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jueves, 3 de octubre de 2019

Teresa de Ávila

         
Foto: Wikipedia

          En el lienzo norte de la Muralla de Ávila hay un arco modesto, que pasa desapercibido cuando uno camina por la Ronda Vieja, a la sombra de los potentes torreones, al que es recomendable acceder intramuros, como desde dentro del corazón de la ciudad, para encontrarse de bruces con la vista que uno va buscando. Se trata del Arco del Mariscal, de referencia en los inviernos abulenses por el frío y el viento que se cuelan por su vano y desde el que se descubre, por la altura a la que se halla, una hermosa imagen del arrabal norte de Ávila, que en su día fuera barrio de canteros y huertas, con la Calle Ajates perfilando su espina dorsal.

         Desde esta atalaya, de frente, como una isla de silencio, el Monasterio de La Encarnación, en el que profesara Santa Teresa, y, además, la iglesia románica de San Andrés, las ruinas de San Francisco (hoy auditorio municipal), la esbelta torre mudéjar de la Ermita de San Martín, y hacia la izquierda, Santa María de la Cabeza,  todas por encima de la escasa altura de las edificaciones.

         Es como asomarse desde el Castillo Interior de Santa Teresa de Ávila y ver el mundo como lo vería ella, mas despoblado, más desabrido, cuando una mañana se marchó a La Encarnación para ser monja, para comenzar, contra la voluntad de su padre, la aventura espiritual y humana que hoy todavía nos fascina y nos deslumbra.

        En esa isla que es el monasterio se guarda con celo su huella, como ocurre en el Convento de San José, también en Ávila, la estrellita que alumbró las fundaciones teresianas por toda España, que luego se abrieron al mundo, y como ocurre en el Convento de La Santa, edificado sobre el solar de la que fuera su casa natal. Allí el huerto en el que jugaba con sus hermanos, la habitación en la que vino al mundo.

         La ciudad se remansa en ese paisaje, como arropando la estética carmelitana de Teresa. Celdas desnudas, encaladas, un camastro, una almohada de tabla, el hábito marrón y duro, para soportar los "tiempos recios" de los que la Santa de Ávila habla en sus escritos. Quizá un libro, un jarro con un poco de agua, unos papeles para escribir. El piso de baldosas de barro, la luz transparente de Ávila que ilumina la estancia desde una ventanita. Acaso una vela.

          Y evoco hoy sus libros, "Las moradas", "Las fundaciones", el de su Vida, o sus poemas,  "Nada te turbe", la sencilla pluma de una mujer que supo elevarse por encima de su tiempo y alcanzar las estancias de Dios, de su Amado, de ese Cristo "muy llagado" de sus amores, y en mi, que soy peregrino en el mundo y me gusta recorrer los caminos espirituales que me salen al paso como puertas abiertas de par en par, no siento nostalgia, sino una profunda alegría por leer y releer a Teresa, que sigue encendiendo en mi corazón una hoguera fuerte, con llamas luminosas, en este otoño soleado en el que ya por las noches baja la temperatura en Ávila y amanece frío, presagiando luego los eneros y febreros en los que los hielos curten el alma con sus rigores. No hay mejor remedio cuando parece que el mundo está ardiendo, como ella escribía.

         Dicen que Ávila es el Castillo Interior de Teresa, y no me extraña. Es el castillo más grande de Castilla, también, dicen otros, la Jerusalén castellana, la de estas tierras en las que los cielos alumbran alturas insospechadas y en las que el alma sueña, como suspendida del aire, los sueños de Dios. "Ávila la casa", de Miguel de Unamuno, que parece seguir paseando por las calles de la ciudad, meditando sobre el alma de España.

         Aquí también soñó otro abulense, de Fontiveros, San Juan de la Cruz, con "llama de amor viva", esos mismos sueños y mantuvo esos mismos amores divinos de Teresa, así que algo hay en el paisaje de esta Ciudad, de esta Ávila que ahora me abraza como si fuera una madre, un nido cálido de plumón y trinos sonoros, de alimento espiritual, para seguir el camino diario, sus zozobras y desasosiegos, con una lamparita en la mano y un breve retiñir de campanas que en el alma deja recuerdos de otras épocas y otros sentires, que parecen haberse llevado los vencejos y las cigüeñas hacia otras tierras y lugares, en busca de acomodo en los que pasar la invernada con menos rigor. Y termino diciendo, como mi paisana, en un susurro de alondras, que "solo Dios basta".

Fernando Alda Sánchez




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