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lunes, 6 de abril de 2020

Crónicas del confinamiento


         Al igual que vemos llover de distinta manera, en estos días de confinamiento domiciliario cada uno escribirá su propia crónica de lo que acontece, su diario de abordo, su cuaderno de bitácora, tal vez para ir librándonos de la trampa del cazador, del sueño que nos conduce al Leteo, de la acidia (o acedia, que de ambas maneras es válido el término), de la profunda tristeza que nos produce el sabernos tan vulnerables, tan pequeños, tan sin nada, como títeres de un guiñol al que hemos sido llevados por la fuerza, tal vez el retablillo de Maese Pedro, en el Don Quijote, al que Manuel de Falla puso música, un retablo del mundo que parece está naufragando y en el que hemos de resistir a toda costa, pues nos va la vida en ello.

       Tal el cautiverio de Babilonia, cuando entre el 578  y el 537 a.C. el pueblo de Israel fue deportado a esa ciudad por el rey Nabucodonosor II, quien destruyera el Templo de Jerusalén, cautiverio que no se levantó hasta la intervención del también rey Ciro, y que tantas penas produjo en las almas de los que lo padecieron, como se refleja en la Biblia, según  nos narran los profetas Jeremías y Ezequiel. Nos arde en ello la memoria.

        Y es que parecemos también deportados, como fuera del tiempo, acaso de la Historia, pues aún creemos que no es posible lo que está ocurriendo, ni somos capaces de saber con certeza las consecuencias que todo ello tendrá a medio y largo plazo, pues a corto sí las conocemos: muerte, enfermedad, desempleo, soledades terribles, angustia, una ansiedad que parece cabalgar desbocada en nuestros pechos, como acelerando más la prisa que hemos ido tejiendo en los adentros, que parecía nos habría de faltar una hora para morirnos."¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?",  dijo Cristo, que nos mira desde los oteros, y nos recuerda Mateo en su Evangelio, pues Él ya sabía de nuestros desasosiegos, de que somos como abejas laboriosas en nuestra pretensión de ganarle la partida a la muerte, ahora más que nunca, empeñados como estamos en creernos inmortales sobre la faz de la tierra. Pobres de nosotros, "torpes y necios", como los discípulos de Emaús, que no hemos entendido que la Vida Eterna solo se alcanza cuando estemos en brazos del Padre.

       Vemos el mundo desde la ventana, intuimos la vida, en otros balcones, a distancia, como ajena a nosotros, así que cuando te llama alguien por teléfono, o incluso puedes verle en la pantalla del móvil, es una alegría inmensa, pues sabes que el mundo sigue girando y que hay alguien que se acuerda  de ti, y que te pregunta cómo estás, en medio del marasmo al que estamos sujetos ahogados por la zozobra.

       Siento en estos días una pena enorme por aquellos que han fallecido solos, por sus familiares y amigos que no han podido hacer un funeral ni sobrellevar el duelo como es costumbre, por aquellos que están internados luchando contra la enfermedad, y más cuando compruebas que entre las bajas hay personas que conoces, con las que has compartido momentos de vida, y que han caído en este combate, o que están afectadas por el mismo, o que han perdido a un ser querido, y tratas de ponerte en su lugar, de calzarte sus zapatos, de llorar su llanto, aunque resulte difícil, tan lejos como estamos aunque en algunos casos estemos tan cerca, con tantos muros como se han alzado entre nosotros, el peor de todos el de la impotencia que uno siente ante esta situación. No obstante, nunca tantos deberemos tanto a tan pocos, que dijera Winston Churchill, pues hay quienes están arriesgando su vida para que nosotros conservemos la nuestra, y todos sabemos bien quienes la están aventurando en estos momentos.

     Las ausencias parecen vestirse de gris en este día tan incierto en el que el sol no acaba de salir del todo, velado entre las nubes, como no queriendo iluminar nuestra desgracia, para que no la veamos completa, como si necesitásemos ir asimilándola poco a poco, tratando de asumirla despacio, con la ayuda del silencio que reina en el corazón.

     En el jardín de casa ya han florecido los lilos y el manzano (los rosales aún tardarán), también muy tímidamente, como para no molestar. En el seto de leylandis ha anidado una pareja de palomas, que no se arrullan, como si comprendieran el dolor de sus vecinos, la soledad a la que estamos sometidos en esta hora incierta en la que la humanidad parece jugarse el todo por el todo. La primavera se asoma, desde luego, a las ventanas del tiempo, para decirnos que ha venido, que está llegando, que la esperanza es posible en medio del naufragio, que habrá más flores y más aves volando nuestras nostalgias, que seguiremos viviendo y que algún día el verano será posible, junto al canto y la voz, junto a la palabra y los cielos, pues no hemos dejado nunca de creer.

Fernando Alda Sánchez




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