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viernes, 9 de junio de 2023

Azul el día, 12

 


12



Es la rosa ahora bandera de tu aflicción,

el lábaro que anuncia la llegada
de un día sin muerte, eterna
luz, como cuando en la noche agitas
un tizón encendido y en lo oscuro
prende el fuego unos garabatos de ausencia:
es testigo el alba de un lucero florecido
que se abre en su secreto como ofrenda
y ebriedad, mientras se deshoja
una caléndula de sus pétalos mecidos
por la mano indolente de un ángel
oculto entre los velos del día.
Está la edad dormida en los dorados
bosques que en el otoño
establecen un reino de niebla y agua,
allí donde la voluntad amansa
sus ímpetus de corcel bajo el jinete
del viento del oeste, que trae consigo
todas las mareas del mar, el canto
imposible de las sirenas, el bronco
aliento de las caracolas que serán
arena o el deseo de las islas
de amalgamarse en archipiélagos
ardientes,
la voz de la sal
que llama desde lo profundo,
allí donde están
los pecios de los naufragios y los sueños
de ultramar de los hombres
que no alcanzarán otra orilla.
Alumbra la conciencia un paisaje
irreal, y se despabila esa llama
sagrada que arde en la corona
de la memoria,
y aún es tiempo para caminar
bajo la bóveda fúlgida y serena
que es de las estrellas morada
y anima tus pasos
ciertos hacia el término de la noche
y de la espera.


Fernando Alda

jueves, 1 de junio de 2023

Azul el día, 11

 


11



Está la altura del sol buscando el fondo

de los vasos, un ramillete de clemátidas
abandonado sobre una silla
casi desvencijada, como el que deja 
la bufanda del miedo a la puerta de casa,
en silencio, esperando acaso
que ya sea mañana y todo haya pasado,
mientras cierra el paraguas que abrió por si había lluvia.
En el mediodía arde un corazón
a punto de estallar, de ver
el resplandor que habita el verano,
esa luz tan grande que no nos cabe
en los bolsillos, y que vamos
tejiendo en el telar de Penélope
con la esperanza de no vernos
obligados a deshacerla nunca.
Y ahí vamos, perdidos entre la bruma
que desprenden esos chopos solitarios
que se ven en la distancia de estos campos sin hogar,
Castilla enamorada que tal vez canta
o sueña, ríe siempre y llora en lo más oculto,
mientras el milano
escribe en el aire, cerca de las nubes,
que son promesa, unos versos
que saben a amapolas y al alma
de los caminos,
a la agonía de los carros que se ofrecen
muertos en las cunetas de la mañana,
cómo no ver lo que ocurre,
por qué herida se desangra la tierra,
ya sin brazos ni voces,
sin la canción que en la siega
iría aventando esos rostros de bronce
quemado, sus labios que un día
entonarán el Ángelus, mientras
se adivinaba el lamento del arado
que esclavo era de la mano del hombre.
Ahora solo ruina, los muros
de la que es mi patria, abrazados
por la maleza, el beso del cardo y las cenizas,
habitaciones de polvo y nada,
la congoja de la alondra,
la vela que se apaga en un candil
sin dueño
cuando anochece y hace tanto frío.


Fernando Alda

lunes, 22 de mayo de 2023

Azul el día, 10


10


Desde el madroño del jardín

te mira un pájaro azul con alas de melancolía,
como si el mundo fuera a acabar
abismado en las fauces de la noche,
tiniebla larga y silencio,
y todo no fuese más que unas cenizas
removidas en una hoguera mojada
por las lágrimas del alba, ese rocío
que se pega a los párpados y te impide ver.
No escuchar más tu nombre en los labios
de quien te quiso, no sentir
el pálpito que estremece las médulas,
no andar en amistad alguna,
ni ver llover cuando el sol brilla
en lo alto de los cielos y los arcoiris
son de ascuas, tan antiguos como el mundo.
Solo esperar a que el tiempo se suceda
en los relojes de arena que hay tras las nubes,
esos que son como las parcas,
con una mirada especialmente torva
y desangelada, y que van dejando
caer los granos minúsculos que conforman
la vida como quien oye el aleteo
de las hojas verdes en las copas de los árboles,
cuando el viento suave del este
derrama su cálido aliento entre las ramas
doradas que encienden su calma
como las cuerdas de una guitarra
buscando la música. Edad de oro,
tal vez, un sueño de arándanos
o anémonas
madurando en el mar de una arboleda,
en la profundidad del hayedo,
Arcadia soñada, el lento
desgajarse de la luz cuando el día
está a punto de dormir
en brazos de los oteros, más allá de los castaños
que bendicen los campos y las fuentes,
y es el mapa por el que viaja
la nostalgia
de aquellos lugares perdidos y yermos
a los que desearías volver.
Cómo recordar en un momento
todo aquello que fuiste, el incendio
que son las horas en las que se quema
la memoria como un papel
arrugado, la hierba
seca que será pasto
de unas llamas de hielo en el mediodía
de la espera, ese pájaro
que sigue mirándote, desde la veleta
inmóvil que no encuentra vientos
para girar en su soledad,
en esa herrumbre que cobija su voz
quebrada, el espejo del ocaso
en el que no halla horizonte ni certeza.


Fernando Alda


domingo, 14 de mayo de 2023

Azul el día, 9


9


Los derribos que deja la nostalgia

son ahora el cimiento sobre el que late
este corazón vulnerado
y abre su noche a los jinetes
que son la aurora, la luz
nueva que alumbra la paz
que serena el pulso en los tuétanos
del alma, allí donde se esconde
un jardín en llamas, el recóndito
lugar en el que nace el río del habla,
como si de nuevo nombrases
todo lo que en el mundo cabe
y estrenases un lenguaje de estrellas
y palomas, un enamorado
verso que estableciese el contorno
incierto del país que habitas.
Deja el vino un olor a bosques y sarmientos
como niebla en tu copa, y así brindas
por lo que habrá de venir a ser,
cuando la tarde se abrasa en la lejanía
y llegarán las horas, ya segadas,
a reposar en las gavillas que dormirán
un sueño apacible de alcaravanes y sombras.
Solo tú, erguido frente al adverso
destino, como el olmo seco
del poeta que, tal vez, tendrá su primavera,
esperando en el filo de esta navaja
de hielo que busca heridas
entre la sangre, su tizne
cálido, la boca por la que respira
la venganza en el momento en el que establece
su reino de tronos oscuros.
Si un pájaro cantase su soledad
tras él irías, más allá de los cielos y los campos,
en libertad, buscando en las colinas
la melena de los álamos
en la que dejar hilvanada la plata
sublime de tu tristeza.


Fernando Alda


lunes, 24 de abril de 2023

Azul el día, 8

 


8


Vuelve el agua a los cauces de siempre,

aquellos que abandonó para ser viento,
y borrar a su paso las arrugas
que el tiempo reseco fue sembrando
en los campos yermos del olvido,
allí donde crecen el cantueso
y la adormidera, la hierba que será
segada bajo el sol y arderá en los almiares
de la noche, como una hoguera de ofrendas
y espejos rotos, resquebrajadas
imágenes que duermen en el dobladillo del alba,
que está siempre por llegar,
pues la esperamos en las paradas
del tranvía que viene a lo lejos,
como acercándose, entre una lluvia
gruesa y sin sentido
que nos cala hasta los huesos
y nos deja mudos, helados en nuestro
asombro, con las manos
metidas en los bolsillos de esta gabardina
oscura con la que tratamos de protegernos
de la intemperie. Así,
viviendo, en el sobresalto de los días
anónimos, mirando nuestro reflejo
más reciente y gastado en los charcos
de los descampados, afueras que son
de una urbe en la que crecen
mustias las flores de la soledad,
el cantico inestable del silencio, mudo
tributo de sombra y sangre,
que desde un pedestal de mármol
se derrama como linfa o savia,
que habrán de ser memoria
y estertor, un ramo de ortigas
ofrecido en el último instante
en el que tu nombre resuene en los pasillos
y en los claustros, cuando el brillo de la luz
final deje carbones
violentos en los cristales de la galería
desde la que se asoman a la tarde esos recuerdos
tan encendidos que abrasan como ascuas
de oro, un metal extraño, el lugar
en el que habita aterido el corazón que aún
te anima, y hay gozo y celebración
en las estancias en las que el aire
es súplica, un suspiro de mariposas,
y la voluntad se aquieta,
como la arena que no cabalga en la tormenta,
cuando una campana suena
muy lejana y sola,
en estos páramos habitados de tristeza
que lágrimas son de fría plata,
quizá hielo, un abrazo de nieve
que ahora recuerdas cuando el estío
ha entrado en tu casa y buscas el agua
honda del pozo fresco, el manso respirar
del cántaro, su alma de umbría,
el sombrío son que la polea
vieja arrastra movida por una cuerda
deshilachada de la que pende un deseo.
Este largo poema va acabando
como si fuese un homérico
canto, pero sin héroes o gestas,
pues solo el vivir es bastante
para el relato, que la tinta
aviva como si fuese el fuego
que renace tras el ánima del fuelle,
allá en el invierno,
cuando la cellisca borra la esperanza
y en los ojos permanece oculto el húmedo beso
de un mirlo, el trágico abrazo de la muerte.
Solo la espera levanta la hojarasca,
las cenizas que fueron, astillas
de polvo y tierra, madera
hendida por la fiereza del hacha
que se abre paso en el bosque
buscando el espíritu y las raíces de los castaños,
el erguido nogal que aún resiste
la fiebre de los años, y cobija
cuanto fuiste como el dorado
caldero en el que lentamente, en el hogar
y el fuego, sigue haciéndose el caldo
primigenio que aliviará los trabajos
y esfuerzos que ahora, a lomos de la melancolía,
has dibujado en el secreto de la cámara
en la que se encierran los desvaríos de la fortuna.
Adiós dirás a los valles y a las neblinas,
al humo y al heno,
a las cumbres que saludan invariables
el rodar de los siglos: tu tiempo se ha ido,
nada perdura.


Fernando Alda




martes, 18 de abril de 2023

Los adentros del escritor

 



     Cuando acaban de cumplirse hace apenas unos días, el pasado 9 de marzo, los tres años de su fallecimiento, se presentaban en Valladolid los dos primeros tomos de las Obras Completas del escritor y periodista abulense José Jiménez Lozano (Langa, 1930), tomos que incluyen todos sus diarios. Se trata, sin duda, de una magnífica iniciativa que ha llevado a cabo, con la colaboración de otras instituciones, la Fundación Jorge Guillén que, por propio deseo del escritor y con la colaboración de la familia, custodia, además, parte de sus manuscritos y otra documentación pendiente de clasificar.

     Confieso que cuando tuve noticia de esta edición sentí una alegría inmensa, pues de alguna manera viene a hacerse justicia a este escritor, o escribidor, como a él le gustaba decir, alejado siempre de los postizos de la fama, de los pasillos efímeros de la moda, de las pompas de este mundo. Alegría, también, por la gozosa lectura, relectura en este caso, que supone el tener en una misma edición estos diarios o cuadernos completos, desde los que tenían la tapa roja, que fueron los primeros, hasta “Evocaciones y presencias” publicados a título póstumo. Más de dos mil páginas que nos permiten viajar por los adentros del escritor, para entender mejor su escritura y su vida, llenos de reflexiones, apuntes, sensaciones, vivencias, recuerdos, lecturas, pensamientos, visiones, estados del alma, que constituyen un auténtico paisaje espiritual que nos permite estar acompañados, como a él le gustaba decir, tal vez, en ocasiones, por la cuerda con la que vino atado un paquete de libros, por el polvo de un ladrillo rojo molido, un trozo de piedra lipe (con su azul intenso y hermoso), ¡qué colores!, unos cromos viejos, un trozo de cristal, aquello que vamos guardando en nuestros “coseros”, aderezado todo ello, pudiera ser, por el canto del cuco, siempre misterioso y fascinante, que nos sale al encuentro.

     La edición está muy cuidada, como no puede ser menos cuando se trata de preservar una joya, o al menos así lo entendemos sus lectores, pues Don José, o Pepe (como le llaman en Valladolid, con una familiaridad extraordinaria), recordaba que escribía para ese puñado de fieles que encontraban en sus libros algo más que pura y simple literatura,, algo así como un camino por el que ir buscando, en los recodos y entretelas de esta Castilla nuestra, que tan femenina le parecía a él, esos lugares escondidos a los que alude nuestro San Juan de la Cruz cuando escribe que “para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes”, pues acaso “para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees”.

     Cuando vuelvo a leer sus diarios, sus adentros, me parece verle, tal y como cuando le conocí, en la biblioteca de su casa de Alcazarén, en ese “petit Port-Royal” como la llaman sus amigos, en alusión a su primera novela, “Historia de un otoño”, asomado, junto al fuego, a la inmensidad de Castilla y sus cielos tan hondos y tan claros, buscando entre los alcores algo de verdor de una fuentecilla que mana en silencio, entre juncos, junto a unos álamos que se adivinan entre la luz, ofreciéndonos un verdor que es preludio del Paraíso, acompañado por los “quicios de la historia”, por las gentes más humildes, los pobrecillos y desamparados de este mundo, aquellos que siempre sufren el dolor del poder y del dinero, esas “liebrecillas” que se guardan de todas las inquisiciones y de todos los inquisidores, de esas “autoridades postizas” de las que habla Santa Teresa.

     Gozosa lectura, decía, fascinante escritura, también, pues arranca rescoldos a la memoria, o a la desmemoria, para seguir iluminando y ardiendo, “ut luceat et ardeat”, que nos recuerda el escribidor de Langa, en nuestros ojos y en nuestros corazones, para que brille y nos perturbe, como hacían los maestros románicos con sus obras de piedra dorada o los dibujos de los Beatos, tan coloridos y maravillosos, y nos permitan vivir sin ataduras, sin peajes, en esta postmodernidad en la que nos hallamos inmersos buscando, tal vez, salidas que únicamente seremos capaces de encontrar en el viejo mundo, en la vieja cultura, que ahora despreciamos con tanta insensatez.

     En esos rescoldos del recuerdo, que la lectura aviva en estars tardes ahora ya de primavera, vencidos los idus de marzo, tan sombríos, encontraremos melancolías y belleza, alimento para resistir frente a la barbarie, que hace sonar sus cantos de sirena, acompañados por Ojo Virule, las monjas y señores de Port-Royal, por Rabí Isaac Ben Yehuda o por Sara de Ur, o por el Señor Jonás, el profeta, puede que por Ángela, y por todos los retablillos que la vida ha ido tejiendo en la escritura de José Jiménez Lozano como un don, una gracia, un regalo, como la flor de los almendros que siempre se adelanta a los tiempos, sin saber y sin temer a sus devastaciones.

     No deje pasar el ávido lector, el buscador eterno, el que no se conforma con los senderos trillados de la gloria y de los oropeles de cuanto nos rodea, esta oportunidad de encontrar, o de volverse a encontrar, con esta escritura encendida de Don José, que sabe a manantiales, a oteros, a interioridades, a espíritu, a flor del alma, para hallar, acaso junto a los Cristos que nos miran desde la penumbra de las ermitas de esta tierra nuestra, a Dios en su castillo interior, en la noche oscura, aliviando tantas desazones y desasosiegos como nos acompañan.


Fernando Alda








jueves, 13 de abril de 2023

Azul el día, 7

 

7


Y en el mar las estelas de la memoria,

de los hombres de nácar y los caballos
que saltan por encima de los valles que hay
entre las olas, sueño
rotundo de arenas y erizos,
una marea de algas que deja su costra
allí donde los acantilados se derrumban.
Una máscara de sal
enerva la proa de estas naos de tristeza,
insomnes buques que surcan
una niebla de caracolas y sargazos,
en ese lugar que no existe en las cartas
de navegación, en el que la corriente
arrastra cenizas de civilizaciones,
los restos del naufragio
eterno que es vivir. Mástiles,
maromas, trinquetes y obenques,
un croquis para el viento,
sutil ensalmo, una canción
antigua que habla de héroes y derrotas,
el campo de batalla que bajo el salitre
está enterrado en la profundidad,
pecios que encierran las ánforas y  cofres
de los tesoros que hemos ido sepultando
tras cada aurora, como un ritual
de abandono, la liturgia de las horas
en las que dejamos
nuestro silencio cómplice con el olvido.
Y ahora, la tormenta, el casco de hueso
y carne destrozado, solo el alma
 un timón de certeza,
firme hacia el finisterre, 
más allá de las estrellas que anuncian
el paso hacia el oeste, allí donde las
ínsulas describen el paraíso, la tierra entera.


Fernando Alda