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martes, 25 de febrero de 2020

Ahora que las mimosas...



         Ahora que  las mimosas han florecido en el Tiétar, se que al sur de Gredos encontraré la calma, tras todas las tormentas, despejada la niebla de la melancolía, aunque habrá lluvia en estos ojos albos con los que me asomo al mundo de nuevo, prendida la alegría en los labios, que cantan, como los pájaros, por la sangre, que renace, en el hueco de mis manos, que buscan el agua, como los besos la aurora, el dulce soñar pastoril de estas montañas.

        Aún existen ínsulas en las que el tiempo se ha detenido, en las que no está la urgencia terrible de la muerte, lugares en los que habitar y mirarse por dentro, de arriba a abajo, sin caleidoscopios, apartando entretelas y forros, sin máscaras venecianas, lugares para ser, no para tener, para alzarse tras las caídas, y vivir de nuevo, como recobrando la respiración que perdimos en los asaltos, en las trincheras del mundo y sus zozobras.

         En la escritura recobro hoy un pulso muy antiguo, como de añoranzas, de milenios, de velas encendidas, de tinajas en las que guardar el vino, de hornos en los que hacer crecer el pan. Es un pulso de hogueras en la noche, que huele a romero, a tomillo, a espliego, a campo abierto, a cielos altos, a cimas rocosas en las que el alma se esponja y aroma cuanto la circunda. Y escribo, al igual que cantan los pájaros, para dejar los trinos en la plenitud de la mañana, trinos hilvanados con el viento que busca el amor de las veletas, que halla el consuelo en los recodos de los caminos, allí donde duerme y es un sueño.

        Si así fuera siempre... en este retiro, bajo el manto de las cumbres, en el rodar de la piedra en las gargantas, en la mineral permanencia del aliento que nos sostiene y eleva... Una oración, como la flor abierta de las jaras, como el amarillo luminoso de los piornos montaraces que visten de galanura las faldas núbiles de las montañas... Una oración, eterno canto, que asciende hacia Dios con el lamento del hijo pródigo que regresa buscando la misericordia, el abrazo, la redención.

       Y volveré a escuchar, en lo más hondo de la noche, las campanas del reloj de la Iglesia Parroquial de Arenas de San Pedro, Nuestra Señora de la Asunción, bordando un silencio único, en la perfección de lo que ha sido creado, despertando memorias y remembranzas, rescoldos viejos, amaneceres nuevos, la plenitud de saberse vivo en medio de todo cuanto nos rodea. Allí el Santo hecho de raíces, que no duerme, que no descansa, mientras sigue mirando estas soledades gredenses, los bosques misteriosos y perpetuos, los veneros, el caer del agua de sueño en sueño. Y la Triste Condesa, que en un melancólico lamento, nos deja en los ojos lágrimas muy profundas que hablan de muerte, de abandono, de deseos.

      Sí, ya han florecido las mimosas, y sus jirones pintan el verde de luz, como si hubiese llovido el oro  más antiguo y perfecto. Son árboles que se encienden con un esplendor de joyas, con el venerable amor de lo que creemos y somos, árboles que van desvelando su secreto entre el olor intenso de la resina en los pinares, como un bálsamo, ofrenda para existir, ensalmo y lucha. Ay, las mimosas...

Fernando Alda Sánchez

       

     (Foto: Pixabay.com)

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