Arde en el sol de la tarde
la ausencia de los ojos
fríos que indiferentes fueron,
solo una mirada
de melancolía,
aquellos que no supieron
descubrir el fulgor del viento
peinando la cabellera
undosa de la luz
en los amaneceres idos.
En las manos, solo unos acianos
secos, el esplendor que aún perdura
de las estatuas mutiladas,
el gemido de un violín
solitario que cabalga hacia el confín
de la noche oscura.
Nada espero ya,
solo llorar o ser llorado,
en oración fúnebre,
sobre el mármol en el que quedó
grabado un epitafio de sombras.
Fernando Alda
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