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sábado, 2 de noviembre de 2019

Resplandores



          No es fácil sentarse a escribir todos los días y comenzar a desarbolar la memoria, tratando de desbrozar hojarascas y ramajes innecesarios, en un ejercicio de poda tan audaz como inútil, pues no siempre encuentras lo que buscas. El consuelo reside en que el lector sabrá perdonar este desastre y aguardará, paciente y misericordioso, a que la próxima vez tengas más tino y sepas ofrecerle aquello que espera, o lo que no se espera, pero que está a la altura de lo que escribes.

           Esta digresión inicial no tiene ningún sentido, salvo el de hallarse uno perdido por las ramas, en este Día de los Fieles Difuntos, comenzando noviembre con el ánimo templado y las ganas de superar, ya veremos cómo, el mes más triste del año, dicen, sin saber muy bien por qué lo califican así. Noviembre es puro otoño, y no tiene por qué estar lleno de melancolías. Acaso sea porque la luz de los días se va acortando más y más, como si se nos fuese acabando el aceite del candil y en la alcuza no tuviésemos reserva y creciese en nosotros la certeza de que se nos va a acabar sin que veamos el final de la noche.

          Pero no nos entretengamos en estas tristezas, en nostalgias innecesarias. El esplendor del otoño nos sigue ofreciendo toda su belleza, y ya vendrá la esperanza. Los árboles se siguen vistiendo de oros cálidos, de sangre palpitante, de una luz imposible que es un regalo para los ojos. Merece la pena, por tanto, seguir saliendo a pasear, aunque el negror de la noche se nos venga encima como de repente y tengamos que buscar refugio allí donde lo encontremos.

           Ayer, Día de Todos los Santos, encendí la chimenea en casa. El crepitar del fuego, sus lenguas danzantes, me devolvieron a la noche de los tiempos, a aquella en la que el hombre balbuceaba su primer existir, bajo bóvedas de piedra, a la luz titilante de las llamas y de los misterios. Y no podía dejar de mirar, de forma atávica, claro, esos resplandores que tanto bien hicieron a mi alma, pues en ella removieron ascuas desconocidas, ascuas ignotas, que allí mantienen el eco de lo que soy y de lo que otros han sido, el sueño de Dios, el espíritu que insufla cuando nacemos de la arcilla. Mas no me sentí como el hombre de la caverna platónica, aunque sí más libre, por el hecho de asomarme a estos abismos y tener una hoguera a mano. La leña de las encinas resistía los embates de las llamas con fuerza, aunque luego todo fue ceniza, más no eran las mías, pues yo seguía soñando con vida eterna. Y soñar es vivir, por supuesto, aunque nos parezca mentira, pues en el sueño también tenemos emociones, late nuestro corazón, pese a tener los ojos cerrados.

       Noviembre comienza a andar, y tiene sus misericordias: unas humildes castañas asadas, como fruto primordial del otoño, pueden bastarnos no sólo para calentar las manos en los primeros fríos, sino para aflorar recuerdos de infancia y de juegos, memorias lúcidas de cómo se ha ido conformando nuestra vida, para descubrir la altura de la existencia, el parpadeo de las estrellas en las noches en las que el hielo campa como un jinete del Apocalipsis en estos páramos abulenses en los que habito. Y será suficiente, seguro, pues esas castañas me devolverán a la fragilidad del presente, que se rompe en pedazos de cristal, en ocasiones muy cortantes, pero que nos vemos obligados a recomponer minuciosamente, para no perdernos en el camino.

Fernando Alda Sánchez



(La foto es de pixabay)

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