Cuando acaban de cumplirse hace apenas unos días, el pasado 9 de marzo, los tres años de su fallecimiento, se presentaban en Valladolid los dos primeros tomos de las Obras Completas del escritor y periodista abulense José Jiménez Lozano (Langa, 1930), tomos que incluyen todos sus diarios. Se trata, sin duda, de una magnífica iniciativa que ha llevado a cabo, con la colaboración de otras instituciones, la Fundación Jorge Guillén que, por propio deseo del escritor y con la colaboración de la familia, custodia, además, parte de sus manuscritos y otra documentación pendiente de clasificar.
Confieso que cuando tuve noticia de esta edición sentí una alegría inmensa, pues de alguna manera viene a hacerse justicia a este escritor, o escribidor, como a él le gustaba decir, alejado siempre de los postizos de la fama, de los pasillos efímeros de la moda, de las pompas de este mundo. Alegría, también, por la gozosa lectura, relectura en este caso, que supone el tener en una misma edición estos diarios o cuadernos completos, desde los que tenían la tapa roja, que fueron los primeros, hasta “Evocaciones y presencias” publicados a título póstumo. Más de dos mil páginas que nos permiten viajar por los adentros del escritor, para entender mejor su escritura y su vida, llenos de reflexiones, apuntes, sensaciones, vivencias, recuerdos, lecturas, pensamientos, visiones, estados del alma, que constituyen un auténtico paisaje espiritual que nos permite estar acompañados, como a él le gustaba decir, tal vez, en ocasiones, por la cuerda con la que vino atado un paquete de libros, por el polvo de un ladrillo rojo molido, un trozo de piedra lipe (con su azul intenso y hermoso), ¡qué colores!, unos cromos viejos, un trozo de cristal, aquello que vamos guardando en nuestros “coseros”, aderezado todo ello, pudiera ser, por el canto del cuco, siempre misterioso y fascinante, que nos sale al encuentro.
La edición está muy cuidada, como no puede ser menos cuando se trata de preservar una joya, o al menos así lo entendemos sus lectores, pues Don José, o Pepe (como le llaman en Valladolid, con una familiaridad extraordinaria), recordaba que escribía para ese puñado de fieles que encontraban en sus libros algo más que pura y simple literatura,, algo así como un camino por el que ir buscando, en los recodos y entretelas de esta Castilla nuestra, que tan femenina le parecía a él, esos lugares escondidos a los que alude nuestro San Juan de la Cruz cuando escribe que “para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes”, pues acaso “para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees”.
Cuando vuelvo a leer sus diarios, sus adentros, me parece verle, tal y como cuando le conocí, en la biblioteca de su casa de Alcazarén, en ese “petit Port-Royal” como la llaman sus amigos, en alusión a su primera novela, “Historia de un otoño”, asomado, junto al fuego, a la inmensidad de Castilla y sus cielos tan hondos y tan claros, buscando entre los alcores algo de verdor de una fuentecilla que mana en silencio, entre juncos, junto a unos álamos que se adivinan entre la luz, ofreciéndonos un verdor que es preludio del Paraíso, acompañado por los “quicios de la historia”, por las gentes más humildes, los pobrecillos y desamparados de este mundo, aquellos que siempre sufren el dolor del poder y del dinero, esas “liebrecillas” que se guardan de todas las inquisiciones y de todos los inquisidores, de esas “autoridades postizas” de las que habla Santa Teresa.
Gozosa lectura, decía, fascinante escritura, también, pues arranca rescoldos a la memoria, o a la desmemoria, para seguir iluminando y ardiendo, “ut luceat et ardeat”, que nos recuerda el escribidor de Langa, en nuestros ojos y en nuestros corazones, para que brille y nos perturbe, como hacían los maestros románicos con sus obras de piedra dorada o los dibujos de los Beatos, tan coloridos y maravillosos, y nos permitan vivir sin ataduras, sin peajes, en esta postmodernidad en la que nos hallamos inmersos buscando, tal vez, salidas que únicamente seremos capaces de encontrar en el viejo mundo, en la vieja cultura, que ahora despreciamos con tanta insensatez.
En esos rescoldos del recuerdo, que la lectura aviva en estars tardes ahora ya de primavera, vencidos los idus de marzo, tan sombríos, encontraremos melancolías y belleza, alimento para resistir frente a la barbarie, que hace sonar sus cantos de sirena, acompañados por Ojo Virule, las monjas y señores de Port-Royal, por Rabí Isaac Ben Yehuda o por Sara de Ur, o por el Señor Jonás, el profeta, puede que por Ángela, y por todos los retablillos que la vida ha ido tejiendo en la escritura de José Jiménez Lozano como un don, una gracia, un regalo, como la flor de los almendros que siempre se adelanta a los tiempos, sin saber y sin temer a sus devastaciones.
No deje pasar el ávido lector, el buscador eterno, el que no se conforma con los senderos trillados de la gloria y de los oropeles de cuanto nos rodea, esta oportunidad de encontrar, o de volverse a encontrar, con esta escritura encendida de Don José, que sabe a manantiales, a oteros, a interioridades, a espíritu, a flor del alma, para hallar, acaso junto a los Cristos que nos miran desde la penumbra de las ermitas de esta tierra nuestra, a Dios en su castillo interior, en la noche oscura, aliviando tantas desazones y desasosiegos como nos acompañan.
Fernando Alda
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