Con los cinco bajo cero con los que ha amanecido hoy la Ciudad de Ávila hay que tener mucha ilusión para esperar, en esa duermevela de todos los años, la llegada de los Reyes Magos de Oriente, aunque es verdad que los abulenses tenemos mucha fuerza siempre. Que Ávila lleve 2.000 años en lo alto de un cerro, entre piedras de granito y encinas, es un milagro, es decir, no tiene explicación, salvo que no sea otra que los que aquí vivimos estamos hechos de otra pasta y nos gusta mirar al cielo cara a cara, sin intermediarios, como le pudo ocurrir a nuestra paisana Santa Teresa. Ya se sabe, estamos tan hechos al frío y a la desolación que produce que cuanto en el termómetro marca cero grados decimos eso de "ni frío ni calor..." Y seguramente es así, acaso porque en estos días se nos enciende, a todos, la infancia...
Al menos, hoy, hay un sol radiante, como el que se abre en los días de helada en estas alturas, con un cielo de azul purísima, inmaculado, como antesala de que mañana es la Epifanía de nuestro Señor, con todos sus esplendores, y todo ello es motivo de consuelo. Ya están algunos almendros, y otros árboles, despuntando, como engañados por la luz deslumbrante, sin saber que nos quedan muchos rigores por pasar. Otro tanto les ocurre a las cigüeñas, que ya llevan unos días entre nosotros y uno no acaba de entender bien cómo pueden venir estas coquetas y esbeltas damas a visitarnos tan temprano, por San Blas, decían antes, aunque ya están aquí algunas, en forma de avanzadilla, desde primeros de diciembre. Son valientes, las cigüeñas, pues en estas fechas hay que serlo para aguantar en sus nidos en lo alto de los campanarios las cuchilladas que asesta el hielo con cara de pocos amigos. Puñaladas traperas son, sin duda. Cuando te encontrabas la primera era preceptivo que tuvieses algo de dinero en el bolsillo, pues eso era señal inequívoca de que no habría de faltarte para el resto del año. ¡Qué cosas, y nosotros matándonos a trabajar, como si no hubiese un mañana, para tenerlo!
En la lejanía, la sierra de azul y blanco, empenachada de nieve, la Paramera y Serrota, imaginando Gredos que estará también vestida de albura, para hacer cumplir eso de "año de nieves, año de bienes", que ya solo recuerdan los más mayores por aquí, como solo recuerdan las nevadas de antaño, que nos lleva a decir eso de que "las nevadas de ahora no son como las de antes" exagerando la cosa un poco (no obstante, hay fotos que así lo atestiguan y ponen los pelos de punta). Es el imaginario popular, que mantiene recuerdos encendidos que nos llevan, a mí, al menos, a regiones todavía habitadas de la infancia en las que íbamos al colegio caminando y sentíamos el crotoreo de las cigüeñas, que nos decían que estaban "machacando el ajo", aunque nos parecía que estaban tiritando de frío, como nos ocurría a nosotros mismos y que, aunque no tuviesen dientes, éstos estaban castañeteando.
Y cuando aún muy pequeños y no teníamos edad para vestir los pantalones largos, los llevábamos cortos, con medias hasta las rodillas, las niñas igual, con su falda, y creíamos que en el mundo no había misericordia, pese a lo que nos decían en la catequesis. Los niños parecíamos inmunes al frío, o tal vez fuese para que nos acostumbrásemos de golpe, como si de una vacuna contra los grados siberianos se tratase. Luego ya de mayor comprendí que era para que pareciésemos legionarios romanos y estuviésemos en el limes del Rin a brazo partido con las tribus germánicas, cual si de Marco Aurelio se tratase. Afortunadamente estas costumbres "bárbaras" se acabaron, y unos y otras íbamos con pantalones largos, o con leotardos, si era el caso, para ellas. Lo peor, al menos para mí, era el "verdugo" de lana que nos enfundaban en la cabeza, que picaba por todas partes y nos hacía más feos de lo que en realidad éramos. Parecíamos una especie de Gollum, como el del Señor de los Anillos, o sabandijas acuáticas semejantes. Era horrible, pero había que aguantarse.
Menos mal que íbamos corriendo y saltando a todas partes, pues casi nadie tenía el privilegio de que le llevasen al colegio en coche, y en las piernas nos salían unas manchas rojizas que estaban muy cerca de los sabañones. Era cuando hasta el aceite se helaba en el interior de las casas y si las ventanas daban al norte crecía el hielo en los cristales. Si se había olvidado la ropa lavada puesta a secar en los tendederos, buscando el solecillo diurno, amanecían las camisetas tiesas, sin necesidad de utilizar almidón, con un rigor mortis que no tenía comparación con nada. De alguna manera nos curábamos todos como les ocurre a los embutidos.Y sobrevivimos.
Les cuento estas cosas a mis hijos y les parece que estoy hablando de antes del diluvio universal. La verdad es que no era ni mejor ni peor que ahora, era lo que había, y teníamos que adaptarnos. Eso sí, la imaginación era libre y jugábamos, por supuesto, en la calle, con cualquier cosa que nos encontrásemos, incluidas viejas cubiertas de ruedas de bici o de motocicletas que resultaban ser unos aros estupendos, que nos dejaban las manos ennegrecidas para el resto del día, con la consiguiente regañina al llegar a casa, hasta que aprendimos que era mejor utilizar un palo para que rodasen. Alta tecnología, como puede comprobarse. "Sistema Atapuerca", podríamos decir sin temor a equivocarnos. No sabíamos de la existencia de los bits y los unos y ceros eran lo que aleatoriamente era alguna de las notas que podíamos tener en un examen para el que no habíamos estudiado mucho. Es cierto que también podríamos alcanzar el diez.
Como de costumbre, esperaré esta noche la llegada de los Reyes Magos, soñando, desde luego, con que nos traigan aquello que más necesitemos, la salud, la paz de espíritu, un trabajo, el cariño de nuestra familia, unos ojos nuevos para ver el mundo como lo ve el Niño que ha nacido en Belén, y que podamos conservar todo ello a lo largo de este año, que también parece se presenta difícil como el anterior. Entre el frío y las cigüeñas, estos deseos, para tí, querido lector, y que nunca, nunca, una sonrisa se borre de tu rostro, pues será señal de que en tus adentros arden la memoria y la esperanza. Un fuerte abrazo para todos
Fernando Alda Sánchez
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