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jueves, 30 de abril de 2020

La habitación de los secretos


          La altura de las nubes es una escala adecuada para medir el espesor de la vida. Es una de esas referencias que guardamos en lo que podríamos llamar como la habitación de los secretos, esa que todos tenemos en los adentros y que nos permite ser. No es un lugar oscuro en el que se almacenan cuestiones o hechos inconfesables, pues eso pertenece al terreno de la conciencia, que es de Dios, sino que más bien es como un cuarto de trabajo, un pequeño taller al que nos retiramos a descansar, aunque resulte todo ello contradictorio, un espacio, una habitación, una estancia en la que hemos ido dejando algunos útiles que hemos empleado en nuestra vida, y que no queremos contar a nadie, pues únicamente a nosotros nos sirven.

         Entiéndase por todo ello esa escala de la altura de las nubes que decía al inicio, o un paisaje en el que se muestra un lugar recóndito al que nos gusta escaparnos en momentos de agobio, los lápices a los que hemos sacado punta muchas veces de tanto dibujar con ellos o de subrayar párrafos que nos parecen importantes en un libro, además de un ábaco para contar los días que nos quedan para celebrar nuestro cumpleaños, o una forma de mirar para establecer la transparencia del aire que nos circunda, sin olvidarme, claro está, de un paraguas viejo que nos gusta nos proteja en los días de lluvia.

        Cada cual tendrá en esta habitación sus particulares herramientas o cachivaches, achiperres para cualquier lance, que le acompañarán, con mayor o menor fortuna, en los momentos de necesidad, que suelen ser muchos al cabo del día, cuando la nostalgia y la tristeza van haciendo mella en el ánimo y parece que nos apagamos, como la propia luz cuando se abandona en brazos del sueño y de la noche. Bien sabemos de esas brújulas misteriosas que tenemos en esa habitación y que nos permiten enderezar el rumbo a esos lugares a los que queremos ir, muchas veces de la mano de la imaginación, en los que abandonamos nuestros cuidados y problemas. O una serie de monedas de plomo, custodiadas en una alcancía de hojalata, que son absolutamente inservibles para comprar nada, pero cuya misión es la de ahorrar para abonar el precio de los sueños, que en ocasiones nos parecen inalcanzables, pues creemos que están tasados, cuando en realidad no cuestan dinero, sino solo ilusiones y esfuerzo.

        A esa habitación de los secretos me retiro en muchas ocasiones, pensando como hoy en las rosas del jardín, que no acaban de salir, de estallar en su belleza, pues les falta, en estas alturas de Ávila, un golpe de calor, como si fuese un golpe de horno, para que se prendan por dentro y abran sus corolas tan hermosas, en el silencio del día, como un homenaje a los que vamos a mirarlas, mudo homenaje de color y alegría. Rebusco entre los baúles, en el secreter que hay en un ángulo oscuro de la habitación, en los bargueños que he ido adquiriendo con el paso de los años, con el aventurarse de las canas sobre mis sienes, y que ahora contienen algunos de esos momentos tan especiales que fui viviendo, o rebusco entre las estanterías, en las latas viejas, en los frascos de botica que contienen no solo plantas medicinales, sino ladrillo molido, agua de la nieve de primavera, el canto de una cigarra, la sombra de un alcaraván, arena de la infancia, tierra mojada, olores intensos que despiertan fragancias que se encienden y son destellos de esperanza cuando tratas de retenerlas entre los dedos, de llevártelas a la cara para oler, para sentir su fuerza penetrante, el ensalmo que despide su sola presencia.

     Y estaría así las horas y los días, como dentro de un encantamiento en la Cueva de Montesinos, oculto a  la voraz mirada del tiempo, que mina cuanto de hermoso tiene la vida, para abandonarme en ese ensueño al que nos conduce el poder de la creación y del lenguaje, sabiendo que es un lugar que no existe en realidad, pero al que puedes ir siempre que lo desees, siempre que necesites encontrar el acomodo necesario para mitigar el dolor, la áspera caricia de la soledad. Y allí me encuentro con esos otros amigos imaginarios que desde que era un niño fui construyendo, con sus vidas entretejidas, hilvanadas por la inocencia, y que han crecido conmigo y me dejan su amistad y su consejo, especialmente en las noches cerradas que acongojan al alma.

     Vendrá la tarde, la mañana habrá muerto, y esperaré el ocaso, orando con Vísperas, tal vez ya casi en Completas, con la oscuridad, mirando las estrellas, la profundidad de la emoción que me cobija, Cristo a mi lado, como en Emaús, partiendo el pan, memoria del Reino, y será luego el silencio, un dormir de arcángeles, centinelas del sueño. Tal vez mañana los rosales hayan florecido, el sol vista de oro antiguo sus rayos al despertar y será, sin duda, la celebración.

Fernando Alda Sánchez


     

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