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miércoles, 29 de julio de 2020
Horacio en el jardín
La quietud que hay cuando escribo esto en el jardín de casa resulta asombrosa. Cuatro parejas de carboneros garrapinos se han avecindado, desde hace ya días, en el lugar. Su belleza resulta extraña, son como una pincelada que hubiese brotado de las manos de un pintor y se hubiese quedado prendida en el lienzo de la mañana. También revolotean ahora una pareja de palomas y un mirlo solitario, que parece no tener amistad con el resto. Las palomas resultan descaradas, no se asustan. En ocasiones, y aunque pueda parecer mentira, veo campear águilas imperiales, pues tienen sus nidos en los encinares próximos a esta Ávila mía que es ciudad, pero que está rodeada de bosques. Y otras veces veo águilas de menor tamaño, que buscan su presa, quizá alguno de estos diminutos pajarillos que vienen a verme; y si a eso añado el silencio reinante, la transparencia de la luz y del aire, me brota en las entretelas del alma una sensación horaciana, como de vivir en una aldea, aunque no sea así. Horacio está en el jardín y puedo conversar con él.
Los rigores de estos últimos días de julio le llevan a uno a salir a escribir afuera. A la sombra, evocando el frescor del agua, que en Castilla hay que buscarla allí donde se muestra el verdor de unos chopos o unos fresnos, quizá alisos, que indican una corriente de agua. Y en la mesa de trabajo está, además del ordenador portátil, sin cable alguno, un plumier con diversos útiles de escritura, un par de cuadernos, las estilográficas que utilizo a diario, y un ejemplar, en una magnífica edición relizada por Galaxia Gutenberg, de "Los demonios", con Dostoyevski, un libro que tenía ganas de leer desde hace mucho tiempo y que ahora se ofrece como un gozoso acto de lectura.
Quizá todos estos detalles no resulten interesantes para el lector, o tal vez sí, confieso que lo desconozco, pero quiero dejar constancia de ellos pues me parecen como brotes verdes en el árido mundo tecnológico en el que vivimos, siempre a distancia de todo, incluso de los otros, y en el que la prisa nos impide ver la belleza que se muestra ante nosotros, nos impide ver el silencio, reconocer el vuelo de una avecilla, cómo el sol dora las hojas de un madroño o cómo las rosas se siguen ofreciendo en el estío, regalándonos su hermosura y su presencia.
Dostoyevski nos interroga desde su novela a los lectores de hoy de forma cruda, pues nos habla de un mundo cambiante, en el que todo se vuelve líquido, como la modernidad que ahora vivimos, según nos cuenta Zygmut Bauman, en el que todo se viene abajo y surgen extrañas fuerzas nihilistas que nos llevan, cogidos del cuello, al matadero de la destrucción y de la nonada. Y no hay nada más peligroso que perder las creencias, pues ello nos hace olvidar el carácter sagrado que nos convierte en seres humanos y nos arroja al Leteo en el que solo somos mercancías.
He insistido muchas veces en que necesitamos regresar al silencio, como San José, que es el santo del mismo, y a guardar las cosas en el corazón, como María, en lugar de estar parloteando a todas horas en una cháchara inútil, rodeados de un ruido infernal que no permite que broten nuestros sentimientos verdaderos, nuestras necesidades necesarias, aferrados a la adicción a todo lo que el consumo nos presenta. Tal vez, entonces, descubriríamos que nuestra vida tiene sentido, que el río que fluye en nosotros nos lleva a desembocaduras más preciadas y agradables, que la muerte solo es una compañera de camino, nunca el final, y que el dolor que se nos ofrece por doquier es cierto que no lo comprendemos, pero acaso sirva para acrisolar el metal de nuestra resiliencia, que nos ayuda a no caer en el limbo de la cosificación.
Madre mía, filosófico estoy en esta mañana en la que la vida parece ir despertando poco a poco. Quizá como en el coloquio de los caballos cervantinos tendría que decir eso de "es que no como", y por ello me vuelvo metáfisico (y no puedo dejar de recordar ahora la cita latina que dice "primum vivere deinde philosophari", que viene a decir que primero hay que comer y luego teorizar), pese a que no es verdad, pues, puede ser que lo que nos esté ocurriendo es que a fuerza de adaptarnos a todo, a cualquier envase o situación, de tan líquidos como somos nosotros también, se nos ha olvidado lo que Cristo nos dejó dicho en el Evangelio de que "no solo de pan vive el hombre", pues hasta de Dios nos hemos olvidado y, claro, como decía Chesterton, creemos en cualquier elemento insustancial. También nos lo recuerda Dostoyevski, esta vez en "Los hermanos Karamazov", pues si no se cree en Dios, todo vale.
Creo que estas cuestiones no necesitan de una mayor explicación. Por mi parte, el resto de la mañana la dedicaré a seguir con la charleta que inicié hace un rato con Horario, harto interesante, a escribir algún poema, a la lectura, a recordar algún verso de Virgilio, quizá Fernando Pessoa, o de Antonio Machado, en estas soledades urbanas de Castilla, en la que hoy los rigores estivales vendrán en forma de una oleada de calor, como si el sol estuviese decidido a vengarse de todos nosotros. Pensaré en el agua y en los pájaros que me acompañan, me sentiré como el mirlo solitario, como el pájaro que vuela libre y no en bandada, como ocurre en el célebre poema del que fue mi amigo Jacinto Herrero Esteban, y miraré, desde la sombra, un pequeño retazo de calle, entre el seto que rodea la casa, para ver pasar, de vez en cuando, alguna persona que se atreve a salir a caminar pese a las espantosas temperaturas que se anuncian para la jornada.
La luz crece y me envuelve y me parece que es más fácil escribir, ir tejiendo versos, como hacía Penélope cuando esperaba la vuelta de Ulises, acaso yo esperando el regreso de Dios y de la poesía al mundo, el regreso no de los hombres huecos con las cabezas de paja, de los que hablaba T.S. Elliot, sino los hombres habitados por dentro, los hombres habitados por el espíritu de su Creador, gozosos de todo cuanto les rodea.
Fernando Alda Sánchez
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