Mi querido amigo:
Recuerdo ahora el anochecer, el temblor de las primeras estrellas al asomarse a los cielos, como luciérnagas, tan pequeñas y débiles, allá, en la lejanía, para decir y nombrar lo que en el día ha sido y, tal vez, vuelva a ser cuando amanezca, mientras es otoño y las arboledas se tiñen de amarillos y ocres, tal llamaradas de un fuego que se extinguirá en cualquier atardecer, cuando menos lo espere, y se haya consumado esta liturgia de abandono y desmemoria.
Resulta hermoso salir en estos días apacibles de octubre, en los que las tardes se van acortando, como a mi me parece que se acortan el deseo y la voluntad, acompañado por las hojas de los castaños, de los robles, de los viejos nogales, que nos ofrecen sus frutos como si de hespérides se tratase, mientras soñamos con Ofir, con Saba, con reinos perdidos entre la niebla del tiempo, con el paso del agua bajo los puentes, en la melancolía de todo lo que fluye, llevándose los rescoldos de la última hoguera en la que ardieron las lágrimas, las pasiones, los recuerdos que afloraron al amanecer, cuando creíamos que todo era nuevo, antes de la extinción.
Me he puesto un poquito de agua de colonia sobre la cara, para tratar de alegrar, mínimamente, la mañana. El perfume parece como la magdalena proustiana, pues desentierra miradas y aromas, el aleteo de una mariposa, la fragilidad de una libélula, y bajo la piedra de basalto que me sirve de pisapapeles en el escritorio he dejado una cuartilla arrugada, con unos versos que escribí ayer, o cualquier día, y que rescaté de la papelera como quien salva un pajarillo de morir ahogado en un estanque, pues tiene un ala rota, con plomo en ella. Acaso también mi poema tenga un ala inservible, pero intentaré restañar sus heridas, para que vuelva a volar, para que visite otros nidos, y entre las copas de los chopos deje un hilván de color.
Hoy me vence, más que nunca, esa melancolía crónica con la que miro el mundo. En las médulas se esconde esa tristeza otoñal que parece nos conduce a un abismo, pero algo ríe en mis adentros, sin sarcasmo; tal vez sea esa sabiduría silenciosa que te da el saberte como de vuelta de todo, ajeno a los ajetreos y desvelos del mundo y sus sinrazones, que pese a que sigue con sus representaciones y retablillos, de pobres y mudos títeres, no te roza, pues tu libertad la has puesto en lo Alto, en quien es mucho más grande que cuanto existe. Como si las cenizas de aquello que se representa y muere se las llevase el viento en otra dirección.
Y es bueno sentirse así, de vez en cuando, viendo únicamente el esplendor de la hierba, los ropajes con los que se visten los lirios y las glicinas, los acianos y las azucenas, ajeno a la representación, fuera de ella, sin ser cómplice con tanta atrocidad y desvarío. Tal una tarde en el campo, admirando la sombra de las encinas, la silueta atormentada de los peñascos, las tierras yermas y abiertas, las nubes altísimas, algún milano sobrevolar estas soledades, el alcaraván esbozar su vuelo como si de una ofrenda se tratase. Sin mayor disgusto o agobio que escuchar tus pasos sobre el sendero que alcanza las colinas, allí donde sueñan los sueños y se nos ofrecen en abundancia.
Se que ahora estarás también tú contemplando los esplendores del otoño, sus oros viejos, el rojo de los melojos, el fruto de los escaramujos, los majuelos, el temple del serbal de cazadores, los madroños que nos entregan su ofrenda ardiente, o los erizos de los castaños, ya cuajados, rompiéndose, para saber lo hermoso que resulta vivir. Te dejo con esas miradas que acabarán incendiándose en la primera puesta de sol, como carbones antiguos, y te dejo, también, con la hoguera de tus recuerdos, que en ocasiones se parecen a los míos.
Tuyo siempre
Fernando Alda
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