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miércoles, 6 de noviembre de 2019

Un Reino que no es de este mundo

Árboles en llamas como aparecidos

en medio de la espesura del bosque:
nieblas, densidades,
el alma busca a tientas el abrazo
intenso del Amado.
Dios habla desde el esplendor
de las flores, en el murmullo
infinito del agua, en la nube
rota que desde el cielo se esponja.
Luz tan hermosa que viste
de transparencia el hogar
de la mirada y la ternura.
Es el origen del fuego,
es Amor, es un dardo
ardiente que traspasa el corazón
y lo habita, dulce abandono
entre el rocío y las rosas,
un éxtasis de ángeles.
Eternidad presentida en la cárcel
del existir, cuando el cuerpo es prisión
y el deseo busca sereno las fronteras
de un Reino que no es de este mundo.

Fernando Alda Sánchez

martes, 5 de noviembre de 2019

La voluntad de los mapas


        Todos tenemos un mapa con el que visitar las desolaciones que hemos ido acumulando en el corazón. Desolaciones propias y ajenas. Desolaciones sanadas y otras que siguen abiertas, supurando. Es un mapa tan triste, que cuesta mirarlo. Quizá lo tenemos olvidado, o lo utilizamos poco para recorrer nuestro itinerario espiritual, pero existe. Es como un alzado de la visión del mundo que te queda tras una batalla: solo ruinas y cadáveres, aguas pútridas, hogueras, un dolor que cabalga como un jinete del Apocalipsis, una soledad tan grande que resulta inabarcable.

        Mas la vida nos lleva también por otros caminos, y la alegría se instala en nuestros balcones, aunque pueda parecernos que es en un difícil equilibrio. Las azucenas nos ofrecen toda su luminosidad en el alféizar de una ventana, el cielo vuelve a ser azul, de un azul inmaculado, como el de los cielos de Ávila cuando en el invierno el espejo del hielo hace todo más transparente, y el corazón se esponja, respira hondo, como queriendo volver a vivir. Así que también tenemos un mapa de vivencias intensas y hermosas, en las que están apuntadas nuestra boda o el nacimiento de los hijos, o, simplemente, una mañana de sol y aire que ha limpiado, como si de fuego se tratase, los cuévanos de nuestros interiores, esos que resulta tan difícil ventilar adecuadamente.

        Es la voluntad de los mapas. Nuestra voluntad. Amanece el mundo, se suceden los días y los trabajos, y, quizá, nos encontramos frente al vacío existencial, que está hecho de muchas cosas, especialmente de las que más nos afectan de forma negativa (no daré ejemplos, pues cada cual tiene los suyos propios). Ese vacío nos lleva a otro más grande, hasta que nos asomamos al abismo mientras nos tiemblan las piernas y en el corazón se ha instalado el frío, un frío peor que el de enero, y se nos ciegan los ojos y nos falta el aire.

        Y entonces, ¿qué? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Los acertijos del horóscopo, los arcanos de las sibilas, el consumo en vena, las adicciones a todo aquello que nos va a destruir? Algunos creemos en Dios, pensamos que es el único que puede llenar ese inmenso hueco que se ha venido a vivir con nosotros dentro de nuestro ser. Y en la esperanza que ello nos da encontramos un sentido a tanta sinrazón.

        El otoño sigue haciendo estragos fuera, mientras miro estas devastaciones, que son como las de la edad, tras el cristal. No son sólo los árboles los que nos ofrecen sus oros nuevos, sino la ausencia de aves, que parecen  no querer volar ya, o los estragos de la lluvia en el alma, que está como con hipotermia. Miro el otoño, que es uno de los umbrales de la vida, y se que el invierno está cerca, que es el final. Pienso en los ríos, en Jorge Manrique y las Coplas que escribió a su padre muerto, y pese a tanta tristeza, a tanto desvarío como se me enciende en las entretelas, que no me deja dormir, se que hay esperanza, que los caminos tienen salida, que conducen a la Resurrección y la Gloria, y que no estoy solo, pues conmigo recorre el camino Cristo, que me mira, como un amigo, desde los oteros, desde la penumbra de las ermitas, desde la sombra de las fuentes, junto a las nubes, desde los zaguanes y en las encrucijadas.

      Recorro los mapas de mi vida. Sobre una mesa están desplegados, usados, arrugados, desleídos. Conforman una tierra que conozco. Está llena de islas, como Ítaca o Barataria, de hogares, de mundos sutiles, que dijera Antonio Machado, que he ido tejiendo, quizá en la memoria de Penélope, en la espera y la esperanza. Y entonces se que nunca dejaré de esperar.

Fernando Alda Sánchez

(Foto: pixabay)

     

     

Una candela

Una candela en la noche,

tanto negror y tan poca luz.
Sobre el páramo helado las estrellas,
Dios mío, mi Señor,
eres la llama,
la única llama,
Abba, en esta angustia
sin límites que siento
en las tinieblas
de vivir. Solo tu presencia,
nada más anhelo.
Tu misericordia,
Padre, tu misericordia.
Una mirada tuya
que encienda el gozo del alma,
como el que siempre espera
tener esperanza y un día
alcanza la Gloria de la Resurrección.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 3 de noviembre de 2019

El viento es el camino



          El  viento es hoy el camino. Va, como un río, abriendo encrucijadas. Le sigo como el que se fía de un mapa impreciso, con nombres de lugares borrosos, gastados por el uso o el agua, sin una dirección concreta, sin un destino aparente, con carreteras sinuosas que se entrelazan, en un dédalo de colores incomprensibles que conducen a la locura.

          Claro que nos gustaría saber el origen del viento, visitar allí donde nace, y saber dónde va, dónde muere, el sitio exacto en el que reposan sus huesos una vez que ha dejado de soplar. Conocer sus cenizas. Nos gustaría su libertad, pero estamos hechos de apegos, de raíces que nos van anclando, de amarres y nudos, de cuerdas que también se entremezclan. Eso sí, resulta hermoso sentirse, en ocasiones, un viento fuerte, vigoroso, que enloquece a las veletas de las torres. Quisiéramos ser ese viento que no cesa nunca, preludio de tormentas, ese viento que pudiera arrancar de cuajo todo el óxido que se ha ido depositando en el corazón y que ha conformado una costra salitrosa, oscura, irreductible, que no nos deja querer.

          Me conformaré ahora con sentir el viento ulular afuera, rondar el tejado de la casa, desmelenar las copas de las moreras de la calle, despeinándolas de hojas en este otoño remilgado y tímido, mientras sueño con singladuras y viajes, con caravanas de sombras, mientras me entrego a la liturgia del primer café del día, para despertar los ánimos. En las manos tengo una rosa de los vientos de fuego, me arden los puntos cardinales entre los dedos sigilosos.

          Habla el viento, y yo escucho sus cantos de sirena, entre Escila y Caribdis, mientras las horas se desangran lentas en los relojes, como si fuesen aves migratorias que un día han de regresar. Eso quisiéramos... Mas todo fluye, como el viento, que en esta mañana de domingo en el que la luz se espesa en grises no usados, pero la lluvia no llega para bendecir la ceremonia del recuerdo, las bodas de sangre de la memoria.

Fernando Alda Sánchez


(La fotografía es de pixabay)
     




  1.        

sábado, 2 de noviembre de 2019

Resplandores



          No es fácil sentarse a escribir todos los días y comenzar a desarbolar la memoria, tratando de desbrozar hojarascas y ramajes innecesarios, en un ejercicio de poda tan audaz como inútil, pues no siempre encuentras lo que buscas. El consuelo reside en que el lector sabrá perdonar este desastre y aguardará, paciente y misericordioso, a que la próxima vez tengas más tino y sepas ofrecerle aquello que espera, o lo que no se espera, pero que está a la altura de lo que escribes.

           Esta digresión inicial no tiene ningún sentido, salvo el de hallarse uno perdido por las ramas, en este Día de los Fieles Difuntos, comenzando noviembre con el ánimo templado y las ganas de superar, ya veremos cómo, el mes más triste del año, dicen, sin saber muy bien por qué lo califican así. Noviembre es puro otoño, y no tiene por qué estar lleno de melancolías. Acaso sea porque la luz de los días se va acortando más y más, como si se nos fuese acabando el aceite del candil y en la alcuza no tuviésemos reserva y creciese en nosotros la certeza de que se nos va a acabar sin que veamos el final de la noche.

          Pero no nos entretengamos en estas tristezas, en nostalgias innecesarias. El esplendor del otoño nos sigue ofreciendo toda su belleza, y ya vendrá la esperanza. Los árboles se siguen vistiendo de oros cálidos, de sangre palpitante, de una luz imposible que es un regalo para los ojos. Merece la pena, por tanto, seguir saliendo a pasear, aunque el negror de la noche se nos venga encima como de repente y tengamos que buscar refugio allí donde lo encontremos.

           Ayer, Día de Todos los Santos, encendí la chimenea en casa. El crepitar del fuego, sus lenguas danzantes, me devolvieron a la noche de los tiempos, a aquella en la que el hombre balbuceaba su primer existir, bajo bóvedas de piedra, a la luz titilante de las llamas y de los misterios. Y no podía dejar de mirar, de forma atávica, claro, esos resplandores que tanto bien hicieron a mi alma, pues en ella removieron ascuas desconocidas, ascuas ignotas, que allí mantienen el eco de lo que soy y de lo que otros han sido, el sueño de Dios, el espíritu que insufla cuando nacemos de la arcilla. Mas no me sentí como el hombre de la caverna platónica, aunque sí más libre, por el hecho de asomarme a estos abismos y tener una hoguera a mano. La leña de las encinas resistía los embates de las llamas con fuerza, aunque luego todo fue ceniza, más no eran las mías, pues yo seguía soñando con vida eterna. Y soñar es vivir, por supuesto, aunque nos parezca mentira, pues en el sueño también tenemos emociones, late nuestro corazón, pese a tener los ojos cerrados.

       Noviembre comienza a andar, y tiene sus misericordias: unas humildes castañas asadas, como fruto primordial del otoño, pueden bastarnos no sólo para calentar las manos en los primeros fríos, sino para aflorar recuerdos de infancia y de juegos, memorias lúcidas de cómo se ha ido conformando nuestra vida, para descubrir la altura de la existencia, el parpadeo de las estrellas en las noches en las que el hielo campa como un jinete del Apocalipsis en estos páramos abulenses en los que habito. Y será suficiente, seguro, pues esas castañas me devolverán a la fragilidad del presente, que se rompe en pedazos de cristal, en ocasiones muy cortantes, pero que nos vemos obligados a recomponer minuciosamente, para no perdernos en el camino.

Fernando Alda Sánchez



(La foto es de pixabay)

De profundis

De profundis clamavi ad te, Domine,

y mi voz se agosta en su viaje,
aunque pronuncia tu nombre:
desde esta sequedad te llamo,
desde este desierto te llamo,
no comprendo tus designios,
lo que deseas de mi,
no alcanzo a saber
de tu silencio, de tus noches
interminables, de la llama
secreta de tu fuego,
de las ascuas que consumen
mi ser hombre todos los días.
No se el origen
de la hoguera, el manantial
de los rescoldos, la causa del incendio,
mas no me aparto de tu fidelidad,
del pozo de agua viva
que refresca tanta desmemoria.
Me traspasa tu misericordia,
siempre contigo,
como la sombra a la luz,
como la cima al valle,
como tu sueño al mío,
en un respirar
pausado de tórtolas
que en su nido alumbran
el más hermoso amanecer.

Fernando Alda Sánchez

viernes, 1 de noviembre de 2019

Si yo pudiera...

Si yo pudiera, Cristo,

en vez de un clavo ser una flor
abierta en su belleza entre tus huesos
doloridos, si en vez de una lanzada
pudiera ser el aleteo
de una alondra en tu costado,
si en vez de un latigazo
pudiera ser el viento
amigo, el agua fresca
y profunda que sabe a vida
eterna, si en lugar de la corona
de espinas fuese los pétalos de la rosa...

Si yo pudiera ser el Cirineo
y no el desprecio,
Cristo, si yo pudiera
sostener tu cabeza un instante
antes de entregar el espíritu,
si yo pudiera ser más valiente
en la persecución,
y no haberte negado
tantas veces a la luz
incierta de las hogueras
de aquella noche y de todas las noches.
Si yo pudiera...

Fernando Alda Sánchez