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martes, 7 de abril de 2020

Jardín nuevo


Lirios morados, caléndulas

mojadas, gladiolos, un jardín
nuevo y abierto en el que crece la hiedra
extendiendo su esperanza
y su ensalmo.
Escribes versos asombrosos,
fascinantes en su esencia,
versos que hablan de otros versos
escritos por poetas que dejaron de escribir.
Son poemas que no habrán de ser leídos,
ni declamados, poemas que no se imprimirán,
poemas que quedarán ocultos
entre la memoria del verdor
que te rodea mientras la tarde
se inflama en trinos, oropéndolas
y mirlos, un surtidor enamorado
que aguarda el nacimiento de las estrellas
que habrán de llegar cabalgando a lomos
de la noche.
Musgo húmedo, íntima
luminaria, venir siendo lo que eres
o crees ser, voz en el imaginado
paraíso terrenal que adoran
tus sentidos, prímulas, jilgueros,
violetas que llenan los ojos de frescor
y de alegría, del salvífico
rumor del aire que devuelve un eco
procedente de los ingrávidos planetas
en los que habita la inocencia.

Fernando Alda Sánchez



lunes, 6 de abril de 2020

Crónicas del confinamiento


         Al igual que vemos llover de distinta manera, en estos días de confinamiento domiciliario cada uno escribirá su propia crónica de lo que acontece, su diario de abordo, su cuaderno de bitácora, tal vez para ir librándonos de la trampa del cazador, del sueño que nos conduce al Leteo, de la acidia (o acedia, que de ambas maneras es válido el término), de la profunda tristeza que nos produce el sabernos tan vulnerables, tan pequeños, tan sin nada, como títeres de un guiñol al que hemos sido llevados por la fuerza, tal vez el retablillo de Maese Pedro, en el Don Quijote, al que Manuel de Falla puso música, un retablo del mundo que parece está naufragando y en el que hemos de resistir a toda costa, pues nos va la vida en ello.

       Tal el cautiverio de Babilonia, cuando entre el 578  y el 537 a.C. el pueblo de Israel fue deportado a esa ciudad por el rey Nabucodonosor II, quien destruyera el Templo de Jerusalén, cautiverio que no se levantó hasta la intervención del también rey Ciro, y que tantas penas produjo en las almas de los que lo padecieron, como se refleja en la Biblia, según  nos narran los profetas Jeremías y Ezequiel. Nos arde en ello la memoria.

        Y es que parecemos también deportados, como fuera del tiempo, acaso de la Historia, pues aún creemos que no es posible lo que está ocurriendo, ni somos capaces de saber con certeza las consecuencias que todo ello tendrá a medio y largo plazo, pues a corto sí las conocemos: muerte, enfermedad, desempleo, soledades terribles, angustia, una ansiedad que parece cabalgar desbocada en nuestros pechos, como acelerando más la prisa que hemos ido tejiendo en los adentros, que parecía nos habría de faltar una hora para morirnos."¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?",  dijo Cristo, que nos mira desde los oteros, y nos recuerda Mateo en su Evangelio, pues Él ya sabía de nuestros desasosiegos, de que somos como abejas laboriosas en nuestra pretensión de ganarle la partida a la muerte, ahora más que nunca, empeñados como estamos en creernos inmortales sobre la faz de la tierra. Pobres de nosotros, "torpes y necios", como los discípulos de Emaús, que no hemos entendido que la Vida Eterna solo se alcanza cuando estemos en brazos del Padre.

       Vemos el mundo desde la ventana, intuimos la vida, en otros balcones, a distancia, como ajena a nosotros, así que cuando te llama alguien por teléfono, o incluso puedes verle en la pantalla del móvil, es una alegría inmensa, pues sabes que el mundo sigue girando y que hay alguien que se acuerda  de ti, y que te pregunta cómo estás, en medio del marasmo al que estamos sujetos ahogados por la zozobra.

       Siento en estos días una pena enorme por aquellos que han fallecido solos, por sus familiares y amigos que no han podido hacer un funeral ni sobrellevar el duelo como es costumbre, por aquellos que están internados luchando contra la enfermedad, y más cuando compruebas que entre las bajas hay personas que conoces, con las que has compartido momentos de vida, y que han caído en este combate, o que están afectadas por el mismo, o que han perdido a un ser querido, y tratas de ponerte en su lugar, de calzarte sus zapatos, de llorar su llanto, aunque resulte difícil, tan lejos como estamos aunque en algunos casos estemos tan cerca, con tantos muros como se han alzado entre nosotros, el peor de todos el de la impotencia que uno siente ante esta situación. No obstante, nunca tantos deberemos tanto a tan pocos, que dijera Winston Churchill, pues hay quienes están arriesgando su vida para que nosotros conservemos la nuestra, y todos sabemos bien quienes la están aventurando en estos momentos.

     Las ausencias parecen vestirse de gris en este día tan incierto en el que el sol no acaba de salir del todo, velado entre las nubes, como no queriendo iluminar nuestra desgracia, para que no la veamos completa, como si necesitásemos ir asimilándola poco a poco, tratando de asumirla despacio, con la ayuda del silencio que reina en el corazón.

     En el jardín de casa ya han florecido los lilos y el manzano (los rosales aún tardarán), también muy tímidamente, como para no molestar. En el seto de leylandis ha anidado una pareja de palomas, que no se arrullan, como si comprendieran el dolor de sus vecinos, la soledad a la que estamos sometidos en esta hora incierta en la que la humanidad parece jugarse el todo por el todo. La primavera se asoma, desde luego, a las ventanas del tiempo, para decirnos que ha venido, que está llegando, que la esperanza es posible en medio del naufragio, que habrá más flores y más aves volando nuestras nostalgias, que seguiremos viviendo y que algún día el verano será posible, junto al canto y la voz, junto a la palabra y los cielos, pues no hemos dejado nunca de creer.

Fernando Alda Sánchez




30.000 visitas, muchas gracias

     

      En el día de ayer, Domingo de Ramos, este humilde blog literario ha superado las 30.000 visitas desde que lo abrí hace algo menos de un año. Es una satisfacción muy grande haber llegado hasta aquí y continuar, por supuesto, adentrándome, junto a los lectores que lo habéis hecho posible, en los vericuetos de la literatura, en el alma de la escritura y en los ojos de la lectura, como una pasión que me embarga hasta los tuétanos. ¡MUCHAS GRACIAS!

sábado, 4 de abril de 2020

Carthago delenda est



          Es el paisaje hoy consuelo, una luz altísima, como una claraboya entre las nubes, tal vez faro que en la anochecida aporta seguridad, como el agua y sus espejismos, el derrumbarse de constelaciones antiguas, la Cabellera de Berenice, en este Jardín de las Hespérides en el que nos hallamos cautivos, sedientos de libertad.

           Veo arder Carthago desde la destrucción que llevara a cabo Publio Cornelio Escipión Emiliano, en el 146 a.C., y acaso asistimos, en este confinamiento, a la ruina del mundo, Carthago delenda est, tal nuestro deseo, impelidos por la vorágine de la prisa a allanar todo cuando hemos sido, igualándolo en las fosas comunes de la Historia. Todo ha de ser destruido, como la ciudad allende el Mare Nostrum que puso de rodillas, casi hasta el final, a la incipiente Roma. Destruido, acaso, para renacer, para volver a ser, para surgir, para encumbrarse, para respirar.

          Bosques inciertos se abren en la mirada, espesuras de sombra, como el ciprés de Silos de Gerardo Diego, surtidores de voluntad y anhelo en esta ciudad celestre que ahora imaginas como el de Hipona, los bárbaros apostados en sus murallas, minando las certidumbres, horadando con sus quelíceros violentos las últimas fortificaciones de lo real.

         Carthago fue removida en sus cimientos, borrada de los mapas, sus campos cubiertos de sal, como si de una dammatio memoriae se tratase, es decir, la condena de la memoria, la desaparición de todo rastro nuestro en el Leteo que va a la Estigia del tiempo, esa gran ciénaga que se traga todo, en la que todo muere. Pero tras su demolición, la ciudad volvió a nacer, fue reconstruida por aquellos descendientes de las legiones que la arrasaron. ¿Nos ocurrirá a nosotros lo mismo? ¿Nos levantaremos de entre los escombros del derribo al que asistimos, asombrados aún, como sin creérnoslo del todo, noqueados por un golpe tan fuerte que nos ha dejado fuera de juego? Y aún pensaremos por qué ocurre ésto, sin haber entendido que lo que hemos de buscar es el para qué ocurre ésto, la clave del arco, pues la piedra que fue desechada por los arquitectos es hoy la piedra angular, como nos recuerda el Evangelio. Y miro entonces a Cristo, que camina a mi lado y me sonríe, pese a que está a punto de comenzar su Semana de Pasión, de sacrificio. Cada uno busque su respuesta, siga el trazado por el que le lleve el camino. Yo se de quién me he fiado.

     La memoria perdura a través de nosotros, del propio fluir del tiempo, buscando salidas insospechadas, como fue la Carthago rediviva, aunque romana, o la Qart Hadasht, la ciudad nueva de los fenicios en España, la que fuera luego la Carthago Nova romana, nuestra Cartagena, o esta Ávila mía que ha conservado sus murallas y su esencia a través de los siglos, renaciendo también entre los escoriales de la historia, ceniza enamorada, como quisiera Quevedo, un sueño humano sostenido por un volar de arcángeles.

     No se lo que será de nosotros, si cambiará todo o si no habremos aprendido nada. Solo el paso de los días será capaz de ir poniendo a cada uno en su sitio, de ir tornando las lanzas a las que nos enfrentamos en arados, las espadas en podaderas, y de ir abriendo caminos de esperanza en medio de la zozobra que nos viste desde la cabeza hasta los pies.

     ¿Seremos de nuevo, abriremos foros y termas, bibliotecas y teatros, o seremos el "alzado de la ruina", el que  magistralmente escribiera Aníbal Núñez? ¿Seremos Jerusalén o Nínive, allí, en la orilla oriental del Tigris, a la que fuera Jonás, la que tardaba tres días en ser recorrida? El pantano de la Historia se ha tragado muchas ciudades, civilizaciones enteras, tanto sueño y tanta creencia. Ahora el mundo es global, y parece que nada podrá borrarlo, pero en estos días nos surge la duda, nos ahoga el pánico, nos entristece como nunca el halo terrible de la muerte cuando pasa entre nosotros y nos estremece. Recordemos, no seamos la Atlántida, ni Tartessos, que nuestra soberbia no nos impida sacar conclusiones para encontrar el camino cierto, aunque  lleno de dificultades, para alcanzar la seguridad que merecemos. Otros, antes que nosotros, ya lo hicieron, podemos aprender, pese a que el reto ahora sea colosal.

     Miro en la distancia los restos de la que fuera la Carthago romana, las columnas que apenas sostienen el vacío y la nada, el reino del escorpión y de la arena, el gobierno de la desmemoria, los campos y el salitre, los cielos en llamas, la sangre ardiendo, la devastación, la celebración de lo vencido y muerto, el apocalipsis de todo cuanto fue y no ha resistido el mordisco atroz de los siglos, la desolación y el olvido. Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre, memento mori, parecen decirnos bajo los arcos del triunfo, como les decían a los generales o emperadores victoriosos de la ciudad del Tíber, y Hamlet, frente a la calavera de Yorick, nos sigue interrogando, en el texto de Shakespeare, sobre la juventud, sobre lo que fuimos, sobre la risa y las bromas, sobre nuestro tímido cantar bajo las estrellas, y sabemos que "ahora, falto ya de músculos, ni puedes reírte de tu propia deformidad", como le ocurriera al bufón, pues nosotros parece que tampoco podemos hacerlo, no podemos reírnos de la deformidad que hemos ido creando y ahora nos devora. Yorick, tal vez también la Mari Bárbola que pintara Velázquez, se entristece.

     En estas penumbras discurre mi paseo interior, el vano afán por encontrar la salida en el laberinto perseguido por el minotauro de la melancolía, añorando siempre otros paraísos perdidos, como el de Milton, o los reinos imposibles, acaso Micomicón, de los que hablara Cervantes en su Don Quijote, presto siempre, como es mi caso, a aventurar la vida por el bien más preciado que los cielos dieron a los hombres, que no es otro que la libertad.

Fernando Alda Sánchez


viernes, 3 de abril de 2020

Cadena perpetua




A Manuel


Solo el cielo azul

en el que imaginar la vida,
como un espejo, azogue
intenso. Aves te traen,
aminorada,
memoria del exterior,
hasta este ventano de tu celda,
donde morir es la existencia,
y la libertad, utopía.
Y sin embargo,
no es como estar ciego,
alumbran las nubes
el resplandor de la luz,
la noche y el día,
las estaciones sucesivas,
y una estrella fugaz
es viaje suficiente
a islas y paraísos
perdidos, cuando lo oscuro
reina y prisionero de la noche
te abandonas al sueño.
Es consuelo la lluvia,
amparo la nostalgia,
y hasta la nieve
adorna la visión
cuando no es posible
más que el aire,
vientos y aromas
que dan nombres al mundo,
dimensiones precisas
a lo que únicamente puede ser soñado.
Es posible vivir
imaginando, el universo
ocupa tus manos
como el océano sus orillas,
arde la voluntad
como una llama,
y te sostiene.

Fernando Alda Sánchez

jueves, 2 de abril de 2020

Caminas








Desvencijada la noche,

sus muros apenas erguidos,
escombros de temor y deseo,
caminas.
Desnuda está la voz
que a nadie saluda,
que a los luceros convoca
y extraña con firmeza
inusitada, y es instante,
flor noctívaga,
una atracción de espinas
que hieren, de barcos
amarrados en muelles
de locura, de amores
nunca amados: es fiebre
por lo que tus sienes
galopa en corceles de hastío,
y muerde hasta el fémur
o desgarra velos, y lleva
tu signo, tu nombre,
y es desmemoria y lamento.
No habrá más noches ya
que apaguen los días,
ese lento desvivir que no es morir
en el presente,
colmada la espera
con un bagaje incierto:
un manto púrpura
vestirá tus desvelos,
el ansia de volar más y más alto,
mientras la noche va siendo demolida
en el derribo, en el acoso,
en este sin igual destierro.

Fernando Alda Sánchez

miércoles, 1 de abril de 2020

En las solanas


          Ahora que estamos confinados en nuestras casas me vienen a la memoria todas las solanas que hay en nuestros pueblos, en las ciudades pequeñas también, ya sean rinconcitos en los que salir a charlar o a coser, o paseos o, incluso, estancias de una vivienda, como lugares casi mágicos en los que la vida crece, durante el invierno, con sus rigores, pero también en los otoños y en las primaveras, cuando éstas no acaban de despuntar, lugares en los que es posible abrigar la vida e ir sosteniéndola como si la tuviésemos en una incubadora, protegiéndola de la intemperie, como ese fueguecillo que hemos conseguido prender con mucho esfuerzo en la yesca y que el viento desatado o la lluvia amenazan con apagarnos.

           El diccionario de la Real Academia define solana como sitio o lugar donde el sol da de lleno y, en segunda acepción, como corredor o pieza destinada en la casa para tomar el sol, pero las solanas son mucho más que eso, pues son lugares en los que, como decía, crece la vida, se sostiene, en esas charletas que son posibles al abrigo del frío, sintiendo el calorcillo que nos brinda el sol, charletas en las que vamos intercambiando pareceres y asertos, opiniones, incluso chascarrillos, cómo no, y en las que se cuece, a fuego lento, como en los pucheros que se dejaban antes en las lumbres bajas de las moradas de los hombres, que también conocían de sus cuitas y desasosiegos, toda la mañana para que la alquimia de la cocina nos dejase un guiso sabroso y reconstituyente, el dibujo de la ruina que somos, de la ruina de la que estamos hechos.

          Cuando la tecnología no había sustituido las relaciones personales por el virtual discurrir de la existencia era posible aún buscar estos rincones, pasado el mediodía, de forma especial en la invernada, para compartir el pan cotidiano de la vida, los pequeños sucesos, las anécdotas, pero también las penas y los duelos, así como la risa o la alegría que nos produce la satisfacción de una buena noticia. En el fondo es lo de siempre, el estar acompañados en todo momento, para salvar las soledades que nos imponen el tiempo y el dolor, para salvar las ausencias, las melancolías a las que nos entrega el devenir, el ir muriendo de los días y las noches, éstas tan eternas, a veces, como un luto riguroso que no hay forma de aliviar. Quizá era, o sigue siendo, pues todavía las buscamos, las solanas, digo, como esperar ese "alivio de luto", o "alivioluto" que es una palabra que no existe en el diccionario pero que utilizamos para abreviar, en el que el negro atroz que se vestía por la pérdida de un ser querido iba tornándose gris en sus distintos tonos, como para hacer saber que la pena ya era menos y que se volvía a respirar.

          Y es que lo que nos resulta necesario es hablar, compartir ilusiones y desastres, y no hay un lugar mejor que bajo la mirada del sol, aunque en los veranos busquemos la sombra, como hace el perro ya en el mes de febrero, para no caer abrasados por las draconianas sentencias que el astro rey nos prodiga en el estío. Por eso se han construido tantos paseos, como el del Rastro, que sigue el cordel de la Muralla de Ávila, mirando al sur, y que tan agradable resulta en estos días cuando la temperatura lo permite, para caminar un rato e ir hilvanando entretelas de conversación y de amistad.

       Los paseos suelen ser lugares muy especiales, con nombres que identifican su función. Son paseos como el de los Tristes, en Granada, que tantas evocaciones me trae en este momento, y cuyo nombre hace que me imagine almas y personas que van derramando su congoja, vertiendo lágrimas y nostalgias, rictus doloridos, como un cortejo de plañideras que entona las virtudes del difunto que está de cuerpo presente, como en esas capillas ardientes que se utilizaban antes, y aún ahora para cuando el personaje es muy ilustre, en las que se vertía el dolor a cántaros. Acaso el dolor está ardiendo también en nosotros.

       Lo cierto es que no podemos hacer mucho más para luchar frente a la borrasca de las tinieblas y de la soledad, salvo lo que digo, acompañarnos, compartir silencio y destrozos, abrazarnos, apretarnos las manos, decir lo siento, y seguir andando, siempre buscando las solanas que podemos hallar en los caminos y en la vida, como oasis, como abrevaderos para el alma, como descansaderos en las cañadas oscuras de las que nos habla el salmo y en las que el Señor nos acompaña.

       Espero que pronto podamos regresar a la solana, buscando compañía, pues en estas jornadas en las que la muerte está arrebatada, como enloquecida, como buscando venganza contra nosotros, no es posible estar con aquellos que sufren, no es posible acompañar, no podemos darnos un abrazo y mirarnos a los ojos cuando el otro, o nosotros mismos, hemos perdido a alguien, pues ni siquiera se puede acudir, prácticamente, a los cementerios a eso tan necesario como es decir adiós al que se ha ido para siempre, decirle que sigue vivo en nosotros, en los rescoldos o las ascuas de nuestra memoria, y no podemos compartir el dolor o la ansiedad que esta desgracia nos produce, dejándonos en la desolación más absoluta. No hay soledad más grande que la de morir solo, que la de ser enterrado solo.

     No perdamos esas solanas que hemos conocido y que aún resisten, en medio de esta España deshabitada que hemos ido construyendo por comodidad o por desidia, pues siguen siendo lugares en los que es posible habitar, encontrarse, más allá de las redes sociales, de forma más intensa y humana, mirándonos a los ojos, conversando, sintiendo el cálido aliento del otro, su respirar, el fulgor de sus ojos o el temblor de sus manos, cuando se despabila el corazón, pues siempre serán más interesantes y atractivos que el frío reflejo del plasma de una pantalla, tan sola y abandonada, tan sin nada, como muerta.

Fernando Alda Sánchez