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domingo, 15 de marzo de 2020

Idus de marzo



      Funestos idus de marzo, como le advirtieron a Julio César, que se cuidase de ellos. A nosotros también nos lo han estado anunciando, lo hemos tenido delante de las narices, pero vivimos en un mundo tan ajetreado, con tanta prisa, que no somos capaces de parar, de sentarnos un momento a pensar, a sentir, a razonar, para darnos cuenta de los peligros que nos acechan, tan inconscientes somos, atareados como estamos únicamente en producir, en fabricar, en vender. Lejos, claro está, los tiempos en los que la vida no se medía por los relojes, sino por el sol, por el movimiento de la tierra, ni siquiera por los días, acaso por los meses o las estaciones. Ya no creemos en la sabiduría, ni la buscamos, ni siquiera creemos en el sentido común, pues únicamente llevamos delante de nuestros ojos la zanahoria del ocio y del consumo, empeñados en una nueva quimera del oro que va dejando sus destrozos por todas partes.

      Me asomo al jardín de casa buscando algún esbozo de la primavera, y veo el lilo  a punto de florecer y eso me sirve de consuelo y de esperanza, aunque los pájaros, que en estos días manifestaban sus romances, parecen haberse escondido, como si también ellos entendiesen la magnitud del peligro. El cielo está azul, con apenas unas nubes blancas, aunque para las próximas horas nos anuncian la nieve, aquí en Ávila, que saldrá de sus cuarteles de invierno para recordarnos que aún es pronto para quitarnos el rudo sayal de los meses de la luz breve y del hielo.

      Los idus eran días de buenos augurios, para los romanos, aunque siempre los asociaremos al asesinato de César y a su famosa frase "Tu quoque, fili mei?" que le dijera a Bruto mientras le apuñalaban. A la memoria me viene la novela de Thornton Wilder, del año 1948, que nos relata los meses previos al magnicidio, pero también el libro homónimo de Valerio Maximo Manfredi, sobre la conjura que acabó con la vida del que hubiera sido, tal vez, el primer emperador de Roma. También el cuadro de Vincenzo Camuccini, sobre la muerte de César, que ilustra esta entrada de hoy. Y, por supuesto, cómo no, de la película con el mismo título que dirigió George Clooney, que nada tiene que ver con aquellos hechos, sino con el presente. Ahí tenemos material para leer o ver en estos días, ahora que el cine y los libros son buenos aliados para ir paliando el tedio que pueda producirnos el confinamiento por esta nueva plaga moderna, el coronavirus, el covid-19.

     Puede ser un buen momento, si ello nos es posible, para la soledad gozosa, aunque impuesta, que nos lleve a mirar el mundo de otra manera, tal vez como lo mira Dios, por dentro, de forma muy especial a nosotros mismos, para conocer mejor las entretelas de las que estamos hechos, las que tenemos en los "adentros", como le gustaba decir al recientemente fallecido Premio Cervantes José Jiménez Lozano, recordando los versos de Lope de Vega:

     "A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos".

     Y con esos pensamientos estaremos en coloquio en estos días, en estos idus de marzo que tan funestos nos parecen y que servirán, a buen seguro, para sacar lo mejor de nosotros mismos, como ya está ocurriendo, y eso será muy hermoso, pues aunque estamos hechos de arcilla frágil, también tenemos nervios de acero, y tenemos un alma, pues de ella nos dotó nuestro Creador. En estas horas que nos parecen de incertidumbre, en las que si nos abandonamos podemos llegar a creer que el fin del mundo está cerca, tenemos que saber que no estamos solos, que estamos acompañados, como pudimos comprobar anoche, cuando tantas y tantas personas salieron a aplaudir, a las 22 horas, por el personal sanitario que nos atiende (y añado yo que por todos aquellos que durante estas jornadas prestarán un servicio impagable para cuidarnos). Cristo, además, también nos acompaña, y por eso es bueno dejarle entrar en nuestras casas, en nuestras vidas, y busquemos esa oración que hemos olvidado y que aprendimos de niños, cuando el mundo no se pesaba y se medía para obtener un beneficio escandaloso de él.

    Los que ya vamos teniendo una edad, que ahora se dice mediana, y que vamos adquiriendo la certeza de que el tiempo corre muy deprisa (tempus fugit) solo para nosotros, hemos aprendido a ver con otra perspectiva lo que está ocurriendo. Se alzarán voces, acaso, reclamando el "carpe diem", pero creo que la cosa no está para bromas ni para despilfarros. Ni para consejos, aunque pienso que no es malo eso que decía antes de mirarse por dentro, para comprobar cuántas zonas oscuras tenemos y para tratar de llevar con alegría estas cuarentenas de las que saldremos mucho mejor de lo que pudieron hacerlo nuestros antepasados, que disponían de menos medios que nosotros.

    Que estos idus de marzo sean una oportunidad, no una condena, para redimirnos de los efectos a los que nos conduce nuestra estupidez, que en ocasiones es mucha, pues vivimos tan alegremente que no nos paramos a pensar en las consecuencias. En el Barroco recordaban al personal que todos hemos de morir, y veo ahora esos cuadros tenebristas, los esqueletos y las guadañas, las calaveras con una vela encima, para que no se perdiese la perspectiva. En la memoria prende el recuerdo de Valdés Leal y el pensamiento de Miguel de Mañara en la Sevilla del XVII. No es momento de tinieblas, pero sí de cambiar de actitud, ayudados, por supuesto, también por el buen humor, por la ironía y, si es necesario, por el sarcasmo, que la risa también ayuda, al menos para no hundirnos en la tristeza y para que las melancolías no sean como una marea que nos arrastra de forma inevitable.

      En la calle nadie, como abandonada, en una soledad perpetua, quizá el símbolo de nuestra propia condena, la señal de estos tiempos tan apresurados y tan locos en los que nos empeñamos en vivir. La calma, como sinónimo de plenitud, y dejemos que el viento sea el que espante nuestros temores, girando en las veletas. Arde la memoria en los años vividos, la edad de la inocencia se enciende y tal vez podamos regresar a alguna Arcadia, al menos en estos días de prueba, para que el fuego sagrado, que aún se mantiene en ascuas en nuestro interior, sea mañana, el futuro que deseamos.

Fernando Alda Sánchez



 


     
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viernes, 13 de marzo de 2020

Fiesole, Boccaccio y Albert Camus


          Hoy me siento como los jóvenes que se retiraron a una villa en Fiesole, en las colinas desde las que se ve Florencia en todo su esplendor, para huir de la peste. Así lo escribiera Giovanni Boccaccio en su "Decamerón". Así muchos, recluidos en casa, junto a las familias, para protegernos, como los personajes literarios, de esta nueva peste moderna, el Covid-19,  coronavirus, que cabalga desbocado igual que alguno de los Jinetes del Apocalipsis, y que ha venido para recordarnos cuán frágiles somos, que estamos hechos de arcilla y que nunca seremos como dioses. Pero de nada sirve entonar un lamento.

          Es momento de acordarse de otras lecturas, como "La peste", de Albert Camus, y dejar que el alma busque las oraciones que sabe para pedirle a Dios que no nos abandone, y que no perdamos la cordura. Es también la obra de teatro del mismo autor, "Estado de sitio". Ambos libros, en este Mediterráneo nuestro, en este "cul de sac", fondo de bolsa o callejón sin salida, en el que tantas civilizaciones se han alzado y han sucumbido, en ambos casos entre Orán y Cádiz, tan cerca de nosotros. Acaso los libros nos ayuden a dejar que las horas vayan desvaneciéndose poco a poco en la memoria, como ocurre con los cuentos de Boccaccio, y la imaginación sepa ahuyentar el miedo que parece estar devorándonos. Estas plagas o pestes parecen una obsesión en Camus, que sabe bien que somos como un "Extranjero" en este mundo que ahora se vuelve, de nuevo, contra nosotros.

        No estoy en las colinas de la Toscana, pero si en las de Castilla, ahora en Ávila, y contemplo también esta ciudad, que me recuerda a otras, con sus Murallas, que también fueron sitiadas hasta lo heroico, quizá Numancia, en la lejana Soria, y los castros vettones de mi tierra, Ulaca, Cogotas, La Mesa de Miranda, Sanchorreja, hoy Alepo, desde luego, en Siria,  y tantas ciudades que a lo largo de los siglos han padecido los horrores de la guerra.

     Ya no estamos preparados para soportar una mínima cuarentena. El pánico nos doblega pues conocemos el poder de los virus y de otras amenazas, sin darnos cuenta de que si nos faltase la electricidad, pese a todas nuestras máquinas e invenciones, regresaríamos a la Edad Media, que tan oscura y tan llena de sobresaltos nos parece en comparación con la Edad de las Luces en la que creemos estar instalados, hasta que el mal nos doblega el brazo en todos los pulsos que le echamos. ¿Sabremos soportar el tedio, la desesperación, la desconfianza, el desasosiego que nos está produciendo esta situación? Nuestros antepasados salieron victoriosos en muchas ocasiones de largos asedios, pero... tal vez nosotros somos más blanditos,y estamos más anestesiados, tan apegados a la comodidad y las zonas de confort.

   En fin, que habrá que seguir escribiendo, imaginando, para hacer más llevadera esta carga, estas soledades impuestas, sacando partido a las circunstancias, pues la situación de confinamiento, que muchos parecen haberse saltado de forma tan irresponsable y poco solidaria, como ocurre siempre en esta sociedad del ocio en la que no pensamos en nadie más que en nosotros mismos, para disfrutar de la lectura, del cine en casa, de los medios de comunicación que tanto nos ayudan o nos sobre informan innecesariamente, o bien para hablar en familia, para jugar más con los hijos, en caso de que sea posible, para escuchar esa música para la que nunca encontramos momento, para orar y buscar el rostro del Altísimo, en definitiva, para crecer como personas y para reflexionar y darnos cuenta de que seguimos teniendo límites, de que somos seres limitados, de que nuestra cabeza bulle e idea sueños que se vienen abajo como un castillo de naipes, una y otra vez.

   Si no somos capaces de darnos cuenta de lo débiles que somos seguiremos empeñados en cometer los mismos errores, en tropezar las veces que haga falta en la misma piedra. No hemos nacido para ser dioses, para habitar en el Olimpo, sino para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, como nos recuerda el Génesis, que aunque pensemos que solo es poesía está cargado de razones, pues solo somos seres humanos, dolientes, como el doncel de Larra, y no somos capaces de enfrentarnos a peligros tan descomunales, que dijera Don Quijote, con nuestras armas que están hechas de hojalata.

    Dicen que Winston Churchill leía a Edward Gibbon y su "Historia de la decadencia y caída del imperio romano" mientras dirigía los destinos de Gran Bretaña durante la II Guerra Mundial. En uno de sus discursos pronunció la conocida frase de "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor", que tanto se derramaron en aquella contienda, aunque tal vez nosotros no estemos dispuestos a ello. Pese a todo, leer a Gibbon siempre resulta interesante, pues de la historia de Roma podemos sacar muchas conclusiones que nos servirán para no perder referencias. También puede ser bueno leer a San Agustín, su "Ciudad de Dios", pues el obispo de Hipona supo del asedio de los bárbaros, o dejarnos llevar por la lectura de Santa Teresa, que consideraba que "estase ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo", o a San Juan de la Cruz, que tan hermosos y lúcidos versos nos dejó, algunos escritos en prisión.

     Como al de Fontiveros, me gustaría, en estos momentos de incertidumbre, de zozobra para muchos, hacer lo que él

      "Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado".

     No creo que sea el fin del mundo, y saldremos de ésta como hemos salido de otras plagas, sean las vacas locas o la gripe A, pues aunque débiles somos resistentes, pero no puedo dejar de decir aquello de "el que tenga oidos, que oiga...". Regreso a la lectura de los deliciosos cuentos del "Decamerón" mientras pido gracia y misericordia por los enfermos y por aquellos que dejaron de estar entre nosotros devorados por este nuevo enemigo invisible. En Florencia, y en Ávila, ya se ha puesto el sol, y ha llegado la noche, como el Ángel Exterminador en la Pascua. Un rescoldo de luz aún arde vivísimo en mis ojos, que nunca pierden la esperanza.

Fernando Alda Sánchez

(Imagen de Shutters stock, a través de Pixabay.com)

lunes, 9 de marzo de 2020

Duelo en la Casa Grande, in memoriam José Jiménez Lozano









         Hoy podría escribir un artículo muy triste, lleno de melancolías y devastaciones, pues ha fallecido el escritor abulense, de Langa, José Jiménez Lozano, con 89 años, en Valladolid, pero no me arrastrarán los versos de Neruda. He buscado con auténtica emoción alguna de las cartas que nos cruzamos, evidentemente remitida por él, entre los años 1985 y 1986, cuando yo era un joven recién licenciado en Periodismo que estaba escribiendo un libro sobre su obra literaria y sobre sus artículos. Le había descubierto gracias al que fuera mi profesor de Literatura en el Colegio Diocesano de Nuestra Señora de la Asunción en Ávila, Jacinto Herrero Esteban, poeta, paisano suyo y amigo desde la infancia. Jiménez Lozano nos había enviado a un grupo de amigos un artículo sobre José Somoza, el hereje de Piedrahíta, para la revista "Barataria", que editábamos con mucha ilusión en la ciudad amurallada.

        Recuerdo con infinita gratitud y mucho amor no solo sus cartas, sino las tardes que pasé con él en su casa de Alcazarén (el "Petit Port Royal", como la conocen sus amigos), entre pinares y cielos altos, asombrado por hablar con un escritor de su talla y su maestría. O las visitas que hicimos a las ruinas del monasterio de "La Armedilla", o al de Santa María de Valbuena, hoy sede de la Fundación Las Edades del Hombre, el proyecto que con tanta lucidez y visión materializó junto a José Velicia. Recuerdo, también, que me dijo que algunas cuestiones que yo había descubierto como lector en sus novelas le habían sorprendido, y eso era para mí una auténtica fascinación.

    José Jiménez Lozano habita, desde hoy ya para siempre, en mi paisaje espiritual, en mi hábitat intelectual, en mi memoria, en ese lugar en el que los amigos que nos vamos construyendo en la imaginación tienen un espacio destacado, pues nos ayudan a vivir, como a mí me ha ayudado a hacerlo la lectura apasionada de sus novelas, o sus diarios, que comenzase con los "Tres cuadernos rojos". El "cosero", del que el "escribidor" hablaba tanto, se va llenando poco a poco con estas cosas que la memoria aflora agitada, y es verdad, hay "Duelo en la Casa Grande", en la suya y en la de las Letras, en este día en el que nos ha dejado.

    El tiempo y la profesión nos fueron distanciando luego, aunque he de decir que volví a verle en Ávila, con el paso de los años, en la inauguración de una exposición sobre los "collage" que tanto le gustaba hacer a él y el día en el que recibió el título de hijo adoptivo de la Ciudad de Ávila. Aún seguía acordándose de aquel joven tímido que le llamaba por teléfono, con auténtica veneración, para poder ir a visitarle y pasar unas horas con él en su biblioteca, un viejo granero remodelado, que era una auténtica delicia. También lo eran los viajes que hacíamos en un destartalado Seat 133 para ir a verle, Antonio, Miguel Ángel, Mayte y un servidor, propiedad del primero, mientras soñábamos con la literatura y la gloria. Él y nosotros éramos más jóvenes, y bien podríamos afirmar, como Fray Luis, eso de "decíamos ayer...".  Por aquel entonces ya había publicado yo mi libro de poemas, "Airado Luzbel", que le envié por correo, y del que me hizo alguna reflexión en esas cartas de las que hablo. Finalmente, en el año 1987, gracias a la Institución Gran Duque de Alba, de la Diputación de Ávila, vio la luz un libro sobre estos trabajos e impresiones, "La salamandra en el fondo del pozo", que fue premio de ensayo San Juan de la Cruz, convocado por la misma.

     Hoy quisiera ser "Ojo Virule", el narrador de "Duelo en la Casa Grande", para seguir contando ésta y otras historias y recuerdos que afloran ahora como un torrente, como auténticos borbotones de agua subterránea, y en esta nostalgia, en esta Castilla nuestra, tan femenina y espiritual, como él la veía, se que voy a encontrármele, un día de estos, en la luz poniente, junto a cualquier ermita, en un bosquecillo de chopos, junto a un arroyuelo o manantial, buscando el verdor oculto, o frente a las Murallas de Ávila, que a Don José le parecían las de Constantinopla cuando era un niño y habitaba ese reino inabarcable de la inocencia y de la infancia.

     Pero me gustaría ser también "Sara de Ur", o "El mudejarillo", o Rabí Isaac Ben Yehuda, perdido en sus parábolas y circunloquios, tal vez alguna de las monjas de Port Royal, para seguir buscando, como Teresa de Ávila y Juan de Yepes, el Todo en la Nada en alguna celda de La Encarnación o de San José, en el chamizo de Duruelo o en la prisión de Toledo, para no perder nunca la lucidez ni las certezas.

     Se que José Jiménez Lozano, que pertenecía y pertenece al mundo de la cultura antigua, como él la definía, frente a esta otra tan deshumanizada que estamos fabricando quizá por que no sabemos que puede conducirnos a la extinción, se habrá enfrentado a la muerte, en sus últimos días,  como se había enfrentado toda su vida a las preguntas esenciales y eternas que todo ser humano debe encarar, y que lo habrá hecho con una candela en la mano, con una velita, con una pequeña luz, para no estar solo en medio de las tinieblas, como estamos los hombres, para estar acompañado y decirle a Dios que vivimos aquí abajo y que nos siga mirando con ternura y no nos desampare.

      Descansa en paz, maestro. Te nos has ido a lo Alto. Tus lectores seguimos tu viaje. Afortunadamente nos has dejado tus libros. Nunca te olvidaremos.

Fernando Alda Sánchez

     Nota.- La portada se corresponde con el último libro que José Jiménez Lozano ha publicado, "La querencia de los buhos", cuentos en los que se plasman todas sus obsesiones y desasosiegos.

domingo, 8 de marzo de 2020

El asombro y la celebración

 El asombro derrama toda su celebración en estos instantes en los que enciendes los ojos y abres la boca para comprobar cómo la vida te pertenece, pues está impresa en los genes del alma, cómo la luz se te ofrece como un don de Dios, que ha puesto su dedo sobre el tuyo, barro insomne, y te ha transmitido sus sueños. Es el asombro del encuentro con Cristo Resucitado, el asombro más grande, el primer resplandor de la luz sobre el mundo, el primer resplandor sobre tus ojos que se abren desvelando misterios y profundidades.


           La fascinación, la admiración, el maravillamiento, la sorpresa, sinónimos todos de aquello que nos mueve y nos hace seres humanos, perpetuamente ardiendo en la Verdad, pues tal es su aliento, su espíritu, que tan magistralmente plasmase Miguel Ángel en la Sixtina Capilla, como pintando en la pared de la gruta en la que nos refugiamos, por vez primera, y en la que el almagre dibujaba sombras y sueños, entelequias y anhelos, esbozos de lo que el corazón anuncia.

          Seguimos en los andenes de la vida, esperando trenes que habrán de pasar, para los que no disponemos de billete, y quizá tengamos que subirnos en marcha. Así el deseo, la búsqueda, la propia trascendencia que nos lleva hacia lugares más altos, hacia lo Alto, creciendo como ahora lo hacen las mimosas y los chopos, la propia hierba, el heno fresco que será alimento y mañana, una fragancia de orígenes, de albas purísimas, de la noche primera, de la sangre cuando se despabila, del fragor de todas las batallas que han sido, y nos arden los adentros, que dijera mi paisano, el escribidor de Langa, como si todos los rescoldos nos naciesen de la boca y el fuego fuese aire, lluvia entonces, un fulgor de brasas de ángeles que anuncian el gozo de la eternidad.

          Es poesía lo que nos mueve, lo que incendia las médulas, lo que respira bajo la piel y el músculo, y nos camina, nos eleva, poesía triste, un brindis con un vino tinto embocado, que dicen en mi Ávila, que deja ese regusto dulce, tan placentero, tan humano, y que ya no acabas de encontrar, pues se esconde en las bodegas de los pocos sabios que en el mundo han sido, como decía ayer mismo, sin ir más lejos, mi querido Fray Luis, que en Madrigal entregó la vida, con las Altas Torres.

       Se ha nublado el cielo, pero la vista no decae, y el día transcurre en un vestirse de las horas con cenizas, con sayales de soledad, con el grito último que de las entrañas nace y es la esperanza que necesitamos, el latido intenso de un amor que siempre se renueva.

        La exaltación.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 4 de marzo de 2020

El humo de la tristeza


          En la mirada se te han quedado prendidos valles de sombra, velos de niebla, una lluvia fría y bella como la muerte, y estás en descampado, sin abrigo, con un desasosiego punzante que el caudal de los ríos que te circundan no es capaz de arrastrar. El mundo es como un muro y tus pobres manos de marioneta, rotas, desangeladas, no pueden pintar la noche y sus estrellas en el blanco lienzo que la nostalgia te ofrece como paño de lágrimas.

         Entre esas neblinas vagas como alma abandonada, arrastrando cadenas y días, el mortal sufrir de un desvelo perpetuo, la pena negra, más negra, tiznada del carbón más oscuro, te agusana las entrañas, y aún así eres capaz de reír, de burlar las celadas que la Parca y la envidia van abriendo bajo tus pies nudosos, llagados de tanto camino, de tanto naufragio.

        Jirones de nubes se enganchan en las copas de los árboles, robles desnudos que aún habitan el invierno, y el paisaje es morada para el peregrino, al que abraza el viento en estos páramos tan altos, incendiados de soledad, en los que habitan la desolación y el desamparo. ¿Qué tierras éstas que no nombras y de las que hablas solo en las noches de ventisca, cuando el fuego va extinguiéndose en el hogar y en la memoria y apenas queda rescoldo al que arrimarse? ¿Qué tierras éstas, quizá incógnitas, por las que te adentras entre el sueño y la vigilia, sonámbulo acaso, sin rumbo cierto?

      Tal vez sea la imaginación enfebrecida, el espíritu que busca romper las hechuras de esta mortaja en la que vives, o el deseo tratando de hallar vados en medio de la tormenta, puertos abiertos, horizontes sin fronteras, ellos son los que enervan los sentidos y los confunden en un baile de extinción en el que se agotan el razonamiento y el entender lo que se manifiesta ante ti, testigo del silencio, de la mudez del habla, de

"lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede por imposible y calla"

como en el poema de Rafael Alberti,

"cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza"

y las palabras no nacen de parte alguna, no quieren brotar, solo hieren por dentro, más abajo del origen de la vida, más profundo, y se quedan para morir y pudrirse, pues ni el llanto puede aflorar esos borbollones de dolor hirviente, de los años vencidos, de los anhelos ajados, del pútrido humor que fluye entre las bilis y las atormenta.

    Hoy te puede la melancolía, el humo de la tristeza, y sin embargo, ríes, sin risa, sin palabras, sin gestos ni alaracas, ríes y sueñas, y los cielos sobre tu cabeza te bendicen en nombre de Cristo y de la libertad, y caminas, nunca solo, por estos pedregales, por los canchales en los que se va resquebrajando el tiempo, la cuerda de guitarra vibrante que desmorona melodías que nunca habrán de ser cantadas.

     Alzas los ojos hacia las cumbres sin saber que Dios está a tu lado, sufriente también contigo, soportando tu peso y tu desvelo, el acíbar de la angustia que te asoma por los ojos, la lengua desgarrada y en llamas de tanto dolor que a tinieblas te sabe. Es la noche de Getsemaní y un ángel te vela mientras todo duerme y las dudas roen el hueso que te sostiene.

     Las lágrimas traerán la sonrisa, el descanso, con el viento del sur y el cálido beso de sus labios aromados y tiernos, con la albahaca y el romero, con el galán de noche y el jazmín, y será el triunfo, la celebración, el regreso de las tardes en las que el vino apacentaba el caer del sol poniente, y la inocencia, como un niño, jugaba con el vuelo de los vencejos. ¡Pobre pájaro enjaulado que desde el alféizar de la ventana canta su cautiverio y me acompaña en esta derrota y en esta sangre!

Fernando Alda Sánchez


 

 


martes, 3 de marzo de 2020

Ávila

Colinas de melancolía nublan

el paisaje y sueñas en la tristeza
un vuelo de pájaros,
como lágrimas de sutil destreza
que desde las lejanas torres doblan,
tal solitarios faros.
Arde en ti la historia
de una ciudad no olvidada, victoria
será en la muerte final,
tu despertar o incluso la memoria
de estar vivo y amar música sideral
que los nocturnos recuerdos devora
en la desesperación.
Fuera solo el fuego
lo que la dulce pasión
desatada reclama en esta hora,
no es amor, y mueres en el juego
por querer amar la luz
que en el atardecer sus torres dora,
Ávila, desde la cruz
de los caminos, cielo y sol pronuncian
tu deseado nombre, en el que mora
el mal que en ti asoma,
tal veneno libado de redoma,
que no cesa de herir
la nostalgia, el regreso,
las aromáticas flores que anuncian
el abandono al partir,
este fugaz suceso.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 1 de marzo de 2020

Hogueras entre la niebla

Hogueras entre la niebla, el ardid de la luz

que oculta sus máscaras,
universos finitos con los que juegas,
tahúr trasnochado, y pierdes en cada envite.
Nada sabes del origen de todo lo que conoces,
como por ensalmo
burlas el compromiso, el envés
de las llamas, las huellas
dactilares del papel,
el saberte poeta,
alfarero de la lengua,
troquel para el agua.
Libas el insomnio de amanecer
desnudo de todo artificio,
bajo un fúlgido firmamento
de lunas repetidas.
Eres. Seguirás siendo,
seguirás estando vivo entre los vivos,
más vivo que nunca
porque sabes la verdad
de los días inciertos,
la verdad de las auroras
robadas, abrir
tus entretelas,
huido de ti mismo,
entre dos luces cautivo,
fascinado por la migración
de las lágrimas, por el hurto
imperdonable de las llaves
del Paraíso.
Ebrio de vivir, constante el pulso
que pone en marcha la alegría,
el estrépito de la risa, la apertura
de los umbrales que dan paso
al júbilo y a la exaltación.
Eres tú mismo, sin aditivos
ni conservantes,
sin velos, sin cortinajes
malsanos y circunspectos.
Es como dejarse arrastrar por la vida
en un torrente impetuoso que horadase
cordilleras de melancolía, nunca fatigado,
el ánimo despierto y potente,
buscando, tras las esquinas,
bajo las alfombras, en los sótanos
sellados, el alimento que el espíritu
reclama con voz imperiosa
en el afán, en los trabajos y los días,
de seguir creciendo.

Fernando Alda Sánchez