El asombro derrama toda su celebración en estos instantes en los que enciendes los ojos y abres la boca para comprobar cómo la vida te pertenece, pues está impresa en los genes del alma, cómo la luz se te ofrece como un don de Dios, que ha puesto su dedo sobre el tuyo, barro insomne, y te ha transmitido sus sueños. Es el asombro del encuentro con Cristo Resucitado, el asombro más grande, el primer resplandor de la luz sobre el mundo, el primer resplandor sobre tus ojos que se abren desvelando misterios y profundidades.
La fascinación, la admiración, el maravillamiento, la sorpresa, sinónimos todos de aquello que nos mueve y nos hace seres humanos, perpetuamente ardiendo en la Verdad, pues tal es su aliento, su espíritu, que tan magistralmente plasmase Miguel Ángel en la Sixtina Capilla, como pintando en la pared de la gruta en la que nos refugiamos, por vez primera, y en la que el almagre dibujaba sombras y sueños, entelequias y anhelos, esbozos de lo que el corazón anuncia.
Seguimos en los andenes de la vida, esperando trenes que habrán de pasar, para los que no disponemos de billete, y quizá tengamos que subirnos en marcha. Así el deseo, la búsqueda, la propia trascendencia que nos lleva hacia lugares más altos, hacia lo Alto, creciendo como ahora lo hacen las mimosas y los chopos, la propia hierba, el heno fresco que será alimento y mañana, una fragancia de orígenes, de albas purísimas, de la noche primera, de la sangre cuando se despabila, del fragor de todas las batallas que han sido, y nos arden los adentros, que dijera mi paisano, el escribidor de Langa, como si todos los rescoldos nos naciesen de la boca y el fuego fuese aire, lluvia entonces, un fulgor de brasas de ángeles que anuncian el gozo de la eternidad.
Es poesía lo que nos mueve, lo que incendia las médulas, lo que respira bajo la piel y el músculo, y nos camina, nos eleva, poesía triste, un brindis con un vino tinto embocado, que dicen en mi Ávila, que deja ese regusto dulce, tan placentero, tan humano, y que ya no acabas de encontrar, pues se esconde en las bodegas de los pocos sabios que en el mundo han sido, como decía ayer mismo, sin ir más lejos, mi querido Fray Luis, que en Madrigal entregó la vida, con las Altas Torres.
Se ha nublado el cielo, pero la vista no decae, y el día transcurre en un vestirse de las horas con cenizas, con sayales de soledad, con el grito último que de las entrañas nace y es la esperanza que necesitamos, el latido intenso de un amor que siempre se renueva.
La exaltación.
Fernando Alda Sánchez
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