Arde un leño esta tarde de enero con la melancolía propia de la lluvia, casi con desgana, como desangrándose sin motivo aparente. En la danza del fuego, que no es la de la muerte, los recuerdos se entrelazan como espinas o cerezas, sin saber bien la razón que alcanza a tal suceso. Y la memoria se va con el viento, sin especulaciones, hacia el espejo del horizonte, sin decir adiós siquiera, o agitar un pañuelo en lo que parece, más bien, una huida.
Y vienen a la memoria, releyendo un pasaje de la "Guía espiritual de Castilla", de José Jiménez Lozano, los sepulcros de alabastro, como el del Príncipe Don Juan que labrara Doménico Fancelli en la iglesia del Monasterio de Santo Tomás en Ávila, un sepulcro de fría filigrana y adorno, como para retener, acaso en vano intento, el fulgor de la muerte, en sus primeros instantes, más allá de la pudrición y los gusanos, y un helor, tal de nieve de primavera, recorre mis venas, y enseguida trato de olvidar esas imágenes, que me parecen fantasmas, seres aparecidos entre la niebla y el bosque, que habitan regiones no exploradas o deshabitadas, pues habitar es un verbo que pertenece a los seres humanos, y no a los espectros venidos del Tártaro o del inframundo.
Perdura la belleza labrada en la piedra, tal vez con un buril o escoplo de tristeza, y, en algunos casos, la transparencia de la misma al imitar tules y gasas, sedas ajustadas a los cuerpos, que nada tienen que ver con armaduras y espadas o mitras, es el rigor mortis de las efigies que representan a los difuntos, detenidos en esos pasos primeros de la muerte, como si la estuviesen esperando, ya sin dolor o sufrimiento, ni angustia, como si fuese innecesaria la agonía, la lucha en la frontera, en el filo de este mundo y del otro.
Vuelvo a mirar el fuego, los leños que arden, y me parece que así lo hacen desde siempre, desde que por primera vez el ser humano comenzó a dominar las llamas y la noche abría alguna ventana, alguna luz, y comenzábamos a preguntarnos por la dama de azul y por lo que había más allá de ella. Y, en ocasiones, siempre ha sido así, seguimos preguntándonos lo mismo, tal es nuestra débil certeza, y ese es uno de los misterios con los que Dios nos hizo, pues sólo Él lo sabe, como tratando de ver lo que hay dentro de lo oscuro, un poquito más allá de hasta donde alumbra la antorcha que sostenemos en la mano, con tanta desmemoria, para ganarle un día, acaso dos, a la muerte.
Fernando Alda
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