Buscar este blog

viernes, 4 de octubre de 2019

Deshabitados "Campos de Castilla"



          Los machadianos y reales "Campos de Castilla" están hoy deshabitados, como otros muchos campos y tierras de España, sin que desde décadas y décadas nuestros dirigentes políticos hayan tomado conciencia del problema, de la lenta sangría en la que vivimos en muchas provincias del interior, de la terrible agonía de la que ya no parece salvarnos ninguna unidad de cuidados intensivos.

          Hoy, que es viernes, se ha convocado un paro de cinco minutos para que se tome conciencia de esta situación. Me sumo al paro, pero de 24 horas, pues estoy forzosamente parado, es decir, sin trabajo, y sin muchas perspectivas, por falta de ellas en estas tierras duras del interior, en mi Ávila querida. Quedamos cuatro, tirando por lo alto, para mantener el Patrimonio histórico-artístico, el legado de nuestros mayores, la altura ética y espiritual de estos campos, la belleza que arde en sus llanuras y montañas, el ocre otoñal con el que se visten los árboles en este octubre lleno de malos presagios.

            Alcemos la voz, los que aún creemos en estas soledades interiores, en tantas ciudades, villas, pueblos y aldeas que cada día amanecen con toda su belleza intacta para que el derribo del abandono y de la muerte no les de la puntilla. A ver si nos hacen caso los que nos han llevado a estos cuidados paliativos que nada remedian, de una vez, y no todo se quede en estériles promesas electorales (ahora tenemos unos comicios a la vuelta de la esquina, que nuestro voto de verdad valga). Alcemos la voz para que no seamos los últimos en tener que irse y no nos veamos obligados a apagar la luz en el desahucio al que parece nos vemos condenados, para que no seamos un parque temático que se visita los fines de semana.

            No se si esta purga tendrá ya remedio. Llevo años luchando contra ella, aportando mis conocimientos y mis ganas de vivir,  mi presencia, mas reconozco que en ocasiones me puede la tristeza del abandono, se me pudre la raíz de la desidia en los tuétanos, y vierto lágrimas de impotencia ante tanta devastación.

           Seguiré escribiendo, como siempre, sobre esta Castilla mía, sobre el que es mi paisaje espiritual, que llevo tan dentro de mis entrañas, en el alma, para seguir clamando por la vida, por las oportunidades para vivir, para que no tengamos que seguir marchándonos de aquí y de otros lugares a ciudades también deshabitadas y vacías de sentimiento, meros dormitorios, osarios de almas. Don Antonio Machado seguro que me comprende y me alienta.

          Seguiré mirando el horizonte, los cielos altos, las cumbres de las montañas que ya esperan las primeras nieves del otoño, el vuelo de las aves, seguiré rezando en las escondidas ermitas que pueblan los alcores y los arroyos, buscando el esplendor de una fuente, la sombra de un álamo en la que dejar abandonada la nostalgia, el soñar pastoril de estas tierras condenadas a la desmemoria y a la desolación. Le pido a Dios, en el que creo, que escuche mis oraciones.

Fernando Alda Sánchez

Nota.- La foto está realizada en las ruinas del que fuera convento de San Jerónimo, en Ávila


jueves, 3 de octubre de 2019

Memorias no escritas

Si en el mediodía el sol ha dejado

sus huevos de serpiente,
un áspid amenazante,
y son las horas que transcurren
imaginadas el desvelamiento
de las memorias no escritas,
en la calma existencial,
inalcanzable paraíso,
residirá el desasosiego que mueve
nuestros huesos, la patria
potestad de cuanto hemos sido.
No somos nosotros, solo
reflejos de la platónica
caverna, hijos de la soledad
que el resplandor hiere y tal vez
resucita en su provervial
ceguera, como topos
que siguen cavando galerías
hacia ninguna parte,
laberintos inconclusos
en los que se perderá
el asombro, la admiración
por la luz de todo cuanto
nos ha sido entregado.

Fernando Alda Sánchez

Teresa de Ávila

         
Foto: Wikipedia

          En el lienzo norte de la Muralla de Ávila hay un arco modesto, que pasa desapercibido cuando uno camina por la Ronda Vieja, a la sombra de los potentes torreones, al que es recomendable acceder intramuros, como desde dentro del corazón de la ciudad, para encontrarse de bruces con la vista que uno va buscando. Se trata del Arco del Mariscal, de referencia en los inviernos abulenses por el frío y el viento que se cuelan por su vano y desde el que se descubre, por la altura a la que se halla, una hermosa imagen del arrabal norte de Ávila, que en su día fuera barrio de canteros y huertas, con la Calle Ajates perfilando su espina dorsal.

         Desde esta atalaya, de frente, como una isla de silencio, el Monasterio de La Encarnación, en el que profesara Santa Teresa, y, además, la iglesia románica de San Andrés, las ruinas de San Francisco (hoy auditorio municipal), la esbelta torre mudéjar de la Ermita de San Martín, y hacia la izquierda, Santa María de la Cabeza,  todas por encima de la escasa altura de las edificaciones.

         Es como asomarse desde el Castillo Interior de Santa Teresa de Ávila y ver el mundo como lo vería ella, mas despoblado, más desabrido, cuando una mañana se marchó a La Encarnación para ser monja, para comenzar, contra la voluntad de su padre, la aventura espiritual y humana que hoy todavía nos fascina y nos deslumbra.

        En esa isla que es el monasterio se guarda con celo su huella, como ocurre en el Convento de San José, también en Ávila, la estrellita que alumbró las fundaciones teresianas por toda España, que luego se abrieron al mundo, y como ocurre en el Convento de La Santa, edificado sobre el solar de la que fuera su casa natal. Allí el huerto en el que jugaba con sus hermanos, la habitación en la que vino al mundo.

         La ciudad se remansa en ese paisaje, como arropando la estética carmelitana de Teresa. Celdas desnudas, encaladas, un camastro, una almohada de tabla, el hábito marrón y duro, para soportar los "tiempos recios" de los que la Santa de Ávila habla en sus escritos. Quizá un libro, un jarro con un poco de agua, unos papeles para escribir. El piso de baldosas de barro, la luz transparente de Ávila que ilumina la estancia desde una ventanita. Acaso una vela.

          Y evoco hoy sus libros, "Las moradas", "Las fundaciones", el de su Vida, o sus poemas,  "Nada te turbe", la sencilla pluma de una mujer que supo elevarse por encima de su tiempo y alcanzar las estancias de Dios, de su Amado, de ese Cristo "muy llagado" de sus amores, y en mi, que soy peregrino en el mundo y me gusta recorrer los caminos espirituales que me salen al paso como puertas abiertas de par en par, no siento nostalgia, sino una profunda alegría por leer y releer a Teresa, que sigue encendiendo en mi corazón una hoguera fuerte, con llamas luminosas, en este otoño soleado en el que ya por las noches baja la temperatura en Ávila y amanece frío, presagiando luego los eneros y febreros en los que los hielos curten el alma con sus rigores. No hay mejor remedio cuando parece que el mundo está ardiendo, como ella escribía.

         Dicen que Ávila es el Castillo Interior de Teresa, y no me extraña. Es el castillo más grande de Castilla, también, dicen otros, la Jerusalén castellana, la de estas tierras en las que los cielos alumbran alturas insospechadas y en las que el alma sueña, como suspendida del aire, los sueños de Dios. "Ávila la casa", de Miguel de Unamuno, que parece seguir paseando por las calles de la ciudad, meditando sobre el alma de España.

         Aquí también soñó otro abulense, de Fontiveros, San Juan de la Cruz, con "llama de amor viva", esos mismos sueños y mantuvo esos mismos amores divinos de Teresa, así que algo hay en el paisaje de esta Ciudad, de esta Ávila que ahora me abraza como si fuera una madre, un nido cálido de plumón y trinos sonoros, de alimento espiritual, para seguir el camino diario, sus zozobras y desasosiegos, con una lamparita en la mano y un breve retiñir de campanas que en el alma deja recuerdos de otras épocas y otros sentires, que parecen haberse llevado los vencejos y las cigüeñas hacia otras tierras y lugares, en busca de acomodo en los que pasar la invernada con menos rigor. Y termino diciendo, como mi paisana, en un susurro de alondras, que "solo Dios basta".

Fernando Alda Sánchez




miércoles, 2 de octubre de 2019

Caminar desacertado

Como el gladiador en el Coliseo

te vas desmembrando en fiero
combate, la ilusión es necedad
incruenta, mientras tú mismo
aclamas el logro imposible
de mirarte a los ojos y descubrir
lo que hay en ti de cierto.
Glauca atmósfera envuelve
el caminar desacertado
de las solas ideas, como queriendo
enmascarar su tibieza, la debilidad
flagrante que contienen:
primero la vida, después la filosofía,
tal vez hablaremos más tarde
de haber sentido el agua
escaparse entre los dedos,
después de haber amado
intensamente la luz y las tinieblas,
tras haber libado el arsénico
de la esperanza y haber bailado
un vals muy lento con ángeles
y demonios o haber visitado
al dolor en su domicilio.
Hablaremos en las ágoras
que aún nos restan por recorrer
y desde los púlpitos que nos han prestado,
hablaremos para no callar,
para eludir el helor curvo
que porta la muerte,
hablaremos para ser y para amar,
hablaremos para no enloquecer
igual que escribimos para seguir siendo la frágil
arcilla que un día abandonó su molde.

Fernando Alda Sánchez

Volvemos a los libros



 

          Volvemos a los libros siempre que los necesitamos. Nos acompañan, siempre. Como dice José Jiménez Lozano necesitamos estar acompañados. En ocasiones, con poca cosa nos basta, un trozo de ladrillo gastado, una cuerda con la que venía atado un paquete de libros, afirma él, y yo añado, con una vieja fotografía que nos redime de la nostalgia, una pluma estilográfica con la que hemos escrito unos versos o, simplemente, los recuerdos que nos brotan del alma y nos salvan de la tristeza.

          Guardamos los libros como tesoros, en las bibliotecas particulares, pero también en las públicas, a las que es bueno acudir cuando la necesidad (bien por un libro descatalogado que nos hace falta o bien por que no nos alcanza el presupuesto para adquirirlo) nos acucia a ello, aunque también es verdad que es maravilloso visitar las bibliotecas, grandes o pequeñas, por el puro placer de hacerlo, para estar acompañados, para saber que tenemos los libros a mano. Que están ahí. Ahora, además, tenemos las bibliotecas digitales, que nos facilitan el trabajo, pues estamos conectados a ellas igual que lo estamos a la aldea global. Ceros y unos viajando por el eter, salvando antiguas e imposibles distancias.

          Claro que como la biblioteca de casa no hay nada, por pequeña que sea, pues la hemos vivido mientras la estábamos leyendo, y la vivimos todos los días, cuando miramos los volúmenes, que parecen tranquilos pese a que en sus páginas guarden el desasosiego, o cuando volvemos a soñar lo que ya leímos. Son ellos, nuestra compañía, nuestro desvelo, el amor que siempre profesamos a lo escrito.

          Volvemos a los libros, que siguen vivos en nuestra memoria, más allá del recuerdo, más allá de la vivencia, como mudos testigos de lo que ha sido, y seguirá siendo, nuestra vida, y lo hacemos con la conciencia de que son parte de nosotros, pues nos han ayudado a vivir, a crecer, a sentir, a amar, a creer. Nunca los olvidaremos. Ellos nos buscan cuando saben que estamos en silencio o en soledad. Saben de nuestras derrotas, de nuestros naufragios, pero también de la alegría que nace del corazón del ser humano, de las primaveras y de los otoños, de los largos inviernos, de las lágrimas y de las contiendas, saben del luminoso verano, y de todo aquello cuanto albergamos en las entretelas del corazón.

          Los libros son fieles compañeros de viaje, sea cual sea su formato (pues ahora coinciden los impresos en papel con los digitales) y su compañía es grata para el alma. ¿De cuántas situaciones adversas nos han salvado? Ellos llevan nuestra memoria, son la llama sagrada que no se apaga en nuestro interior. Son luz y camino. No lo olvidemos nunca. Nos necesitan para vivir.

Fernando Alda Sánchez







martes, 1 de octubre de 2019

Tinta

La tinta con la que escribo

no me pertenece,
ha sido robada a la noche,
a las minas de antracita,
a la queratina de los coleópteros,
tal vez a los sueños de las hormigas.
Es la tinta que nombra y bendice,
la tinta que acusa, el trazo
negro que delata el pálpito
de la emoción, la presencia
del agua, la primera vida
sobre la Tierra.
Es la tinta con la que respiro,
con la que sueño a Dios,
con la que amo,
es la tinta que amanece,
ardor antiguo, la tinta que resplandece
y devora el papel, una palabra
escrita, un garabato,
un simple acento, una coma,
el dibujo distraído sobre una cuartilla
en blanco, los palotes que un niño
traza con ilusión en el colegio.
Tinta, solo tinta.

Fernando Alda Sánchez


"El túnel"

Como ocurre en "Crónica de una muerte anunciada", de Gabriel García Márquez, en "El túnel", de Ernesto Sábato (Rojas- Santos Lugares - Argentina, 1911 - 2011) no hay sorpresas en cuanto al final del relato, en cuanto a su resolución:

"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona". Aunque la novela es la explicación que el propio personaje principal de la misma da al asesinato de su amante.

Escrita con un estilo acerado, lacónico, podríamos decir, "El túnel" es una novela descarnada, psicológica, profundamente existencialista, dada la personalidad de Juan Pablo Castel, que es una persona atormentada, un río desbocado que no encuentra salida.

"El túnel" es una gran metáfora de la soledad del ser humano. El relato está narrado con evidente imparcialidad, sin apasionamiento, y vemos cómo la figura del pintor asesino se desmorona, pues el se creía un semidiós y no es más que un ser humano con todas sus zozobras, lleno de mezquindades.

Termino diciendo que esta novela, publicada en 1948, es un viaje que, a través del "túnel" que es el propio protagonista, su soledad inmensa, es una puerta que nos puede llevar a leer otras obras, no menos magníficas, de Ernesto Sábato, como "Abaddón el exterminador", "Sobre héroes y tumbas", "Antes del fin" o "Uno y el universo".

Fernando Alda Sánchez

Portada de la edición realizada por Cátedra, en Letras Hispánicas, a cargo de Ángel Leiva