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sábado, 25 de abril de 2020
Corazones deshabitados
Los cipreses duermen en el cinabrio de la tarde
sobrevenida, un ángel guardián
que señalase, con un tirso
rojizo, el convulso latido
que en los patios frescos y aromados
crece en el recuerdo de la luna llena.
Se alimenta el eléboro en macetas
de niebla bajo una lluvia innombrable,
desleído el contorno de seres
fósiles, trilobites que viajan
a través de estepas
gélidas, corazones deshabitados que esperan
su demolición. El vino arde en las copas
en un brindis de ascuas
removidas, espesas cerezas
que tiznan el paladar encendido,
la adormidera sonámbula
que engarza sus raíces en tronos
amargos de malaquita, en corolas
y pistilos, estambres
frágiles
que se desmoronan junto a pétalos
celestes. Cinamomo y palosanto
embriagan la espesura de la alcoba
en la que yace la nostalgia de las Hespérides,
el candelabro en el que se derrama
la Cabellera de Berenice,
la Corona Boreal que señala el cementerio
de las estrellas. La tumba de Perseo
resplandece entre los crisantemos
mientras lees un epigrama,
recostado en la albura del tiempo,
reclinada la cabeza sobre el fuste
truncado de una columna de mármol.
Quién pudiera como tú arder
entre tanta belleza,
fenecer como Stendhal en la Santa Cruz
de Florencia,
en estas soledades
que al alma hechizan, sin más pesar
que el canto de una calandria que en la luz
última enhebrase filamentos
dorados, filigranas de plata,
el decadente morir de la púrpura
que anuncia tu maldición,
tu llegada.
Fernando Alda Sánchez
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