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lunes, 22 de mayo de 2023

Azul el día, 10


10


Desde el madroño del jardín

te mira un pájaro azul con alas de melancolía,
como si el mundo fuera a acabar
abismado en las fauces de la noche,
tiniebla larga y silencio,
y todo no fuese más que unas cenizas
removidas en una hoguera mojada
por las lágrimas del alba, ese rocío
que se pega a los párpados y te impide ver.
No escuchar más tu nombre en los labios
de quien te quiso, no sentir
el pálpito que estremece las médulas,
no andar en amistad alguna,
ni ver llover cuando el sol brilla
en lo alto de los cielos y los arcoiris
son de ascuas, tan antiguos como el mundo.
Solo esperar a que el tiempo se suceda
en los relojes de arena que hay tras las nubes,
esos que son como las parcas,
con una mirada especialmente torva
y desangelada, y que van dejando
caer los granos minúsculos que conforman
la vida como quien oye el aleteo
de las hojas verdes en las copas de los árboles,
cuando el viento suave del este
derrama su cálido aliento entre las ramas
doradas que encienden su calma
como las cuerdas de una guitarra
buscando la música. Edad de oro,
tal vez, un sueño de arándanos
o anémonas
madurando en el mar de una arboleda,
en la profundidad del hayedo,
Arcadia soñada, el lento
desgajarse de la luz cuando el día
está a punto de dormir
en brazos de los oteros, más allá de los castaños
que bendicen los campos y las fuentes,
y es el mapa por el que viaja
la nostalgia
de aquellos lugares perdidos y yermos
a los que desearías volver.
Cómo recordar en un momento
todo aquello que fuiste, el incendio
que son las horas en las que se quema
la memoria como un papel
arrugado, la hierba
seca que será pasto
de unas llamas de hielo en el mediodía
de la espera, ese pájaro
que sigue mirándote, desde la veleta
inmóvil que no encuentra vientos
para girar en su soledad,
en esa herrumbre que cobija su voz
quebrada, el espejo del ocaso
en el que no halla horizonte ni certeza.


Fernando Alda


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