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miércoles, 15 de enero de 2020

Tiempo para resistir



            El invierno ha borrado todas las melancolías. Es tiempo para resistir. Ni siquiera hay sitio para la soledad. Al menos, se ve a lo lejos la primavera, que presupone un dulce abrazo, pero su murmullo no parece acabar de venir. Las horas muertas irán cayendo como hojas de un viejo calendario y en el almanaque de la vida quedarán trazos de escritura, jirones de sueños, deshilachados deseos de eternidad.

           Parece como si nada viviese, como si nada alentase en estas alturas mesetarias en las que el corazón se encoje. Nos queda mirar hacia lo alto, a lo profundo e inmenso, más allá de las estrellas... e imaginar el rostro de Dios.

          En esas transparencias dejé la mirada, ensimismado el espíritu, entre vapores de niebla espesa, de soledades de algodón, tierra adentro, en un viaje que aún tiene muchas leguas por delante, hasta los últimos puertos, acaso hasta la frontera de la tristeza.

          El otoño ya es leyenda. Apenas un recuerdo en escritos y poemas, muerto como está en ajadas fotografías, olvidado en ocultos rincones de la memoria. Ya los árboles no nos entregan su fuego sagrado, la llama de la vida que se prepara para transformarse. La desnuda desolación del invierno viene con sus rigores, apretando el paso, y nos tiene atados por el cuello, como para llevarnos a un matadero.

        Pese a todo, aún es posible encender la imaginación, y entre esos resplandores y remembranzas hallar cobijo en medio de tanta tristura, por encima de los silencios y los desasosiegos. Y abriremos un libro con la esperanza de encontrar otras vidas y otros momentos que alejen de nosotros la amenaza de la extinción, la celada del tiempo. Y como lectores que somos tendremos, al menos, la certeza de seguir vivos, aferrados a la escritura, a la letra impresa, al momento gozoso de abrir puertas y ventanas para que entre el aire, aunque venga con los modales de un asesino.

     Parece que lo escrito resulta hoy magro, como sin vida, pero no hay que temer por el desfallecimiento de quien esto sucribe, pues mantiene firme el pulso y el corazón le alienta para continuar con la hazaña diaria de vivir.

Fernando Alda Sánchez

(Foto, Pixabay.com)





lunes, 13 de enero de 2020

Retablo del mundo

Es un juego de máscaras y espejos,

de sentimientos susurrados, de medias
voces, de secretos, de palabras
disfrazadas, de aparecidos...
Son pinturas desveladas
en los muros enjalbegados de una estancia
misteriosa, como una escritura
incomprensible que exhibiese
sus arcanos: no hay claves
para vislumbrar el ejercicio
del verdugo cuando el hacha
acomete el grosor del cuello
de la víctima.
Quién es quién
y quién nadie en este baile
mortuorio, entre tintas y pergaminos
escondido el acertijo,
la propensión hacia el abismo
imposible: no llegará a alcanzarlo,
por más que lo intente con desmedido
ímpetu y en su zozobra dejará
rastros urentes que conducen
a la perdición.
Auriga es de una cuádriga de caballos
desbocados, gladiador sin combate,
y entre Escila y Caribdis
busca un paso seguro que tal vez
no encuentre en pleno fragor de la galerna,
olvidado ya Polifemo. Entre las imágenes
hipertrofiadas de este retablo
del mundo descubre las ausencias
y los duelos, aquello que está llegando
mas no encuentra su estación
término, su puerto, su andén,
el muelle en el que atracar
o la playa larga y blanca
en la que quedar varado
y recibir el oleaje como esperanza
y multitud de abrazos fraternos.
Qué será de él, si no aprendiese
a guardar silencio...

Fernando Alda Sánchez


viernes, 10 de enero de 2020

El mundo inmenso



        En estos primeros días de enero estoy de andanzas, quizá tras las huellas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña, con ellos, en campo abierto, buscando la luz de los horizontes ciertos, el límite de los cielos, el final de los caminos, que parecen no tener término. El invierno viene menguado, por ahora, con espléndidos días de sol, sin celliscas ni otras amenazas, aunque por las noches el hielo y sus piquetas abren túneles en la memoria y te dejan los huesos pasmados si te pillan en desabrigado.

        Gredos está luminoso, apenas sin nieve, y resulta espléndido ascender a alguna de sus cumbres siguiendo la estela del cielo azulísimo, diamantino, que es como un espejo. Hay águilas reales que sobrevuelan las alturas y se siente su protección, como si el evangelista estuviese acompañándote en el camino. Sabes que en la cima estará Dios, esperándote con una sonrisa, y preparas una oración mientras asciendes trabajosamente entre canchales y breñas, entre los piornos y el brezo que se aferran a las rocas como si de huesos se tratase. Rocas descarnadas, heridas casi de muerte.

     Luego, solo mirar, desde las alturas, el mundo inmenso, hasta donde alcanza la vista, el Circo Glaciar de la propia Sierra gredense, Guadarrama, los Montes de Toledo,  la Paramera, la Sierra de San Vicente, los valles del Tormes, el Alberche y el Tiétar... vertientes de aguas que no se confunden y que apenas nacidas entre la turba  ya buscan con ansia el mar, el origen. Gredos como el espinazo de España, que dijera  Miguel de Unamuno en sus poemas, esa espina dorsal que a todos nos recorre y nos sostiene. Y abajo, desde El Torozo, el Barranco de las Cinco Villas, casi a la mano, a vista de pájaro, Cuevas, Villarejo, San Esteban, Santa Cruz, Mombeltrán, en el sueño del mediodía.

    No hace falta inventar paisajes, ni comarcas o tierras, únicamente es necesario viajar despacio, ascender a las montañas, dejar que la mirada se extienda como el aire, alcanzando rincones y espacios que luego quedarán, como grabados a fuego, en las entretelas del alma, para seguir viviendo, para seguir soñando.

   Y así el día, de regreso, hacia las Murallas de Ávila, hacia la Constantinopla que imaginaba en su infancia José Jiménez Lozano, como si todos los caminos llevasen a ella en lugar de a Roma, quizá esperando encontrar el Castillo Interior, tan transparente y luminoso, que Teresa nos dejó en su libro magistral, Las Moradas. Allí vive el alma, allí habita Dios.

   Y comienza a caer la tarde, el tiempo muerto, esperando entre estertores la noche que habrá de igualar las tristezas y los afanes. Y, por supuesto, entre tanto, silencio, en el que hay que seguir buscando.


Fernando Alda Sánchez

(La foto, que la ha hecho un servidor, corresponde a la cima del Torozo, a 2021 metros sobre el nivel del mar. Sierra de Gredos, Ávila)


     

miércoles, 8 de enero de 2020

El más desolado de los epitafios

Riela el dibujo de los pájaros

en el cielo
sobre los charcos solitarios
de los descampados. Ha llovido
plomo, una grisalla
atroz que borra los perfiles
de la existencia, alas
ateridas que se mueven
torpes entre una niebla
pétrea y turbia que se ha alzado
desde la desolación,
como el aliento de los difuntos
que respirasen al unísono
entonando un réquiem
cinerario, el más
desolado de los epitafios.


Fernando Alda Sánchez

martes, 7 de enero de 2020

Atrios

Adelfas para adornar los atrios

en los que se congrega la luz recién
creada, la materia prima de la que se hacen
los abrazos, la longitud de las madejas,
la resonancia de las ánforas
vacías, la profundidad de los búcaros
sin agua, un universo
hechizado en el que bucearás
sin oxígeno, levantando la topografía
imaginaria de los fondos de los armarios,
delineando el alzado de las sensaciones,
la extensión de las mareas en el plenilunio.
Todo ello te pertenece, es una patria
compulsiva que va pronunciando
tu nombre entre labios de cobre,
una patria sin bandera
a la que regresan los emigrados,
como el sacrificio que los oráculos
no aceptaron o la adivinación
de un viaje por culturas y religiones
nunca aprendidas. Solo
respirarás el aire de las hogueras
sin llamas, prendidas en la húmeda
leña de lo que nunca ha tenido
hogar, la ininteligible letanía
de los nombres de lo que está
insepulto y jamás
volverá a la vida.

Fernando Alda Sánchez


sábado, 4 de enero de 2020

Pintar un cuadro

Estanques de piedra,

flores de estaño, ciudad de sal,
pintar un cuadro con el viejo
almagre, con la luz de las mañanas
rotas, con la mirada
acuosa del arcoiris recién
plantado, pintar un cuadro
con todo el dolor que cabe en las manos,
con el sufrimiento que se escapa
como arena
entre los dedos.
Hay árboles de mármol,
extraños seres
desesperados, almas de nadie
que buscan dueño. En ese paisaje
atormentado es donde
habita tu conciencia,
el corazón solitario que atiende
el azar del viento cuando ciñe
el talle de las veletas o peina
incesante las copas insolentes
de los árboles. Alumbra
audaz el alba el perfil
de los cementerios: urnas,
nichos, fosas, lápidas,
alientan entre la niebla
un despertar desvalido de labios
tersos que se buscan
y no se alcanzan,
las lágrimas del día.
Volver a pintar el mismo
cuadro con otros óleos,
con otra luz
inventada, con el mirar
mortecino de la vela que se agota,
iluminar estancias,
abrir paisajes, rosas de mercurio
flotando en espejos
agrietados. Tal vez tu
última voluntad...

Fernando Alda Sánchez


jueves, 2 de enero de 2020

Desasosiegos invernales



           La tinta se ha secado en la estilográfica y la escritura parece imposible en este comienzo de un año redondo y bisiesto que, como todos, nos promete El Dorado. El tiempo dirá, y tal vez nosotros mismos, en qué queda todo, quizá en penumbra, como casi siempre, en la frontera de lo posible y de lo soñado, esa especie de duermevela que nos mantiene vivos y con esperanza, pues la realidad en ocasiones resulta tan acre que no es posible digerirla. El reloj ya va corriendo, aunque tengamos la sensación de que camina.

         Sin embargo, todo se mueve, aplastando nuestra finitud. No es aquello tan socorrido en los velatorios de "no somos nada", pero tiene sus semejanzas. Tras el desbordado jolgorio de despedir al año viejo y dar la bienvenida al nuevo, el corazón sigue de resaca espiritual, pues nos falta empeño, y en estos primeros días nos apetece aún contemplar la vida en pijama y zapatillas, el pelo despeinado o sencillamente revuelto, con ojeras, como ayer, muy probablemente atónitos pues no pensábamos que tras la farra los problemas seguirían siendo los mismos. Eso sí, en unos días vienen las rebajas y lo tenemos todo de saldo, hasta las ilusiones y los buenos propósitos que, en el entusiasmo de lo que nos parecía un cambio de agujas, entre las doce campanadas y las felicitaciones, nos estábamos haciendo.

      Pero no importa. Siempre ha sido así. Y sin duda remontaremos la cuesta de este enero que ahora arranca tan tímidamente como el propio invierno, perdido junto a Bóreas en las soledades árticas. Allí también, acaso, nuestros deseos, esperando mejores bonanzas, pues ahora hay que aletargarse un tanto para conciliar estos rigores que vienen crecidos, en avalacha.

       Fuera el sol luce espléndido, y los grados del termómetro en estas alturas abulenses, tan alejadas del nivel del mar,  indican que el día será agradable. Luego la noche será, por sorpresa, como un espejo asesino, llena de ojos o de estrellas, de una belleza fría como la muerte que te abraza con un helor inconmensurable. Es entonces cuando se te encoje el corazón, cuando miras el helado firmamento, y sientes la intención de encender una velita para ver entre tanto negror y también para calentarte un tanto las manos, que tiemblan ante la inmensidad. Pronto a casa, a buscar cobijo y conversación, un poco de humanidad, la oración que has ido retrasando todo el día. Cristo está contigo, sois amigos.

      Ante estas congojas invernales nos queda pensar en la primavera y en las flores que vendrán a dar color y luz a estos desasosiegos a los que no acabamos de habituarnos, por más que nos los traguemos con arrope y con buena disposición o voluntad, pues siempre queda un regusto a acíbar, muy persistente y obstinado. Aunque, todo hay que decirlo, nuestra determinación, finalmente, es más poderosa.

      Y así las horas, desmadejadas, como rotas, en añicos, esperando las alas de Ícaro para abandonar el laberinto y salir a campo abierto, al horizonte y los caminos y, tal vez, respirar más fuerte y más hondo, que es lo que pide el alma.

Fernando Alda Sánchez

(La foto, que la ha realizado quien esto suscribe, corresponde al manzano existente en la Casa Natal de San Juan de la Cruz, en Fontiveros, Ávila)