La noche pasada resultó deliciosa, pues en el jardín de casa pudimos disfrutar, en familia y con algún amigo, de una sesión de cine de verano, con una temperatura que solo las noches de Ávila pueden ofrecerte en julio y agosto, con los grados justos para no sentir frío, pero tampoco el calor sofocante del resto de la jornada diurna. La película elegida fue "Casablanca", que creo es la quinta vez que la he visto, y siempre me sigue asombrando. Sin duda, una velada espléndida.
Era como revivir toda la magia del cine, tan bien expresada en "Cinema Paradiso", de Giuseppe Tornatore, pero de forma doméstica. Reconozco que fue una idea que se ha fraguado en los últimos días y que esperamos repetir en los próximos. Ya no me acordaba de esas sesiones de cine de verano que muchas veces veíamos en la propia calle y que tan sosegados nos devolvían a la cama.
El cine es un invento moderno. En la Edad Media tenían otras sesiones de imágenes, como las que se podían contemplar en las iglesias románicas y góticas, que eran una verdadera catequesis para la salvación de las almas y para poner en orden otros asuntos menos espirituales y, acaso, más mundanos. Por eso traigo hoy a colación el cine y los canecillos, también los capiteles, románicos, que aún tengo en los ojos tras el viaje del otro día hasta Silos y Frómista, aunque para ser honesto tengo que decir que los contemplo a diario en las iglesias románicas de la Ciudad de Ávila, que guardan, extramuros, las puertas de su Muralla: San Vicente, San Pedro, San Andrés... todas ellas, que son como un incendio de piedra, de forma especial con la luz poniente que se escapa hacia el oeste. Es una suerte.
La imaginación de los artistas románicos, desde el más puro anonimato, era prodigiosa, pues sabían captar el concepto de lo que querían contar y lo plasmaban en imágenes sorprendentes. Era también la magia del cine, que nos lleva a otras realidades y nos cuenta historias con imágenes, además de con diálogos y música.
En el románico, en el que parece arder la piedra, primero por el color dorado de la misma y en segundo término por la belleza que pone de manifiesto, está la esencia de los hombres y de su diálogo con Dios, que estaba, a través de Cristo, en el centro de sus vidas. Un diálogo trascendente, a la vez que sencillo, pues casi todos eran almas que no conocían la lectura o la escritura, pero sabían, conocían, en qué lugar mana la fuente de Vida.
No puedo evitar escaparme, por una gatera que acabo de encontrar en mi memoria, de todo cuanto hablo, a los dibujos de los "beatos", los comentarios al Apocalipsis que hacían los eremitas cuando soñaban con la venida del Cordero al mundo. José Jiménez Lozano decía que esos dibujos eran como cómic, tal era el porte de su imagen y los colores extremos con los que están pintados. Y creo que no le falta razón, pues a mí, que he crecido leyendo cómic, así me lo parecen. Acaso es que ya todo estaba inventado de antes, los cómic y el cine, allá por el medioevo, incluso puede que antes, y que va a ser verdad eso de que "nihil novum sub sole", que traduce la Vulgata del Libro de Cohelet, que viene a ser que no hay nada nuevo bajo el sol, y que tanto nos define.
Nosotros tenemos la fortuna de poder comparar unos y otros, de admirar su belleza, en todos los casos, y de seguir creciendo en todos los sentidos, pero estoy seguro de que no hace falta, al menos a los que nos precedieron no, tanta redundancia, tanta sobreabundancia de información como la que tenemos ahora, pues produce mucho ruido y no nos deja ver el bosque, que es de lo que se trata.
Sigue apretando el calor. En el jardín todavía resuenan las voces de Humphrey Bogart y de Ingrid Bergman y sigue quedándose, en el aire, la última frase del film, esa que habla de una hermosa amistad. Los carboneros garrapinos que se han quedado a vivir con nosotros animan la mañana y todo parece revestido de un magnífico esplendor, como el de la hierba que da título a la película que dirigió Elia Kazan. Todo parece estar en su sitio.
Fernando Alda Sánchez
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