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lunes, 27 de abril de 2020

Las ascuas de la memoria


          Dice Louise Elisabeth Glück que "miramos el mundo una sola vez, en la infancia./ El resto es memoria" y entonces comprendemos que es verdad, que quizá los años en los que verdaderamente hemos sido son los de la infancia, cuando todo es asombro y comenzamos a vivir, balbuceantes aún, despertando.

          Y luego, puede, que todo sea recuerdo, las cenizas que van quedando en la memoria, que es un escorial que acumula restos de los incendios que es vivir, como si ya conociéramos de sobra lo que es el mundo y le dejásemos arder. Es también la memoria un "rescoldero", que es una palabra que no existe, pero que me acabo de inventar y me gusta, pues puede venir a ser un lugar para guardar rescoldos, como una lata vieja en la que se transportase el fuego, las ascuas del mismo, para llevárselas a otro lugar y prender una nueva hoguera. En ese "rescoldero", que puede ser también el tiempo, o los espacios que abre el tiempo en nosotros, como periodos que hemos vivido, en los que la existencia se acrisola, llevamos todos nuestros recuerdos, para seguir siendo y no olvidar nunca lo que fuimos, es decir, para seguir encendiendo fuegos a medida que el existir se nos presenta.

          Solemos estar a la intemperie, con poco abrigo y solos, por lo general, pues somos olvidadizos y proclives a tropezar en piedras que ya deberíamos saber en qué lugar del camino se encuentran, y por eso es, a medida que avanzan los años y nos van coronando las sienes con las flores efímeras de la nostalgia, muy necesario disponer, como quien dice tener a mano, por si acaso, ese "rescoldero" del que hablo, en el que seguir guardando ascuas o rescoldos, recuerdos, frente a la desilusión de la lluvia, que es muy hermosa, pero que suele venir a apagarnos el pábilo, la llamita, la mecha que con tanto mimo guardamos en los adentros.

        Siempre produce alegría abrir el "rescoldero", que bien puede ser, por aquello de que de otro material no sería ignífugo, un recipiente metálico, como estas latas antiguas en las que nos gusta guardar cosas, y son "coseros", que decía con tanto acierto  José Jiménez Lozano, al hablar de las cajas en las que guardamos cosas en apariencia inservibles, pero que son retazos de nuestra vida, simples cosas que nos han dejado memoria o nos han ayudado a vivir. Y doy fe que son de gran utilidad. El "rescoldero", a diferencia del "cosero", lo llevas siempre encima, lo que resulta de gran alivio y utilidad en momentos en los que las melancolías, que son muchas y se presentan sin avisar, sin poner siquiera un telegrama, como esos parientes lejanos a los que llevas mucho tiempo sin ver, se vienen a vivir al alma, en la que suelen encontrar acomodo, por más lucha que puedas presentar a sus encantos, y van haciendo de las suyas, que no es otra cuestión que la de minar la esperanza, la entereza para afrontar lo amarga y triste que en ocasiones resulta la realidad, ese decorado de fondo sobre el que se va representando nuestra existencia, como en los retablillos de títeres y marionetas, que en ocasiones parece ser es lo que somos.

          Alfred North Witehead, que era matemático y filósofo, dijo que "toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica", cuestión ésta que se parece mucho a lo que Louise Glück afirma sobre la infancia, en la que miramos el mundo por primera vez, siendo, tal vez, Platón, el primer mortal en hacerlo así, habiéndonos dejado al resto todo pensado ya, en el "rescoldero", como ya vivido, aunque aún podemos ir descubriendo matices en la duermevela en la que nos encontramos, sombras platónicas en la caverna en la que vivimos, estando anhelantes de salir a buscar la luz verdadera y primigenia, que, no obstante, para los cristianos es Cristo mismo.

         No entraré yo ahora en disquisiciones acerca de si nuestra filosofía son notas a pie de página sobre lo que nos dejó pensado Platón, pero sí creo que la infancia puede ser esa edad de oro, si la existencia no nos asalta con sus violencias, en la que el mundo y la vida se nos presentan como experiencias más nuevas, repletas de energía, y trazan los caminos que luego ha de seguir la memoria, el sobresalto de saberse vivo, a salto de mata, desde luego, como en una batalla perpetua con molinos o gigantes, que hay veces no sabemos distinguirlos, de tan confusos como vienen, de tan entremezclados como se nos presentan, entre las flores o las espinas, tal las rosas que nos ofrece el día en su plenitud.

        ¡Y hay de aquel que no guarde alguno de estos rescoldos, agrios o dulces, pues tal vez se le habrá apagado la llama sagrada que llevamos dentro! En esos rescoldos, tan acres muchas veces, está la esencia que nos mantiene despiertos y, por tanto, vivos, buscando, esperando, pues no de otra materia estamos hechos sino de aquella que nos lleva a peregrinar por la faz de la tierra y sus misterios.

Fernando Alda Sánchez


       
   

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