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Vuelve el agua a los cauces de siempre,
aquellos que abandonó para ser viento,
y borrar a su paso las arrugas
que el tiempo reseco fue sembrando
en los campos yermos del olvido,
allí donde crecen el cantueso
y la adormidera, la hierba que será
segada bajo el sol y arderá en los almiares
de la noche, como una hoguera de ofrendas
y espejos rotos, resquebrajadas
imágenes que duermen en el dobladillo del alba,
que está siempre por llegar,
pues la esperamos en las paradas
del tranvía que viene a lo lejos,
como acercándose, entre una lluvia
gruesa y sin sentido
que nos cala hasta los huesos
y nos deja mudos, helados en nuestro
asombro, con las manos
metidas en los bolsillos de esta gabardina
oscura con la que tratamos de protegernos
de la intemperie. Así,
viviendo, en el sobresalto de los días
anónimos, mirando nuestro reflejo
más reciente y gastado en los charcos
de los descampados, afueras que son
de una urbe en la que crecen
mustias las flores de la soledad,
el cantico inestable del silencio, mudo
tributo de sombra y sangre,
que desde un pedestal de mármol
se derrama como linfa o savia,
que habrán de ser memoria
y estertor, un ramo de ortigas
ofrecido en el último instante
en el que tu nombre resuene en los pasillos
y en los claustros, cuando el brillo de la luz
final deje carbones
violentos en los cristales de la galería
desde la que se asoman a la tarde esos recuerdos
tan encendidos que abrasan como ascuas
de oro, un metal extraño, el lugar
en el que habita aterido el corazón que aún
te anima, y hay gozo y celebración
en las estancias en las que el aire
es súplica, un suspiro de mariposas,
y la voluntad se aquieta,
como la arena que no cabalga en la tormenta,
cuando una campana suena
muy lejana y sola,
en estos páramos habitados de tristeza
que lágrimas son de fría plata,
quizá hielo, un abrazo de nieve
que ahora recuerdas cuando el estío
ha entrado en tu casa y buscas el agua
honda del pozo fresco, el manso respirar
del cántaro, su alma de umbría,
el sombrío son que la polea
vieja arrastra movida por una cuerda
deshilachada de la que pende un deseo.
Este largo poema va acabando
como si fuese un homérico
canto, pero sin héroes o gestas,
pues solo el vivir es bastante
para el relato, que la tinta
aviva como si fuese el fuego
que renace tras el ánima del fuelle,
allá en el invierno,
cuando la cellisca borra la esperanza
y en los ojos permanece oculto el húmedo beso
de un mirlo, el trágico abrazo de la muerte.
Solo la espera levanta la hojarasca,
las cenizas que fueron, astillas
de polvo y tierra, madera
hendida por la fiereza del hacha
que se abre paso en el bosque
buscando el espíritu y las raíces de los castaños,
el erguido nogal que aún resiste
la fiebre de los años, y cobija
cuanto fuiste como el dorado
caldero en el que lentamente, en el hogar
y el fuego, sigue haciéndose el caldo
primigenio que aliviará los trabajos
y esfuerzos que ahora, a lomos de la melancolía,
has dibujado en el secreto de la cámara
en la que se encierran los desvaríos de la fortuna.
Adiós dirás a los valles y a las neblinas,
al humo y al heno,
a las cumbres que saludan invariables
el rodar de los siglos: tu tiempo se ha ido,
nada perdura.
Fernando Alda
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