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domingo, 23 de agosto de 2020

Decidores


          Siguen en estos días produciéndose visitas en el jardín de casa, pues no solo he recibido la de Horacio. En Ávila el estío va tocando a su fin, en este final de agosto en el que ya comienza a presentirse, aún lejano, es verdad, el otoño. En las noches ya refresca, y para asistir a las sesiones de cine de verano que seguimos organizando es necesario ponerse un jersey y arroparse las piernas con una mantita.

          "Decíamos ayer...", dicen que dijo Fray Luis de León, cuando terminó de estar preso por traducir el "Cantar de los Cantares", y volvió a sus clases en la Universidad de Salamanca. Esta semana estuvimos en familia en la querida Helmántica romana, buscando, cómo no, la inevitable rana de la fachada de la Universidad, como si en la ciudad del Tormes no hubiese otra cosa, aunque ya el "spoiler" está garantizado, y la encuentra todo el mundo, como el moderno astronauta en la portada de la Plaza de Anaya en la Catedral. Menos son los que se hacen una fotografía con Fray Luis, cuya estatua  está en el Patio de Escuelas, o con Miguel de Unamuno, imponente frente a la que fuese su casa, acaso porque no los conocen, y es más interesante la rana sobre la calavera que está por todas partes.

        Es un placer, por supuesto, acercarse al jardín de Calixto y Melibea, y recordar al gran Fernando de Rojas y su "Celestina", o tomarse un café en el Novelty, en plena Plaza Mayor, con Gonzalo Torrente Ballester, que está en efigie en este tradicional establecimiento salmantino. O pasarse por la Casa Lis, y leer el hermosísimo poema que escribió sobre ella el desaparecido Aníbal Núñez, versos que encendieron por mucho tiempo mi corazón cuando lo leí allá en mis años de estudiante en Madrid. Y guardo memoria.

         De alguna forma todos ellos han venido por el jardín doméstico desde el que, privilegiadamente, escribo esto ahora, y oigo sus voces, nítidas y claras, hablándome de literatura, de versos y prosas, y estos ecos me envuelven y estimulan. Claro, que a la memoria también regresa el Convento de Extramuros, en Madrigal de las Altas Torres, cuna de la Reina Isabel, en el que falleció Fray Luis, un día tal como hoy, un 23 de agosto, y las ruinas en las que está convertido. Una pena, uno de tantos efectos perniciosos de la desamortización en España y del abandono del patrimonio, que clama a voces una intervención no para que no se caiga, sino para que reviva.

         Una ligera brisa se ha levantado, agradable desde la sombra. En ese vientecillo oigo a Dios, que me llama y me anima a seguir escribiendo, a decir estas u otras cosas, como buen "decidor" que parezco ser, según me dicen otros, mis lectores, a seguir diciendo, como hizo Fray Luis, hoy y todos los días. Decir nos salva, aunque en ocasiones tengamos que hablar con ronquera, como le ocurrió al propio agustino, para que los nuevos inquisidores, tan dueños y amos como se consideran del pensamiento que para ellos debe ser único, no estén al acecho y nos dejen tranquilos con nuestras traducciones y escritos, con nuestra voz íntegra, para aquellos que saben leer entre líneas, en los renglones torcidos, que es como hemos leído siempre los que no hemos parado de buscar nunca el agua de eternidad. Bien lo sabía Cristo mismo, que callaba en el Pretorio, frente a sus jueces que ya llevaban la sentencia escrita.

        Acaso tengamos que volver a ser como los monjes de San Benito, los monjes negros, en honor de su hábito, y convertirnos en islas que encierran el auténtico saber, la Verdad, frente a tanta barbarie como nos amenaza a los pies de nuestras murallas. Islas en casa, islas en el corazón, en familia o con los amigos, para mantener la llama sagrada encendida y no perder el norte, el Camino, la Verdad y la Vida, que nos lleva a nuestro Creador.

       En fin, dejaré, para el resto del día, que la melancolía me invada, y que en los tuétanos y entretelas de mi ser siga ardiendo el fuego del que estoy hecho, soñando o respirando, en la conciencia de que todo ello es la savia que me alimenta y sostiene en estos tiempos inciertos, recios, que diría mi paisana Santa Teresa, en lo que todo parece estar ardiendo, derrumbándose y nadie parece darse cuenta de ello, de lo que nos ocurre, tan empeñados como estamos en vivir alimentados por necesidades ajenas a nosotros, impuestas por eso que tan inocentemente llamamos la sociedad de consumo, pero que es un veneno poderoso que nos inoculan nada más nacer y del que resulta harto difícil escapar a sus estragos.

      Decir en estos días es peligroso, sobre todo cuando se trata de no comulgar con ruedas de molino, y decir, como hizo el niño, que el emperador está desnudo, por mucho que le vistan con trajes de seda o con albardas. Menos mal que me quedan las visitas que recibo en el jardín. Algún día se ha escapado por aquí el mismísimo Fernando Pessoa, que ha dejado en pausa su atlántica Lisboa, sus melancolías y nieblas, el fado que lleva escrito en su mirada, para compartir conmigo el desasosiego, que se nos parece a ambos, o al menos así lo creo, quizá por aquello de que también compartimos no solo el nombre, sino también el oficio, aunque por mi parte más modestamente que por la suya. Puede, no obstante, que en estas confusiones y encantamientos, no fuese Pessoa el que vino, sino Ricardo Reis, o Bernardo Soares, o Alberto Caeiro, que todos ellos, y alguno más, fue el lisboeta. Siempre sean bienvenidos a esta su casa, en la que seguiremos compartiendo nostalgias y angustias.

      En fin, que  pudieran ser heterónimos míos, de tan confuso como viene el día. La luz está en su cénit. No sabe que en poco se iniciará su lento declinar hacia el oeste, desde donde vienen todas las nieblas y todas las confusiones. Algún tizón de rojo purísimo quedará prendido en la copa de los árboles, como un racimo dorado que también presagiará la vendimia y el otoño, el vino nuevo que alegrará las cubas, los jarros y la garganta y el corazón de los hombres.

Fernando Alda Sánchez


     

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