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Un incendio de calandrias o alondras
en el filo del alba, con los ojos
en llamas por las lágrimas que se fueron
desprendiendo de la noche,
y ahora son perlas, en el silencio,
el nombre por el que te nombran,
y es memoria de otro país,
abandonado en la ausencia como un racimo
de glicinas, de gladiolos
blancos, sobre una colcha que cubre
el lecho en el que naciste
y ahora recuerdas, entre la niebla
que oculta los rostros desencajados
del dolor que te fue habitando
en el deseo de libertad de un pájaro
cautivo que desde el fondo
del aire clama por un vuelo
sobre los prados, allá en las cordilleras
del misterio, sabiendo que nunca
saldrá de la jaula que ahora es prisión
y oprime su canto, un melancólico
ascenso hasta las regiones
más límpidas que soñar
pudieras en este desierto
de muerte en el que llueve
una tristeza sin alma,
un solo reflejo, como no ser
o clavar la mano en la arena
cuando caes en el abismo
de las tinieblas y nada sostiene
tu inestable descenso: ahí estás,
soñando en la última esfera,
antes del círculo y de la sombra.
Fernando Alda
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