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miércoles, 20 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 48

 

XLVIII


Han vuelto los carboneros

al jardín, para acompañar
la soledad de la que se viste el poeta,
y es mediodía, y el sol
alumbra un silencio entre azul
y plata, bajo el verdor que perdura
en la sombra, junto al agua
y al mejor rosal de tu casa.


Fernando Alda




lunes, 18 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 47


 XLVII


La noche se cierra en estrellas

bordadas en el silencio de Castilla,
puede que Aravieja, que retorna
entre una bruma de pájaros,
y en el fuego del hogar se escribe
una canción muy triste
sobre una vida devastada.
Con la muerte no se acaba todo,
las cenizas florecen,
bajo el aliento de la helada
late fuerte el corazón,
que sigue llamando,
y en la soledad alumbra
un rescoldo que se aviva en medio
de estos encinares de piedra y musgo.
Lejos están ahora los deseos,
los sueños blandos,
es tiempo de resistir
en el círculo resplandeciente de la luna
de enero y el aullido
desolado del lobo herido y viejo.


Fernando Alda

lunes, 11 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 46

 


XLVI



Vuelve ese silencio no usado

nunca, el que da perfil a la rosa
que acaba de abrirse y ofrece
su aroma primero en la mañana,
esa esbelta espadaña desde la que suena
ahora una campanita
cuya voz se pierde en el pinar,
entre lo que has soñado y está por venir.
Así se alza lo que estás viendo
y será memoria, cuando en la noche,
junto al ábrego fuego que te moja,
en soledad,
pronuncies los nombres
de lo que fue quedando en el equipaje
del día, en la maleta vieja de cartón
en la que quedaron guardados
los esplendores de aquello que ardió
en su belleza mientras se deshojaban
las horas, acaso lágrimas o perlas,
en un reloj oscuro de viento.


Fernando Alda

viernes, 8 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 45


 XLV



El mirlo, otra vez,

en su visita inesperada,
con la bendición de los días,
su círculo apacible,
la luz y el tiempo derramándose
en silencio, nada que turbe
esta sensación de flotar en el día,
y es un jardín lo que te rodea,
un instante que no volverás
a vivir, tú vivo, y el mundo quieto,
en la paz que solo Dios sabe
dar, una plenitud de alondras
que alzan el vuelo desde el manzano
en el que se pone el sol
y la tarde se apaga.


Fernando Alda


martes, 5 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 44

 


XLIV



Junto a las colinas el manantial 

del agua de sombra, tras los cortinajes
de la niebla, en ese retablo
en el que se representa la vida,
la comprobación de que aún laten
las entrañas más allá de la simple 
existencia. Ofreces todo lo ardido
dentro de los hornos del corazón,
las flores deshojadas,
las astillas de la sangre,
las miradas
con las que acariciaste cuanta belleza
se alzó ante tu rostro, los colores
de un arcoiris de tiza pintado
en la pared del asombro: enigmas
que has ido dejando sin resolver
en las orillas del mar, en la arena
que las olas besan y la sal lustra,
y que es un abrazo de mariposas
o luciérnagas en las caléndulas
recién brotadas
que van despidiendo
la tarde como quien dice adiós
por primera vez, sin cansancio,
pensando en el regreso.

Fernando Alda



lunes, 4 de julio de 2022

Las alas de Ícaro, 43

 


XLIII


Tan de azul, sus ojos,

como el cielo,
que siempre esperan
la redención del barro,
el origen, la luna nueva
que inicia su viaje
en la arboleda de las estrellas.


Fernando Alda

jueves, 30 de junio de 2022

Diario de desasosiegos, 2 / Nieblas y dédalos


      Piensa el poeta que este Diario ha comenzado entre nieblas y dédalos, como le suele ocurrir a él en la vida, en la que todo viene entrelazado y confuso y es necesario ejercer algún tipo de discernimiento para alcanzar la luz al final de los túneles, y para que el Minotauro de la locura no nos pille desprevenidos.


     Al fin y al cabo, eso es escribir, escapar de la muerte y de la vesania, casi a diario, pero no de la muerte física, de la cual transcenderemos aquellos que conservamos la fe en el Reino de los Cielos, sino de esa otra que son la acidia y la rutina, esa pereza que afecta al alma y que te ha calado hasta los huesos y de la que no sabes cómo despegarte, y que te lleva, cree él, a oscuros laberintos de abandono.

      Por eso escribe el poeta, y así lo estima, en lo que vale, como peso en oro de Ofir, ese tesoro que ha encontrado en un campo que parecía yermo, pero que esconde aquello que es más hermoso y resplandeciente, acaso la paz del alma, la seguridad que da el saber de quién se ha fiado, y quién le espera al otro lado del puente que es la muerte.

      El poeta escribe esto hoy en el jardín de casa, cerca del madroño y de los lilos, jardín al que, como en otras ocasiones, se acercan amigos, de los que así merecen llamarse, algunos de muchos años ya, y a los que espera junto a Horacio, que aquí sigue, entre el jardín y la biblioteca, como quería Cicerón, pues el primero no se marcha, avecindado, fidelísimo, pero también San Juan de la Cruz, que trae sus noches oscuras en el soñar de las horas, y las fuentes y manantiales que él bien conoce, y Santa Teresa, la de Ávila, con su castillo interior de diamante o de cristal, y los dos Pedros, el Bautista y el de Alcántara, tan cercanos, en esta tierra de santos y de cantos, y el poeta ora con ellos, en la plenitud de los que son los últimos días de junio, que aún demuestran con creces su largueza, y que le parecen, junto al otoño y sus esplendores, las jornadas más hermosas del año, aquellas en las que el alma se enciende, en sus carbones más antiguos, y aviva los alientos, el respirar mismo, que es como decir que  mantiene al rojo vivo la esperanza.

     Y en esas está el poeta, buscando siempre, en su cosero, que decía José Jiménez Lozano, como cuando él viajaba, en su infancia, hasta Ávila, que le parecía Constantinopla, aunque al poeta, acaso, le recuerda a Nínive, en todo caso por sus murallas, y por la inmensidad de los cielos abiertos, que se ofrecen como una misteriosa victoria sobre el tiempo y el mundo, y sus devastaciones, y en estas quimeras se debate la ausencia, mientras un alcaraván sueña, en la llanura inmensa, en medio de la luz que nos bendice a todos, como una promesa.

     "Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando", tal escribió Juan Ramón Jiménez, y en el jardín cantarán los pájaros, el mirlo, los carboneros, algún verderillo, puede que un colirrojo tizón, el jilguero, hasta los humildes gorriones, que le miran, sin asustarse, como si el poeta fuese uno de ellos, pero, de momento, éste no se irá, pues está sereno, ebrio de mediodía, iniciada la tarde, bajo unas nubes levísimas, apenas unas gasas deshilachadas, bajo el azul inmaculado de estos cielos tan altos que son los de Ávila, como un regalo o un don del Altísimo.

       Y con los pájaros el poeta evoca otros años, otros estíos, algunos de la infancia, cuando todo era, o parecía, más puro, como perlas, como la nieve nueva que todos los eneros regresa para vestir de alburas el paisaje y los perfiles de lo real, que parecen otros, tal recién estrenados, acaso también de aquello que se asoma entre las sombras, y no sabemos si es en verdad o es una entelequia, un fantasma, tal  vez un aparecido de esos que vagan errantes por nuestros sueños y confunden las certezas.

      Las veletas, erguidas sobre las torres, reposan hoy sus desvelos, pues el viento no ha regresado por donde solía. Todo está en calma, sin sobresaltos. Hasta el reloj parece no respirar, como anestesiado o yerto, y será la noche, luego, más tarde, un himno de silencios y de estrellas, que al poeta le parecerá el preludio de la eternidad.


Fernando Alda