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lunes, 9 de marzo de 2020

Duelo en la Casa Grande, in memoriam José Jiménez Lozano









         Hoy podría escribir un artículo muy triste, lleno de melancolías y devastaciones, pues ha fallecido el escritor abulense, de Langa, José Jiménez Lozano, con 89 años, en Valladolid, pero no me arrastrarán los versos de Neruda. He buscado con auténtica emoción alguna de las cartas que nos cruzamos, evidentemente remitida por él, entre los años 1985 y 1986, cuando yo era un joven recién licenciado en Periodismo que estaba escribiendo un libro sobre su obra literaria y sobre sus artículos. Le había descubierto gracias al que fuera mi profesor de Literatura en el Colegio Diocesano de Nuestra Señora de la Asunción en Ávila, Jacinto Herrero Esteban, poeta, paisano suyo y amigo desde la infancia. Jiménez Lozano nos había enviado a un grupo de amigos un artículo sobre José Somoza, el hereje de Piedrahíta, para la revista "Barataria", que editábamos con mucha ilusión en la ciudad amurallada.

        Recuerdo con infinita gratitud y mucho amor no solo sus cartas, sino las tardes que pasé con él en su casa de Alcazarén (el "Petit Port Royal", como la conocen sus amigos), entre pinares y cielos altos, asombrado por hablar con un escritor de su talla y su maestría. O las visitas que hicimos a las ruinas del monasterio de "La Armedilla", o al de Santa María de Valbuena, hoy sede de la Fundación Las Edades del Hombre, el proyecto que con tanta lucidez y visión materializó junto a José Velicia. Recuerdo, también, que me dijo que algunas cuestiones que yo había descubierto como lector en sus novelas le habían sorprendido, y eso era para mí una auténtica fascinación.

    José Jiménez Lozano habita, desde hoy ya para siempre, en mi paisaje espiritual, en mi hábitat intelectual, en mi memoria, en ese lugar en el que los amigos que nos vamos construyendo en la imaginación tienen un espacio destacado, pues nos ayudan a vivir, como a mí me ha ayudado a hacerlo la lectura apasionada de sus novelas, o sus diarios, que comenzase con los "Tres cuadernos rojos". El "cosero", del que el "escribidor" hablaba tanto, se va llenando poco a poco con estas cosas que la memoria aflora agitada, y es verdad, hay "Duelo en la Casa Grande", en la suya y en la de las Letras, en este día en el que nos ha dejado.

    El tiempo y la profesión nos fueron distanciando luego, aunque he de decir que volví a verle en Ávila, con el paso de los años, en la inauguración de una exposición sobre los "collage" que tanto le gustaba hacer a él y el día en el que recibió el título de hijo adoptivo de la Ciudad de Ávila. Aún seguía acordándose de aquel joven tímido que le llamaba por teléfono, con auténtica veneración, para poder ir a visitarle y pasar unas horas con él en su biblioteca, un viejo granero remodelado, que era una auténtica delicia. También lo eran los viajes que hacíamos en un destartalado Seat 133 para ir a verle, Antonio, Miguel Ángel, Mayte y un servidor, propiedad del primero, mientras soñábamos con la literatura y la gloria. Él y nosotros éramos más jóvenes, y bien podríamos afirmar, como Fray Luis, eso de "decíamos ayer...".  Por aquel entonces ya había publicado yo mi libro de poemas, "Airado Luzbel", que le envié por correo, y del que me hizo alguna reflexión en esas cartas de las que hablo. Finalmente, en el año 1987, gracias a la Institución Gran Duque de Alba, de la Diputación de Ávila, vio la luz un libro sobre estos trabajos e impresiones, "La salamandra en el fondo del pozo", que fue premio de ensayo San Juan de la Cruz, convocado por la misma.

     Hoy quisiera ser "Ojo Virule", el narrador de "Duelo en la Casa Grande", para seguir contando ésta y otras historias y recuerdos que afloran ahora como un torrente, como auténticos borbotones de agua subterránea, y en esta nostalgia, en esta Castilla nuestra, tan femenina y espiritual, como él la veía, se que voy a encontrármele, un día de estos, en la luz poniente, junto a cualquier ermita, en un bosquecillo de chopos, junto a un arroyuelo o manantial, buscando el verdor oculto, o frente a las Murallas de Ávila, que a Don José le parecían las de Constantinopla cuando era un niño y habitaba ese reino inabarcable de la inocencia y de la infancia.

     Pero me gustaría ser también "Sara de Ur", o "El mudejarillo", o Rabí Isaac Ben Yehuda, perdido en sus parábolas y circunloquios, tal vez alguna de las monjas de Port Royal, para seguir buscando, como Teresa de Ávila y Juan de Yepes, el Todo en la Nada en alguna celda de La Encarnación o de San José, en el chamizo de Duruelo o en la prisión de Toledo, para no perder nunca la lucidez ni las certezas.

     Se que José Jiménez Lozano, que pertenecía y pertenece al mundo de la cultura antigua, como él la definía, frente a esta otra tan deshumanizada que estamos fabricando quizá por que no sabemos que puede conducirnos a la extinción, se habrá enfrentado a la muerte, en sus últimos días,  como se había enfrentado toda su vida a las preguntas esenciales y eternas que todo ser humano debe encarar, y que lo habrá hecho con una candela en la mano, con una velita, con una pequeña luz, para no estar solo en medio de las tinieblas, como estamos los hombres, para estar acompañado y decirle a Dios que vivimos aquí abajo y que nos siga mirando con ternura y no nos desampare.

      Descansa en paz, maestro. Te nos has ido a lo Alto. Tus lectores seguimos tu viaje. Afortunadamente nos has dejado tus libros. Nunca te olvidaremos.

Fernando Alda Sánchez

     Nota.- La portada se corresponde con el último libro que José Jiménez Lozano ha publicado, "La querencia de los buhos", cuentos en los que se plasman todas sus obsesiones y desasosiegos.

domingo, 8 de marzo de 2020

El asombro y la celebración

 El asombro derrama toda su celebración en estos instantes en los que enciendes los ojos y abres la boca para comprobar cómo la vida te pertenece, pues está impresa en los genes del alma, cómo la luz se te ofrece como un don de Dios, que ha puesto su dedo sobre el tuyo, barro insomne, y te ha transmitido sus sueños. Es el asombro del encuentro con Cristo Resucitado, el asombro más grande, el primer resplandor de la luz sobre el mundo, el primer resplandor sobre tus ojos que se abren desvelando misterios y profundidades.


           La fascinación, la admiración, el maravillamiento, la sorpresa, sinónimos todos de aquello que nos mueve y nos hace seres humanos, perpetuamente ardiendo en la Verdad, pues tal es su aliento, su espíritu, que tan magistralmente plasmase Miguel Ángel en la Sixtina Capilla, como pintando en la pared de la gruta en la que nos refugiamos, por vez primera, y en la que el almagre dibujaba sombras y sueños, entelequias y anhelos, esbozos de lo que el corazón anuncia.

          Seguimos en los andenes de la vida, esperando trenes que habrán de pasar, para los que no disponemos de billete, y quizá tengamos que subirnos en marcha. Así el deseo, la búsqueda, la propia trascendencia que nos lleva hacia lugares más altos, hacia lo Alto, creciendo como ahora lo hacen las mimosas y los chopos, la propia hierba, el heno fresco que será alimento y mañana, una fragancia de orígenes, de albas purísimas, de la noche primera, de la sangre cuando se despabila, del fragor de todas las batallas que han sido, y nos arden los adentros, que dijera mi paisano, el escribidor de Langa, como si todos los rescoldos nos naciesen de la boca y el fuego fuese aire, lluvia entonces, un fulgor de brasas de ángeles que anuncian el gozo de la eternidad.

          Es poesía lo que nos mueve, lo que incendia las médulas, lo que respira bajo la piel y el músculo, y nos camina, nos eleva, poesía triste, un brindis con un vino tinto embocado, que dicen en mi Ávila, que deja ese regusto dulce, tan placentero, tan humano, y que ya no acabas de encontrar, pues se esconde en las bodegas de los pocos sabios que en el mundo han sido, como decía ayer mismo, sin ir más lejos, mi querido Fray Luis, que en Madrigal entregó la vida, con las Altas Torres.

       Se ha nublado el cielo, pero la vista no decae, y el día transcurre en un vestirse de las horas con cenizas, con sayales de soledad, con el grito último que de las entrañas nace y es la esperanza que necesitamos, el latido intenso de un amor que siempre se renueva.

        La exaltación.

Fernando Alda Sánchez


miércoles, 4 de marzo de 2020

El humo de la tristeza


          En la mirada se te han quedado prendidos valles de sombra, velos de niebla, una lluvia fría y bella como la muerte, y estás en descampado, sin abrigo, con un desasosiego punzante que el caudal de los ríos que te circundan no es capaz de arrastrar. El mundo es como un muro y tus pobres manos de marioneta, rotas, desangeladas, no pueden pintar la noche y sus estrellas en el blanco lienzo que la nostalgia te ofrece como paño de lágrimas.

         Entre esas neblinas vagas como alma abandonada, arrastrando cadenas y días, el mortal sufrir de un desvelo perpetuo, la pena negra, más negra, tiznada del carbón más oscuro, te agusana las entrañas, y aún así eres capaz de reír, de burlar las celadas que la Parca y la envidia van abriendo bajo tus pies nudosos, llagados de tanto camino, de tanto naufragio.

        Jirones de nubes se enganchan en las copas de los árboles, robles desnudos que aún habitan el invierno, y el paisaje es morada para el peregrino, al que abraza el viento en estos páramos tan altos, incendiados de soledad, en los que habitan la desolación y el desamparo. ¿Qué tierras éstas que no nombras y de las que hablas solo en las noches de ventisca, cuando el fuego va extinguiéndose en el hogar y en la memoria y apenas queda rescoldo al que arrimarse? ¿Qué tierras éstas, quizá incógnitas, por las que te adentras entre el sueño y la vigilia, sonámbulo acaso, sin rumbo cierto?

      Tal vez sea la imaginación enfebrecida, el espíritu que busca romper las hechuras de esta mortaja en la que vives, o el deseo tratando de hallar vados en medio de la tormenta, puertos abiertos, horizontes sin fronteras, ellos son los que enervan los sentidos y los confunden en un baile de extinción en el que se agotan el razonamiento y el entender lo que se manifiesta ante ti, testigo del silencio, de la mudez del habla, de

"lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede por imposible y calla"

como en el poema de Rafael Alberti,

"cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza"

y las palabras no nacen de parte alguna, no quieren brotar, solo hieren por dentro, más abajo del origen de la vida, más profundo, y se quedan para morir y pudrirse, pues ni el llanto puede aflorar esos borbollones de dolor hirviente, de los años vencidos, de los anhelos ajados, del pútrido humor que fluye entre las bilis y las atormenta.

    Hoy te puede la melancolía, el humo de la tristeza, y sin embargo, ríes, sin risa, sin palabras, sin gestos ni alaracas, ríes y sueñas, y los cielos sobre tu cabeza te bendicen en nombre de Cristo y de la libertad, y caminas, nunca solo, por estos pedregales, por los canchales en los que se va resquebrajando el tiempo, la cuerda de guitarra vibrante que desmorona melodías que nunca habrán de ser cantadas.

     Alzas los ojos hacia las cumbres sin saber que Dios está a tu lado, sufriente también contigo, soportando tu peso y tu desvelo, el acíbar de la angustia que te asoma por los ojos, la lengua desgarrada y en llamas de tanto dolor que a tinieblas te sabe. Es la noche de Getsemaní y un ángel te vela mientras todo duerme y las dudas roen el hueso que te sostiene.

     Las lágrimas traerán la sonrisa, el descanso, con el viento del sur y el cálido beso de sus labios aromados y tiernos, con la albahaca y el romero, con el galán de noche y el jazmín, y será el triunfo, la celebración, el regreso de las tardes en las que el vino apacentaba el caer del sol poniente, y la inocencia, como un niño, jugaba con el vuelo de los vencejos. ¡Pobre pájaro enjaulado que desde el alféizar de la ventana canta su cautiverio y me acompaña en esta derrota y en esta sangre!

Fernando Alda Sánchez


 

 


martes, 3 de marzo de 2020

Ávila

Colinas de melancolía nublan

el paisaje y sueñas en la tristeza
un vuelo de pájaros,
como lágrimas de sutil destreza
que desde las lejanas torres doblan,
tal solitarios faros.
Arde en ti la historia
de una ciudad no olvidada, victoria
será en la muerte final,
tu despertar o incluso la memoria
de estar vivo y amar música sideral
que los nocturnos recuerdos devora
en la desesperación.
Fuera solo el fuego
lo que la dulce pasión
desatada reclama en esta hora,
no es amor, y mueres en el juego
por querer amar la luz
que en el atardecer sus torres dora,
Ávila, desde la cruz
de los caminos, cielo y sol pronuncian
tu deseado nombre, en el que mora
el mal que en ti asoma,
tal veneno libado de redoma,
que no cesa de herir
la nostalgia, el regreso,
las aromáticas flores que anuncian
el abandono al partir,
este fugaz suceso.

Fernando Alda Sánchez

domingo, 1 de marzo de 2020

Hogueras entre la niebla

Hogueras entre la niebla, el ardid de la luz

que oculta sus máscaras,
universos finitos con los que juegas,
tahúr trasnochado, y pierdes en cada envite.
Nada sabes del origen de todo lo que conoces,
como por ensalmo
burlas el compromiso, el envés
de las llamas, las huellas
dactilares del papel,
el saberte poeta,
alfarero de la lengua,
troquel para el agua.
Libas el insomnio de amanecer
desnudo de todo artificio,
bajo un fúlgido firmamento
de lunas repetidas.
Eres. Seguirás siendo,
seguirás estando vivo entre los vivos,
más vivo que nunca
porque sabes la verdad
de los días inciertos,
la verdad de las auroras
robadas, abrir
tus entretelas,
huido de ti mismo,
entre dos luces cautivo,
fascinado por la migración
de las lágrimas, por el hurto
imperdonable de las llaves
del Paraíso.
Ebrio de vivir, constante el pulso
que pone en marcha la alegría,
el estrépito de la risa, la apertura
de los umbrales que dan paso
al júbilo y a la exaltación.
Eres tú mismo, sin aditivos
ni conservantes,
sin velos, sin cortinajes
malsanos y circunspectos.
Es como dejarse arrastrar por la vida
en un torrente impetuoso que horadase
cordilleras de melancolía, nunca fatigado,
el ánimo despierto y potente,
buscando, tras las esquinas,
bajo las alfombras, en los sótanos
sellados, el alimento que el espíritu
reclama con voz imperiosa
en el afán, en los trabajos y los días,
de seguir creciendo.

Fernando Alda Sánchez


jueves, 27 de febrero de 2020

Nínive


          En la desmemoria de los senderos voy camino hacia Nínive, que era una ciudad inmensa, pues hacían falta 3 días para recorrerla, como Jonás, hijo de Amitai, al que el Señor envió allí para anunciar a sus moradores que la ciudad sería arrasada a los 40 días. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron su ayuno y se vistieron de rudo sayal. En su viaje Jonás fue tragado por una ballena, pues no quería ir al que sería su destino, y luego tuvo sus enfados por una planta de ricino que debía darle sombra para aliviar los rigores del calor, una planta que creció milagrosamente y luego, del mismo modo, se secó, pues un gusano había entrado en ella. Jonás le reprochaba al Señor que no hubiese arrasado Nínive como había predicho, y que el ricino se hubiese secado al sol, tan fuerte, de la noche a la mañana, y prefería morir a vivir, pues tal era su disgusto, sin entender que Dios hubiese tenido misericordia con los de Nínive y no con la planta.

    En estos caprichos y veleidades estamos todos, pues no entendemos los designios de lo Alto, confundidos por las bagatelas del mundo, un poco tarambanas y calaveras como somos, siempre atentos al reguero de hormigas que juegan bajo nuestros pies. José Jiménez Lozano dice en uno de sus escritos que el señor Jonás era un profeta pequeño, y así debió ser, a juzgar por la poca extensión de su profecía, que apenas ocupa espacio en el gran mar de libros que es la Biblia, pero su historia siempre me ha parecido fascinante. Y así inicio hoy esta entrada, o este post, como dirían los entendidos en las nuevas tecnologías que tanto nos seducen y atormentan a la vez, camino hacia Nínive, como Jonás, aunque no se bien hacia qué Nínive, pues el Señor me va revelando poco a poco el plan de viaje. Se que en el vientre de un gran pez no llegaré, aunque ya me hubiera gustado.

     Jonás, tras su profecía, se sentó a ver cómo el Señor arrasaba Nínive, y nosotros nos sentamos a la puerta de nuestra casa para ver cómo pasan los cadáveres de nuestros enemigos por delante de nosotros, para tener esa satisfacción tan intensa que otorga la venganza indiscriminada, que parece que nos libera, pero no es así, pues nos aprieta más los grilletes. Menos mal que el fuego divino no está en nuestras manos, pues habríamos extinguido toda vida sobre la Tierra. Tampoco hemos entendido nada, como creo que le ocurrió al hijo de Amitai, pues queremos que nuestros planes se cumplan, sin saber que Dios ha soñado otra cosa para nosotros. Y en ese conflicto estamos, pues creemos que sólo si se hace nuestra voluntad, en lugar de la del Señor, seremos libres, cuando en verdad es al revés, pues nuestro Creador nos libera de la muerte y del pecado, que son las cadenas que nos sujetan a la gran argolla que es el mundo. Pero, claro, tenemos cabezas de apóstol, de piedra, digo, como las de los que están esculpidos en los pórticos de las iglesias románicas y góticas, y en el Pretorio que es la vida, a la luz incierta de las hogueras, en la madrugada del viernes, negamos a Cristo no tres veces, sino muchas más, antes de que la piqueta de los gallos cave buscando la aurora, como escribiera Lorca en su Romance de la Pena Negra "cuando por el monte oscuro/ baja Soledad Montoya", que también parece estar de viaje, como lo estamos todos en este retablillo del existir en el que representamos papeles que en ocasiones no nos corresponden y eso nos desasosiega.

    El viento anuncia su presencia fuera, como si también quisiera venir a esta gran ciudad de más de 120.000 habitantes, que en aquellos siglos debían ser muchos, para asombro de todos, y que pudo haber sido destruida entones, como lo fue Cartago después, o Jerusalén, permanentemente conquistada. Ávila hoy también podría ser Nínive, con sus murallas, aunque se tarda menos en recorrerla, y desde alguna de las alturas cercanas me siento, como Jonás, no a esperar su destrucción, sino a contemplar su belleza, y en estos trabajos recuerdo, no se aún bien por qué, acaso por las malas bazas que juega la memoria en ocasiones,  unos versos de Dylan Thomas, que dicen así:

     "Y la muerte no tendrá señorío.
Desnudos los muertos se habrán confundido
con el hombre del viento y la luna poniente"

    y con ellos evoco también la desnudez de los vivos, la ceniza que somos, cómo retornamos al polvo, al origen de la arcilla frágil de la que estamos hechos, en este comienzo de Cuaresma, en esta travesía del desierto, camino hacia algún Nínive que no sospechamos, por ahora, pero al que tendremos que ir de forma inevitable, como vamos a la muerte. Al menos, tenemos el consuelo de que Cristo nos liberó de ese yugo, y nos espera, con los brazos abiertos de par en par, en el Domingo de Pascua, y en todos los domingos, una vez que hemos cruzado a salvo el Mar Rojo y que el ángel exterminador no se ha llevado por delante nuestras ilusiones y esperanzas primeras.

     En estos pensamientos entretengo el bullir de mi cabeza, que parece despistada, como dormida o en sombra, pasto de alguna peligrosa pócima, pero que no ha perdido el brillo fulgente de la Estrella Polar, pues conoce bien el camino que lleva a la verdad y a la vida, y no se deja impresionar por tantas alaracas como le salen al paso en esta derrota y desvarío de los días, prestos como están a confundir el rumbo que llevamos, tan incierto muchas veces, tan desnortado y pobre, en el que la única salida posible es negarse a uno mismo.

     Alta la luz, el paisaje abierto, en los oteros el hombre del viento y la luna poniente, tal vez nosotros, en espera, buscando siempre contemplar los tejados de Nínive, las murallas de esta Ávila que ahora me envuelve y acoge arrullándome con la nana dulce de una madre que contempla a su hijo dormir en sus brazos, como nos mira Dios. No hay mirada más hermosa, más serena.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay.com)
 


martes, 25 de febrero de 2020

Ahora que las mimosas...



         Ahora que  las mimosas han florecido en el Tiétar, se que al sur de Gredos encontraré la calma, tras todas las tormentas, despejada la niebla de la melancolía, aunque habrá lluvia en estos ojos albos con los que me asomo al mundo de nuevo, prendida la alegría en los labios, que cantan, como los pájaros, por la sangre, que renace, en el hueco de mis manos, que buscan el agua, como los besos la aurora, el dulce soñar pastoril de estas montañas.

        Aún existen ínsulas en las que el tiempo se ha detenido, en las que no está la urgencia terrible de la muerte, lugares en los que habitar y mirarse por dentro, de arriba a abajo, sin caleidoscopios, apartando entretelas y forros, sin máscaras venecianas, lugares para ser, no para tener, para alzarse tras las caídas, y vivir de nuevo, como recobrando la respiración que perdimos en los asaltos, en las trincheras del mundo y sus zozobras.

         En la escritura recobro hoy un pulso muy antiguo, como de añoranzas, de milenios, de velas encendidas, de tinajas en las que guardar el vino, de hornos en los que hacer crecer el pan. Es un pulso de hogueras en la noche, que huele a romero, a tomillo, a espliego, a campo abierto, a cielos altos, a cimas rocosas en las que el alma se esponja y aroma cuanto la circunda. Y escribo, al igual que cantan los pájaros, para dejar los trinos en la plenitud de la mañana, trinos hilvanados con el viento que busca el amor de las veletas, que halla el consuelo en los recodos de los caminos, allí donde duerme y es un sueño.

        Si así fuera siempre... en este retiro, bajo el manto de las cumbres, en el rodar de la piedra en las gargantas, en la mineral permanencia del aliento que nos sostiene y eleva... Una oración, como la flor abierta de las jaras, como el amarillo luminoso de los piornos montaraces que visten de galanura las faldas núbiles de las montañas... Una oración, eterno canto, que asciende hacia Dios con el lamento del hijo pródigo que regresa buscando la misericordia, el abrazo, la redención.

       Y volveré a escuchar, en lo más hondo de la noche, las campanas del reloj de la Iglesia Parroquial de Arenas de San Pedro, Nuestra Señora de la Asunción, bordando un silencio único, en la perfección de lo que ha sido creado, despertando memorias y remembranzas, rescoldos viejos, amaneceres nuevos, la plenitud de saberse vivo en medio de todo cuanto nos rodea. Allí el Santo hecho de raíces, que no duerme, que no descansa, mientras sigue mirando estas soledades gredenses, los bosques misteriosos y perpetuos, los veneros, el caer del agua de sueño en sueño. Y la Triste Condesa, que en un melancólico lamento, nos deja en los ojos lágrimas muy profundas que hablan de muerte, de abandono, de deseos.

      Sí, ya han florecido las mimosas, y sus jirones pintan el verde de luz, como si hubiese llovido el oro  más antiguo y perfecto. Son árboles que se encienden con un esplendor de joyas, con el venerable amor de lo que creemos y somos, árboles que van desvelando su secreto entre el olor intenso de la resina en los pinares, como un bálsamo, ofrenda para existir, ensalmo y lucha. Ay, las mimosas...

Fernando Alda Sánchez

       

     (Foto: Pixabay.com)