en todo momento, para salvar las soledades que nos imponen el tiempo y el dolor, para salvar las ausencias, las melancolías a las que nos entrega el devenir, el ir muriendo de los días y las noches, éstas tan eternas, a veces, como un luto riguroso que no hay forma de aliviar. Quizá era, o sigue siendo, pues todavía las buscamos, las solanas, digo, como esperar ese "alivio de luto", o "alivioluto" que es una palabra que no existe en el diccionario pero que utilizamos para abreviar, en el que el negro atroz que se vestía por la pérdida de un ser querido iba tornándose gris en sus distintos tonos, como para hacer saber que la pena ya era menos y que se volvía a respirar.

          Y es que lo que nos resulta necesario es hablar, compartir ilusiones y desastres, y no hay un lugar mejor que bajo la mirada del sol, aunque en los veranos busquemos la sombra, como hace el perro ya en el mes de febrero, para no caer abrasados por las draconianas sentencias que el astro rey nos prodiga en el estío. Por eso se han construido tantos paseos, como el del Rastro, que sigue el cordel de la Muralla de Ávila, mirando al sur, y que tan agradable resulta en estos días cuando la temperatura lo permite, para caminar un rato e ir hilvanando entretelas de conversación y de amistad.

       Los paseos suelen ser lugares muy especiales, con nombres que identifican su función. Son paseos como el de los Tristes, en Granada, que tantas evocaciones me trae en este momento, y cuyo nombre hace que me imagine almas y personas que van derramando su congoja, vertiendo lágrimas y nostalgias, rictus doloridos, como un cortejo de plañideras que entona las virtudes del difunto que está de cuerpo presente, como en esas capillas ardientes que se utilizaban antes, y aún ahora para cuando el personaje es muy ilustre, en las que se vertía el dolor a cántaros. Acaso el dolor está ardiendo también en nosotros.

       Lo cierto es que no podemos hacer mucho más para luchar frente a la borrasca de las tinieblas y de la soledad, salvo lo que digo, acompañarnos, compartir silencio y destrozos, abrazarnos, apretarnos las manos, decir lo siento, y seguir andando, siempre buscando las solanas que podemos hallar en los caminos y en la vida, como oasis, como abrevaderos para el alma, como descansaderos en las cañadas oscuras de las que nos habla el salmo y en las que el Señor nos acompaña.

       Espero que pronto podamos regresar a la solana, buscando compañía, pues en estas jornadas en las que la muerte está arrebatada, como enloquecida, como buscando venganza contra nosotros, no es posible estar con aquellos que sufren, no es posible acompañar, no podemos darnos un abrazo y mirarnos a los ojos cuando el otro, o nosotros mismos, hemos perdido a alguien, pues ni siquiera se puede acudir, prácticamente, a los cementerios a eso tan necesario como es decir adiós al que se ha ido para siempre, decirle que sigue vivo en nosotros, en los rescoldos o las ascuas de nuestra memoria, y no podemos compartir el dolor o la ansiedad que esta desgracia nos produce, dejándonos en la desolación más absoluta. No hay soledad más grande que la de morir solo, que la de ser enterrado solo.

     No perdamos esas solanas que hemos conocido y que aún resisten, en medio de esta España deshabitada que hemos ido construyendo por comodidad o por desidia, pues siguen siendo lugares en los que es posible habitar, encontrarse, más allá de las redes sociales, de forma más intensa y humana, mirándonos a los ojos, conversando, sintiendo el cálido aliento del otro, su respirar, el fulgor de sus ojos o el temblor de sus manos, cuando se despabila el corazón, pues siempre serán más interesantes y atractivos que el frío reflejo del plasma de una pantalla, tan sola y abandonada, tan sin nada, como muerta.

Fernando Alda Sánchez