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jueves, 27 de febrero de 2020

Nínive


          En la desmemoria de los senderos voy camino hacia Nínive, que era una ciudad inmensa, pues hacían falta 3 días para recorrerla, como Jonás, hijo de Amitai, al que el Señor envió allí para anunciar a sus moradores que la ciudad sería arrasada a los 40 días. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron su ayuno y se vistieron de rudo sayal. En su viaje Jonás fue tragado por una ballena, pues no quería ir al que sería su destino, y luego tuvo sus enfados por una planta de ricino que debía darle sombra para aliviar los rigores del calor, una planta que creció milagrosamente y luego, del mismo modo, se secó, pues un gusano había entrado en ella. Jonás le reprochaba al Señor que no hubiese arrasado Nínive como había predicho, y que el ricino se hubiese secado al sol, tan fuerte, de la noche a la mañana, y prefería morir a vivir, pues tal era su disgusto, sin entender que Dios hubiese tenido misericordia con los de Nínive y no con la planta.

    En estos caprichos y veleidades estamos todos, pues no entendemos los designios de lo Alto, confundidos por las bagatelas del mundo, un poco tarambanas y calaveras como somos, siempre atentos al reguero de hormigas que juegan bajo nuestros pies. José Jiménez Lozano dice en uno de sus escritos que el señor Jonás era un profeta pequeño, y así debió ser, a juzgar por la poca extensión de su profecía, que apenas ocupa espacio en el gran mar de libros que es la Biblia, pero su historia siempre me ha parecido fascinante. Y así inicio hoy esta entrada, o este post, como dirían los entendidos en las nuevas tecnologías que tanto nos seducen y atormentan a la vez, camino hacia Nínive, como Jonás, aunque no se bien hacia qué Nínive, pues el Señor me va revelando poco a poco el plan de viaje. Se que en el vientre de un gran pez no llegaré, aunque ya me hubiera gustado.

     Jonás, tras su profecía, se sentó a ver cómo el Señor arrasaba Nínive, y nosotros nos sentamos a la puerta de nuestra casa para ver cómo pasan los cadáveres de nuestros enemigos por delante de nosotros, para tener esa satisfacción tan intensa que otorga la venganza indiscriminada, que parece que nos libera, pero no es así, pues nos aprieta más los grilletes. Menos mal que el fuego divino no está en nuestras manos, pues habríamos extinguido toda vida sobre la Tierra. Tampoco hemos entendido nada, como creo que le ocurrió al hijo de Amitai, pues queremos que nuestros planes se cumplan, sin saber que Dios ha soñado otra cosa para nosotros. Y en ese conflicto estamos, pues creemos que sólo si se hace nuestra voluntad, en lugar de la del Señor, seremos libres, cuando en verdad es al revés, pues nuestro Creador nos libera de la muerte y del pecado, que son las cadenas que nos sujetan a la gran argolla que es el mundo. Pero, claro, tenemos cabezas de apóstol, de piedra, digo, como las de los que están esculpidos en los pórticos de las iglesias románicas y góticas, y en el Pretorio que es la vida, a la luz incierta de las hogueras, en la madrugada del viernes, negamos a Cristo no tres veces, sino muchas más, antes de que la piqueta de los gallos cave buscando la aurora, como escribiera Lorca en su Romance de la Pena Negra "cuando por el monte oscuro/ baja Soledad Montoya", que también parece estar de viaje, como lo estamos todos en este retablillo del existir en el que representamos papeles que en ocasiones no nos corresponden y eso nos desasosiega.

    El viento anuncia su presencia fuera, como si también quisiera venir a esta gran ciudad de más de 120.000 habitantes, que en aquellos siglos debían ser muchos, para asombro de todos, y que pudo haber sido destruida entones, como lo fue Cartago después, o Jerusalén, permanentemente conquistada. Ávila hoy también podría ser Nínive, con sus murallas, aunque se tarda menos en recorrerla, y desde alguna de las alturas cercanas me siento, como Jonás, no a esperar su destrucción, sino a contemplar su belleza, y en estos trabajos recuerdo, no se aún bien por qué, acaso por las malas bazas que juega la memoria en ocasiones,  unos versos de Dylan Thomas, que dicen así:

     "Y la muerte no tendrá señorío.
Desnudos los muertos se habrán confundido
con el hombre del viento y la luna poniente"

    y con ellos evoco también la desnudez de los vivos, la ceniza que somos, cómo retornamos al polvo, al origen de la arcilla frágil de la que estamos hechos, en este comienzo de Cuaresma, en esta travesía del desierto, camino hacia algún Nínive que no sospechamos, por ahora, pero al que tendremos que ir de forma inevitable, como vamos a la muerte. Al menos, tenemos el consuelo de que Cristo nos liberó de ese yugo, y nos espera, con los brazos abiertos de par en par, en el Domingo de Pascua, y en todos los domingos, una vez que hemos cruzado a salvo el Mar Rojo y que el ángel exterminador no se ha llevado por delante nuestras ilusiones y esperanzas primeras.

     En estos pensamientos entretengo el bullir de mi cabeza, que parece despistada, como dormida o en sombra, pasto de alguna peligrosa pócima, pero que no ha perdido el brillo fulgente de la Estrella Polar, pues conoce bien el camino que lleva a la verdad y a la vida, y no se deja impresionar por tantas alaracas como le salen al paso en esta derrota y desvarío de los días, prestos como están a confundir el rumbo que llevamos, tan incierto muchas veces, tan desnortado y pobre, en el que la única salida posible es negarse a uno mismo.

     Alta la luz, el paisaje abierto, en los oteros el hombre del viento y la luna poniente, tal vez nosotros, en espera, buscando siempre contemplar los tejados de Nínive, las murallas de esta Ávila que ahora me envuelve y acoge arrullándome con la nana dulce de una madre que contempla a su hijo dormir en sus brazos, como nos mira Dios. No hay mirada más hermosa, más serena.

Fernando Alda Sánchez


(Foto: pixabay.com)
 


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