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viernes, 10 de enero de 2020

El mundo inmenso



        En estos primeros días de enero estoy de andanzas, quizá tras las huellas de Don Quijote y Sancho, en amor y compaña, con ellos, en campo abierto, buscando la luz de los horizontes ciertos, el límite de los cielos, el final de los caminos, que parecen no tener término. El invierno viene menguado, por ahora, con espléndidos días de sol, sin celliscas ni otras amenazas, aunque por las noches el hielo y sus piquetas abren túneles en la memoria y te dejan los huesos pasmados si te pillan en desabrigado.

        Gredos está luminoso, apenas sin nieve, y resulta espléndido ascender a alguna de sus cumbres siguiendo la estela del cielo azulísimo, diamantino, que es como un espejo. Hay águilas reales que sobrevuelan las alturas y se siente su protección, como si el evangelista estuviese acompañándote en el camino. Sabes que en la cima estará Dios, esperándote con una sonrisa, y preparas una oración mientras asciendes trabajosamente entre canchales y breñas, entre los piornos y el brezo que se aferran a las rocas como si de huesos se tratase. Rocas descarnadas, heridas casi de muerte.

     Luego, solo mirar, desde las alturas, el mundo inmenso, hasta donde alcanza la vista, el Circo Glaciar de la propia Sierra gredense, Guadarrama, los Montes de Toledo,  la Paramera, la Sierra de San Vicente, los valles del Tormes, el Alberche y el Tiétar... vertientes de aguas que no se confunden y que apenas nacidas entre la turba  ya buscan con ansia el mar, el origen. Gredos como el espinazo de España, que dijera  Miguel de Unamuno en sus poemas, esa espina dorsal que a todos nos recorre y nos sostiene. Y abajo, desde El Torozo, el Barranco de las Cinco Villas, casi a la mano, a vista de pájaro, Cuevas, Villarejo, San Esteban, Santa Cruz, Mombeltrán, en el sueño del mediodía.

    No hace falta inventar paisajes, ni comarcas o tierras, únicamente es necesario viajar despacio, ascender a las montañas, dejar que la mirada se extienda como el aire, alcanzando rincones y espacios que luego quedarán, como grabados a fuego, en las entretelas del alma, para seguir viviendo, para seguir soñando.

   Y así el día, de regreso, hacia las Murallas de Ávila, hacia la Constantinopla que imaginaba en su infancia José Jiménez Lozano, como si todos los caminos llevasen a ella en lugar de a Roma, quizá esperando encontrar el Castillo Interior, tan transparente y luminoso, que Teresa nos dejó en su libro magistral, Las Moradas. Allí vive el alma, allí habita Dios.

   Y comienza a caer la tarde, el tiempo muerto, esperando entre estertores la noche que habrá de igualar las tristezas y los afanes. Y, por supuesto, entre tanto, silencio, en el que hay que seguir buscando.


Fernando Alda Sánchez

(La foto, que la ha hecho un servidor, corresponde a la cima del Torozo, a 2021 metros sobre el nivel del mar. Sierra de Gredos, Ávila)


     

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