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sábado, 30 de mayo de 2020
Si la vida...
Sueñas con insectos, con personas
que no deberían estar,
con vidas que deberían haber sido.
En esta confusión resulta inútil
tratar de navegar, de establecer
rumbos, de planificar
singladuras. El tiempo
se desangra en vano, en un sacrificio
estéril, mientras contemplas
el horizonte que se hunde
entre espesa grisalla,
y los secretos desvelados
en los días presentes se transforman
en nuevos y más difíciles
arcanos futuros. El fin del mundo
se dilucida en un vaso de agua,
la esfinge no tiene a quien
preguntar sobre sus enigmas,
y los huracanes a penas son
una leve brisa vespertina.
Si la vida fuese así,
sucesiva y tranquila,
apenas el sobresalto de los crisantemos
al ser cortados, una palada
de tierra para ocultar vergüenzas,
si la vida fuese simplemente
un pasar la página,
un mirar a través del cristal
cómo el día avanza y se deshace
la luz, el abrir un sobre
que contiene una carta amable.
Si la vida fuese un aleteo de mariposas,
el color nunca pintado del amor,
un tramo de camino, la caricia
del sol al abrir los ojos
tras la siesta, si la vida fuese
vida, y no tormento,
y los insectos con los que sueñas
pudiesen ser reemplazados
por ninfas, por alondras,
por hierbabuena, si la vida
no se enamorase de la muerte,
si no vistiese su negra
túnica o reinase bajo su helada
corona, si la vida te concediese
los deseos, tener infinitos
deseos, y alumbrar un intenso
gozo, a perpetuidad, el júbilo
de un largo día, de una tarde
eterna de verano, el reloj
fugado, la sombra del olmo
abrazando la plenitud de ver,
de oír, de tocar,
si la vida se conjurase
para arder en ella y libarla
con sediento desenfreno,
si la vida...
Fernando Alda Sánchez
domingo, 3 de mayo de 2020
Cómo no amarte...
A Yolanda
Alba
del tiempo,
Dios
nos puso juntos en su sueño,
tus
labios, Yolanda,
junto
a los míos,
en
el filo del corazón.
Hoy
te siento en la mirada,
en
la ternura de la piel,
en
la emoción del abrazo.
Nuestra
primavera de amor
granó
sus frutos,
tres
hijos, tres rosas,
Manuel,
Elvira, Irene,
que
crecen entre las flores
que
cultivamos en el trasluz
que
arde en el alma.
Cristo
sostiene este polvo
enamorado
que somos,
el
común respirar
de
la voluntad y el deseo,
es
la transparencia del espíritu,
la
nación del agua,
los
besos indecibles
que
nos amparan en el tiempo
y
la memoria.
Cómo
no amarte si has encendido
las
almenaras de mi reino,
si
diste nombre a todo
cuanto
he sido,
si
en la noche dejas prendidas
estrellas
que son hogar
y
futuro, si has borrado en mi
todo
rastro de las ausencias
y
el desasosiego, si la voz
me
tiembla cuando
pronuncio
tu nombre
y
vistes de versos y altura
la
mirada que me habita.
El
viento me devuelve
siempre
la canción que en ti respira,
el
retorno de las aves,
el
descanso y la sombra.
Fernando Alda Sánchez
jueves, 30 de abril de 2020
La habitación de los secretos
La altura de las nubes es una escala adecuada para medir el espesor de la vida. Es una de esas referencias que guardamos en lo que podríamos llamar como la habitación de los secretos, esa que todos tenemos en los adentros y que nos permite ser. No es un lugar oscuro en el que se almacenan cuestiones o hechos inconfesables, pues eso pertenece al terreno de la conciencia, que es de Dios, sino que más bien es como un cuarto de trabajo, un pequeño taller al que nos retiramos a descansar, aunque resulte todo ello contradictorio, un espacio, una habitación, una estancia en la que hemos ido dejando algunos útiles que hemos empleado en nuestra vida, y que no queremos contar a nadie, pues únicamente a nosotros nos sirven.
Entiéndase por todo ello esa escala de la altura de las nubes que decía al inicio, o un paisaje en el que se muestra un lugar recóndito al que nos gusta escaparnos en momentos de agobio, los lápices a los que hemos sacado punta muchas veces de tanto dibujar con ellos o de subrayar párrafos que nos parecen importantes en un libro, además de un ábaco para contar los días que nos quedan para celebrar nuestro cumpleaños, o una forma de mirar para establecer la transparencia del aire que nos circunda, sin olvidarme, claro está, de un paraguas viejo que nos gusta nos proteja en los días de lluvia.
Cada cual tendrá en esta habitación sus particulares herramientas o cachivaches, achiperres para cualquier lance, que le acompañarán, con mayor o menor fortuna, en los momentos de necesidad, que suelen ser muchos al cabo del día, cuando la nostalgia y la tristeza van haciendo mella en el ánimo y parece que nos apagamos, como la propia luz cuando se abandona en brazos del sueño y de la noche. Bien sabemos de esas brújulas misteriosas que tenemos en esa habitación y que nos permiten enderezar el rumbo a esos lugares a los que queremos ir, muchas veces de la mano de la imaginación, en los que abandonamos nuestros cuidados y problemas. O una serie de monedas de plomo, custodiadas en una alcancía de hojalata, que son absolutamente inservibles para comprar nada, pero cuya misión es la de ahorrar para abonar el precio de los sueños, que en ocasiones nos parecen inalcanzables, pues creemos que están tasados, cuando en realidad no cuestan dinero, sino solo ilusiones y esfuerzo.
A esa habitación de los secretos me retiro en muchas ocasiones, pensando como hoy en las rosas del jardín, que no acaban de salir, de estallar en su belleza, pues les falta, en estas alturas de Ávila, un golpe de calor, como si fuese un golpe de horno, para que se prendan por dentro y abran sus corolas tan hermosas, en el silencio del día, como un homenaje a los que vamos a mirarlas, mudo homenaje de color y alegría. Rebusco entre los baúles, en el secreter que hay en un ángulo oscuro de la habitación, en los bargueños que he ido adquiriendo con el paso de los años, con el aventurarse de las canas sobre mis sienes, y que ahora contienen algunos de esos momentos tan especiales que fui viviendo, o rebusco entre las estanterías, en las latas viejas, en los frascos de botica que contienen no solo plantas medicinales, sino ladrillo molido, agua de la nieve de primavera, el canto de una cigarra, la sombra de un alcaraván, arena de la infancia, tierra mojada, olores intensos que despiertan fragancias que se encienden y son destellos de esperanza cuando tratas de retenerlas entre los dedos, de llevártelas a la cara para oler, para sentir su fuerza penetrante, el ensalmo que despide su sola presencia.
Y estaría así las horas y los días, como dentro de un encantamiento en la Cueva de Montesinos, oculto a la voraz mirada del tiempo, que mina cuanto de hermoso tiene la vida, para abandonarme en ese ensueño al que nos conduce el poder de la creación y del lenguaje, sabiendo que es un lugar que no existe en realidad, pero al que puedes ir siempre que lo desees, siempre que necesites encontrar el acomodo necesario para mitigar el dolor, la áspera caricia de la soledad. Y allí me encuentro con esos otros amigos imaginarios que desde que era un niño fui construyendo, con sus vidas entretejidas, hilvanadas por la inocencia, y que han crecido conmigo y me dejan su amistad y su consejo, especialmente en las noches cerradas que acongojan al alma.
Vendrá la tarde, la mañana habrá muerto, y esperaré el ocaso, orando con Vísperas, tal vez ya casi en Completas, con la oscuridad, mirando las estrellas, la profundidad de la emoción que me cobija, Cristo a mi lado, como en Emaús, partiendo el pan, memoria del Reino, y será luego el silencio, un dormir de arcángeles, centinelas del sueño. Tal vez mañana los rosales hayan florecido, el sol vista de oro antiguo sus rayos al despertar y será, sin duda, la celebración.
Fernando Alda Sánchez
lunes, 27 de abril de 2020
Las ascuas de la memoria
Dice Louise Elisabeth Glück que "miramos el mundo una sola vez, en la infancia./ El resto es memoria" y entonces comprendemos que es verdad, que quizá los años en los que verdaderamente hemos sido son los de la infancia, cuando todo es asombro y comenzamos a vivir, balbuceantes aún, despertando.
Y luego, puede, que todo sea recuerdo, las cenizas que van quedando en la memoria, que es un escorial que acumula restos de los incendios que es vivir, como si ya conociéramos de sobra lo que es el mundo y le dejásemos arder. Es también la memoria un "rescoldero", que es una palabra que no existe, pero que me acabo de inventar y me gusta, pues puede venir a ser un lugar para guardar rescoldos, como una lata vieja en la que se transportase el fuego, las ascuas del mismo, para llevárselas a otro lugar y prender una nueva hoguera. En ese "rescoldero", que puede ser también el tiempo, o los espacios que abre el tiempo en nosotros, como periodos que hemos vivido, en los que la existencia se acrisola, llevamos todos nuestros recuerdos, para seguir siendo y no olvidar nunca lo que fuimos, es decir, para seguir encendiendo fuegos a medida que el existir se nos presenta.
Solemos estar a la intemperie, con poco abrigo y solos, por lo general, pues somos olvidadizos y proclives a tropezar en piedras que ya deberíamos saber en qué lugar del camino se encuentran, y por eso es, a medida que avanzan los años y nos van coronando las sienes con las flores efímeras de la nostalgia, muy necesario disponer, como quien dice tener a mano, por si acaso, ese "rescoldero" del que hablo, en el que seguir guardando ascuas o rescoldos, recuerdos, frente a la desilusión de la lluvia, que es muy hermosa, pero que suele venir a apagarnos el pábilo, la llamita, la mecha que con tanto mimo guardamos en los adentros.
Siempre produce alegría abrir el "rescoldero", que bien puede ser, por aquello de que de otro material no sería ignífugo, un recipiente metálico, como estas latas antiguas en las que nos gusta guardar cosas, y son "coseros", que decía con tanto acierto José Jiménez Lozano, al hablar de las cajas en las que guardamos cosas en apariencia inservibles, pero que son retazos de nuestra vida, simples cosas que nos han dejado memoria o nos han ayudado a vivir. Y doy fe que son de gran utilidad. El "rescoldero", a diferencia del "cosero", lo llevas siempre encima, lo que resulta de gran alivio y utilidad en momentos en los que las melancolías, que son muchas y se presentan sin avisar, sin poner siquiera un telegrama, como esos parientes lejanos a los que llevas mucho tiempo sin ver, se vienen a vivir al alma, en la que suelen encontrar acomodo, por más lucha que puedas presentar a sus encantos, y van haciendo de las suyas, que no es otra cuestión que la de minar la esperanza, la entereza para afrontar lo amarga y triste que en ocasiones resulta la realidad, ese decorado de fondo sobre el que se va representando nuestra existencia, como en los retablillos de títeres y marionetas, que en ocasiones parece ser es lo que somos.
Alfred North Witehead, que era matemático y filósofo, dijo que "toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica", cuestión ésta que se parece mucho a lo que Louise Glück afirma sobre la infancia, en la que miramos el mundo por primera vez, siendo, tal vez, Platón, el primer mortal en hacerlo así, habiéndonos dejado al resto todo pensado ya, en el "rescoldero", como ya vivido, aunque aún podemos ir descubriendo matices en la duermevela en la que nos encontramos, sombras platónicas en la caverna en la que vivimos, estando anhelantes de salir a buscar la luz verdadera y primigenia, que, no obstante, para los cristianos es Cristo mismo.
No entraré yo ahora en disquisiciones acerca de si nuestra filosofía son notas a pie de página sobre lo que nos dejó pensado Platón, pero sí creo que la infancia puede ser esa edad de oro, si la existencia no nos asalta con sus violencias, en la que el mundo y la vida se nos presentan como experiencias más nuevas, repletas de energía, y trazan los caminos que luego ha de seguir la memoria, el sobresalto de saberse vivo, a salto de mata, desde luego, como en una batalla perpetua con molinos o gigantes, que hay veces no sabemos distinguirlos, de tan confusos como vienen, de tan entremezclados como se nos presentan, entre las flores o las espinas, tal las rosas que nos ofrece el día en su plenitud.
¡Y hay de aquel que no guarde alguno de estos rescoldos, agrios o dulces, pues tal vez se le habrá apagado la llama sagrada que llevamos dentro! En esos rescoldos, tan acres muchas veces, está la esencia que nos mantiene despiertos y, por tanto, vivos, buscando, esperando, pues no de otra materia estamos hechos sino de aquella que nos lleva a peregrinar por la faz de la tierra y sus misterios.
Fernando Alda Sánchez
sábado, 25 de abril de 2020
Corazones deshabitados
Los cipreses duermen en el cinabrio de la tarde
sobrevenida, un ángel guardián
que señalase, con un tirso
rojizo, el convulso latido
que en los patios frescos y aromados
crece en el recuerdo de la luna llena.
Se alimenta el eléboro en macetas
de niebla bajo una lluvia innombrable,
desleído el contorno de seres
fósiles, trilobites que viajan
a través de estepas
gélidas, corazones deshabitados que esperan
su demolición. El vino arde en las copas
en un brindis de ascuas
removidas, espesas cerezas
que tiznan el paladar encendido,
la adormidera sonámbula
que engarza sus raíces en tronos
amargos de malaquita, en corolas
y pistilos, estambres
frágiles
que se desmoronan junto a pétalos
celestes. Cinamomo y palosanto
embriagan la espesura de la alcoba
en la que yace la nostalgia de las Hespérides,
el candelabro en el que se derrama
la Cabellera de Berenice,
la Corona Boreal que señala el cementerio
de las estrellas. La tumba de Perseo
resplandece entre los crisantemos
mientras lees un epigrama,
recostado en la albura del tiempo,
reclinada la cabeza sobre el fuste
truncado de una columna de mármol.
Quién pudiera como tú arder
entre tanta belleza,
fenecer como Stendhal en la Santa Cruz
de Florencia,
en estas soledades
que al alma hechizan, sin más pesar
que el canto de una calandria que en la luz
última enhebrase filamentos
dorados, filigranas de plata,
el decadente morir de la púrpura
que anuncia tu maldición,
tu llegada.
Fernando Alda Sánchez
viernes, 24 de abril de 2020
En el scriptorium
. En la brumosidad de las tinieblas que embargan el curso de estos días de confinamiento, cuando en el alma se pudre una tristeza que enciende hogueras deshabitadas y en el aire flota, acre y turbio, un aire de desolación y abandono, el único consuelo parece estar en orar y leer, que se parece mucho al "ora et labora" de San Benito de Nursia, pues de algún modo nuestros domicilios se han convertido no se si en monasterios o en celdas conventuales, pero mucho tienen de ambas cosas. Y digo esto desde mi biblioteca, acaso el "scriptorium", con una sensación profunda de estar copiando quizá no el mundo, pero al menos sí el dolor que cabalga desatado por el mismo.
A Dios Padre le pido la fortaleza necesaria para afrontar estos retos con tan desiguales fuerzas, a Cristo, Dios Hijo, le solicito amistad y compañía en este Getsemaní en el que penamos, y al Espíritu Santo la sabiduría suficiente para orientar la vida y encontrar el camino que me lleve a los dos primeros. En manos de la Santísima Trinidad dejo mi existir.
Con respecto a la segunda fase de la proposición, una vez realizadas las oraciones, abandonado a los sueños de Dios, el trabajo y la lectura, la escritura también, como lo demuestran estas torpes líneas que se amontonan en la pantalla del portátil, son muchos los deseos, no siempre correspondidos, por la voluntad real que, frente a la imaginaria, va estableciendo límites y alzados, el croquis más o menos cierto, de cómo transcurren las horas y los días, con la peste rugiendo a las puertas del monasterio.
Y más que lecturas evoco ahora lugares, quizá con la visión del monje que describe y asienta su entorno, y busca el acomodo del alma en algún claustro, quizá el de Silos, con el "enhiesto surtidor de sombra y sueño" que apunta hacia el cielo, en los versos de Gerardo Diego, o a caso en los claustros de Santo Tomás, extramuros de Ávila, y por qué no en las ruinas del que fuera de Nuestra Señora del Risco, en las alturas de la sierra abulense, o entre los muros de La Armedilla, que fuera de monjes jerónimos, muros hoy vencidos, mordidos por las fauces del tiempo, desalmada piedra que aguanta el temporal. Eso por citar tan solo algunos de hombres que ahora afloran. De mujeres no puedo olvidarme, sin incurrir en falta grave, de La Encarnación y San José, en Ávila, carmelitas, en los que comenzó la andadura de luz de Santa Teresa que en todos los rincones del mundo ilumina.
Está la peste afuera, deseando apagar la velita que llevamos encendida en los adentros, tan pobre y poco agraciada, tan pequeña y corta, tan nonada, que da calor al alma y que es el reflejo de Dios, del espíritu sagrado que nos insufló, y espero que estos arcos de piedra que conforman el dibujo de la Jerusalén celestial sean contención suficiente para aguantar estos embates invisibles y no por ello menos peligrosos, que además de al cuerpo también afectan al intelecto, a las entendederas, que dirían en cualquiera de nuestras aldeas en otros tiempos, para que no se nos reblandezcan, como a Alonso Quijano, al que quizá lo que parecía era locura no le sobrevino de leer, tarea, por demás, harto peligrosa para los que ostentan el poder, desde antiguo, sino que quizá la vesania se la produjo la contemplación, dolorosa, acaso, por demás, del retablo del mundo, en el que tantas injusticias padecen los de siempre, es decir, los que acaban irremediablemente bajo la rueda y sus engranajes, padeciendo las pulsiones y desafueros de los que han conquistado el carro de la vida y van montados sobre el mismo.
Cómo no escribir o leer, como ya hicieron otros en encierros similares, desde que el mundo es mundo y no nos sorprende nada ya, pues "nihil novum sub sole", como se dice en la "Vulgata" y su traducción al latín del "Libro de Qohelet", o, como le conocemos, el "Eclesiastés", aunque con demasiada frecuencia nos empeñamos en buscar esos asuntos nuevos que podrían brillar bajo el Astro Rey, sin que lleguen a resplandecer, pues nuestro afán es en vano y todo tiempo dedicado al mismo una pérdida y no ganancia. Pero estamos hechos, así lo creo, por designio divino, para buscar, para buscar a Dios, por supuesto, en ocasiones desde las tinieblas o en las tinieblas, como nos ocurre ahora, cuando el ser humano pierde todo sentido y parece que su vida es inútil y sin provecho.
Y puesto que buscadores somos, sigamos haciéndolo, sigamos levantando alfombras, sigamos buscando la moneda que hemos perdido, como la mujer del Evangelio, pues en ello nos va, eso es seguro, la vida, tales son las mimbres de las que estamos hechos, para buscar, como decía, y encontrar, aunque no sea nuevo, que no es necesario estar sujetos al arbitrio de la novedad, la hermosa luz del amanecer, el trino de ese pájaro que nos visita en soledad, el fulgor de las flores, el paso del viento por nuestra memoria, agitando recuerdos, como si de mies a punto de ser segada se tratase.
Vuelva la cordura a nuestro seso, que estas veleidades que produce el encierro no son buena compañía para acometer molinos, ni siquiera para andar por senderos bien señalizados, y dejemos que la imaginación, tan necesaria, por otra parte, como el propio sueño, para descansar de nuestros trabajos y nuestros días, tan agitados como vienen, sea el oasis necesario en el que atalantar los animales de la caravana en la que viajamos. Por mí, sin problema; ahora es asunto tuyo, amable lector. "Tempus fugit..." o eso otro de "vanitas vanitatis" que tanto nos definen.
Fernando Alda Sánchez
Nota.- La fotografía, realizada por el que esto suscribe, corresponde a las ruinas del Monasterio de Nuestra Señora del Risco, en Amavida, Ávila.
jueves, 23 de abril de 2020
Países oscuros
Viajas hacia países
oscuros habitados por quimeras
flamígeras, allí donde el sol
se oculta de su propia luz
vertiginosa. Ríos de silencio,
montañas de tristeza,
como un caer en abismos
o el rodar peligroso
por el filo de la navaja.
El alma se te aparece entonces
en todo su espesor,
altura de árboles
vividos sin circunstancias: hay aldeas
y ciudades, niebla
errante, caminos
y laberintos de lluvia
amarga, tal ceniza
abandonada,
huérfana,
que fuese de hombres tejido
y hueso, un mirar
legendario que cruza los siglos
irredento.
Fernando Alda Sánchez
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