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martes, 6 de febrero de 2024

La mirada inactual, 9 / Élitros y quelíceros

 


          Ahora que es invierno, y la corza del corazón duerme esperando el beso de la primavera, o el Amado, o el viento sur que cicatrice las heridas del hielo, sigo mirando, desconozco si con asombro, el paso del tiempo, de las estaciones y edades, de ésta presente y de las que se fueron por los caminos, como la devastación de mis sienes, encendidas por la nieve.

          Y se que es el momento de aventar recuerdos, para que algunos salgan de las desmemorias del vivir y sean representados en los adentros del alma, en las moradas más claras y luminosas, como si fuesen carbones del sol poniente. Así, entonces, lo que es el hoy, que se abre y nos deleita, aunque ahora aún no en el jardín, más bien en la biblioteca, como lo quería Marco Tulio Cicerón para ser un hombre afortunado. Tengo la suerte de tener ambos, una biblioteca y un jardín, en los que recibo visitas y voy tejiendo las horas que se deshilachan desde la esfera del reloj, para tejer cenizas y flores ajadas, cuyos pétalos se van con el viento a las veletas, para jugar con ellas.

          Pero no siempre es así, pues el mundo y sus pompas, que parecen zumbidos de insectos, un entrechocar de élitros o de quelíceros, trata de ahogar estas melancolías, para que no sean, para que no iluminen, con sus pupilas ardientes o enfebrecidas, las oscuridades y dédalos que nos cercan.

      Estas tinieblas, que tan impenetrables nos parecen, son las que rasga Cristo al rayar el alba del tercer día, cuando regresa de entre los muertos, y todo es nuevo, como recién estrenado o sacado del horno. Hoy se que me mira desde la soledad de los sagrarios, desde la penumbra de alguna ermitilla elevada sobre un otero en esta Castilla mía, tan sola también, y me pierdo por los caminos que se me aparecen como una bendición, una ofrenda, y sigo mirando, en esta ocasión en las cunetas, en las que aún no crecen los acianos, que nos regalan su azul tan intenso y tan puro, y todo me resulta abandono, como la soledad del agua estancada en los labajos, que espera alguna avecilla que redima su silencio.

          Es solo el paisaje ahora, aunque me gustaría poder mirar detrás de él, en sus entretelas e hilvanes, en sus bambalinas, en sus adentros o su patio de atrás, para poder alargar la vista más allá de lo que permite el horizonte, y mirar lejos, hasta allí donde habita la madre del viento, el sol que no se apaga, las nubes atlánticas, que vienen de tan lejos a fecundar los campos, abiertos para retar o cabalgar sobre el destino y la muerte.


Fernando Alda



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