11
Está la altura del sol buscando el fondo
de los vasos, un ramillete de clemátidas
abandonado sobre una silla
casi desvencijada, como el que deja
la bufanda del miedo a la puerta de casa,
en silencio, esperando acaso
que ya sea mañana y todo haya pasado,
mientras cierra el paraguas que abrió por si había lluvia.
En el mediodía arde un corazón
a punto de estallar, de ver
el resplandor que habita el verano,
esa luz tan grande que no nos cabe
en los bolsillos, y que vamos
tejiendo en el telar de Penélope
con la esperanza de no vernos
obligados a deshacerla nunca.
Y ahí vamos, perdidos entre la bruma
que desprenden esos chopos solitarios
que se ven en la distancia de estos campos sin hogar,
Castilla enamorada que tal vez canta
o sueña, ríe siempre y llora en lo más oculto,
mientras el milano
escribe en el aire, cerca de las nubes,
que son promesa, unos versos
que saben a amapolas y al alma
de los caminos,
a la agonía de los carros que se ofrecen
muertos en las cunetas de la mañana,
cómo no ver lo que ocurre,
por qué herida se desangra la tierra,
ya sin brazos ni voces,
sin la canción que en la siega
iría aventando esos rostros de bronce
quemado, sus labios que un día
entonarán el Ángelus, mientras
se adivinaba el lamento del arado
que esclavo era de la mano del hombre.
Ahora solo ruina, los muros
de la que es mi patria, abrazados
por la maleza, el beso del cardo y las cenizas,
habitaciones de polvo y nada,
la congoja de la alondra,
la vela que se apaga en un candil
sin dueño
cuando anochece y hace tanto frío.
Fernando Alda
No hay comentarios:
Publicar un comentario