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martes, 21 de julio de 2020
Entre mapas
Ahora que se utilizan medios digitales para conocer el itinerario de un viaje que vamos a realizar he tenido la suerte de encontrar, arrumbada entre las estanterías de la biblioteca, una vieja guía de carreteras, editada por una conocida empresa del petróleo española, en cuyos planos he ido descubriendo anotaciones a bolígrafo de lugares visitados, de tiempos, de distancias, como un dédalo de niebla en el que habitasen tantos y tantos recuerdos que la memoria, sin trabajo alguno, va haciendo aflorar como si de agua subterránea se tratase.
Recuerdo que de niño me gustaba descubrir los lugares en los que las viejas acometidas de plomo se habían roto y el manar del agua dejaba como un pequeño surtidor rodeado de arenilla, acaso un volcán en miniatura, y te quedabas un rato allí, absorto, mirando el agua escaparse de la cárcel por la que circulaba, hasta que llegaban los fontaneros del Ayuntamiento y con la magia de un soplete de gasolina, que dejaba su olor acre y misterioso, y a mi me parecía como si el mismo Vulcano hubiese dejado su fragua para venir a reparar el desperfecto, quedaba restañada la cañería rota.
Algo parecido me ocurría también en la infancia, la de un chico de barrio de una ciudad de provincias, cuando tras una fuerte tormenta el agua discurría por algunos viejos regatos que había, en superficie, en las calles de tierra, sin pavimentar, y los amigos salíamos a construir presas, con piedras que encontrábamos y con arena, ramas y hojas, y esos embalses, que eran como los de escollera, nos servían para imaginar que tal vez algún día llegaríamos a ser ingenieros o algo parecido, mientras el agua turbia se remansaba y con nuestras manos construíamos el mundo.
Todo eso ahora es poco menos que imposible, en nuestra vida electrónica y asfaltada, y, acaso, son costumbres o imaginaciones que se han perdido, como hemos ido perdiendo el contacto con los mapas, con las brújulas, sustituidas por el GPS, con las cosas y con las personas, con los otros, que tanto miedo nos producen en ocasiones, pues quizá vamos perdiendo habilidades sociales, por mucho que ganemos otras que pertenecen al mundo de los ceros y unos con los que cada vez más se va conformando nuestra realidad.
Les aseguro que no hay nada como el consultar un mapa en papel e ir descubriendo nombres que se van enlazando en un camino lento pero seguro, como decíamos también cuando éramos pequeños y había alguno que despuntaba más que los otros en eso de ganar las alocadas carreras que echábamos en los largos días del verano, que tanto duraban bajo la claridad del sol y de las que regresábamos a casa cuando tu madre te llamaba desde la ventana para cenar. Proustianamente recuerdo ahora un mapa de Italia con el que un amigo y yo nos fuimos a la aventura para llegar a la ciudad a la que conducen todos los caminos, en un destartalado Seat 133 que aguantó como un jabato los 6.000 kilómetros que le hicimos sin pestañear siquiera, salvo los consabidos calentones del agua de refrigeración del motor, que ponía a cocer los garbanzos en cuanto subías con el coche una pendiente un poco prolongada.
Pero en fin, si alguien espera que me ponga apocalíptico con todo esto que cuento, no es esa mi intención, aunque la melancolía me corroe las entrañas como si de algún fuerte ácido se tratase, sin poder evitar que la nostalgia se apodere de ciertas partes del corazón, incluso de la materia gris del cerebro, y afloren, como el agua que decía antes cuando la veía huir de la conducción enterrada en el suelo, a tumba abierta estas memorias que, en definitiva, son las que nos sostienen, y ahora parecen el canto de un cisne que no encuentra casi a nadie a quien contarle estas memorias, por mucho que le hiervan en el alma.
Es como lo que ocurre con el servicio militar, con las historias de la "mili", que también quedan pocos con los que enhebrar la aguja del recuerdo para reír o ponerse triste un rato con todo lo que pasamos marcando el caqui en los cuarteles. Si lo sacas en las reuniones familiares, salvo algún cuñado de tu edad o tu suegro, todos te dicen que eres un pesado y que lo dejes, aunque yo les digo que todavía, alguna vez, tengo sueños con ello, como cuando regresa la pesadilla de que tienes que volver a hacer el servicio y un sudor frío te recorre la espalda como una maldición. Será por eso que dicen de que los españoles vamos llorando a los cuarteles y cantando a la guerra... Será.
Hoy los cielos no parecen limpios y amenazan tormenta. Por desgracia, si llueve y truena al final, en el transcurso de la tarde, que también se avecina larga, no podré salir a la calle a hacer una presa en algún reguero, y tendré que dejar salir al prado a la imaginación, que hay días que está trabada con la maniota digital que nos oprime y nos hace ver la realidad como desde lejos, sin estar de cuerpo presente, en una distancia de gigas y megas en los que se va almacenando nuestra vida, en algún remoto lugar que no controlamos, como si los recuerdos no nos perteneciesen ya, y fuesen de otros o de alguien que no sabemos, pues tal vez lo que vemos es un encantamiento, y lo que recordamos más aún, de esos que al bueno de Don Quijote le asaltaban en las soledades de La Mancha para solaz nuestro.
Es la edad la que nos engaña, el tiempo, que es nuestro mayor enemigo, más que la muerte aún, pues él nos conduce traicioneramente, con sus celadas y añagazas, hacia el pozo de las tinieblas, en ese sendero que es el último y que tanto miedo nos da recorrer. Por eso hoy no miraré el reloj, como hacemos en ocasiones con tanta insistencia, para no caer en la tentación de comprobar lo deprisa que pasa el tiempo y no me deje antes del momento preciso en brazos de la dama de nieve que regresa todos los inviernos como para querer aguarnos la fiesta a los hombres, tan entretenidos como estamos en pasar de puntillas por el mundo tocando un laúd y bailando y comiendo en banquetes y festines, en ese eterno carpe diem en el que vivimos.
Un par de mirlos han dejado sus trinos mientras se avecindaban en el seto del jardín, quizá buscando también el acomodo necesario para encontrar la sombra que nos libre de estos rigores de julio, que en este año bisiesto que tantas desgracias nos está dejando en el alféizar de la ventana, como si de unos Reyes Magos siniestros se tratase, parecen más desatados que nunca. Bueno, es que estamos en esa época del verano que en los calendarios se marca entre la Virgen del Carmen y el día de Santiago, que dicen es la época de más calor de todo el año, al menos en esta Castilla mía en la que ahora estamos en los meses de infierno. Hay quien prolonga este periodo hasta la Virgen de agosto, hasta la Asunción, y puede que esté en lo cierto.
Miro la luz y encuentro consuelo en ella, como para ir terminando este escrito que comenzó con un viejo mapa de carreteras. No perdamos la costumbre de asomarnos de vez en cuanto a alguno de ellos, incluso a esos otros más grandes en los que están pintados, además, los caminos que nos llevan a muchos lugares, algunos de ellos imaginarios, para que no perdamos nuestras esencias entre los cables de fibra y las redes wifi, pues, volviendo de nuevo al Quijote, en ellas no encontraremos aventuras ni ventas como la de Puerto Lápice, que siempre ha sido un nombre que para mí está lleno de nostalgias y de ausencias.
Fernando Alda Sánchez
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