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martes, 5 de noviembre de 2019
La voluntad de los mapas
Todos tenemos un mapa con el que visitar las desolaciones que hemos ido acumulando en el corazón. Desolaciones propias y ajenas. Desolaciones sanadas y otras que siguen abiertas, supurando. Es un mapa tan triste, que cuesta mirarlo. Quizá lo tenemos olvidado, o lo utilizamos poco para recorrer nuestro itinerario espiritual, pero existe. Es como un alzado de la visión del mundo que te queda tras una batalla: solo ruinas y cadáveres, aguas pútridas, hogueras, un dolor que cabalga como un jinete del Apocalipsis, una soledad tan grande que resulta inabarcable.
Mas la vida nos lleva también por otros caminos, y la alegría se instala en nuestros balcones, aunque pueda parecernos que es en un difícil equilibrio. Las azucenas nos ofrecen toda su luminosidad en el alféizar de una ventana, el cielo vuelve a ser azul, de un azul inmaculado, como el de los cielos de Ávila cuando en el invierno el espejo del hielo hace todo más transparente, y el corazón se esponja, respira hondo, como queriendo volver a vivir. Así que también tenemos un mapa de vivencias intensas y hermosas, en las que están apuntadas nuestra boda o el nacimiento de los hijos, o, simplemente, una mañana de sol y aire que ha limpiado, como si de fuego se tratase, los cuévanos de nuestros interiores, esos que resulta tan difícil ventilar adecuadamente.
Es la voluntad de los mapas. Nuestra voluntad. Amanece el mundo, se suceden los días y los trabajos, y, quizá, nos encontramos frente al vacío existencial, que está hecho de muchas cosas, especialmente de las que más nos afectan de forma negativa (no daré ejemplos, pues cada cual tiene los suyos propios). Ese vacío nos lleva a otro más grande, hasta que nos asomamos al abismo mientras nos tiemblan las piernas y en el corazón se ha instalado el frío, un frío peor que el de enero, y se nos ciegan los ojos y nos falta el aire.
Y entonces, ¿qué? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Los acertijos del horóscopo, los arcanos de las sibilas, el consumo en vena, las adicciones a todo aquello que nos va a destruir? Algunos creemos en Dios, pensamos que es el único que puede llenar ese inmenso hueco que se ha venido a vivir con nosotros dentro de nuestro ser. Y en la esperanza que ello nos da encontramos un sentido a tanta sinrazón.
El otoño sigue haciendo estragos fuera, mientras miro estas devastaciones, que son como las de la edad, tras el cristal. No son sólo los árboles los que nos ofrecen sus oros nuevos, sino la ausencia de aves, que parecen no querer volar ya, o los estragos de la lluvia en el alma, que está como con hipotermia. Miro el otoño, que es uno de los umbrales de la vida, y se que el invierno está cerca, que es el final. Pienso en los ríos, en Jorge Manrique y las Coplas que escribió a su padre muerto, y pese a tanta tristeza, a tanto desvarío como se me enciende en las entretelas, que no me deja dormir, se que hay esperanza, que los caminos tienen salida, que conducen a la Resurrección y la Gloria, y que no estoy solo, pues conmigo recorre el camino Cristo, que me mira, como un amigo, desde los oteros, desde la penumbra de las ermitas, desde la sombra de las fuentes, junto a las nubes, desde los zaguanes y en las encrucijadas.
Recorro los mapas de mi vida. Sobre una mesa están desplegados, usados, arrugados, desleídos. Conforman una tierra que conozco. Está llena de islas, como Ítaca o Barataria, de hogares, de mundos sutiles, que dijera Antonio Machado, que he ido tejiendo, quizá en la memoria de Penélope, en la espera y la esperanza. Y entonces se que nunca dejaré de esperar.
Fernando Alda Sánchez
(Foto: pixabay)
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