Ahora que estamos confinados en nuestras casas me vienen a la memoria todas las solanas que hay en nuestros pueblos, en las ciudades pequeñas también, ya sean rinconcitos en los que salir a charlar o a coser, o paseos o, incluso, estancias de una vivienda, como lugares casi mágicos en los que la vida crece, durante el invierno, con sus rigores, pero también en los otoños y en las primaveras, cuando éstas no acaban de despuntar, lugares en los que es posible abrigar la vida e ir sosteniéndola como si la tuviésemos en una incubadora, protegiéndola de la intemperie, como ese fueguecillo que hemos conseguido prender con mucho esfuerzo en la yesca y que el viento desatado o la lluvia amenazan con apagarnos.
El diccionario de la Real Academia define solana como sitio o lugar donde el sol da de lleno y, en segunda acepción, como corredor o pieza destinada en la casa para tomar el sol, pero las solanas son mucho más que eso, pues son lugares en los que, como decía, crece la vida, se sostiene, en esas charletas que son posibles al abrigo del frío, sintiendo el calorcillo que nos brinda el sol, charletas en las que vamos intercambiando pareceres y asertos, opiniones, incluso chascarrillos, cómo no, y en las que se cuece, a fuego lento, como en los pucheros que se dejaban antes en las lumbres bajas de las moradas de los hombres, que también conocían de sus cuitas y desasosiegos, toda la mañana para que la alquimia de la cocina nos dejase un guiso sabroso y reconstituyente, el dibujo de la ruina que somos, de la ruina de la que estamos hechos.
Cuando la tecnología no había sustituido las relaciones personales por el virtual discurrir de la existencia era posible aún buscar estos rincones, pasado el mediodía, de forma especial en la invernada, para compartir el pan cotidiano de la vida, los pequeños sucesos, las anécdotas, pero también las penas y los duelos, así como la risa o la alegría que nos produce la satisfacción de una buena noticia. En el fondo es lo de siempre, el estar acompañados en todo momento, para salvar las soledades que nos imponen el tiempo y el dolor, para salvar las ausencias, las melancolías a las que nos entrega el devenir, el ir muriendo de los días y las noches, éstas tan eternas, a veces, como un luto riguroso que no hay forma de aliviar. Quizá era, o sigue siendo, pues todavía las buscamos, las solanas, digo, como esperar ese "alivio de luto", o "alivioluto" que es una palabra que no existe en el diccionario pero que utilizamos para abreviar, en el que el negro atroz que se vestía por la pérdida de un ser querido iba tornándose gris en sus distintos tonos, como para hacer saber que la pena ya era menos y que se volvía a respirar.
Y es que lo que nos resulta necesario es hablar, compartir ilusiones y desastres, y no hay un lugar mejor que bajo la mirada del sol, aunque en los veranos busquemos la sombra, como hace el perro ya en el mes de febrero, para no caer abrasados por las draconianas sentencias que el astro rey nos prodiga en el estío. Por eso se han construido tantos paseos, como el del Rastro, que sigue el cordel de la Muralla de Ávila, mirando al sur, y que tan agradable resulta en estos días cuando la temperatura lo permite, para caminar un rato e ir hilvanando entretelas de conversación y de amistad.
Los paseos suelen ser lugares muy especiales, con nombres que identifican su función. Son paseos como el de los Tristes, en Granada, que tantas evocaciones me trae en este momento, y cuyo nombre hace que me imagine almas y personas que van derramando su congoja, vertiendo lágrimas y nostalgias, rictus doloridos, como un cortejo de plañideras que entona las virtudes del difunto que está de cuerpo presente, como en esas capillas ardientes que se utilizaban antes, y aún ahora para cuando el personaje es muy ilustre, en las que se vertía el dolor a cántaros. Acaso el dolor está ardiendo también en nosotros.
Lo cierto es que no podemos hacer mucho más para luchar frente a la borrasca de las tinieblas y de la soledad, salvo lo que digo, acompañarnos, compartir silencio y destrozos, abrazarnos, apretarnos las manos, decir lo siento, y seguir andando, siempre buscando las solanas que podemos hallar en los caminos y en la vida, como oasis, como abrevaderos para el alma, como descansaderos en las cañadas oscuras de las que nos habla el salmo y en las que el Señor nos acompaña.
Espero que pronto podamos regresar a la solana, buscando compañía, pues en estas jornadas en las que la muerte está arrebatada, como enloquecida, como buscando venganza contra nosotros, no es posible estar con aquellos que sufren, no es posible acompañar, no podemos darnos un abrazo y mirarnos a los ojos cuando el otro, o nosotros mismos, hemos perdido a alguien, pues ni siquiera se puede acudir, prácticamente, a los cementerios a eso tan necesario como es decir adiós al que se ha ido para siempre, decirle que sigue vivo en nosotros, en los rescoldos o las ascuas de nuestra memoria, y no podemos compartir el dolor o la ansiedad que esta desgracia nos produce, dejándonos en la desolación más absoluta. No hay soledad más grande que la de morir solo, que la de ser enterrado solo.
No perdamos esas solanas que hemos conocido y que aún resisten, en medio de esta España deshabitada que hemos ido construyendo por comodidad o por desidia, pues siguen siendo lugares en los que es posible habitar, encontrarse, más allá de las redes sociales, de forma más intensa y humana, mirándonos a los ojos, conversando, sintiendo el cálido aliento del otro, su respirar, el fulgor de sus ojos o el temblor de sus manos, cuando se despabila el corazón, pues siempre serán más interesantes y atractivos que el frío reflejo del plasma de una pantalla, tan sola y abandonada, tan sin nada, como muerta.
Fernando Alda Sánchez
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